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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE ACÁ


Yupanqui y la búsqueda del silencio

Revista Mercado
15 de octubre de 1981

un aporte de Riqui de Ituzaingó

 

 

 

No caben dudas: Atahualpa Yupanqui es el maestro viviente del folklore. Enumerar sus obras sería obvio e innecesario; cientos de composiciones se fueron amontonando en su larga trayectoria de músico y de poeta. Y junto a ellas, también, otra clase de literatura, si bien dentro de la temática del folklore, con otra elaboración y aspiraciones: libros como "El camino, elemento inspirador del canto"; "Piedra sola"; "Cerro bayo" un compendio de costumbres montañesas; "Guitarra", poemas criollos y "El canto del viento", una compilación de leyendas que fuera traducida al francés, enriquecen y ensanchan los límites de su actividad creadora.
Actualmente, Atahualpa Yupanqui, casado con una francesa, reside alternativamente en París y Buenos Aires y entre esos destinos encuentra excusas para visitar su campo de las afueras, sus amigos de Tucumán y de Pergamino y para realizar recitales casi anualmente en ciudades como Río de Janeiro o México.
Durante la primavera porteña estuvo entre nosotros y actuó en un programa especial en televisión. En ese lapso de su estadía, tratar de entrevistarlo no resultó demasiado fácil, dado el carácter reservado de Yupanqui, la casi secreta dirección de su casa ("Sólo la tienen muy pocos amigos", dice) y sobre todo su poca inclinación a "hablar porque sí, porque no tiene sentido. Cuando uno abre la boca será para decir algo importante. Y si no, es mejor callar. El silencio es tan bello que viste hasta la ignorancia". Sentencias como ésta le surgen espontáneas, pero certeras como si hubieran sido disparadas leyendo algo o elaboradas para la circunstancia.
Atahualpa vive en un departamento como tantos de los que conforman las torres del barrio que se extiende entre el Hipódromo de Palermo y el Hospital Militar. En su interior no hay nada más destacable que dos guitarras y unas decenas de libros evidentemente consultados con bastante frecuencia. Acerca de las guitarras dice: "Aquella, la más viejita, fue la única que tuve durante treinta y dos años; ésta viene conmigo desde hace quince. Me duran mucho tiempo: como los amigos". Se nota, apenas iniciada la charla, que no es amigo de cuestionarios pretenciosos; que prefiere —en esto se parece a Jorge Luis Borges— atenerse a sus propios deseos, a su memoria, a su tranquila manera de enhebrar historias que en cada oportunidad lo llaman. Su enigmático rostro aindiado cobra calidez poco a poco, aunque sin excederse. En realidad, de no mediar la idea de que un cronista debe ser el orientador de un reportaje, lo mejor de Yupanqui aparece cuando su monólogo se hace extenso, sin interrupciones. Así empieza.
YUPANQUI -¿Qué es el folklore? Hay una definición clásica y como tantas llenas de sabiduría, es anónima. Dice: es todo aquello que el pueblo aprende sin que nadie se lo haya enseñado. Alguien comienza una frase —musical o literaria— otro la modifica pero sin ideas profesionales, lo mismo en Jujuy que en Tierra del Fuego, todo en plural, anónimo; y así tenemos, al cabo de doscientos años, más de dos mil canciones que andan por ahí dando vueltas y que una vez que toman un rigor popular no son modificables porque el folklore no se arregla: o se toca como es o se deja. Por eso no entiendo a aquellos que dicen que le dan proyección al folklore porque lo cante un tipo moderno adecuándolo a la época.
Hace cien años se bailaba "El Pardo" y "El Pericón" y a nadie se le ocurría modificarlos y sin embargo esas danzas ya tenían ochenta años de antigüedad. No es cuestión de incorporar un tecnicismo sofisticado para hacer folklore. Además, para transformar algo hay que ser alguien, como lo fueron Felipe Boero, López Buchardo, Alberto Williams y en la actualidad Ginastera. Esos eran músicos que no escribían para el disco sino para una nueva forma de entender la cultura. Las otras cosas son tan fugaces que duran mientras a esos falsos innovadores les duran la melena y la barba.
MERCADO -Usted es un descubridor de coplas y leyendas anónimas. ¿Cómo es su método de trabajo o de estudio? ¿Cómo las descubre?
YUPANQUI -Vaya un día al campo, al norte, a la soledad y pegue al oído al paisaje. Vuelan por allí, andan sueltas como las mariposas y las luciérnagas. No hay ningún mérito en cazarlas con una red y mi red es la guitarra. Me gusta recordar vidalas anónimas, recuerdo fácilmente doscientas que no son mías ni lo serán porque ya tienen dueño y es muy feo eso de andar firmando por firmar... Me gusta la pampa, sus milongas casi silenciosas, esa manera que tiene de narrar cosas. Pero fíjese que son pocos los folkloristas qué la encaran. ¿Sabe por qué? Porque no arranca el aplauso frenético, no tiene la espectacularidad de otros ritmos del norte, es como un aleteo solitario en vez de ser como una bandada. Por eso hay una palabra que me llena de susto: espectáculo. Tal cosa es un espectáculo o espectacular, dicen ahora... Yo soy el revés: cuando estoy sobre un escenario me pongo a tocar tímidamente como en la cocina de mi casa. Tampoco estudio ni estudié canto. Estudié lo contrario: el silencio. Cuido al paisano que hay en mí. Trato de que no se resbale.
MERCADO -¿Cómo siente usted el alejamiento de su tierra? ¿Cómo observa en estos años de permanencia en Europa la manera de ser y vivir de los argentinos?
