Una peña semanal de artistas de circo
Los lunes, nostalgia


En un café de Buenos Aires, un centenar de hombres y mujeres esperan ansiosos, resignados los contratos que les permitirán ejercer sus insólitas profesiones, mientras evocan un ámbito en donde muchos nacieron y se criaron, un mundo cercano a lo irreal y cada vez más distante.

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Los lunes, en el bar, van desfilando los personajes de la pista


Miguelito, el matrimonio Ramos y Picuya: aunque el trabajo no es mucho-cualquiera sea el oficio que se ejerza-, los hombres del circo entretejen viejos recuerdos frente al pocillo de café

 

 

Son los herederos de una historia de amor y aserrín que comenzó hace muchísimo tiempo, cuando alguien —no se sabe quién— levantó por primera vez una carpa de circo. Ahora, los lunes por la noche, juntan sus recuerdos, fantasías y frustraciones en torno a las mesas de un frecuentado café porteño, en la esquina de Sarmiento y Paraná. Allí, como en una remozada corte de los milagros, el payaso repasa los viejos chistes, la ecuyére se imagina bailoteando sobre el alazán inexistente y el mago sueña con galeras y conejos que ya no están. También esperan al representante, el único personaje capaz de convertir la larga antesala en unos minutos de trabajo y las imágenes en aplausos; capaz, también, de transforman en unos escasos pesos abundantes semanas de postergación económica.
El lugar se conoce como Bar Sarmiento. Allí —en el subsuelo húmedo y oscuro— también funcionan varias salas de ensayo. Sin embargo, la familia circense no lo sabe: para ella el lugar es simplemente una cita constante, todos los lunes por la noche, y converge hacia allí, llamada por algún remoto conjuro. Son cien artistas que mezclan sus anécdotas de giras con proyectos de prosperidad. Entre ellos no falta quien haya nacido en la misma arena del
circo, aquellos que también se abrigaron con sus lonas.
"Nací en Viña del Mar, frente al Pacífico. El circo estaba en gira y pocos días después seguimos viaje. La partera atendió a mamá en el mismo carromato que servía de casa, cocina y camarín. A los cinco años debuté haciendo contorsiones; cuando fui señorita, a los quince, integré un trío acrobático". Se llama Marta Romeu Costales, pero en la tertulia se la conoce como Picuya. Encarna en sí misma la única y monótona leyenda que todos atesoran: "Conocí a mi esposo en el circo de los Villalba; él era uno de los Águilas Humanas. La vida era —es— muy dura: hay que saber cómo doblarse, meter la cabeza entre las piernas, tomarse los talones hacia atrás, entretener a la gente con la siempre aplaudida spacada (un número de contorsión que requiere gran flexibilidad muscular). Trabajé en lo mismo hasta el sexto mes de embarazo: el nene nació sietemesino, con dos kilos de peso. Lo que más mal me hizo, mientras viajaba en la casilla del finado Diego, eran los caminos de Salta, poceados a mano, interminablemente malos". La disculpa, que soslaya cualquier otra interpretación, es en verdad una ceremonia, la misma en la cual, la semana pasada, participó un redactor de SIETE DÍAS.

DON BLAS Y LOS OTROS
No falta quien concurra al lugar acompañado por su familia. De todas maneras es lo mismo, porque comparten la casta, participan de un ritual que los incluye: el circo, siempre el circo. A veces los olores de la carpa —de ese maravilloso Sarrasani donde muchos debutaron, por ejemplo— toman por asalto la tertulia, inundan el iluminado café. Es cuando Blas Ramos —63, uno de los más remotos circenses del lugar— retoma el viejo cuento: "Mi padre, de joven, supo trabajar en el circo Anselmi-Podestá, donde ahora está el Obelisco. Siendo chico aprendí con él a ser un buen contorsionista. Ensayaba todos los días: hoy un poquito, mañana un poco más. Después era cuestión de rutina, ya que al final el movimiento salía solo. Cuando eso se dominaba bien se comenzaba con el trapecio. Primero desde abajo, para eludir peligros; luego, metro a metro, se alcanza la altura del espectáculo".
Claro, a veces la magia puede interrumpirse. Un cálculo que falla y sobreviene el grito enloquecido de los espectadores: "Era allá por el cuarenta, durante una gira por la provincia de Santa Fe. Trabajaba con mi hermana en el trapecio —recuerda don Blas—, a ocho metros de altura, sin red. Sobre la barra del columpio, una escalera se equilibraba con nuestros cuerpos. Ocurrió rápidamente: sin saberlo hice un contratiempo. Nos caímos los dos, pero inexplicablemente salí ileso. Ella, pobrecita, se partió el tobillo para siempre". El relato de Blas Ramos se interrumpe abruptamente. Acaba de llegar Porota, su mujer, una malabarista que no quiere oír tragedias.

