El banquete de Severo Arcángelo

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La primera, la irresistible, la necesaria tentación, es comparar El banquete de Severo Arcángelo, con el Adán Buenosayres que Leopoldo Marechal publicó en 1946 y que de tan poco leído acabó por volverse famoso. Las dos son grandes novelas, pero tan escasamente parecidas entre sí como una fogata y su humo: eso quiere decir que, sin embargo, se complementan. Adán Buenosayres se identificaba con el Caos; El banquete es, deliberadamente, una gigantesca metáfora del Orden. No es casual que la escritura y la respiración interna de cada libro correspondan con prolijidad a esas actitudes contrarias. El poeta Adán y sus literatos acólitos se dispersaban por Buenos Aires como quien reconoce un territorio anterior al paraíso y al infierno y, por supuesto, anterior también a toda Creación, incluyendo la celeste. A la larga, sus historias independientes acababan por dominar al fingido núcleo de la novela (que quizá era, nunca se supo bien, el amor sin consuelo de Adán por una de las hermanas Amundsen), y dentro de ese maremágnum, de esas idas y vueltas hacia ninguna parte, el libro iba encontrando su unidad.
El banquete, en cambio, da el paso siguiente: es ya el Acto de Creación, la conquista de la Unidad, la distinción entre el Bien y el Mal. Algunas pistas tan claras como las alusiones a un Arca Salvadora, o como las oraciones que entona Pedro Inaudi —el Salmodiante de la Ventana—, inducen a suponer que Marechal intentó aquí una traslación del Génesis al lenguaje argentino. Esa interpretación limita las cosas, sin embargo: además de plegarse al linaje bíblico el novelista se reconoce también heredero del Dante, y sólo así se puede entender que si en Adán Buenosayres los itinerarios del protagonista lo detenían a las puertas del Purgatorio, previo paseo por el Infierno, en El banquete de Severo Arcángelo el periodista Lisandro Farias consiga finalmente irrumpir en el Paraíso. Ese paraíso es el propio Banquete o, más obviamente, un sitio llamado Cuesta del Agua, que "existe, no lo dudo, en alguna provincia del norte argentino". No por azar la novela va progresando morosamente hacia el Banquete, lo discute, describe cada pormenor de su preparación, lo envuelve entre atentados y Concilios, hasta que al final, cuando uno espera que tanto misterio quede esclarecido, se informa simplemente, que "el Banquete fue". El libro se revela entonces como una vasta elipsis, de sentido casi teológico: el Verbo existe, pero no puede ser nombrado.
No sólo esa aspiración teológica de la novela explica que el autor abunde en mayúsculas y en apodos esotéricos: por un lado, Marechal pretende fijar así la condición universal de sus metáforas; por otro, se pliega a la inclinación porteña por el tremendismo, por los agrandamientos rabelaisianos de la realidad, por ese modo tan exaltado (también evidente en Roberto Arlt) con que se cuentan las historias en Buenos Aires. El metalúrgico Severo Arcángelo, que inventa el Banquete para purificar a la humanidad, y purificar, se de paso a sí mismo, es definido por media docena de motes: Viejo Fundidor, Viejo Pelasgo, Viejo Explotador de Hombres, Viejo Truchimán Libidinoso. La repetición de la palabra Viejo tal vez esté aludiendo a Dios, pero este Dios de Marechal tiene la ventaja de ser ambiguo, probablemente asesino, seguramente un falsario. A menos que el novelista quiera ser más respetuoso con quien él llamó Divino Arquitecto en una casi desconocida Arte Poética, y que la imagen de Severo, entonces, deba más bien verse como una figuración del Hombre, del Recreador. En tal caso, el Banquete sería Dios.
El libro no sólo tolera todas esas especulaciones: va exigiéndolas a cada página, como las moralidades medievales. Decir por eso que su estructura está vinculada a la del Génesis (o aun a los más lineales esquemas narrativos de la Divina Comedia) es limitarla gravemente: la intención principal de Marechal parece ser la de componer un fresco que incluya todas las aventuras metafísicas de la criatura humana. Son muy nítidas las distinciones entre Bien y Mal que se establecen a cada paso, y hasta la perfección del Banquete depende de la presencia de los conspiradores Gog y Magog, un dúo de payasos que apelan al disfraz, al espionaje y al insulto para desenmascarar la supuesta hipocresía de Severo Arcángelo. Las andanzas cataclísmicas de esos dos convidados (cuyos nombres están identificados con el de Satanás en el Apocalipsis y en el Libro de Ezequiel) permiten adivinar que el Banquete es también el Fin del Mundo, el paso obligado hacia la Cuesta del Agua o Paraíso. Desde esa perspectiva, la encarnación del hombre no es Severo Arcángelo sino Lisandro Farias, el periodista que descree de la realidad, que corre de un bando al otro sin saber a cuál plegarse.
Todas esas conjeturas parecen ociosas si se atiende a la Dedicatoria Prólogo a Elbiamor, donde Marechal asegura que la segunda novela "es una novela de aventuras, o de suspenso como se dice hoy". Pero El banquete se rebela desde el principio contra esa ley, organiza otras leyes más complejas.
