Revista Periscopio
21.07.1970 |
"El Ministerio del Interior lamenta tener que informar que se ha
verificado que el cuerpo hallado en jurisdicción de la provincia de
Buenos Aires, es el del señor teniente general don Pedro Eugenio
Aramburu."
Las 6.40 del 17 de julio. Un viernes grisáceo, tormentoso, húmedo,
trata de amanecer sobre la ciudad, cuando el sencillo parte es leído
en la Casa de Gobierno, ante los periodistas. Las menores
esperanzas, si aún las había, se extinguen definitivamente; el país
se entera, una vez más, que el vandalismo y la cobardía —porque es
cobardía matar a un hombre inerme— acrecen la ofensiva desatada hace
tres años, en los suburbios de un régimen cuyo desdén por el pueblo
facilitó el auge de esta nauseabunda delincuencia.
"La Nación —arengaba el Presidente Levingston, a las 12, en su
mensaje de 400 palabras— ha sido herida por la ceguera, el fanatismo
y la crueldad [...]. La sangre que ha corrido nos salpica a todos
con su carga de reproche." Ese era, sin duda, el sentimiento
general, por encima de las banderías y las diferencias; el mismo
sentimiento que se despertó, a lo largo de una historia de luchas
encarnizadas, cada vez que la violencia extravió el sentido humano,
cada vez que se fusilaba a Dorrego, se abatía a Maza, se lanceaba a
Peñaloza, se apuñalaba a Urquiza; cada vez que caían Bordabehere,
Lencinas, Ingalinella, Ross, Satanowsky, Valiese, García, Pampillón,
Cabral, Vandor.
"La persecución de los culpables continuará hasta sus últimas
consecuencias", aseguró el Presidente. Una lluvia fina martirizaba
las calles; cesó después de las 13, en momentos en que se instalaba
la capilla ardiente en la iglesia Esclavas del Sagrado Corazón,
Montevideo al 1300, apenas unas tres cuadras de la casa de Aramburu,
ese departamento de donde fuera secuestrado el 29 de mayo.
Veinticuatro horas antes, en un villorrio bonaerense, bomberos y
policías terminaban de excavar en el sótano de una casa: a dos
metros de profundidad yacían los restos del ex mandatario.
Empezaron su lúgubre tarea a las 6 del jueves, allí, en la chacra La
Celma, localidad de Timote (500 habitantes; 379 kilómetros al Oeste
de la Capital Federal, cerca de Carlos Tejedor, junto al límite con
La Pampa). Pero llegaron a la zona a eso de las 2, después que La
Plata alertara a las fuerzas de Carlos Tejedor y la Unidad Regional
de Pehuajó. Nadie los esperaba, salvo el cuidador, Blas Vasco Acébal,
64; en una de las seis habitaciones de la abandonada casa —la única
limpia— descubren el acceso a un sótano, oculto bajo un lecho.
En el sótano, un cajón con armas (tres fusiles, cinco Mauser, dos
pistolas, un Winchester) y municiones; al correrlo, advierten tierra
removida, y deciden hurgarle las entrañas. Aparece una capa de cal,
luego un saco, finalmente un cuerpo: viste camisa, pantalón, ropa
interior, zapatos, corbata anudada (con traba); las manos atadas a
la espalda con soga fina, los ojos vendados, una mordaza en la boca.
Un anillo de oro en el anular, con esta leyenda: S. H. a E. A. 1932.
El Jefe de la Policía Federal, general Jorge Esteban Cáceres Monié
—ausente, por enfermedad, de su despacho el martes y el miércoles—,
desembarca en la zona con el titular de la Policía de Buenos Aires,
coronel Antonio Navas. A las 21.30, en una ambulancia de Pehuajó
(chapa 96), el cadáver emprende la marcha hacia el Este; en la
Capital, la noticia del hallazgo circula desde la media tarde:
alrededor de las cuatro, Levingston había prevenido a Carlos Eugenio
Aramburu.
Dan las 2 del viernes cuando la ambulancia entra al Regimiento
Granaderos a Caballo —no a la Morgue Judicial, curiosamente—; en
menos de 30 minutos aparecen el Juez de Instrucción, Raúl Jacinto de
los Santos, oficiales del Ejército, amigos de Aramburu, médicos
forenses —con el decano a la cabeza, Walter Saborido—, peritos
dentales, especialistas en Medicina Legal y Escopometría.