Mientras Rafael Peña, el mozo, entrega desganadamente el milésimo café de la noche (porque, como todos imaginan, el menú de los artistas no siempre es completo), Simón Reyes —73 años— se autoproclama "el decano de los prestidigitadores argentinos". También él tiene historia: "Fui editor de una revista de chismes artísticos, en San Antonio de Areco; más tarde, en Capitán Sarmiento, imprimí La Protesta, un periódico que era conservador con los conservas y radical con los yrigoyenistas. También he sido inventor de trucos y aparatos. Sin ir más lejos: ¿usted no querría gastarse cincuenta mil pesos —lanza la pregunta al vacío, como esperando una respuesta afirmativa— para adquirir el más enigmático de los lances de ilusionismo?".
Y no miente: el suyo, uno de los trucos más festejados en los circos de provincia, le brindó durante muchos años la admiración de los espectadores. Consiste en un montón de cadenas y candados, adosados a un cepo, que permite inmovilizar al voluntario que se somete a él. "Yo, sin violar ninguna de las cerraduras, sin romper los eslabones ni desarmar el cepo, en menos de veinte segundos logro liberar al sujeto. Además, ni siquiera me acerco a él. Es tan real, que parece magia". A pesar de ello, de sus explicaciones tan convincentes, Simón Reyes — con el pretexto del comprador inhallable— concurre todos los lunes al mismo café. Junto a él, como en épocas de esplendor, su mujer y partenaire comparte una gaseosa, la misma que entretendrá entre sus labios toda la noche, "para gastar menos".

EL SEÑOR TITO
No quiere dar su nombre pero es fácil imaginar en él a un tony desgarbado, ingenuo y lúcido que repetía noche a noche los mismos gags. Seguramente vestía el mismo holgado sacón verdoso que se descolgaba sobre sus zapatones torcidos. Está solo. Cuando vuelve en sí de sus recuerdos es probable que acepte algunas preguntas y con su voz dulce de viejo maltratado por la fama y los años, conteste: "¿El circo, señor? El circo ha muerto hace muchos años". Quizás sea cierto, pero con una salvedad: en los últimos cien años el circo ha muerto muchas veces. En el novecientos, por ejemplo, el auge de los cafés concert hizo que los artistas cambiaran el aserrín por el tablado de un escenario. Después de 1925, cuando el Sarrasani asombró a todo Buenos Aires, otras compañías extranjeras se atrevieron a incluir a la Argentina entre sus itinerarios. Fue la verdadera edad de oro del circo.

Desde esa época, Tito Cervello —63, propietario de una agencia de remises y representante de artistas — vive para el espectáculo circense. "Aquí me siento feliz, entre mi gente. Soy un lírico, no sirvo para los negocios. Cuando se estila cobrar el veinte por ciento de comisión, yo me conformo con el diez. No me puedo quejar, sin embargo. Gracias al circo, a los artistas, recorrí América de punta a punta".
Aunque él no lo divulgue —pero lo acepta picaronamente con una sonrisa— durante mucho tiempo tuvo la entrada prohibida al café. "Para agosto o septiembre, cuando se acercaban las temporadas de Chile y Perú —recuerda Miguel Ángel Fontes, uno de los enanos que frecuentan el lugar—, don Tito dejaba vacío el café. Se acercaba a cada una de las mesas y, contrato en mano, se llevaba a toda la gente. Era la figura más temida de los propietarios del boliche. Con todo, pese a las prohibiciones, siempre se salía con la suya: usaba emisarios, verdaderos correos que despoblaban el lugar". Pero ahora llegó la tregua, y con ella, también, la desocupación. Es por eso que los lunes, en Sarmiento y Paraná, la alegría es una fachada que esconde la resignada búsqueda de trabajo.

EL CAMINO DE SHANGRI-LA
Cuenta la leyenda que en algún lugar del mundo, al promediar el año y siempre en lunes, convergen todos los circos. Allí, en Shangri-La, en un ambiente de fiesta y alegría los artistas intercambian sus habilidades y los cómicos aprenden nuevos chistes. "Quizá por eso —reconoce Aníbal Saiz (49), un payaso que hizo popular el sobrenombre Churrinchie— cuando yo vuelva a ser dueño de un circo lo bautizaré con ese nombre. Porque desde que nací fui payaso. Créame: vine tan pobre al mundo que llegué desnudo. Pero quiero volver a tener el circo propio, el mismo que tuve que dejar allá por el 58. Desde entonces vivo —sobrevive— actuando en fiestas infantiles, ganando unos pesos con un pequeño parque de diversiones, instalado eternamente en las afueras de Buenos Aires".
Y de ese sueño —el circo propio, la vuelta a la belle époque, la carpa y el aserrín— se nutren las veladas de los lunes, en un café de Buenos Aires. "Quizá un día de éstos el café se quede completamente solo —poetiza sin saberlo el payaso Churrinchie— porque todos nosotros estaremos en Shangri-La". 
siete días ilustrados
septiembre 1971