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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE ACÁ


En busca de la ciudad perdida

Revista Mercado
25 de octubre de 1979

un aporte de Riqui de Ituzaingó

 

 

 

Hace diez años, más o menos, el arquitecto José María Peña era casi un desconocido. Desconocido como puede serlo un silencioso investigador; no tenía entonces, como ahora, esa participación en escena que le permite concitar la atención con delicados e inusuales malabarismos: mostrarles a los porteños otra ciudad, por ejemplo. Es que el Museo de la Ciudad, que dirige desde noviembre de 1970, se ha ido convirtiendo con el transcurso de los años en una suerte de memorioso corazón, de un Buenos Aires, tan propenso al olvido. Por lo general, aquí y en todas partes, la palabra museo sugiere salas en penumbra, solemnidad, el descubrimiento de alguna maravilla de la cual teníamos noticias a través de algún libro. Cuando el arquitecto Peña hace colocar unos parlantes en plena calle, en la esquina de Alsina y Defensa, y organiza una "Gran velada danzante", ni la raspa, ni el vals, ni la ranchera, ni la suburbana milonga, respetan ninguna solemnidad. Organizado el baile, padres, madres, abuelos e hijos, se arremolinan un sábado a la noche, para evocar alegremente aquella ceremonia tan cotidiana en la ciudad hace cuatro o cinco década. Tampoco hay salas en penumbras cuando a instancias de Peña, trescientos o cuatrocientos porteños —tal la habitual concurrencia — juegan al rango, al bolero o a la biyarda. "¿De qué se trata?", preguntó cierta vez un turista al ver a esa colectividad adulta ensimismada en una carrera de embolsados en plena calle. La respuesta no se hizo esperar: "Del recuerdo —le contestaron — ; sin el recuerdo, cuesta trabajo armar todos los cuartos de nuestra identidad..."
Por eso, si se le pregunta al apasionado director del museo, qué es ese museo, él se asomará al balconcito vecino a la antiquísima farmacia La Estrella, mirará hacia uno y otro lado el territorio edilicio y responderá: "siempre me preguntan lo mismo y antes me costaba trabajo explicar. Pero, ahora sé: el Museo de la Ciudad es todo eso ¿ve?. Sí, la ciudad entera, con sus casas, su gente, sus hábitos." Como no nos bastaron ni sus propios testimonios escritos, ni sus permanentes declaraciones ni charlas sobre el tema, le propusimos a José Maria Peña un paseo coloquial sobre la ciudad. El entusiasmado, se sentó en un viejo sillón de fin de siglo, acarició una muñeca de porcelana que recién le habían regalado al Museo, observó su reloj pulsera y corroboró la hora con la de un viejo reloj de péndulo, y esperó la pregunta, con la respetuosa ironía del porteño ante lo que se supone está por venir:
MERCADO —¿Sabe qué es lo que resulta un tanto raro? El que un arquitecto —en general tan proclives a la demolición o a la vanguardia— se preocupe por rescatar el pasado de la ciudad. ¿Por qué esa inclinación y esos objetivos, arquitecto?
PEÑA —Hay fenómenos interiores que nos suceden y quizá no tienen explicación para los otros. A mí, una casa vieja, que para otros resultaba incómoda o execrable, me resultaba bellísima y me hacía feliz habitarla, por ejemplo. Yo encontré siempre, más contemporaneidad o valores persistentes en aquellas casas donde había, entre otras cosas, el derecho a la intimidad, que, finalmente, es un derecho que no ha desaparecido al cabo de los años. Aunque la nueva manera de vivir lo haya invadido. Usted piensa que en aquellas casas de que hablamos —las de nuestros abuelos o nuestros padres— cuando usted se asomaba a la ventana no se encontraba con la nariz de un vecino. Además, he descubierto una cosa desconocida: en planos de casas de 1860 las ventanas no daban al frente sino hacia los patios interiores. ¡Qué necesidad de vida interior! ¿y qué manera de resguardarla, no? Usted me dirá: pero, todo ha cambiado. Sí, pero ¿por qué vamos a echar un manto de olvido sobre algo que nos perteneció y sobre lo que cimentamos nuestra identidad? Nunca hay que tirar las viejas fotografías, por ellas aprendemos algunas cosas. Incluso a saber el porqué somos ahora así. Hasta una carta de amor, o de amigo a amigo, ayuda a hacernos