A las 5.20 emiten su fallo: es Aramburu. Cáceres Monié traslada el
informe al Ministro del Interior —que ha pasado la noche en la Casa
Rosada—; el brigadier McLoughlin telefonea al Presidente, y a las 6
comunica la novedad al padre Iñaki de Aspiazu, a quien citara a su
oficina. Los diarios de la tarde señalan que el cadáver presentaba
tres orificios de bala en la cabeza, y una honda herida a la altura
del corazón. Ningún familiar del ex mandatario, que se sepa, estuvo
en Granaderos; Carlos Eugenio sí se presenta hacia las 11.30 en el
Hospital Militar, donde se ejecutó la autopsia.
El Gobierno decreta día de Duelo Nacional el sábado, y ordena que se
rindan los honores de Presidente muerto en el ejercicio del cargo;
Levingston ofrece el Salón Blanco de la Casa de Gobierno para velar
los restos; la viuda, Sara Herrera, opta por cumplir una promesa:
velar a su marido en la iglesia de Montevideo al 1300.
El Comandante en Jefe del Ejército, que vacacionaba en Bariloche,
adelantó su regreso a Buenos Aires: fue uno de los que transportaron
a pulso el ataúd, desde un furgón hasta la capilla ardiente. Más
tarde acompaña al hijo de Aramburu a buscar el sable corvo del ex
Presidente; como no se encuentra la gorra, Lanusse deposita la suya
sobre el féretro.
A partir de las cuatro, una invasión de coronas florales y de
público se derrama en las vecindades de la iglesia y frente a ella,
en la plaza Vicente López. El desfile de dignatarios —Levingston y
su esposa se contaron entre los primeros—, de figuras políticas, de
simples ciudadanos, resultó incesante. , Muchos de ellos,
entrevistados por la televisión —la mejor cobertura fue del Canal
9—, coincidían en un argumento: el repudio al crimen, tanto o más
que la personalidad de Aramburu, era el motivo por el cual la
muchedumbre se arremolinaba.
Sólo dos incidentes quebraron el silencioso recogimiento: unos
gritos hostiles y un conato de agresión física al general Mario
Fonseca, ex Jefe de la Policía Federal, en la tarde del viernes; un
tumulto, a las 0.10 del sábado, cuando Arturo Frondizi pretendió
ingresar al templo. "¡Que se vaya, que se vaya!", exclamaron unas
voces airadas; luego de unos forcejeos, Frondizi decidió retirarse:
"Estos son los que no comprenden que el general Aramburu quería la
paz", dijo.
A las 10.30, cuando se ofició la misa de cuerpo presente, la lluvia
seguía, aliada de un cielo hosco. Levingston y su esposa se
añadieron a los feligreses; flanqueado por los hermanos Alsogaray,
también estaba allí Arturo Illia. El Cardenal Primado rezó un
responso. A las 11.23, un toque de clarín anunció que el féretro
iniciaba su último viaje; el Presidente se sumó al cortejo;
centenares de paraguas formaron un techo de luto a las calles del
Barrio Norte. La Marcha Fúnebre de Chopin esparció sus sobrios
acordes.
Dieciocho carrozas con 205 coronas precedían la cureña; más adelante
iban cuatro jeeps con cadetes de los tres Institutos, dos vehículos
con infantes de Marina, y los Granaderos a Caballo. Desde los
balcones, con banderas enlutadas, caían flores al paso del ataúd. Ya
en la Recoleta, monseñor Juan Carlos Aramburu rezó otro responso;
tres oradores se sucedieron en la tribuna: Isaac Rojas, Bernardino
Labayru, y Lanusse (a quien encomendaron el elogio fúnebre el
Gobierno y las Fuerzas Armadas). El ex Diputado Héctor Sandler
intentó hablar: Levingston lo instó a que depusiera su actitud.
"El peso de la justicia habrá de caer inexorablemente sobre los
autores materiales del hecho, sobre sus instigadores y cómplices—
sostuvo Lanusse—. Mi general: cumplisteis con vuestro deber, podéis
descansar en paz."
