Villa Gesell
La noche de los intelectuales

 

 

 

 

 

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Si algo raro está sucediendo en Villa Gesell, es el predominio, cada vez más ostensible, de una exótica raza de mercaderes. Desde el principio, el balneario se malganó la fama de un oasis licencioso, en donde las reglas del buen vivir exigían echar por la borda algunas costumbres civilizadas —por ejemplo, había que andar con los pies desnudos— en beneficio de otros convencionalismos que dieron al paraje el aire de un reducto informal. Ahora con diez años de ejercicios prácticos, la Villa se ha convertido en un laboratorio en donde medio centenar de intelectuales (profesores y estudiantes universitarios, artistas plásticos, poetas amateurs) ensayan la manera de ganarse la vida —y divertirse, al mismo tiempo— del otro lado de un mostrador, manipulando las palancas de una máquina cafetera o sacudiendo cócteles.
La semana pasada, a lo largo de la Avenida 3 (la médula espinal del pueblo), era notorio el choque de dos tendencias; por un lado, las furias progresistas que acabarán transformando a Gesell en un balneario burgués, en paz con su conciencia; por el otro, el lírico esfuerzo de quienes perseveran para que no se desvanezca el espíritu que le dio origen. Así, por ejemplo, los parlantes callejeros que anuncian la ventaja de comprar en tal o cual tienda alternan su cháchara con música de Bach y Vivaldi; en la calesita y en un parque de juegos mecánicos, Popeye, los chicos se menean y queman sus energías y su dinero al conjuro de las canciones de María Elena Walsh. Las librerías comienzan a ser un excelente negocio y amenazan adquirir la dimensión de peñas, en donde los adoradores de Cortázar y García Márquez se tuestan de otra manera. Lo más notable, en fin, es que los intelectuales hayan descubierto que Villa Gesell no es, apenas, un buen rincón de veraneo, sino el lugar en donde embarcarse en una aventura comercial. No menos de veinte nuevos negocios están atendidos por esta clase de gente.
Es posible que haya que recurrir a ese detalle para explicar por qué los comercios de Gesell, y sobre todo los que se ocupan de vender frivolidad, son estrellas fugaces, cuyos esplendores se agostan definitivamente al cabo de una o dos temporadas. Es el caso de la Mosca Verde, una boite que el año pasado congregó legiones de snobs, que era el centro de la noche, y cuyas puertas persisten ahora cerradas, nadie sabe por qué. "La transitoriedad de los lugares de diversión se debe a que sus propietarios son, en su mayoría, ajenos a la materia y caen en espantosos errores administrativos —explica Cacho Brea, dueño de La Jirafa Roja—. Resulta que casi todos los que han sufrido esta gloria efímera son intelectuales metidos a bolicheros, con tan poca experiencia que al fin del verano dejan escapar el negocio, por brillante o
prometedor que sea." Brea maneja su Jirafa desde hace cinco años, plazo más que suficiente para que la primitiva cafetería se volviera el más concurrido sitio de reunión de la Villa.
Aunque conocía el ramo desde antes de instalarse en la entrada del pueblo, asegura que "si mi negocio funciona y no padece graves fluctuaciones, se debe a que trabajo no menos de 15 horas diarias"; y, claro, a que supo dotarlo de algunas características que aseguran un, saludable movimiento de público. En La Jirafa no hay mesas, apenas unos taburetes fijos, a lo largo del mostrador, "de manera que la gente consume y no se eterniza en el asiento: éste es un lugar de paso y nadie piensa en pasarse la noche aquí". La fórmula le permite cobrar 130 pesos por whisky, trabajar tres meses y descansar el resto del año.
Un ex profesor de matemáticas, Enrique del Campo (34), calcó su ejemplo y se alinea entre los escasísimos intelectuales que accedieron a la prosperidad y a la perseverancia. Al cabo
de seis años de cátedra renegó de su oficio y se fue a vivir a Gesell, en donde fundó el bar 07, una casa que ofrece toda clase de comidas y tentempiés, y que de noche se metamorfosea en sofisticada whiskería. El éxito de 07 le permitió extender sus dominios a un local aledaño, el 08, cuyo prestigio crece a la sombra de monumentales tortas de espuma de chocolate. De noche, las tortas desaparecen de escena, el profesor tiende un tablao flamenco y el local se transforma en un delirante santuario del taconeo. "Si todo marcha bien —promete del Campo, entusiasmado por la cantidad de adeptos a sus concursos de canto y baile—, el año próximo nacerá el, 09." Nadie discute que estas audacias iluminan con intermitencias la noche de Gesell; tampoco, que el negocio de la frivolidad obliga a marchar con pie de plomo en los tembladerales de una competencia cada vez más agresiva, frente a una clientela que ha terminado por ponerse los zapatos y que sólo puede ser seducida a golpes de exquisitez. Esos objetivos pretenden cubrir un night-club que se inaugura esta semana, bajo una cúpula diseñada por la arquitecta Irene Villar, entre la espesa vegetación de los médanos que rodean la Villa. La idea de Kopay pertenece a los estudiantes universitarios Arnaldo Carusotti, Rubén Granero y Jorge Kluxa, quienes arriesgaron ya más de 7 millones de pesos en una quimera doblemente pretenciosa, "debido a que ninguno de los tres sabe nada de este asunto, nunca estuvimos al frente de un boliche". Sin embargo, convencidos de que "a Gesell le falta un lugar de mucha categoría", Kopay aspira a ser el hábitat más idóneo para noctámbulos del todo refinados. Habrá portero uniformado, una penumbra bien dosificada, con capacidad para 200 parroquianos, y la bodega mejor provista de la zona. La copa no bajará de los 350 pesos.