comprender nuestra herencia. Ya nadie quiere guardar baúles ni bibliotecas, como si les pesaran, lo que pesa más es el olvido.
MERCADO -¿Usted es un obsesivo del pasado? Quiero decir, arquitecto, si está en oposición a las nuevas ideas de avanzada de las ciudades actuales, si...
PEÑA —No he dicho eso; es un error suponerlo. De lo que yo hablo es de conciliar la conservación con los nuevos alardes arquitectónicos. Hacia 1960 yo empecé a trabajar en investigación en la Facultad de Arquitectura. Empezamos con el arquitecto Buschiazzo. El tema que nos habían encomendado por cuenta del Instituto de Arte Americano era todo lo relacionado con los siglos XVIII y XIX. La inmensidad de la tarea nos absorbió. Recorríamos el plano de la ciudad tal cual estaba trazado en 1860. Caminamos calle por calle, barrio por barrio, casa por casa. La Boca, Barracas, San Telmo, Belgrano, cada sector de la ciudad fue relevado con dibujos y fotografías. En ese momento puedo afirmarle que San Telmo estaba prácticamente muerto. Quiero decir, a nadie se le había ocurrido que tenía ninguna identidad. Luego de cinco años, en 1965, junto a otros investigadores me encomendaron que escribiera algo sobre el período arquitectónico 1800/1900 y volvimos al barrio de San Telmo. Nos enfrentamos con otra realidad: el 30 por ciento ya no existía. En cinco años, se habían planchado frentes o se habían demolido casas. El planchado es otra de las manías del porteño, se cree que mediante ese ardid se simula modernidad. Y lo único que se logra es el mismo efecto que si a cualquiera de nosotros nos sacan diez centímetros de la tibia. Quedamos deformes. ¿Se va dando cuenta por qué se creó el Museo de la Ciudad? ¿Y por qué yo soy su director desde hace tantos años? Por obsesivo.
MERCADO —Ustedes ha insistido en especial sobre San Telmo. Recientemente la Municipalidad ha dictado una ordenanza tendiente a preservar ese sector de la ciudad. Creo que en general los porteños están entusiasmados con ese barrio desde hace bastante tiempo.
PEÑA —Mire, en 1970, cuando creamos la Feria de San Telmo, lo poco que había en el barrio era: el "Repecho", la Casa Pardo, El Viejo Almacén, y dos anticuarios. A raíz de la feria la gente descubre o se le revela San Telmo. Quizá porque la feria era un hecho simpático e inesperado. De ahí en más San Telmo se convirtió en una fábula. A todo se le empezó a llamar San Telmo hasta a lo que no lo era. Aquí, en Defensa y Alsina somos Catedral al Sur y sin embargo se confunde.
Se confunde como ocurre con el estilo colonial, que en Buenos Aires no existe porque fue todo destruido. La gente empieza a llamarle colonial a casas de 1860, siendo que aquel estilo pertenece al 1700 y prácticamente culmina en 1810. También se les endilga colonial a los muebles isabelinos y a los azulejos blancos y azules de la catedral, que son de fines del siglo pasado. Por eso, esta disposición de preservar el barrio es muy interesante. No se habla de que todo sea viejo, sino de mantener una coherencia en algún conjunto. Por ejemplo, creo que dentro de un tiempo San Telmo será un barrio ideal para vivir: ya no podrán construirse edificios altos y quienes lo habiten podrán ver el cielo. Pero cuando hablamos de preservación no decimos sólo los edificios, que son algo muerto sin la gente y sin la vida y sin las costumbres. Para mí se trata de conservar la vida de un sector, integrada, claro, a la actualidad. A mí no se me ocurre que tengamos que andar con peluca ni que cada casa se convierta en museo. Los museos son caros. De lo que se trata es de enseñarle a la gente a no considerar cachivache a todo lo que es viejo.