Tras las revelaciones policiales y las desmedidas conjeturas
periodísticas del 8-11 de julio, no cabía sino aguardar una semana
de asombros. Desde el lunes se vislumbró una conferencia de prensa
del general Cáceres Monié; el. viernes, finalmente, fue anunciada
para la tarde del sábado 18, aunque terminó desplazada al lunes 20.
Este silencio acreció los enigmas, fortaleció la invención de los
diarios, ensanchó las dudas; los ojos del país se concentraron aún
más en el Juez de los Santos, enfrentado con la más difícil y
trascendental causa de su carrera. Pero el magistrado, que deberá
elevar el sumario a la Sala en lo Penal de la Cámara Federal —para
que ventile el proceso, según la Ley 18670—, no ha dicho nada, como
corresponde.
El domingo 12 era desmentida una versión sobre la presencia en Salta
de dos de los prófugos indicados por la Policía: Fernando Luis Abal
Medina y Mario Eduardo Firmenich. Se difundía la versión del
traslado a Buenos Aires, para su interrogatorio, de ocho detenidos
de Córdoba (Lidya Piotti de Salguero, a cuyo esposo se busca; José
Antonio Fierro, Raúl Héctor Guzzo Conté Grand y su mujer, Carlos
Alberto Soratti Martínez, Luis Alberto Lozada Caeiro, Cristina
Liprandi de Vélez, Mirta Cucco); las autoridades nunca confirmaron
estas presencias. El domingo, además, se conocía el intento de
secuestro del escribano Juan Carlos Fernández Lecce, secretario del
Juzgado platense a cargo del doctor Rómulo E. Dalmaroni: allí se
tramita la causa sobre desaparición de Felipe Vallese (arrestado en
julio de 1963 por la Brigada de San Martín, aún no fue hallado su
cadáver).
El lunes trascendían dos procedimientos. Uno, en la quinta de los
padres de Carlos Alberto Maguid, en González Catán: sin éxito. El
segundo, en una finca de Bernardo de Irigoyen 2123, Munro, alquilada
—según se anunció— por Abal Medina y Firmenich; secuestraron armas y
el libro de guardia del destacamento policial de San Ignacio,
asaltado en noviembre último. El Arzobispado asumió, ese día, una
actitud sensata que no tuvo imitadores; en un comunicado acerca de
la detención del presbítero Alberto Fernando Carbone (fue
aprehendido el 8 de julio) solicitaba "no se deteriore la imagen del
citado sacerdote" hasta tanto se expida la Justicia.
El martes, cuando La Nación advertía que las actuaciones "no pueden
avanzar más por ahora en cuanto a establecer lo que se llama «la
presencia física del ex Presidente»", estalló una bomba: el 8 de
julio, siete amigos de Aramburu habían firmado un acta por la cual
se comprometían a entregar 50 millones de pesos viejos (ya ofrecidos
en avisos por indicios firmes acerca del ex Presidente) a cambio de
Aramburu vivo.
¿Qué había sucedido? El abogado Hugo Malamud fue requerido por un
cliente, que "me negó en forma terminante pertenecer al grupo de los
secuestradores y que obtuvo la referida pista en forma accidental";
esa persona le encomendó gestionar el pago de la recompensa, pues él
garantizaba la posibilidad de rescatar al general.
Los firmantes concedían un plazo de 72 horas; venció la noche del 11
de julio, sin que el desconocido volviera a tomar contacto con
Malamud. El episodio, sorprendente, reanimó las esperanzas de los
familiares y admiradores de Aramburu. Pero el miércoles transcurrió
sin novedades: de los Santos indagó a los cuatro detenidos alojados
en el Departamento de Policía (Carlos Alberto Maguid, Nora Nélida
Arrostito de Maguid, Ana María Portnoy de Silveira, Carbone). A esa
altura, el expediente constaba ya de siete cuerpos de unos cien
folios cada uno. En Córdoba, el Juez Marcelo Tomás Barrera
desempeñaba idéntica labor; según los "trascendidos", el médico
Guzzo negó haber atendido a Lidya Piotti; ésta alegó su inocencia en
las guerrillas; Barrera ordenó la libertad de Claudio Ehrenfeld,
pero el P.E. lo retuvo a su disposición.
