Julio 6 de 1958
Retiro de Fangio

"No, no debía seguir. Habría sido una estupidez," Su mente capturaba recuerdos con una precisión fotográfica. Ni siquiera las ráfagas que se clavaban en su rostro, como mordientes alfilerazos, le desvanecían sus nítidas imágenes. Aferrado al volante con sus manoplas enfundadas en unos guantes marrones, Juan Manuel Fangio meditaba lentamente, a pesar del vértigo de su Maserati azul y amarilla impulsada a 280 kilómetros por hora. Era el domingo 6 de julio de 1958, cerca del atardecer, en el circuito de „Reims, mientras luchaba denodadamente con su embrague roto. Quizá nunca sufrió tanto, "A las quince vueltas —historia el Chueco con una ligera emoción— se me cayó y se me rompió el pedal de embrague; estuve corriendo, tal vez, como un principiante, porque no es fácil meter los cambios con un pedal deshecho." Pero no sentía ninguna vergüenza; por el contrario, la falla aguijoneaba a imponer su embrujo conductivo.
Haciendo prodigios con su pie izquierdo y su mano derecha, tratando de hundir el embrague y de enganchar los cambios sin chirridos, Fangio transitó las cuarenta y cinco vueltas restantes. Fue un trabajo demoledor, pero, pese a todo, siguió siendo fiel a su obsesión. No podía despojarse de la nostalgia que le hincaban Balcarce, su pueblo; sus padres, su gente, sus fervorosos admiradores. Una idea fija lo liberó de los peligros agazapados en cada curva; allí tomó su decisión. Cuando el sol se adormecía en ese atardecer francés, la multitud vio descender de su bólido a un Fangio empapado en transpiración. Tenía una salud perfecta, pero cuando saltó de la carlinga de su Maserati, un tenaz jadeo entrecortaba su respiración. Tenía 48 años.

Coincidencia fatal
Ni aun su colorido atuendo iluminaba la escena. Con su casco Johnson marrón, su camisa amarilla, sus pantalones celestes, sus antiparras tipo Torino y sus botas negras italianas, Fangio parecía haber envejecido espiritualmente. Encorvado, cabizbajo, pero sin ninguna conmoción íntima, lanzó como un latigazo: "No corro más; abandono definitivamente el automovilismo". La noticia se expandió tan raudamente como hacía apenas unos minutos la trompa de su Maserati había horadado el circuito de Reims. Y adquirió, asimismo, tanto o más valor que el triunfo que acababa de obtener el británico Mike Hawthorn. La desolada figura de Fangio, clasificado entonces cuarto en el Gran Premio de Francia, se estremeció de pronto al recibir el parte imprevisto: "¡Se estrelló Musso!" Unas horas después, en un hospital, el apuesto e impetuoso Luigi Musso, uno de los últimos representantes de la tradicional escuela italiana, moría, con el cráneo hundido, a los 33 años de edad.
Musso, admirador de Fangio, se había lanzado a la persecución de Hawthorn. El duelo era endemoniado. Entre ambos, los cronómetros marcaban una diferencia de dos segundos; al llegar a la décima vuelta, en la curva de Muizón, perdió la dirección de su coche y recibió múltiples traumatismos que lo inmolaron alrededor de las diez de la noche. "No —aclara Fangio, invadido de una leve compunción—, yo no decidí dejar de correr por la muerte de Musso. Sólo me enteré al terminar la prueba; mi decisión la había tomado mucho antes, mientras en una larga recta de Reims (un. kilómetro y medio) se me vinieron de golpe a la cabeza un montón de pensamientos: los viejos, los compromisos, los organizadores, los apoderados, que se llevaban el diez por ciento de lo que uno ganaba; llega un momento en que la gente lo endiosa y uno se siente, realmente, un dios. A lo largo de esas cuarenta y cinco vueltas en que creía enloquecerme con el embrague roto, tuve tiempo de aferrarme a una idea principal: ¡Qué felices, me dije mil veces, podría hacer a mis viejos si dejara. Siempre pensaba cuándo llegaría el día en que podría juntarme, por fin, con mis amigos."
Sin apuros, con su ropa de piloto, Fangio se encaminó hacia el hotel Lion D'Or. Se duchó, se puso un traje oscuro, tomó un té y se fue al hospital donde luchaban por salvarle la vida a Musso; pero cuando llegó, Musso ya figuraba en la lista de los mártires del automovilismo. Regresó al hotel y comió ligeramente, casi sin voluntad. "Me apenaba, naturalmente, la muerte de Musso, pero, al propio tiempo, sabía de todas las cosas que tenía que desprenderme para no volver a empuñar más un volante. Pero lo sensato era saber retirarse a tiempo; yo vi caer luego a muchos pilotos con quienes luché."
Se acostó a las once de la noche y no pudo conciliar el sueño totalmente. Durmió sólo a ratos, intranquilo; dio muchas vueltas en la cama. Volvía a ocurrirle lo que le preocupaba en los últimos tiempos: "Después de una carrera —confía Fangio— me costaba una enormidad pegar los ojos; no era como cuando comencé, en que dormía como un lirón. Después, dormir tres horas seguidas me costaba un triunfo". En su mente se repetía el vértigo de las carreras, sus escenas, su intimidad, sus grandezas, sus pequeñeces. "Era como otra carrera —desliza—, pero mucho menos entretenida, más tensa, porque a uno le faltaban ahí, en la cama, desvelado, todos los ingredientes que lo absorbían en plena lucha"

Siempre en Reims
Fangio trató de evadirse de sus recuerdos y de sus nostalgias, Dos días después del Gran Premio de Francia, su última prueba, se fue a Santa Margarita, cerca de Génova. Allí, junto con su amigo, el industrial textil Antonio Montuorí, protagonizó sedantes cruceros en yate. "Había ido a Europa —rememora Fangio— por un año y, sin embargo, volví varios." Curiosamente, Reims trazó la parábola ideal de este ahora calvo, canoso y adiposo Fangio de 57 años, millonario y ambicioso, pero reticente y desconfiado como cuando se cubría de tierra y de gloria, en sus comienzos, en la entonces heroica aventura de los TC.
En 1948, efectivamente, Reims lo recibió como un extraño; aquel fue el año en que nadie advirtió que nacía un monstruo de acero. Amadeo Gordini le facilitó entonces un coche, (un Simca) con el que no llegó a completar el recorrido total porque su diminuto bólido casi se le desintegró. Era su primera experiencia europea. Ya vendrían otras que lo transformarían en un mito y, que lo llevarían a conquistar una hazaña conceptuada como inaccesible: campeón mundial en 1951, 1954, 1955, 1956 y 1957. Lento, eludiendo la mirada, como respondiéndole a un interlocutor invisible, Fangio remata: "Sí, hice bien. La juventud avanzaba, y cada vez se hacía más difícil ganar".

16 de julio de 1968
Revista Primera Plana

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