Setiembre 12, 1966
Asesinato de Pampillón

Santiago Medina, un chango cordobés, quizá sepa algún día que lleva ese nombre en homenaje a un estudiante asesinado. Ocurrió hace dos años, un12 de setiembre, mientras en el Hospital de Urgencia de Córdoba se extinguía la vida de Santiago Pampillón: entonces, los practicantes del San Roque debieron interrumpir la huelga para correr hacia un ómnibus donde Rita Colchi de Medina, imprevistamente, pujaba por dar a luz. Tras la faena, uno de los alumnos sugirió a la flamante madre: "¿Por qué no llama Santiago a su hijo?". Y así fue.
Para entonces, la ciudad, hervía en emociones: al paro universitario se había sumado la clase media, horrorizada por el crimen, cuando una bala policial horadó el cráneo de Pampillón, un estudiante de Ingeniería aeronáutica, mendocino, de 24 años, que costeaba sus estudios con los frutos de su empleo en IKA, donde era mecánico.
La protesta universitaria —contra el Interventor Enrique Gavier; más concretamente, buscaba hostilizar a Juan Carlos Onganía— se agolpó sobre Córdoba la noche de la masacre, el 7 de setiembre de 1966. "Fue alucinante —evocó, el jueves pasado ante Primera Plana, Luis Saavedra, un testigo—, porque todo ocurrió en pocos segundos. Yo venía del negocio de un pariente a las 20 horas, por avenida Colón hacia Sucre, cuando apareció el furgón policial número 8. Se detuvo frente al bar Dublín y sus tripulantes comenzaron a perseguir a la juventud, que manifestaba por el centro de Córdoba en defensa del gobierno tripartito de las casas de estudio.
"Los policías corrían con las armas en sus manos y observé cómo el chofer del patrullero, vestido de civil, empuñaba una ametralladora: supongo que me habrán visto cara de inocente porque me dejaron circular por la vereda. Entonces advertí que uno de los agentes traía detenido a un muchacho, casi un chico; me indigné y me acerqué para tratar de liberarlo: pronto se me sumó un colaborador. Era, lo supe luego, Pampillón.
"Comenzamos a forcejear con el vigilante y al fin logramos que soltara al mocoso, que así consiguió huir. Atiné a correr por la vereda, mientras mi aliado lo hacía por el medio de la calle. En ese momento, el agente apuntó su revólver y extendiendo el brazo izquierdo efectuó varios disparos. Al caer Pampillón fui en su ayuda: estaba inconsciente, sangraba demasiado; después noté que la manga de mi saco quedó impregnada de sangre y pequeñas partículas blancas. El criminal, que estaba aún con el arma en la mano, dudó un instante y subió al vehículo de la Policía.
"Con otros compañeros intentamos llevar a Pampillón a pulso hasta el Hospital de Urgencia, distante unos cien metros, pero los guardias lo cargaron en el propio celular, donde quedó atravesado y semiencogido. «Suba», me ordenaron. «No, yo me quedo», les respondí. Debo haberlo dicho con tanta convicción que no insistieron. Me parecía una pesadilla." Era una pesadilla que se prolongó varias noches y ascendió hasta la locura para derramarse luego en motines, petardos, corridas, emboscadas en las calles del ghetto estudiantil cordobés: el barrio del Hospital de Clínicas, las pensiones donde se apiñan decenas de alumnos de otras provincias.
El herido ingresó en la guardia del consultorio de urgencia y lo atendieron los médicos Tomás Redoni, Armando Ruiz y Jorge Andrise, quienes apelaron a la traqueotomía y a las transfusiones para salvar una vida que ya estaba condenada. La clínica era un hervidero; el anestesista Rafael Domínguez maldecía en voz alta al agresor mientras suministraba plasma; su ayudante, el alumno Raúl Gigena, que realizaba su primera experiencia, nunca debió moverse tanto: esa noche transfirió 8 litros de sangre al cuasi cadáver. No importaba que su grupo sanguíneo fuera el rarísimo 0 Rh negativo: esa noche, 23 dadores anegaron los frascos.