Y el jueves, mientras la Policía reclamaba la ayuda de la ciudadanía
para capturar a los estudiantes Carlos Gustavo Ramus, 22, y Carlos
Raúl Capuano Martínez, 21 (sobrino de Mario Martínez Casas, adalid
del caballerismo), el pueblo de Timote se agitaba y conmovía con el
hallazgo de La Celma. ¿Cómo llegaron a la chacra los detectives?
Según los diarios, la búsqueda de Firmenich —que comerciaba con
ganado, si bien su hermano informó que desde hace un tiempo trabaja
de taxista— condujo hasta la ciudad de Vera, en Santa Fe, donde él y
Abal Medina habrían efectuado unos negocios. Para uno de ellos, en
que intervino el Banco de la Nación, Firmenich presentó como
avalista a Ramus. Ahora bien: La Celma es propiedad de Amalia
Iribarne de Ramus, madre de Carlos Gustavo y de una hija que sería
la novia de Firmenich.
José Zurdo, 48, socio del hotel España de Timote, e Hipólito
Paterno, 52, dueño de Casa Zabala (un almacén de ramos generales),
fueron llamados como testigos cuando la Policía resolvió excavar.
"Nos llevaron al sótano enseguida —contó Zurdo a Jorge Abásolo,
enviado de Periscopio—. Ahí vi las armas. El comisario de Bragado
nos decía: «Pisen aquí. ¿No les parece que abajo está hueco?» Cuando
nos vinieron a buscar, eran como las seis, los agentes nos dijeron:
«Vengan, vengan, que parece que se podrá encontrar un cadáver»."
El olor obligó a los bomberos a calzarse máscaras; los testigos
pidieron permiso para regresar a sus negocios. El médico policial,
Julio A. Raiz, 45, llegó para enseñar cómo extraer los restos sin
dañarlos. Sólo lo observó exteriormente: cree que la muerte databa
de 30 a 40 días. Una vez retirado el cuerpo, León Porras, 34,
empleado de las pompas fúnebres de Timote, aportó un cajón "de tapa
ciega", por encargo de la Policía; él y Chiquín Odone, un vigilante,
colocaron los restos en el ataúd. Alberto González, militante de
UDELPA ("Soy amigo personal del general"), afirmó que el cadáver era
el del ex Presidente.
Germán Etchegaray, 42, que lleva once años afincado en la zona,
desde entonces conoce a Ramus; lechero próspero, expresa que "él
entendía de campos y ganado, pero Firmenich no; hace dos años me lo
presentó como su socio". Humberto Mussio, 30, empleado del surtido y
taller de Timote (una localidad de nueve manzanas), también habla de
Ramus: "Era un buen pibe. Siempre se ofrecía a llevarme en su
camioneta, una IKA T-80, amarilla. En los carnavales se divertía
mucho con la gente del pueblo. Firmenich era medio pavo. Una vez le
hicieron tocar un cable electrizado, y el chiste nos duró una
semana". Ramus cerró su última operación en la zona el 22 de junio:
vendió 95 vacas en un millón y medio de pesos viejos.
LA ARDIENTE OSCURIDAD
"El Jefe de Policía tiene la mejor buena voluntad para esclarecer el
hecho, pero nosotros queremos que se establezca la Comisión
Investigadora." La frase es del capitán Aldo Molinari, fervoroso
partidario de Aramburu, y no hacía sino repetir un anhelo que los
amigos del ex Presidente confesaron un mes atrás. Su tesis: la
Policía quizá se vea trabada si, en el curso de sus averiguaciones,
se enredasen figuras públicas;
una Comisión, formada por todos los sectores, con facultades
extraordinarias, salvaría ese escollo.
La Prensa, en un editorial del martes 14, manifestaba "la imperiosa
necesidad de ampliar una investigación", porque "es preciso conocer
los móviles y, sobre todo, los ocultos resortes que hayan podido
inspirar el vandálico delito [... ] Si las autoridades nacionales
realmente desean esclarecer todas las incógnitas, no deben oponer
trabas a que la ciudadanía ejerza el derecho inalienable de conocer
a fondo los hechos". Citaba, como antecedente, la célebre Comisión
Warren, que indagó el asesinato de John F. Kennedy.