El relato va progresando hacia el Banquete como si fuera una ascensión, a través de tres momentos de crisis: el Primer Concilio, donde un navegante solitario, el griego Papagiorgiou, explica aterradoramente la insignificante situación del hombre en el Espacio; el Segundo Concilio, que permite al profesor Bermúdez, excluido de la Universidad por su locura, enseñar la degradación del hombre en el Tiempo; y el ensayo general para el convite, en una masa metálica que gira como loca ante sillones también giratorios, parodiando los movimientos de rotación y traslación terrestres. Así como en Adán Buenosayres la acción se iba interrumpiendo para dejar sitio a discusiones filosóficas, para permitir al narrador el respiro de una tirada ensayística, en El banquete de Severo Arcángelo cada uno de estos cónclaves sirve para defender los esfuerzos de la criatura humana por ser Alguien en medio de la Nada, o para denostar a los tibios, "como predicó El Que Le Dije".
La literatura argentina, y sobre todo la generación martinfierrista a la que pertenece Marechal, está acostumbrada a esos bandeos discursivos dentro de la novela, pero está menos acostumbrada a verlos resolverse sin dureza, a aceptarlos como un elemento que forma parte de la narración y que es capaz de modificar su curso. Después de Adán, sólo Rayuela, de Julio Cortázar alcanzó a transformar esos supuestos injertos en material dramático valioso. Uno de los momentos más espléndidos de El banquete —la Operación Cybeles— dice que la novela argentina está ya madura para esas empresas donde la metafísica es una forma de la acción, donde las discusiones sobre filosofía pueden asumir las tensiones de una tragedia. Como en Adán, ese hallazgo es, en el fondo, una cuestión de lenguaje. Cybeles (o Thelma Fossat, una viuda inconsolable), exhibida en la mesa del banquete en estado de "indeterminación total", como "una envoltura vacía", va exasperando a cada convidado hasta obligarlo a revelarse tal como es, a afrontar una catarsis en público. El episodio tiene por lo menos tres significaciones válidas: la de una cachada al psicoanálisis de grupo, la de una ceremonia de purificación, la de una confesión imprescindible antes de arribar a ese gran comulgatorio que es el Banquete. Pero la clave está en el lenguaje, como se ha dicho, y es allí, en ese territorio hasta hace poco tan arisco para los argentinos, donde Marechal se revela como un maestro. Su idioma es el que puede oírse en cualquier esquina de Buenos Aires: está teñido de giros zumbones, de invenciones lunfardas, del barullo, la torpeza y la calidez que crecen en las conversaciones cotidianas. Pero ese idioma está elaborado también a partir de un hecho que no puede perderse de vista: quien lo recrea es un poeta, uno de los líricos más formidables que haya tenido la Argentina, y, además, un humorista con la suficiente humildad como para farsarse de sí mismo. Esas dos napas estilísticas resaltan muy claramente cuando Marechal quiebra un discurso solemne y almidonado con un chiste, con un giro grotesco: "El Monstruo Humano —ensaya Papagiorgiou en el Primer Concilio— es un animal omnívoro que traga y asimila todo su mundo con el aparato digestivo de su cuerpo mortal y el aparato digestivo de su alma inmortal. Cierto mediodía se lo dije a Quinquela, y lloró de ternura; se lo dije a Filiberto, y me llamó colifato".
La gracia está en que las cadencias de la escritura corresponden siempre a las cadencias del relato. Si se leen dos páginas sueltas, el estilo deja una misma impresión de sincera insinceridad: los insultos suenan a juego retórico, los discursos a desplantes estadísticos. Es en el contexto donde cada frase encuentra su justificación: las palabras puestas en boca de Gog y Magog son invariablemente exasperadas, casi irreales, pero a la vez apegadísimas al lenguaje lumpen de Buenos Aires; las de Severo, detrás de su hipócrita mansedumbre, retumban con la histeria que se atribuye a las burguesías industriales en ascenso. Es la particular aptitud de Marechal para conseguir que la forma sea a la vez un contenido, lo que confiere su valor más intenso a esta novela. No se había ensayado lo suficiente hasta ahora, en el tumultuoso mundo de las letras argentinas, la transformación de una historia esotérica (como la de Lisandro Farías y el Metalúrgico de Avellaneda) es una minuciosa rendición de cuentas de la realidad nacional. En Adán Buenosayres, Marechal observaba una puntual lealtad por los hechos, las voces y las cosas de su ciudad; pero allí tenía la ventaja de estar mencionando concretamente a Villa Luro, a Saavedra y al Centro. En El banquete sólo le queda el recurso de la alusión. Y si le salen bien las cosas, no es sólo porque hay una constante identidad entre el lenguaje con que se narra y el hecho narrado, y porque lenguaje y hechos se condicionan mutuamente, sino también porque todos los episodios de la novela toleran varios significados a la vez, y siempre está Buenos Aires en medio de ellos. No es fácil escribir novelas que exijan la complicidad del lector, que apelen a su inteligencia recreadora. Que quien se entregue a semejante tarea de experimentación sea un poeta de 65 años es algo a lo que las cómodas letras argentinas están poco acostumbradas. El banquete es, así, una lección de coraje para los intelectuales del país, un reto novelístico que no teme a los errores menudos y que hasta se solaza cometiéndolos. También, y quizá por eso mismo, es una lección de humildad.
[T. E. M.]
revista Primera Plana
26 de octubre de 1965