Automovilismo:  TC sin tierra
500 Kms YPF

"Afuera, colados." Eran las siete de la mañana del domingo 5, y un puñado de vigilantes arreó hacia la salida del Autódromo Municipal a 500 infiltrados que pretendieron emboscarse, sin entradas, en la tribuna popular. Habían llegado subrepticiamente arrastrados por una pasión que ninguno de esos vigilantes comprendió, pero que cinco horas después sensibilizaba la indiferencia de muchos de ellos y cosquilleaba su quietud de estatuas. Gastón Perkins, acosado por Eduardo José Copello en las últimas vueltas de los 500 kilómetros YPF, arribaba triunfalmente a la meta separado por una diferencia microscópica: tres segundos y nueve décimos. Era como si dos peregrinos hubiesen ido a pie a Lujan, saliendo del mismo sitio y a la misma hora, y llegaran al tope de su promesa, distanciados por cuatro pasos.
Casi tembloroso, transpirando, al borde de la rabia, Copello bajó de su Liebre II y entró en el baño de los boxes. No dijo nada, aunque tenía ganas de decir muchas cosas. Dos minutos más tarde, en el podio de los vencedores, orlado con una corona de laureles, abrazó a Perkins, el larguirucho ganador; tampoco dijo algo. Pensaba sólo que allí, a pocos metros de esa tarima, un grueso error lo había privado de la tercera victoria de la temporada. Luego se sinceraría: "Largué con el motor duro. Durante media hora lo cuidé y luego ya me solté".
Había partido con su tanque de nafta al tope: 260 litros, de los cuales le sobraron 50. En la vuelta ochenta, faltando dieciséis para terminar la competencia, entró en el abastecimiento para reponer aceite. Allí, el imprevisto desplegó su burlona jugarreta. Nadie vio que su rueda trasera derecha estaba desinflada. Es decir, la vieron todos, desde las tribunas, menos sus auxilios. Era como no reparar en un burro y tres baturros a un metro de distancia.
Salió, y en la curva de Ascari se le desbandó por fin la cubierta.
Cuando volvió a entrar en el abastecimiento, el tiempo pareció evadirse vertiginosamente. Un minuto y veinte segundos demoró el cambio. Sin ademanes, cortante, poco locuaz, en hierática pose, tal vez, de ganador, Copello desgranaba al día siguiente: "Yo me tiré a ganar; era mucha la diferencia; casi un circuito". Su Liebre II, el auto mejor dotado del TC, inició entonces una persecución que estremeció al autódromo. Entretanto, sin que nadie lo supiese, la madre de Copello, Lidia Tascheret (62 años), rezaba el rosario, y su padre, Héctor Copello (70), se decía a sí mismo: "Qué muñeca bárbara tiene Eduardo". A esa muñeca, sin embargo, le faltó una vuelta para que don Héctor, un fanático de su hijo, llegara a un exquisito frenesí tuerca. "Eduardo —confía su padre— es un corredor excepcional; yo también lo fui; mejor dicho, todavía lo soy." Desde la cumbre resbaladiza de sus setenta años, desliza con una presuntuosa parcialidad: "No sé todavía qué sucedería si yo me trenzara con Eduardo". Pero Eduardo hace como si no oyese: "Siempre que corro —confía— no hace otra cosa que aconsejarme; no le hago caso", El paso del Torino ya no era recibido con silbidos; quizá gravitaba en la multitud —tribunas colmadas— esa persecución tipo far-west de Copello, quien ya no vacila: "Este año es distinto al último; la gente está entrando". El suspenso erizó a la muchedumbre; ya no le importaba las marcas, sino que alguien fuese capaz de conmoverla hasta el grado del delirio. De todos modos, la victoria volvió a ser de Torino, que a lo largo de seis carreras —cuatro en autódromo y dos en ruta— había hilvanado cuatro triunfos contra dos (Vianini en Córdoba y Pairetti en Balcarce) de un enemigo que surge con una potencia temible: el Chevrolet. En esas competencias, el Torino descomponía su deslumbrante curriculum con una ristra asombrosa de puestos inmediatos a esos cuatro primeros: seis segundos, dos terceros, cuatro cuartos, cinco quintos, cuatro sextos, séptimos y octavos, tres novenos y décimos.