El mismo precio cuesta en Zákate, una boite que abrió la semana pasada y que rivaliza directamente con la del trío de estudiantes, puesto que también procura congraciarse con los bolsillos mejor dotados. Zákate pertenece a un mendocino de 27 años, Orlando Giménez, folklorista del grupo de Hernán Figueroa Reyes, autor de la chacarera 'La noche de los amigos', ganador del primer premio —categoría solista— en la última edición del Festival de Folklore realizado en Mendoza. "Pero no todo debe ser música autóctona —filosofa—; nuestro tocadiscos también se alimenta de ritmos 'yeyé'." Así fue, por lo menos, en la madrugada de la inauguración, a la que asistieron los turistas más notables de Gesell y Pinamar, entre ellos el pintor Carlos Alonso, el volante Andrea Vianini (y Dolores Blaquier, su mujer), los baladistas Bárbara y Dick y el propio Figueroa Reyes. La concurrencia agotó la capacidad del salón —unas 140 personas sentadas— y las reservas de whisky: el posterior balance de Giménez computó a razón de una botella por invitado. Esos niveles de consumo estimulan al flamante empresario ("El año próximo habrá una pileta iluminada desde el fondo") y al encargado de la contabilidad, un geólogo tucumano, todavía preocupado por la última inversión: un amplificador magnetofónico semejante al de la boite Zum-Zum, de Buenos Aires. "Hace tres meses que estamos trabajando 16 horas diarias", se queja, pero con los ojos puestos en un futuro tachonado de vacas gordas. Mientras tanto, y para apuntalarlo, Giménez cubre las horas huecas de su negocio con desfiles de modelos, creaciones de Ante Garmaz y las boutiques porteñas Dedé y Viva María.
Adscriptos al informalismo, menos selectos, otros cuatro estudiantes se las ingenian, desde principios de temporada, para atraer la atención de los veraneantes y orientarla a Chaganaky, Se valen de una tarjeta que dice así: "Yorgo, Agop, Pichón y Juan Carlos (dos griegos, un aborigen barbado y un mendocino) te esperan en el primer boliche bailable de toda la costa, con auténtico sabor griego". Hasta ahora, Chaganaky recluta a los buenos salvajes que habitaban las desaparecidas cuevas en donde se bebía áspero vino tinto, se comían empanadas, se improvisaban sesiones de bebop y se contaban cuentos pícaros. De todos modos, esa especie está en decadencia; Villa Gesell ya no es una avanzada de los mochileros, menos todavía el foco de concentración de aprendices de iracundos. Los intelectuales, como el griego Yorgo, sueñan con "hacer bien las cosas", y sólo aparentan complicidad con los buenos salvajes cuando demuestran ser buenos consumidores y entienden que una Coca-Cola no otorga excesivos derechos. Golpeados por más de un quebranto, todavía confundidos, quienes timonean la noche de Gesell están aprendiendo un oficio que los obliga a virar en redondo, a concentrar toda su sabiduría en la caja registradora.
"Todavía queda alguno —apostrofó el veterano dueño de una heladería— que alardea de su ignorancia para manejar el negocio. Invierte millones de pesos y encima se burla de sí mismo, como si tratara de excusarse." Por supuesto, no es tan fácil hacer el juego a los turistas, de cuya versatilidad la Villa puede ofrecer muestras significativas: mientras La Garrapata se erige en último baluarte de la vieja guardia folklórica, los nuevos contingentes se entregan a los arrebatos dispuestos por The Papas and The Mamas, por los Rolling Stones, por los Herman's Hermits. Hasta Herta, la vigorosa alemana que enseña a nadar a nenes y adultos en su pileta ubicada a metros del hotel Tejas Rojas, ha debido plegarse a la nueva moda, y su decisión consta en cientos de afiches: "Ahora, también es legal bailar en Herta". Paralelamente, los intelectuales bucólicos, menos zumbones, se atrincheran en el Bel Motel y en el anfiteatro de El Pinar, en donde los miércoles y sábados a las 10 de la noche la Asociación Camping Musical Villa Gesell —con auspicio del Fondo Nacional de las Artes— libra su segundo ciclo de conciertos. La entrada, 350 pesos.
Ese incremento de tentaciones ha servido, además, para intensificar el tráfico entre la Villa y Pinamar, en donde las sombras no engendran ninguna clase de expectativas: "En Zombi, todos los días hay algo nuevo", plañía una veinteañera carcomida por el aburrimiento. Y, en efecto, las sombras proveen a la Avenida 3 de un aspecto tan inquietante como el de las típicas callejuelas de un pueblo del Far West: aquí abundan las lamparitas de colores, y el aire salado del mar se mezcla con el tufo que brota de las pizzerías, y no hay atisbos de música vaquera. Pero, aun así, a nadie extrañaría ver aparecer a John Wayne en un recodo de la calle.
PRIMERA PLANA
16 de enero de 1968

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