Ese organismo actuó durante diez meses, dirigido por el titular de
la Corte Suprema; su fallo es notorio: Lee Harvey Oswald (ultimado
48 horas después de Kennedy) era el victimario. No menos de diez
volúmenes han mostrado, desde entonces, las tremendas fallas de la
encuesta; el Jefe de Policía de Dallas y el propio Lyndon Johnson,
creador de la Comisión, no ocultaron su incertidumbre. Es que,
seguramente, la 'raison d'État' impidió al honesto y brillante
Warren cruzar el límite: en estos casos, quienes se desprestigian no
sólo son los criminales, sino la Nación entera.
De las declaraciones de Molinari y otros camaradas ideológicos,
parece deducirse que ellos también intuyen una raison d'État. ¿Cómo
objetar su pensamiento? El crimen es tan monstruoso, tan
inconcebible, que no deben agotarse medios para esclarecerlo "hasta
sus últimas consecuencias", según palabras del general Levingston.
Sin embargo, el Presidente alaba la efectividad de la Policía; el
martes recibió al ingeniero Emilio Olmos y otros dos líderes
conservadores de Córdoba, quienes reiteraron la urgencia de fundar
la Comisión. "El Presidente nos dijo que no la cree oportuna, por
ahora", informó Olmos. El Partido Socialista Democrático volvía a la
carga el jueves, recordando sugestivamente el asesinato de Matteoti
bajo el fascismo: la Comisión investigará "no sólo para detener y
castigar a los autores materiales, sino también a sus instigadores y
cómplices, sean quienes fueren..."
El viernes, Molinari iba más lejos: "No se deben tener en cuenta
solamente las detenciones efectuadas hasta el momento. Esto [el
secuestro y la eliminación de Aramburu] no responde a sectores
internacionales, sino más bien a sectores nacionales, que se querían
perpetuar en el poder". ¿Podía aclarar el concepto? "Sin duda yo no
me quería perpetuar, sino el señor Juan Carlos Onganía, que se
quería quedar treinta años". La acusación no pudo ser más directa.
El doctor Manuel Rawson Paz, a la 1.02 del sábado, explicaba al
Canal 9: "La sangre de Aramburu salpica a Onganía y a Imaz. Ellos
anunciaron días trágicos para la Argentina y dejaron sin custodia a
Aramburu". La tarde del viernes, gritos hostiles recibieron al
general Fonseca, y el sábado vociferaban frente a la casa de Imaz.
El liberalismo sospecha del Gobierno anterior, y presiona sobre el
actual; desde el 17 de julio en adelante, se sumarán a su queja
otros sectores, asqueados y conmovidos por la bárbara suerte que
corrió Aramburu. La Vanguardia de julio 7 exhumaba la edición Nº 9
de un semanario, Tiempo Social, cuya tapa exhibe una foto de
Aramburu, con esta leyenda: "Caín — Quiere volver a sembrar el odio
entre los argentinos". El número, fechado 20 de febrero, contiene
tres avisos oficiales y elogios a Onganía; además, pretende que se
avecina un "golpe palaciego al estilo del 13 de noviembre de 1955'',
para sustituir a Onganía con el ex Presidente.
En los círculos liberales se escuchan fuertes críticas a la
investigación policial; se trata, en esencia, de dudas o extrañas
coincidencias. En principio se ignora la ideología de los acusados
(ver páginas 22/23) ; el único elemento probatorio cuya existencia
ha sido divulgada, es el negativo de la foto del llavero de
Aramburu, capturado en el hogar de Maguid. Emilio Ángel Maza, a
quien la Policía sindica como uno de los dos secuestradores, murió
sin prestar declaración, y no fue reconocido sino con reservas (la
viuda del ex Presidente hizo enmendar el acta en la que aparecía
sosteniendo haber reconocido plenamente a Maza). "Es el Oswald
argentino", sentenció un jurista del grupo.
Los identikits de los dos secuestradores, que la Policía difundiera
el 30 de mayo, no.se parecen ni a Maza ni a Abal Medina, a quien las
autoridades de la investigación consideran jefe del operativo y co-raptor.
