Revista Periscopio
25 de noviembre de 1969 |
Hace diez días, un par de banderas de remate
flameaba, impío, en la esquina nordeste de Avenida de Mayo y Perú. A
las dos de la tarde del miércoles 12, el golpetear del martillo de
Roberto Pascual Amigo, encargado de la subasta, comenzó a ejecutar
un divorcio que ya no toleraba conciliación. Los manes del London
City Bar, una confitería "con historia", debieron emigrar uno por
uno. Se fueron —es seguro— con el medio centenar de mesas de roble y
tapa de mármol, con las cinco arañas de bronce tallado, con los
cortinados de brocato, con las cariátides semiegipcias que
flanqueaban el mostrador. Una excusa tentó justificar el sacrilegio:
la "modernización" del local. En pocos meses, un grill de hierros,
fórmica y vitrea sucederá a aquel reducto que memoraba los años del
Centenario.
En la misma tarde —una suerte de acto de desagravio—, el Intendente
Manuel Iricíbar visitó la Farmacia de la Estrella, una botica que
sus buenos oficios libraron de la piqueta. Ocurre que Iricíbar y el
arquitecto José María Peña, director del Museo de la Ciudad, se
empecinan en rescatar del olvido y en poner a buen recaudo los
tesoros de la mitología porteña.
"Me llama constantemente, me avisa de algo que ha visto y que le
parece interesante, me consulta sobre lo que conviene preservar"',
cuenta Peña acerca de Iricíbar. "Fue él —asegura— quien se ocupó de
gestionar y de activar la compra del edificio de la farmacia por
parte de la Municipalidad." Es que el alcalde porteño ha quedado
prendado de la prosapia de ese comercio. No es para menos. Amenazado
por la venta en bloque de la esquina de Alsina y Defensa —sede de la
botica—, Peña recurrió al Intendente. Le contó entonces, detalle por
detalle, la historia de ese expendio.
En tiempos de Rivadavia llegaron a Buenos Aires los primeros
farmacéuticos italianos e ingleses; en su mayoría, instalaron sus
negocios en un reducido damero, frente a las iglesias "del centro".
Fue así como, en 1833, Antonio Demarchi —más tarde ennoblecido por
el Rey de Italia— y Domingo Parodi (un conocido botánico) sentaron
reales cara a Santo Domingo. De la trastienda —una simbiosis de
laboratorio y cueva de alquimistas— salieron las pastillas "Parodi"
para la tos, la primera limonada Roget del país y una pócima
enigmática con virtudes curativas del empacho, conocida más tarde
como "jarabe Manetti". También suministraba los primeros cosméticos,
esos afeites que sonrojaban a las pudibundas matronas de un Buenos
Aires casi colonial. En 1865, Melville Fewell Bagley inauguraba la
producción de su planta alimenticia. Los profesionales de La
Estrella recibieron el encargo de obtener una bebida estimulante del
apetito. Fórmula en mano, Bagley comenzó la producción de
Hesperidina. En otro ramo, también de allí salió el algodón
Estrella.
Tanta industria exigía un local más espacioso. Mudados a Alsina 405
—circa 1900, se calcula—, los boticarios de turno se convirtieron en
depositarios de toda una epopeya farmacéutica. La carencia de libros
recetarios —entonces no se exigían— impide descubrir las dolencias
que aquejaron a más de cuatro próceres que se habrían surtido en
aquellos mostradores.
NADA DE ARQUEOLOCIA
Los esfuerzos de Peña, asegurada ya la posesión del inmueble, se
concentraron en un singular operativo: mantener la actual fisonomía
de la centenaria botica y, a la vez, asegurar la continuidad de sus
operaciones. "Por las marquesinas de hierro, los balcones y la
decoración interior. La Estrella constituye el ejemplo más completo
de lo que era la ornamentación ambiental de fines de siglo —explica
Peña—. No nos interesa evitar solamente la desaparición del edificio
o colgar cositas con epígrafe al pie. Las tallas, los nichos, la
boiserie, los frascos, los angelitos entrelazados por tubos de
dentífrico, retortas y jabones, seguirán funcionando como hasta
ahora", se acalora el museólogo. "No rescatamos cosas para
momificarlas, para prolongar su muerte. Funcionarios muy solemnes
—se divierte Peña— nos acusan de frívolos y se indignan porque la
Municipalidad se ha metido a farmacéutica."
