Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

 

La mujer argentina no es
"Darling"

 

Revista 7 Días
09 de agosto de 1966

por Carlos Aguirre

Boxeo

Un 11 de agosto, hace 28 años (1938), la multitud detenía un cortejo fúnebre que marchaba lentamente a Chacarita. Ocurrió en Federico Lacroze y Forest. Flotando sobre una marejada humana, el féretro fue enfilado hacia el centro. Por la noche, en el Luna Park, miles de hombres y de mujeres miraron por última vez al ídolo muerto. En un cajón de madera de segunda clase, estaba definitivamente derrotado el cuerpo de un hombre de 29 años que había llegado a electrizar a los argentinos, convirtiéndose en un símbolo. Justo Suárez, el legendario "Torito de Mataderos", había muerto en Córdoba, enfermo y miserable.

¿Qué ha quedado de aquella gloria? Sólo un muchacho millonario y triste, su hijo. ¿Qué ha quedado de aquel boxeo, de aquella fuerza avasallante y sórdida que ahogó a tantos hombres en la tragedia? 7 DÍAS trató de encontrar una respuesta a este y otros interrogantes que surgen del más combatido de los deportes.
No es muy alto, tiene 23 años. Un porteño podría describirlo con su síntesis clásica "¡Qué pintón!". Y si lo viera una adolescente de esas que los sábados participan en agobiantes programas de televisión, emitiría irrefrenables grititos de histeria. Viste con elegancia, aunque se advierte refinamiento. Habla con fluidez, sonría con frecuencia. en los extremos ensanchados de sus dedos que se terminan como palillos de tambor, está, sin embargo, la marca de su origen popular. Se llama Enrique Justo Suárez. Es el hijo de aquel otro Justo Suárez, el "Torito de Mataderos".
Enrique Suárez es el símbolo viviente del más grande ídolo de los argentinos en boxeo. Tiene su mismo andar, su misma figura, los mismos rasgos, y hasta el mismo peso. De aquella fuerza arrolladora, contradictoria, casi salvaje, emocionante y auténtica que fue su padre -uno de los argentinos más queridos en los últimos 30 años- Enrique ha heredado el secreto de su triunfo: una enorme simpatía.
Vivió sus años difíciles de adolescente en Europa. Regresó hace 8 años, se casó y comenzó a integrar su familia, donde todo comienza con M, quizá, como un homenaje reprimido a Mataderos: Malin es su esposa, y sus hijos: Marcelo Justo, Martín (copia autenticada del abuelo), y Mariano.
Enrique es millonario, claro. Y además está respaldado por la fortuna personal de su madre, que es considerable. Instaló una de las más espectaculares agencias de automóviles de Buenos Aires, frente a la rotonda del Tiro Federal en el bajo Belgrano. Se perdía el promedio de un millón por mes, pero se pudo salir a flote y ahora el negocio marcha. ("Suárez puede vender una palangana con ruedas", dijo un vecino).
Enrique nunca fue reporteado. Tuvo una forzada y accidental aparición en TV a raíz de una perrita a la que se suponía rabiosa. Eso fue todo. Le disgusta cualquier tipo de publicidad. No quiere ser vinculado al nombre de su padre. "¿Para qué? ¿Para que todo Mataderos ande en Valiant o se vendan tres camiones más por día?".
Naturalmente, no quiere hablar de su padre. Su memoria es torturante. No reniega de él, pero tampoco quiere refrescar su imagen. "La historia de mi padre, la verdadera, no se ha escrito. Ni se escribirá nunca", dice. ¿Por qué? Porque el único testigo que conoce a fondo, realmente, la vida del "Torito", no habla ni hablará nunca, y ese testigo es su madre, que ahora vive nuevamente en Buenos Aires después de haber liquidado sus bienes en París. Ella, que fue la esposa enfrentada a las embestidas de las turbulencias que suelen desatar los hombres famosos, llegó a ser "la mejor madre del mundo", como la define un viejo manager.