MERCADO —Cuando usted habla de coherencia, ¿piensa que nuestra ciudad tiene algún sector al que pueda definirse como tal?
PEÑA —Si, claro, la Avenida de Mayo. Cuando en 1884 Torcuato de Alvear, uno de los integrantes de aquella fabulosa generación del ochenta, hace tirar abajo la vieja recova del bajo y corta un pedazo del Cabildo, en realidad está mirando hacia el futuro. La demolición, con todo lo que hace perder, significa para él abandonar la idea de aquella Gran Aldea que era Buenos Aires y que él quería aproximar a las grandes urbes europeas. Muchos pusieron el grito en el cielo por el derrumbe que ocasionaba pero en su descargo hay que decir que por entonces casi no existía la técnica de la conservación. En Europa, acaso se podían contar con los dedos los expertos. Estaba un Violete Le Duc, por ejemplo. Y mire usted qué raro, la gente ve ahora a la Avenida de Mayo como antigua, como si siempre hubiera sido así. Sin embargo, en su momento fue una edificación contemporánea. Era como lo es actualmente Catalinas Norte, que para mí representa como ninguna otra la arquitectura de los años setenta.
MERCADO —En Buenos Aires, arquitecto, hay algunas cosas o temas claves. Por ejemplo el célebre Banco de Londres, Caminito la calle de La Boca o el río. La famosa vista al río de nuestra ciudad. Y también los espacios verdes.
PEÑA —Una vez, de visita al arquitecto Alejandro Virasoro, uno de los pioneros de avanzada de los años treinta, le pedí que me definiera al edificio del Banco de Londres. El me dijo: "Es como una manada de elefantes desbocada..." Yo insistí: "Pero, es bella una manada de elefantes". El me dijo: "Es que hay cosas que ya trascienden el esquemático juego de la palabra belleza. Allí está la torre Eiffel a quien ya nadie discute si es fea; y también nuestro obelisco. Mire si se habrá impuesto en nuestra conciencia porteña que, hace unos años, cuando se realizó un concurso de afiches sobre la ciudad, sobre 160 trabajos presentados, 105 tenían el obelisco. Usted me preguntó también por Caminito... Eso es una farsa, un carnaval, yo no lo conservaría, ni tampoco la calle de las cantinas. Me quedaría con un pedazo más coherente de La Boca, que no es precisamente colorido sino gris: el que va desde las vías del tren y desemboca en el Riachuelo. En cuanto al río, nosotros le dimos siempre las espaldas: para los porteños no existe. Hemos cerrado todas las calles que bajaban al río, hemos desperdiciado todas las barrancas. Somos una ciudad de puerto diferente a las otras que hacen del puerto un hecho trascendente. Y bueno, esto es así, hay que aceptarlo. Somos nosotros. Además está esa otra queja de que queremos ver a Buenos Aires integrada a la naturaleza. ¿Por qué? Si nuestro encanto reside en que somos una ciudad de edificios.
MERCADO —¿Qué le sugiere a usted Palermo Chico?
PEÑA —Es un barrio bellísimo, perfecto en su diversidad de estilos creado allá por la década del treinta. Hasta sus calles hablan de una intimidad que no quiere ser cercenada. Ni siquiera los taxis se atreven a entrar sin el mapa en esas calles laberínticas. Es un territorio casi desconocido o exótico a pesar de tener tantos años.
Tenemos muchas cosas: el puerto, el zoológico, Belgrano R... tenemos los cafés, la calle de los cines, nuestra gente. Mire, yo no creo que alguien conozca a la ciudad si no camina, si no se baja del auto. Hay que sentarse todo un día en un café en San Juan y Boedo y vivir la jornada como un parroquiano; hay que aceptar ser pisoteado un sábado a la salida de los cines en Lavalle; hay que estar en una tribuna en una cancha de fútbol... Porque como ya le dije, la ciudad es todo esto: las casas y la gente. Lo que tiene de encantador y lo desagradable. ¿Sabe lo que leí alguna vez? Que una ciudad es tanto más auténtica cuando la gente que la habita no se hace de acuerdo a la ciudad, sino que hace a la ciudad a su imagen y semejanza.