Dos batallas comenzaban; una en el quirófano y otra en la calle contra la Policía, apedreada desde los techos y los balcones en la ciudad a oscuras. Fue, sin dudas, la peor embestida que conozca el Gobierno.
Carlos Héctor Gotusso (neurocirujano, 33 años, padre de dos hijos) debió, suspender una consulta esa misma noche; lo esperaba el drama. Gotusso, que por primera vez accede a comentar el caso a un periodista, dijo el viernes pasado a Jorge Neder, de Primera Plana: "Desde el punto de vista neurológico no había nada que hacer. Recibimos a Pampillón en coma cerebral, con dilatación de ambas pupilas. Comprobamos una herida de bala, que para nosotros era de gran calibre, con orificio, de entrada en la región temporoparietal derecha y salida a la altura de la línea media. De cualquier forma, decidimos explorar: verificamos un cerebro edematoso, con micro hemorragia, pérdida de masa encefálica y lesión difusa y sin estallido. Prácticamente, no había nada que hacer; fue entonces cuando decidimos colocarle el respirador artificial, que, en definitiva, consiguió mantenerlo vivo".
Ese respirador, providencial, evitó la pérdida de más vidas; el hall del Hospital rebosaba de estudiantes armados; dentro, Pampillón , agonizaba con su pantalón gris desabrochado, la cabeza envuelta en un vendaje y una camisa blanca desprendida. Las botellas de sangre seguían prestándole vida. Fuera, el barrio del Clínicas comenzaba a arder; los estudiantes se adueñaron de 40 manzanas; la Policía se replegó.
En su despacho, el Gobernador Miguel Ángel Ferrer Deheza ensayaba, con sonrisa bobalicona, un desafío suicida: "Al Gobierno se le agotó la paciencia", enfureció a los cordobeses. Si la muerte de Pampillón no inauguró una revolución popular, destinada a perecer bajo las orugas de los tanques, fue, con seguridad, por el dichoso respirador artificial, El 8, Pampillón sorprendió a los médicos, que pronosticaron mejoría; la novedad condujo a los alumnos a abandonar las barricadas. Los días posteriores fueron estacionarios y, según la leyenda, entonces llegó a Córdoba de incógnito, para atizar una revuelta que decrecía, el médico Ernesto Guevara.
La verdadera muerte (o la verdadera vida) de Santiago Pampillón se produjo el 12 de setiembre: la Policía cercó a sus padres y los obligó a llevarse en una ambulancia, por caminos excusados, el cadáver de su hijo. Un corresponsal de Primera Plana entrevistó a Santiago H. Pampillón, un ex agente de tránsito, en un suburbio de Mendoza; separado de su mujer, rumia en la soledad el encono por la muerte del hijo estudiante. Una magra jubilación le permite comprar y vender telas en la campaña mendocina; la madre de Santiago, doña Mercedes, es costurera.
También lo era la novia cordobesa de Pampillón, quien desea olvidar. Una teoría bastante peregrina, pero que los estudiantes cordobeses creen sin vacilar, sostiene que la noche del 7 de setiembre quien tiró sobre Pampillón no lo hizo sobre un alumno cualquiera, más o menos díscolo. Santiago fue cadete en la Escuela de Suboficiales de la Aeronáutica, y en diciembre de 1962, cuando se sublevó la oficialidad de la guarnición, él encabezó un contragolpe que redujo a los amotinados, los mantuvo presos, y luego los entregó al bando azul, que lideraba Onganía.
El hecho figura en las crónicas de la época, pero en 1964, Pampillón —que al fin y al cabo había sojuzgado a personal jerárquico— fue compelido a pedir la baja; entonces ingresó a la fábrica y a la Universidad ¿Pudo haber alguien que lo odiara tanto como para buscarlo hasta en medio de una refriega estudiantil?.Es difícil, pero el crimen aún sigue impune pese al tiempo transcurrido.
10 de setiembre de 1968
PRIMERA PLANA

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Asesinato de Pampillón

 


 

 

 

 

 

 




 

 

 

 

 

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