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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE ACÁ


Un boliche bárbaro

Revista Mercado
6 de agosto de 1981

un aporte de Riqui de Ituzaingó

 

 

 

¿Cuáles serán los atributos de Claudio para que haya logrado personalizar, a través de doce años, la noche del bar más intelectual de Buenos Aires, el "Bárbaro"? Es probable que, en otras circunstancias, en otro tipo de negocios o empresas, esta tarea se haga más fácil y concreta; no en este caso. Claudio Fernández es asturiano, pasó algunos años en México, soñó como todos, ambicionó, recaló en Buenos Aires y se hizo gastronómico desde 1948. Los domingos, quienes lo ven a veces salir en su flamante coche desde un suntuoso edificio del Barrio Norte, pueden advertir un detalle: su cara, algo regordeta, muestra felicidad y placidez, y acaso, menos visiblemente, adviertan otro detalle: en el baúl de su auto, Claudio Fernández lleva, invariablemente armas de caza, su más caro hobby.
Así, escuetamente, el retrato de este hombre que pisa los cincuenta años, no aparece como tan singular, y es cierto. Pero, basta trasladarlo al local de la cortada Tres Sargentos, casi esquina Reconquista, para singularizarlo. "¿Sabe lo que es un bar como éste?: una isla dentro de la ciudad. Espere, no escriba todavía. Un bar es un grupo de gente contenta. Más simple aun: es la gente. Sí, porque sin la gente un bar no existe, sería pura decoración, un living frío, un sitio como tantos. El 'Bárbaro' es otra cosa; podría tratar de definirlo en tres o cuatro palabras y listo. Ponga: maníes en el suelo; estar como en casa; arte y libertad."
Así comienza la charla con Claudio. El entorno tiene estas características: un amplio local dividido en sectores que le dan fragmentaria intimidad; abundancia de madera vieja, que remite a otras épocas, no a una decoración artificial. Un mostrador ancho que permite alternar platos de fiambres al mejor estilo de una tasca española. Vasos de vidrio grueso, llenos de cerveza tirada con dedicación. Un espejo biselado, vitrinas con exposición de cuadros y fotografías, antiguas reproducciones de clásicos, un techo pintado por los plásticos Messil, Smoje, Gerbasi, que simula la duplicidad de un espejo. Y un piso de madera, de madera antigua, áspera, tosca, sobre la que en vez de cera hay una alfombra de cáscaras de maníes que crujen al pisarlas. "Los maníes son un invento mío. Los maníes no: la costumbre de tenerlos en un barril permanentemente lleno, del que cualquier visitante del bar puede tomar puñados hasta hartarse. ¿Sabe cuántos kilos se consumen por día? 80, nada menos. Pero, ¿qué significan esos maníes? Se lo digo: confianza, libertad. La gente viene y va hacia el barril y antes de sentarse o ponerse ante la barra ya está pelándolos. Es un acto pequeño y sin embargo el cliente ya se siente en confianza. Es como si alguien entrara a una casa y le dejasen abrir la heladera."
Para que todo esto ocurriese con naturalidad, tuvieron que sucederse ciertas circunstancias, que para los intelectuales de hace más de una década fueron claves: corría el año 69; se cierran definitivamente las puertas del bar "El Moderno", aquél donde, desde Berni y Forte, pasando por Sábato o Marechal, aglutinaba a la vanguardia cultural que emergía desde el Instituto Di Tella conducido por Jorge Romero Brest.
El pintor Felipe "Yuyo" Noé se da cuenta de que la zona iba a quedar desierta como un páramo, de que las largas tertulias acerca del arte o las experiencias más singulares irían a quedarse sin entorno. Entonces, tiene la idea de crear ese bar, el "Bárbaro", cuya originalidad hace doce años estaba cimentada en una decoración que se oponía a las costumbres en boga: en el "Bárbaro" no habría ni fórmica ni azulejos, ni metales cromados ni la aparente suntuosidad de la cuerina. "Casi todo madera", recuerda Claudio. "Madera auténtica, marquetería antigua, la idea de que este bar tiene historia de vidas, clima, complicidad."
Cuando lo fueron a buscar a Claudio Fernández para asociarlo a la experiencia, éste vestía impecable traje y corbata y atendía a formales y tradicionales pasajeros de un hotel céntrico del que era propietario y aún continúa siéndolo. "Nunca más, salvo ocasiones excepcionales, me puse un traje. Fue curioso el salto que tuve que dar para acostumbrarme: venía de tratar a señores maduros, serios y me enfrentaron con una generación de jóvenes artistas vestidos en jean, de pelo largo, desinhibidos y con hábitos diferentes a los que yo estaba acostumbrado. Se me planteaba este interrogante: ¿Cómo conducir este bar, cómo mantener el negocio fructíferamente sin hacerle perder ese clima divertido, de gente que iba y venía de la barra tomando ella misma sus platos, sirviéndose el whisky de la botella, tuteándose sin conocerse, sentándose alternativamente en una u otra mesa con la misma espontaneidad con que se abrazaba y besaba al reencontrarse o despedirse? Lo pensé y me dije: debo dejarlos en libertad. Mi tarea no es cambiarlos a mi manera, sino conducir el bar para que ellos se sientan a su manera."