El paisano Gastón
Moderado, sin estatismos de astro, Gastón Perkins radiografía su triunfo: "Como dicen los paisanos, la casualidad está hecha para suceder". Su ritmo fue muy parejo. Sabía que en 500 kilómetros podía pasar cualquier cosa. No fue, sin embargo, un pescador: "A mitad de carrera yo tuve la idea de la victoria; ahí comencé a pensar que podía ganar. Iba con todo lo que tenía. Claro que si Copello no paraba yo no lo agarraba". Fue un obrero incansable y disciplinado. En la recta del fondo andaba a 215 ó 220; salió con 270 litros de nafta y le quedaron 10 ó 12. Desde el box, el mecánico Federico Britos le señalaba las vueltas y su hermano Martin, la diferencia con Copello. "Fue algo sensacional —recuerda Perkins—; yo sabía que me hostigaba Copello y entonces Martín me ordenó que apurara. En la clasificación hice 1m55s6; cuando me perseguía Copello clavé varias veces en 1m52s6."
A un costado de la pista, en la horquilla, Oreste Berta, con una fumadora en ristre se entretenía y trazaba planes: Copello y el otro integrante de su equipo, Nasif Estéfano, seguirían a bordo de sus Liebre II. Gastón Perkins, entretanto, no quería detenerse en sus proyectos: "Ya compré una Liebre II. La mía anda muy bien, pero necesito más velocidad y otras cosas". Marginado de los primeros puestos con su Barracuda-Chevrolet, ganador en Balcarce, Carlos Alberto Pairetti, 'il matto', también bosquejaba los suyos: "Ahora que las carreras en tierra están prohibidas, me montaré en el prototipo de Horacio Steven; es más liviano que el Barracuda, y con él, por lo menos, ganaré veinte kilómetros".
El Ford no pudo evadirse de su infortunio; dos sextos puestos como mejor clasificación, hasta ahora. El detonante Falcon de Carmelo Galbato se quedó sin aliento cuando los fanáticos fordistas deseaban, más que vislumbraban, una posibilidad de lucha con los vanguardistas. El albiceleste Martín Fierro, el Chrysler de Carlos Najurieta, se deslizó sin estruendos; dio, inclusive, un ejemplo de fina conducción, pero su popa parecía una gelatina: se iba por gravitación de su escaso peso. Su amortiguación padeció y lo dejó fuera de carrera mientras ocupaba un alentador quinto puesto. Los eruditos coincidieron: "Le falta ajustar algunas cosas, pero éste es un auto ganador a corto plazo".
Junto a un Carlos Travers travieso y sonriente —no dejó de saludar ni de hacer gestos a la tribuna—, el taciturno Juan Manuel Bordeu defendió la amenaza de los Torino: el 250 pulgadas. Cocho Fangio le traspasó a la Coloradita, el motor con el que ocupó el cuarto puesto en la trágica vuelta Balcarce-Lobería. El coche de Bordeu hizo bramar al Autódromo durante largo rato, pero su perfil no era el adecuado para ese trazado velocista. Sin embargo, Copello no coincide: "Bordeu tenía mucho impulso; en la recta larga, los dos con el pie al fondo, él me sacaba una ligerísima ventaja". Quizá el primer sorprendido haya sido el propio Bordeu: "El coche rodó magníficamente; anduve casi sin freno en las últimas vueltas y, al final, ya el pedal se me quedó hundido. Yo sabía que tenía que parar para reabastecerme, porque mi tanque lleva sólo 200 litros, pero, con todo, estoy muy contento. Seguiré con la Coloradita, y veremos qué pasa". Su tercer puesto en los 500 kilómetros fue sorprendente, no por conducción, sino por la pesada estructura poco aerodinámica de su coche.
Las seis primeras carreras de la temporada restablecían un ranking conocido: primero el Torino. Pero la lucha apenas comenzaba y el absolutismo de las Liebre, si no tendía a desvanecerse, por lo menos parecía seriamente amenazado.
PRIMERA PLANA
14 de mayo de 1968

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Torino
Gastón Perkins

 

 

 

 

 

 

Eduardo Copello
Copello

Juan Manuel Bordeu
Bordeu

 

 

 

 

 

 

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