Doña Sara Herrera no advirtió el acento cordobés de Maza, y
describió a las dos personas a quienes franqueara la puerta de su
casa como "mayores, de unos 35 años": Maza tenía 25 y Abal 23. Según
los aramburistas, tampoco reparó en las insignias, aunque los
diarios sostienen que Maza llevaba uniforme de capitán y Abal de
mayor. Los periodistas han exagerado su poder de imaginación, pero
no volvieron a interesarse por los 5 prófugos a quienes la Policía
acusara del secuestro de Waldemar Sánchez; por Carlos Della Nave,
cuyo padre denunció torturas; o por el fallido secuestro de
Iouri Pivovarov, diplomático ruso, del que participó un oficial de
aquella fuerza de seguridad. En la madrugada del domingo, Radio
Rivadavia informaba, extraoficialmente. de la detención de Firmenich
y Abal Medina. Habría ocurrido en Itá-Ibaté, provincia de
Corrientes, mientras viajaban, acompañados de amigas, en un Valiant
rojo.
(Páginas 22 y 23)
Entre los puntos oscuros de esta historia hay uno que merece primor
dial atención: la ideología o militancia política de sus autores.
Los diarios insisten en que cubre una extensa gama, desde la
izquierda extrema hasta la ultra derecha; es posible, pero quizá no
se trate de una alianza, sino de la sencilla, eterna infiltración de
una fuerza por la otra.
En cuanto a la Policía, única fuente oficial, no abunda en
calificaciones, salvo las de tipo moral ("inadaptados", "salvajes").
A lo sumo, en los casos de Fernando Luis Abal Medina y Esther
Arrostito, ha señalado que recibieron "adiestramiento comunista
especial en Cuba'", sin detallar qué entiende por este método de
raro nombre.
El 1º de julio, en La Calera, los esquemas temblaron: unos
vigilantes fueron obligados a cantar Los muchachos peronistas y
ciertas paredes albergaron la leyenda "Perón o muerte"; varios
"guerrilleros" descienden de la burguesía provincial; y, como si
esto fuese poco, la mayoría profesa con fervor el catolicismo. Daba
la impresión de que se reiteraban los animadores del cordobazo:
estudiantes, intelectuales, gremialistas ajenos a la burocracia,
sacerdotes y religiosos. En síntesis, esas huestes sin tendencia
uniforme ni caudillos, adversarias del Sistema, a quienes se bautizó
entonces La Nueva Oposición.
Una semana más tarde, la Policía ligaba a aquellos "Montoneros" con
los secuestradores y asesinos de Aramburu. En fin de cuentas, ¿no
clamaban los raptores su devoción por Evita y su interés en vengar
los 27 fusilamientos de 1956? Pero cuesta creer que devotos
católicos, aún inficionados de marxismo y admiración por el exilado
madrileño, maten a sangre fría a un dirigente como Aramburu, que no
los molestaba. Y si sólo pretendían atizar el fuego antiperonista
contra los caciques locales, erraban: nadie ignora que los delegados
del ex Presidente son inofensivos; la culpa entera recaería en su
bienamado Líder.
Sin duda, no podían equivocarse tanto. A menudo se esgrime la tesis
verdadera de que la izquierda no aspira sino a suscitar el caos: a
río revuelto, ganancia de pescador. Tal vez sea justo incluir a
cierta derecha en semejante táctica.
Desde luego, son casi todos adolescentes; no obstante, ya en Cuba o
en esta tierra, fueron adoctrinados en materia de confusión y de
intriga. Acaso olvidaron una enseñanza: no existe fuerza armada
—regular o sediciosa— que en tiempo de lucha se encuentre libre de
espías.
Abal Medina, 23, viajó a Cuba en la segunda mitad de 1967; su
invitación fue gestionada por Juan García Elorrio, director de
Cristianismo y Revolución, ex seminarista, ex Secretario General de
la Municipalidad de Marcos Paz (la ciudad donde nació Onganía). El
1º de mayo de ese año, García Elorrio intentó leer una oración en la
Catedral, donde el Arzobispo Caggiano celebraba una misa dedicada a
los trabajadores. Pese a la intervención del Cardenal, cayó detenido
junto con otros disidentes: uno de ellos, Abal Medina. Hay indicios
de que, al regresar de La Habana, empieza a distanciarse de García
Elorrio y vuelve a circular en los grupos católicos: en 1968 se
vincula con quienes editan Verbo y, más tarde, organizan una
distribuidora de publicaciones de ignota y sólida capacidad
financiera, con olor a España.