Otro de los desvelos del arquitecto ya obtuvo del Intendente un
úcase aprobatorio. El bar y restaurante El Colonial —también en
Alsina y Defensa, en el rincón noroeste— albergará el Museo de la
Ciudad. Con el mismo sentido práctico que bendijo a la botica
vecina. El Colonial seguirá trabajando como casa de comida. Así,
proveerá refrigerio a los visitantes del futuro Museo, cuyas
instalaciones se prolongarán sobre la calle Defensa, en un edificio
contiguo que ya es propiedad del municipio. Tan vital y desaprensivo
criterio histórico, desprovisto de las solemnidades acartonadas de
los museos, posibilitará la instalación de exposiciones rotativas.
Entre ellas, la historia del picaporte y de la reja será —se
presume— una de las primeras. "Para nosotros —acierta Peña— La
Estrella, por ejemplo, representa el 1900. Si por ahí pasaron
también French y Beruti vendiendo escarapelas, mejor. Pero el único
historicismo que cuenta en la moderna ciencia museológica no es sólo
un monumento o construcción importante. Hasta una garita de
vigilante —asegura—, en cuanto sirva para testimoniar una época,
tiene valor histórico."
Las demoliciones que prolongan la extensión de la Avenida Nueve de
Julio conceden a este caballero cruzado la posibilidad de
ejercitarse a diario, de trabajar codo a codo con la historia.
Autorizado para confiscar todo aquello que merezca perdurar. Peña se
apropió de las verjas de hierro, boiseries y balaustradas del
palacio del Solar Dorrego-Unzué, en Cerrito y Paraguay. Además, en
el sector sur de la futura autovía, descubrió seis vitraux de fines
de siglo, confeccionados sobre diseños del célebre Mucha, máximo
dibujante del art nouveau y autor de los famosos afiches de Sarah
Bernhardt. Por el momento, los tesoros duermen en un depósito
municipal.
Otras preocupaciones inquietan a Iricíbar y a Peña. Los azulejos,
importados de Gran Bretaña, que componen escenas romanas (a la
manera de los prerrafaelistas, sobre todo Burne-Jones) en los
zaguanes de acceso a la casa de Maipú al 700 —allí funcionó la
galería El Laberinto— asedian al arquitecto. "He conseguido que se
clausure la puerta de la derecha. Los azulejos ya fueron
deteriorados cuando se instaló allí un quiosco de cigarrillos y
martillaron la pared sin misericordia.''' Peña alberga una secreta
intención: desmontar esos prodigios finiseculares y llevárselos a su
Museo, un trabajo que exigirá la mano de la élite operaría de la
comuna.
Sin embargo, no sólo del centro vive Peña. También lo desvela una
estupenda casona que se mantiene en pie, aunque con dificultad,
junto a la estación Flores. Pertenece a la familia Marcó del Pont.
"La gente —informa Peña— dice que era de Rosas. No es de fiar. El
vulgo atribuye a todo lo antiguo una vinculación con Don Juan
Manuel."
En tanto, el restaurante Pedemonte, una maravilla ubicada en
Rivadavia 639, casi Florida, aguarda su suerte. Descansa, por
supuesto, en la certeza de que el perseverante museólogo no tolerará
que se repita la, herejía del London City Bar. Inaugurado por José
Pedemonte en 1890 (se ignora la fecha exacta a causa de la ausencia
de libros), ocupaba entonces sólo dos lotes. En 1920 se agregó uno
más. Fue entonces cuando una serie de reformas confirió al local las
características que todavía exhibe.