El hijo del ídolo que vive confundido en la multitud, dice: "La vida de mi padre ha sido triste, muy triste..." Tenía 4 años cuando él murió. Ahora, 28 años después, hay lágrimas en sus ojos, pero alcanzan a salir. Son las lágrimas de un impotente semicontrolado que nada puede hacer para ayudar a su padre, tenerlo junto a él, rodearlo de confort, de seguridad, de dinero, de salud. Para él Justo Suárez es un fantasma, un recuerdo indirecto, lacerante, una noticia de dolor, de abandono, de miseria y de muerte.
De aquella figura legendaria, borrosa, que solo se prolonga hoy en este hijo millonario y dolorido de Belgrano, no se puede prescindir para comprender un poco más a los argentinos y al boxeo.
Justo Suárez fue el punto más alto alcanzado en estos 43 años de boxeo autorizado. Para los menores de 45 años conviene informar que nació en Mataderos en 1909 y allí vivió junto a sus ¡24 hermanos!. De las entrañas de maría Luisa Sbarbaro 25 seres humanos habían arrebatado la esencia de su vida. Fue realmente bárbaro, como grotescamente parecía proclamarlo su apellido. Ahí, en esa maternidad ininterrumpida de una mujer que envejeció prematuramente, claro, hay que encontrar la causa de la debilidad que precipitó el fin de Justo Suárez, debilidad que fue notoria en algunas de sus hermanos, víctimas también de ciertas imperfecciones a pesar de no haber subido nunca a un ring.
Con alpargatas, gorra y un pañuelo al cuello su uniforme de niño pobre hecho adolescente a la fuerza, Suárez fue mucanguero. Recogía mucanga, esa grasa liviana que bajaba por las canaletas de los mataderos. Cuando lograba llenar un latón recibía 10 ctvs.
Su vida fue un relámpago. Mucanguero a los 9, boxeador profesional a los 19, cadáver a los 29. Una vida turbulenta, caótica, extraordinaria: de la nada llegó a ser el mejor de todos para volver, dramáticamente, a su punto de partida y completar por primera vez un ciclo que se habría de repetir con llamativa frecuencia.
Suárez tenía lo necesario para ser ídolo: simpatía, buena figura, coraje. Lo aplaudían en los triunfos, siguieron aplaudiéndolo cuando claudicó, y por un comprensible fenómeno, odiaron a quienes lo habían vencido. Incluso tuvo el final requerido: la muerte prematura que prolonga en el tiempo la pasión de quienes se vieron representados en él.
Aprendió a pelear muchísimo antes de conocer algo de boxeo. Tiraba golpes en un ring improvisado y semiclandestino de la calle Guaminí, donde vivía. Después, siendo amateur, cuando todavía se peinaba con los dedos, lo trajeron al centro, donde el boxeo era un deporte exclusivo de "niños bien". Deslumbró tanto su coraje y su precisión para terminar con cualquier rival (48 peleas sin derrotas), que ensanchó definitivamente la brecha por donde el pueblo, "la orilla" como decían los habitués del ring de la confitería "L'Aiglon", en la calle Florida, se iba a introducir en el boxeo hasta apropiarse de esta pasión, de este entretenimiento de clase alta.
A Justo Suárez se lo conoce mejor por algunas de sus anécdotas, esas que todavía siguen repitiéndose en la transmisión oral del culto al héroe. La más espectacular, quizá, se registró en el campeonato sudamericano. Tenía 38° de fiebre a raíz de un forúnculo testicular. Suárez preguntó: ¿Qué pasa si no peleo, puede suspenderse?. El campeonato es del otro, le informaron los que descontaban que no combatiría. Se hizo cortar el forúnculo y subió al ring caminando con dificultad. Pocos segundos después de comenzar la pelea se advirtió que el chileno conocía el problema: todos sus golpes estaban dirigidos a la zona baja para obtener dolores por reflejo. Suárez se olvidó de la fiebre, de la infección, de los tirones: ganó ampliamente.
Manuel Hermida, 63 años, actual colaborador de la administración del Luna Park, fue manager de julio Mocoroa, el más importante rival argentino de Justo Suárez (En un combate sensacional que hicieron en el viejo estadio de River, en Palermo, se logró la más alta concurrencia registrada para el boxeo argentino: se cobraba un peso y fracción por entrada popular y recaudaron 200.000! Hermida describió a 7 DIAS las condiciones de Suárez: desconcertaba con un original movimiento de cintura, era un peleador nato, sin técnica depurada, veloz. Avanzaba siempre, pegando siempre. dominaba a tal punto la iniciativa y el combate, cuenta el ex boxeador y viejo cronista de boxeo, J.M. Bonafina, que no había modo de enfrentarlo con éxito y acertar en golpearlo. Por eso terminó, aun después de los castigos finales, con su intacta cara de galán.
