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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE ACÁ


Laiño recuerda

Todavía no entró en máquina 1930-1983: relato de un testigo presencial del drama político argentino (o las memorias de Félix Laiño). Pero SOMOS anticipa uno de sus capítulos más apasionantes: el atentado contra Yrigoyen.

revista Somos
1985

un aporte de Riqui de Ituzaingó


Félix Laiño

 

 

 

Comencemos por tener en cuenta que Hipólito Yrigoyen llegaba a su segunda presidencia, viejo, enfermo y mal atendido por sus médicos, íntimos amigos y correligionarios, cuya subordinación llegaba al extremo de estar más atentos a la aversión del paciente por los medicamentos que a la verdadera naturaleza de sus males. Hubo una excepción: el doctor José W. Tobías, reputado facultativo, profesor de Clínica Médica, quien trazó un cuadro verdaderamente alarmante del estado de salud del presidente de la República. La arteriosclerosis estaba haciendo estragos en su organismo y sufría serios problemas en el árbol urinario, además de severos trastornos cardiopulmonares. Pero Yrigoyen no era hombre de someterse a tratamientos medicamentosos, confiando, como durante toda su vida, en los remedios caseros y en las virtudes curativas de toda clase de hierbas que le acercaban y sugerían amigos complacientes.
A su edad y con tan precaria salud no fue extraño que se refugiara, cada vez más, en el seno de un grupo de correligionarios, quienes con funciones no muy claras en la Casa de Gobierno terminaron por aislarlo de la realidad bullente del país y de los arduos problemas políticos,
económicos y sociales que se fueron presentando cada vez con mayor intensidad a favor de la inanidad gubernamental.
Por lo demás, una mayoría complaciente en la Cámara de Diputados (genuflexos era el calificativo humillante de la oposición) no se atrevía, a pesar de algunos intentos aislados, a perturbar la paz palaciega del anciano caudillo, quien terminó siendo prisionero del entorno. (...)