O SAISONS, Ó CHATEAUX
"En aquellas épocas —explica José Manuel Pedemonte, 31, casado, tres
hijos, nieto del fundador— actuaba una orquesta de señoritas durante
las horas del té; allí está el palco que se usaba entonces." Todos
los Presidentes —"menos Perón", aclara el propietario— frecuentaron
las mesas del tradicional comedero. Los revestimientos de madera
importada (labrada por un célebre ebanista alemán) oyeron, sin duda,
más de una proposición de conjuras, de contubernios políticos.
La vajilla, la mantelería y las servilletas de hilo (confeccionadas
en Italia) fueron retiradas del servicio activo. Es que los altos
costos de reposición tornaron imposibles tantos lujos. La máquina de
café "express", en cambio, fue reemplazada hace escasos cuatro años.
"Era la segunda o la tercera que se importó al país —lamenta
Pedemonte—. Como no conseguimos repuestos tuvimos que pasarnos al
café de bolas."
Mesas, percheros, sillas de madera y esterilla, datan de la reforma
de los años veinte. "Hay que tener en cuenta —se vanagloria el
propietario— que éste es el único restaurante viejo que no ha sido
inventado. Los espejos están manchados por el tiempo, todo el
desgaste de los materiales es auténtico." Todo; hasta el personal.
Un promedio de quince años de antigüedad —un par de gastronómicos
mozalbetes así lo determina— incluye al "jefe de partida", un
dependiente que lleva treinta y dos años en la casa.
Más que la vetustez, son los platos de la casa lo que ufana a
Pedemonte. Sobre todo, los alcauciles. "Todo comenzó —evoca— con un
tal Thomas Elmezzi, hace años vicepresidente de Pepsi Cola. Una vez
llevó una pascualina de alcauciles a sus amigos de USA. Desde
entonces, exportamos pascualina a pedido de los interesados."
También los medallones de cerdo "Germain" y los canelones
"Pedemonte'' envanecen al posadero.
El inmueble, propiedad de María Luisa Devoto de Bustillo, parece no
querer cambiar de dueño. La matrona rechazó —se asegura— una jugosa
oferta de un inversor armenio. "Mientras yo viva —-proclama la
señora de Bustillo— no se desalojará al Pedemonte ni se demolerá el
edificio." De todos modos, la eventualidad ya fue prevista por Peña.
La Municipalidad, en caso de verificarse el riesgo, dispondrá de
alguno de sus edificios para alojar a la reliquia gastronómica,
íntegra y en su estado actual. Preocupado, Pedemonte profetiza que
sería un trabajo descomunal: "No hay un solo clavo o tornillo a la
vista en la boiserie", confirma.
Refugio, otrora, de la "gente de gobierno", el Pedemonte no reditúa
ya pingües beneficios. "Lo mantendremos hasta que podamos. Es que
tenemos una especie de orgullo de cabañeros", afirma el dueño.
Ocurre que los beneficios deben ser distribuidos entre tres hermanos
del difunto Julio Pedemonte (padre de José Manuel), el maître y el
vástago treintañero de Don Julio.
Pase lo que pasare, es seguro que la Municipalidad de Buenos Aires
—una de las más ricas del mundo— sacrificará parte de su hacienda
para salvar la joya. La historia se lo consiente. Luis Medrano, en
sus "grafo-dramas" de La Nación, ya se ocupó de inmortalizar el
restaurante. Un vitral de colores no será rescatable: Lisandro de la
Torre, un asiduo parroquiano, lo destrozó con la cabeza. "Quizás
estuviese dormitando —comenta Pedemonte, de oídas—. Contaba mi padre
que de la Torre siempre se sentaba en la misma mesa, precisamente
detrás de ese panel de vidrio. Una noche se quedó charlando con él
hasta las once. De aquí se fue para su casa —el político vivía a dos
cuadras del local—. Al rato se suicidó."
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El reloj de La Estrella
Azulejos en Maipú y Córdoba
El London City Bar en Perú y Avenida
de Mayo |
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Restaurant Pedemonte
Un prodigio del Art Nouveau |
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