Cada pelea de Suárez fue una fiesta: camiones desbordantes de "orilleros", ruidosos y espectaculares con sus matracas, bocinas, bombas explosivas y luces de bengala, eran la vanguardia de las huestes que apoyaban al ídolo. Todos confiaban en su fortaleza. sus éxitos contundentes, aquella vez que peleó bajo una lluvia cerrada que impedía ver hasta desde el ring side, el famoso y difundido test en la pelea con Vittorio Venturi en la cancha de River (un par de médicos registraron su pulso antes y después de la pelea a 12 rounds sin que pudieran advertir la más mínima diferencia) habían convencido a todos de su equilibrio, de su buena y envidiable salud. Pero era una apariencia tramposa.
Diego Franco, el hombre que lo hizo profesional y lo dirigió en la etapa de sus primeras 11 peleas rentadas, lo había dotado de la fuerza muscular indispensable, con aquellas célebres marchas en la carretera. También Franco lo había dotado de los conocimientos básicos del boxeo, cediendo una parte (2 %) de sus ingresos (10 %) sobre la bolsa del "Torito") para que permanentemente estuviera con ellos en el campeonato de entrenamiento en San Isidro, un negro famoso, el retirado Cleary Jones, alias Joe Gans, un manco derecho que era un pozo de conocimiento. Pero Diego Franco no pudo dotar al ídolo ascendente de la serenidad necesaria para decidir con sensatez en los momentos claves. Suárez, que ganaba bolsas millonarias (Recaudación personal por una pelea en 1929:¡$38.000! logró el mejor porcentaje sobre el bordearaux (27 %); en una valijita de partera habían sido llevados al banco cerca de medio millón de pesos por una docena de combates) era ya un negocio sensacional y entonces cambió de mano. "Me lo robaron", dice hoy aquel famoso "Gordo" Franco, menos gordo ahora, con 62 años, esposa, sin hijos. Mediante un proceso "a la criolla", Suárez pasó a depender del promotor José Lectoure y de su manager Sobral.
Rápidamente los nuevos dueños del "Torito" dejaron de lado el inteligente plan de Franco de llevarlo a combatir en Europa, donde el boxeo no estaba regenteado por la maffia. En cambio, lo llevaron a Estados Unidos. Ahí lo dejaron crecer: su primera campaña en Nueva York fue brillante. Suárez justificaba los elogios del inmenso afiche que exaltaba sus virtudes: el invicto sensacional de South America con 67 peleas y ninguna derrota. El hombre que dejó chico a Luis Ángel Firpo, etcétera.
En el segundo viaje (fue en 1931, Suárez tenía 22 años) se acabaron las ilusiones. Los hombres que lo habían dejado crecer y controlaban, como controlan hoy, el boxeo en Estados Unidos, echaron mano a un reaseguro: era el famoso campeón sin corona Billy Petrole, un hombre que cobraba dinero grande para tumbar muñecos, mejor si eran extranjeros, que podían amenazar la corona en poder del neyorquino Canzoneri. Fue el primero y el más grande de los castigo recibido por el "Torito". Suárez ya no se repondría.
El cambio de técnica de entrenamiento, abandono de las marchas, obligación a entrar en peso utilizando doble malla, forzados 18 rounds antes de combatir, y unas misteriosas inyecciones "mata-caballos", supuestamente reconstituyentes, terminaron con la poca fortaleza del campeón.
Después de su derrota en EE.UU., Suárez entró en un período de sombra del que pretendió salir; fue doloroso. Peralta le arrebató el título, castigándolo severamente. Pathenay, con gran respeto por el ídolo y por el público, no quiso golpearlo, en un combate que debió suspenderse por falta de defensa de Suárez, que combatía, sin saberlo, tuberculoso. Cuando quiso volver a Digo Franco, a la buena época, ya era tarde.