De que logró su objetivo, no caben dudas. Hubo un momento en que en el primer local situado a la vuelta del actual, en vez de las cien
personas que podía contener entraban doscientas. Ya no se trataba de los plásticos exclusivamente. Además de Macció, Pérez Celis, Polesello, Marta Minujin, Roberto Duarte y otros, comenzaban a alternarse clientes de las más diversas actividades: empresarios como Enrique Viel Temperley, políticos como el doctor Luis Trilla, actores como Fernando Siro o Sergio Renán, agentes de bolsa como Abel Santapaula, diseñadoras como Josefina Robirosa, creativos publicitarios como Silvia Massa y Mónica Muller, arquitectos como Rodolfo Livingston y Jorge Prac y una gran cantidad de periodistas, debido a la vecindad de las editoriales Abril, Buenos Aires Herald y el antiguo edificio de La Opinión.
"Salió solo. Fue un cóctel que si lo queremos volver a inventar no podríamos. Qué nos íbamos a imaginar que los hippies de aquella época (en realidad eran hippies cultos, civilizados, ironiza Claudio) iban a ser motivo de curiosidad para matrimonios elegantes que salían del teatro Colón de ver ballet y vestidos de largo y de smoking se acercaban al 'Bárbaro' a tomar champagne y a comer quesos y longanizas entremezclados entre muchachos y muchachas vestidos a veces con el equipo de pintor manchado de óleo o carbonilla." A las tres de la mañana de un sábado, hubo un momento en que fue necesario contratar a dos policías para que mantuvieran cierto orden en el ingreso y salida del pequeño local de Reconquista. Ahora los dos pisos del nuevo local evitan ese tumulto, aunque el público nocturno de los sábados es igualmente multitudinario y ocupa prácticamente toda la superficie.
Pero sigamos con las reflexiones de Claudio. "A mí se me ocurrió que así como en España lo que creaba calidez y nucleaba a la gente eran las famosas picadas, aquí también deberían ser bien recibidas. Creé una serie de platos con los mejores quesos y fiambres, sin mezquinar, aun cambiando la plata. Vuelvo a repetirle: mi negocio es la gente: mucha gente. Cuando empezaron a comentarse mis platos hechos en base a catorce clases de fiambres me di cuenta de que había acertado. ¿Sabe por qué tienen tanto éxito? Porque una picada es algo como de entrecasa. Usted, entre cerveza y cerveza, toma un quesito con los dedos, y habla con su amigo y toma otro y así. La ceremonia de comer adquiere otra intimidad, otro carácter sensorial distinto sin cubiertos."
Claudio Fernández se enorgullece de que el ''Bárbaro", junto al bar Suárez, de Lavalle y Esmeralda, tengan el récord de consumo de cerveza de Buenos Aires: cinco barriles por día de cincuenta litros cada uno. "Verano e invierno, todo el año, dice." O se enorgullece también de que en las vitrinas que rodean el salón de la planta baja haya exposiciones de plástica permanentemente. "Un día, venía un pintor y colgaba un cuadrito para que lo vieran sus amigos. Otro día, un poeta pegaba con chinches sus originales. Entonces, viendo que se superponían e incluso que competían para lograr la mejor ubicación, yo le di las llaves de las vitrinas al pintor Gabriel Messil y le dije: toma, dirigí la galería de arte, selecciona, manéjate con los artistas que yo no los entiendo." Pero los entendía, y por eso, en la actualidad, uno puede observar a su alrededor mientras almuerza o cena, las geometrías de Messil, las metáforas de un Santana, o las fotografías de Manson.
"Hace unos años organizamos un certamen literario. Fue un hecho inusual para un bar. El jurado era serio —Eduardo Gudiño Kieffer y Rubén Tizziani— y el ganador fue un joven que después fue consagrado: Rodolfo Rabanal", evoca Claudio. Su trabajo, su comarca, es la noche. Durante el día, otro de los socios, Daniel Moon, dirige los almuerzos en los que se concentran ejecutivos de Techint o Dacsa, con creativos de Cicero o periodistas de Abril. Por la noche, Claudio, desde la caja, anuda diálogos con las personas más dispares: "desde aquí, aprendí a conocer de añejamientos de vinos con don Federico Suter; de literatura a través de las charlas con Miguel Briante; de pintura, con Chito Méndez Casariego y de publicidad con el colorado Wells".
Claudio Fernández es feliz con su "Bárbaro". Tan feliz como para enviar una botella de champagne a la mesa donde acaban de sentarse la productora de modas Beatriz Trento y la periodista Diana Castelar, simplemente porque tiene ganas de invitarlas. O para sentarse un rato en la mesa donde el periodista Rodolfo Andrés y el empresario "Nito" Bevilacqua, charlan sobre el Delta. Una sola vez a la semana está ausente. "Uso ese día para cocinar en mi casa. Para inventar alguna comida que después repito en 'Bárbaro' para los amigos. Me gusta la cocina francesa y el buen vino." Quizás en esa autodescripción esté el secreto de su comunicatividad y del éxito de su empresa.
En una ciudad que se lamenta de haber ido perdiendo aquel estilo moroso y cálido de las sobremesas, aquellos lugares donde la gente se encontraba para hablar sobre el mundo, lo que logró crear Claudio Fernández es valioso. Después de todo, no es nada raro si no fuese porque escasea: es el gusto por la vida. 
Orlando Barone