El hombre que corría
De pronto, el ambiente público se agitó con la noticia de un atentado del que había salido milagrosamente ileso el presidente de la República. Pero a pesar de la trascendencia periodística que alcanzó el episodio, y cuando aún hoy integra la agitada historia política de aquellos años, la casualidad me convirtió en testigo del suceso y pude comprobar entonces que no hubo tal atentado.
Era el mediodía de una jornada calurosa de fines de año (24 de diciembre de 1929) y el secretario de redacción del diario, junto con otros compañeros, también momentáneamente apartados de sus tareas habituales, me había destinado a localizar a los favorecidos por el premio mayor de la lotería de Navidad que se había sorteado esa mañana. Uno de los billetes premiados se había vendido en una agencia de lotería de la calle Brasil, frente a la residencia presidencial, y hasta allí llegó mi indagación periodística. En cierto momento la custodia del presidente de la Nación despejó el lugar de curiosos y yo fui a dar a la cuadra siguiente, interrumpida por una cortada de 100 metros entre Bernardo de Irigoyen y Tacuarí, en momentos en que avanzaba por la calle Brasil, en dirección al Este, rumbo a la Casa Rosada, el automóvil que conducía a Hipólito Yrigoyen. De pronto vi salir a un hombre, modestamente vestido, desde la cortada donde se hallaba oculto corriendo hacia el auto presidencial con un sobre en la mano. La custodia del Presidente abrió fuego contra el desconocido antes de que pudiera acercarse al automóvil, con el presumible propósito de arrojar la carta al paso del vehículo. El hombre, alcanzado por numerosos disparos, quedó tendido en el suelo, muerto instantáneamente. El coche presidencial se detuvo en medio de la confusión provocada por los estampidos, pero de inmediato volvió sobre el breve camino recorrido regresando con el Presidente a su domicilio, mientras gran cantidad de público se congregaba en el lugar. Pasado el estupor del primer momento, yo abandoné la tarea de localizar a los agraciados de la lotería de Navidad y corrí hasta el local de la Comisaría 16 en la calle Lima y Brasil, a doscientos metros de distancia, a donde había sido llevado el cadáver del desconocido, que resultó ser Guillermo Marinelli, un inmigrante italiano desocupado de 41 años de edad. Había gran agitación en la comisaría cuando inesperadamente apareció Hipólito Yrigoyen, quien sin cambiar una palabra con nadie y rodeado por los funcionarios policiales se detuvo a observar el cadáver que yacía en una camilla en el patio del local. Tras breves instantes, despaciosamente y en silencio como había llegado, se retiró Yrigoyen, para ascender al coche que lo llevaría a la Casa de Gobierno, dejando tras de sí la conmoción que había causado el suceso.
La versión oficial de lo ocurrido no se hizo esperar: se había frustrado un atentado contra el presidente de la República. Habían querido matar a Yrigoyen.
Por entonces no se conocían los informativos radiotelefónicos, pero el suceso, como es natural, mereció amplio despliegue periodístico y fue el comentario obligado en las tertulias de aquel fin de año, aunque el fino instinto popular desconfió de inmediato de la versión policial. Yo, por mi parte, testigo presencial, tenía motivos no sólo para dudar sino para afirmar que no había existido tal atentado y que, en el mejor de los casos, la custodia presidencial había actuado con precipitación, confundiendo las intenciones del desconocido. Como yo estaba seguro de que sólo había querido hacer llegar una carta al presidente de la Nación, así lo informé en la crónica (...) periodística que escribí sobre el suceso.
Me llamó el director del diario para preguntarme de dónde había sacado la versión del suceso que publicaba, aclarándome que era motivo de gran disgusto en las esferas oficiales. Fue inútil que explicara que había sido testigo: el diario rectificó lo publicado.
Pasaron las fiestas de fin de año y me había olvidado del episodio, cuando una mañana me volvió a llamar el director del diario, Camilo Villagra, quien me recibió acompañado del doctor José A. Tamborini, a quien conocía como ministro del Interior del doctor Alvear. A su pedido hice un relato verbal pormenorizado de lo que había ocurrido con el supuesto atentado; el doctor Tamborini me escuchó atentamente sin hacer comentarios y me despidió con una cariñosa palmada en el rostro. Pero, al parecer, las cosas no iban a quedar allí. Ciertamente, días más tarde, me volvió a llamar el director del diario y al llegar al despacho lo vi acompañado por el doctor Leopoldo Bard, quien me conocía por mi actuación como cronista parlamentario. Sin preámbulos, el doctor Bard me aclara que venía a buscarme para llevarme ante el presidente de la República. Me quedé petrificado ante la inesperada novedad y casi ni repuesto de la sorpresa salí acompañado por el doctor Bard, quien en su automóvil me condujo no a la Casa de Gobierno sino a la residencia presidencial de la calle Brasil. Yo iba en el trayecto sumido en lúgubres cavilaciones, meditando sobre la imprudencia de mi audacia periodística, cuando mi acompañante, viéndome tan nervioso y seguramente para tranquilizarme, me dijo que no me preocupara, que el Presidente quería saber lo que yo había visto el día del atentado. Me tranquilicé a medias, pero al llegar me había ganado la convicción de que el Presidente dudaba de las explicaciones de su propia custodia y quería tener una versión objetiva del suceso.
Tras la larga espera nos recibió Hipólito Yrigoyen, no en su escritorio sino en la sala que daba a la calle, de pie, apoyando su mano derecha en una mesa vulgar. Sin preámbulos y dirigiéndose al doctor Bard, con quien parecía tener trato frecuente, hizo una larga exposición sobre un tema que al parecer le preocupaba.
-Me han venido a ver los hombres del Ejército para hacerme partícipe de sus preocupaciones sobre ciertas actividades de las Fuerzas Armadas de Chile en la frontera con nuestro país. Les pregunté si lo que ellos temían era una invasión, pero no me supieron precisar circunstancias que justificaran sus aprensiones. No tardé en percibir que se trataba de una nueva tentativa de los mandos del Ejército que, desde tiempo atrás, pugnaban por mejorar y acrecentar sus armamentos sin parar mientes en que ni la situación de las finanzas públicas, ni las posibilidades del crédito, nos permiten erogaciones extraordinarias. No teman, les dije, ningún conflicto con Chile. Y para probar lo infundado de sus especulaciones pedí una comunicación telefónica con mi amigo Alessandri —prosiguió— preguntándole si se había suscitado algún problema. El líder chileno se mostró extrañado por mi pregunta, aunque admitió que también sus jefes militares le habían trasmitido alguna inquietud sobre las actividades fronterizas del Ejército argentino. En suma, quedamos de acuerdo en el fraternal diálogo telefónico de zanjar personalmente entre ambos cualquier dificultad que se presentara. Los hombres del Ejército presentes en mi despacho, tras haber oído la conversación de los dos hombres de Estado, celosos de mantener la paz, no tuvieron otra alternativa que postergar su inquietud armamentista.
De pronto entró en la sala uno de sus secretarios, quien, hablándole al oído puso fin a la entrevista.
-Espero verlos mañana —nos dijo.
Pero ese mañana no llegó nunca.
Todavía hoy me pregunto ¿qué quería saber de aquel joven periodista el presidente de la República? (...)
revista somos
20 de noviembre de 1985