Suárez se separó de su mujer (se había casado secretamente antes de su primer viaje a EE.UU. con Pilar Bravo, entonces una muchacha telefonista de Lanús) y erró seis años. Acompañado por una hermana fue a dar con sus huesos en una cama de hospital en Cosquín. Por un boletín radial se enteró de su gravedad. Pidió que al morir lo trajeran a Buenos Aires. La multitud obligó a velarlo en el Luna Park. En un Luna Park que tenía techo flamante, levantado con el dinero que produjo el Torito. Ahí donde lo velaban, tres años antes le habían prohibido la entrada...
Luna Park, sábado a la noche en 1966. ruidoso y expectante. El Luna, como le dicen los aficionados, es único, como es único ese gritón que desde las tribunas lanza al ring en el momento imprevisto las más desopilantes ocurrencias.
Por ese ring han desfilado todos, inevitablemente. ara, Lowell, Beulchi, Landini, Raúl Rodriguez, Mario Díaz, Gil, Prada, Gatica, González, Senatore, Lausse, Pascualito Pérez, Peralta, Acavallo. La nómina es inagotable. A pesar de haber sido Pascualito Pérez el primer argentino que logró un título mundial en boxeo, la mayoría de los que semanalmente cubren las tribunas y plateas del estadio (en general muy jóvenes para conservar fresco el recuerdo de Justo Suárez) no puede olvidar un nombre: José María Gatica. No habrá ninguno igual, dicen. "Gatica fue uno de los más grandes ídolos, un intuitivo, un gran creador de golpes", explicó Bebe Melios, un fanático que conoce boxeo.
Lo extraño en todo esto es que el público aficionado al boxeo, teniendo a mano un par de argentinos que lograron conquistar títulos mundiales (Pérez-Accavallo), siga alimentando idolatría por aquellos que, "de no mediar tal o cual razón", lo hubieran sido, como Justo Suárez y José María Gatica, dos perdedores.
Es significativo además que el único hombre que alcanzó una popularidad equivalente a la de Justo Suárez, tuviera con él tantos puntos de contacto. Los dos combatieron en la categoría liviano (en esto se ha creído ver una adhesión del público a la velocidad de desplazamiento y de golpes combinada con contundencia, equilibrio no logrado en las veloces pero débiles categorías menores, como mosca y gallo), los dos emergieron de sectores populares más desprovistos de bienes y de cultura. Y si uno era dócil, "manso", y el otro rebelde, orgulloso, prepotente y enemigo de toda convención, la diferencia no iba más allá de las características diferentes del pueblo que ellos representaron. Con Yrigoyen, Suárez, y con Perón, Gatica, los dos fueron a combatir a Estados Unidos adscriptos a la representación diplomática argentina, con apoyo oficial. Los dos fueron derrotados sin atenuantes, frustrando enormes aspiraciones deportivas. Los dos habían saltado al éxito vertiginosamente. Y los dos sintieron la primera ebriedad del boxeador, la de los golpes, y también la segunda, esa borrachera de fama y de dinero grande. Y si Suárez escapó a esa tercera borrachera del boxeador, que es el alcoholismo desenfrenado, fue por una cuestión de tiempo. Los dos quedaron envueltos de angustiantes problemas familiares. Los dos fueron abandonados después que los vieron vivir como suicidas. Los dos murieron antes de lo razonable.
Pascualito Pérez, que tuvo algo de ellos, pero no todo, y que conserva su vida (grave inconveniente para ser ídolo), llegó a ser el mejor embajador argentino en el mundo entero y nuestro primer y más gallardo campeón mundial. Pero Pascualito, que logró lo que los argentinos decían querer, no fue ni podrá ser ídolo a la manera de Suárez y de Gatica. Porque los ídolos en boxeo, pierden.

 

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Justo Suárez - Enrique J. Suárez (su hijo) 


 

 

 

 

 
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Franco masajea a Justo Suárez
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