YUPANQUI -Había una mujer, allá en Pergamino, que solía decir frases sabias mientras atizaba el fuego de la hornalla y los demás conversaban vaguedades. Una vez, cuando todos trataban de definir el comportamiento de un hombre de Buenos Aires que había cometido muchas torpezas a pesar de pretender ser un señorito, ella sin darse vuelta había sentenciado: "¡Qué quieren con ése! Si es criado a pieza..." Ahora habría que traducir: criado a departamento. Y era cierto. Estaba tratando de explicar cómo puede llegar a comportarse un hombre que no tiene paisaje exterior, que no tiene ese afuera que tranquiliza, que termina por modelar un espíritu. Esa carencia yo la noto en los chicos de la ciudad. Un día le preguntaron a un chico de dónde salía la manzana y respondió ingenuamente: de la frutera. Claro, si nunca las había visto colgar ni balancearse de un árbol.
Y otra cosa perdida: el barrio. ¿Sabe usted cuánto significaba? Los evolucionistas le dirán que esto es ingenuo, pero el barrio hacía que un hombre cualquiera tuviera identidad como en un pueblo, aunque ahora también se está perdiendo allí.
Un tipo que venía de Almagro o de Floresta era reconocido por su vestimenta o su modo. Había hasta quien era reconocido por su silbido. Detrás de la cancha de San Lorenzo, hace mucho, había un tal don Lencina que venía cada noche silbando a lo lejos. Hasta los guapos que eran capaces de parar a cualquiera para no dejarlo pasar, se hacían a un lado diciendo: Ese que viene ahí es don Lencina. Yo nunca supe qué era lo que silbaba aquel hombre, pero entendí que siempre había tenido identidad, que don Lencina había sido aquel hombre que silbaba. Que no era, como tantos de hoy, un enigma.
De modo que no sé si le contesté sobre mi alejamiento. Yo nunca me voy, tengo raíces, me aferro a mi lenguaje, a mi historia, sea en París o en Marruecos. Además, un artista nunca se desarraiga, porque para eso canta o escribe o sueña. Creo, a esta altura, que para eso estamos: para mostrar que a pesar de todo es posible construirse un edificio interior silenciosamente a través del arte. Y cada uno es responsable de haberse construido por dentro o de haberse abandonado a la nada.
MERCADO -Esos cambios, Yupanqui, que usted califica como negativos aparecen inevitables. ¿Corresponden a los de las grandes ciudades del mundo?
YUPANQUI -Sí, pero no me duelen allá como en mi propia tierra. El otro día le pregunté, de curioso, a unos chicos que salían de la escuela cómo se llamaba el árbol que tenían enfrente, en la vereda, y al que rozaban todos los días al pasar. No lo sabían. Tampoco, seguramente, lo sabría la maestra. En realidad dentro de poco ya nadie sabrá qué es un caballo. La importancia de lo que se pierde está en relación proporcional a lo que no se gana. Fíjese el deterioro de la educación. A los paisanos nadie les enseñaba nada y tenían gestos que parecen de una dignidad palaciega, si es que en los palacios hubo alguna vez dignidad. Un paisano entra a un boliche y le da la mano a cada uno, y si son muchos, apenas transpone el umbral levanta la vista y abarcando a todos con la mirada dice bien clarito: "buenas tardes, al barrer". Y entra nomás. O si no están las ruedas del asado. Allí está la carne olorosa y cada uno con su cuchillo. Cuando el asado está a punto y parte la orden para empezar a comer los paisanos no se abalanzan todos a la vez. Poco a poco, cada uno con su cuchillo corta un trocito, pequeño, ¿eh? pequeño para no parecer angurriento y se retira hacia atrás dándole lugar al que sigue. Prudentemente, el asado es de todos.
MERCADO -Leyendo sus libros, escuchándolo, se percibe una idea clave: la importancia que adquiere para usted el silencio.
YUPANQUI -Me viene de andar tanto en la pampa. Para mí tiene tanta importancia el lento galope de un caballo en mitad de la soledad y de la noche como una sonata de Beethoven. En cuanto al silencio, hace muchos años que ando buscándolo. Cierta vez, andando a lomo de mula por la falda de Velazco en La Rioja, se me ocurrió una vidala que rondaba el silencio. He pensado mucho, también, en cómo será la música sideral. Todavía ninguna de esas naves espaciales nos han contado nada de eso. Algo debe haber, una conversación entre astros, un zumbido, un silencio sonoro, algo. Pero ese algo no lo encontrarán los astronautas sino algún poeta que suba.
(Atardecer en la habitación y Yupanqui no ha encendido la luz. De pronto, como si recién se hubiera dado cuenta cuando observó que el cronista, tanteaba el grabador en la penumbra, pidió perdón por el olvido. Quizás, para no romper el clima, dije que no importaba y memoricé unos versos de un poeta italiano. Me pidió que se los repitiera: "Cada uno está solo sobre el corazón de la tierra / traspasado por un rayo de sol / y enseguida atardece").
Escuche este otro, paisano: Punchay Punchaipi, tuta iarcaj. En quichua. Le traduzco: En la mitad de la tarde se le hizo la noche. ¡Qué curiosa comunicación la del arte! Usted me menciona un poeta italiano y lejos de él, quizás en tiempo y lugar, otro poeta dice lo mismo. A veces, a alguien se lo recuerda por un solo verso, por una frase. ¿Para qué más? Un día Pablo Neruda, que hizo poemas tan bellos dijo, ante el cuerpo de alguien que se había muerto, quizás su mejor verso sin quererlo. Dijo: La muerte es caerse del alma. Bueno, hay muchos que se caen antes de morir, pero por otros motivos. No se dan cuenta de que para sostenerse de la vida no hay que andar buscando sogas por ahí. Basta con buscarse uno mismo. 
Orlando Barone