Esa empresa, que canaliza literatura adversa a las nuevas corrientes
de la Iglesia, también editó libros: La guerra de guerrillas, del
general Grivas, acerca de la insurgencia nacionalista en Chipre; La
Iglesia clandestina, de Carlos Sacheri (hijo del general Oscar
Sacheri), que denuncia "el fenómeno subversivo del catolicismo" y
menciona al padre Carbone (pág. 104) como jefe de la "estructura
clandestina" del Movimiento del Tercer Mundo. Uno de los miembros de
esta secta derechista asegura que también estaba vinculado a ella
Luis Alberto Lozada Caeiro, asaltante de La Calera.
El hermano mayor de Lozada, Alejandro, 34, ex seminarista jesuita y
ex alumno del Liceo Militar General Paz, fue funcionario de la
Presidencia hasta 4 meses antes de la destitución de Onganía (a
quien llama "el patroncito" en su libro Anda a cantarle a Gardel,
190 carillas que intenta publicar y donde, entre arranques
esquizoides, echa pestes contra el liberalismo). El hermano mayor de
Abal Medina, Juan Manuel, era secretario de redacción de Azul y
Blanco; las Juventudes de la Acción Católica desmentían el jueves
que Fernando Luis fuese "marxista ni comunista".
Ignacio Vélez Carreras, 24, excelente tirador, también se formó en
el Liceo General Paz, donde comulgaba todos los días. De ese
instituto, en fin, salió Emilio Ángel Maza, 25, en 1962; ayudante de
cátedra en la Facultad de Medicina de Córdoba, estuvo casi un año en
Europa (1967-68), otro tanto en Buenos Aires, en el Hogar San Pablo,
y en enero último se instaló en su ciudad. Para sus amigos, "era un
místico; sufrió un cambió ideológico que lo acercó a los curas del
Tercer Mundo". Antes, fue fundador, en Córdoba, de la Guardia
Restauradora.
Abal Medina habría residido un año en Europa (1968), sin que su
familia supiera de dónde sacaba fondos; es amigo íntimo de Mario
Eduardo Firmenich, 22, a quien el padre Carlos Mugica,
tercermundista ardoroso, ha llamado "cristiano ejemplar, de
ferviente comunión diaria". Líder de la Juventud Estudiantil
Católica (JEC), firme, candidato a su presidencia, sin duda figuraba
entre los discípulos del sacerdote Alberto Fernando Carbone, 46,
asesor de la JEC, cuyo "celo apostólico" exaltó el jueves el
Movimiento Familiar Cristiano, una entidad a la que prestaba su
consejo. Ordenado en 1953 ante el Cardenal Copello —después de
abandonar los estudios de Ingeniería—, no se escuchaban sino elogios
a su espíritu caritativo, servicial. Experto en Teología^
convulsionaron su vida las obras de Matthias Josef Scheeben, un
pensador alemán —Carbone nació en Berlín— del siglo XIX, que "buscó
la relación de los misterios cristianos con el compromiso del
hombre", según él.
Carbone funda el Movimiento del Tercer Mundo en 1968, con cinco
colegas (Ramondetti, Vernazza, Bresci, Rodríguez, Mugica); desde
entonces, bregará sin pausa por "un socialismo original que no esté
atado a fórmulas de países socialistas existentes y tenga en cuenta
el sentir popular". ¿Fue engañado el padre Carbone? El 8 de julio,
al producirse el viraje en la investigación sobre el secuestro de
Aramburu, los diarios mencionaron la participación de un "sacerdote
argelino": tal vez pensaban en Jorge Grasset, simpatizante de la OAS
antigaullista; la semana pasada, un periodista francés de origen
ruso, André Rouquine (a) André Laplume, aseguraba que el padre Raoul
Guillet, colaboracionista nazi, amigo de la OAS, había huido al Perú
tras el rapto de Aramburu.
Izquierda y derecha son palabras demasiado viejas para describir la
cambiante realidad contemporánea: tampoco cuadra hablar de
revolucionarios; es otra locución equívoca, que podría sustituirse
por la de aprendices políticos, enfermos de romanticismo. No es
raro, hoy, hallar en todos los países del mundo grupos de esta
clase, infestados por los servicios de Inteligencia y conducidos,
entre bambalinas, por otros políticos, realistas —ellos sí— y
suficientemente cobardes para dictar sus órdenes criminales desde
las sombras.
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