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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE ACÁ


Caen los muros de la Penitenciaría Nacional
Los más tristemente célebres delincuentes y criminales fueron alojados allí: desde Juan Moreira, inscripto en 1882, hasta Villarino, que consiguió fugarse en 1960. Por la Penitenciaría pasaron todos los protagonistas roja del país. Su historia, rica en experiencias, se refiere en esta nota.
Por
HORACIO DANIEL RODRÍGUEZ
Fotos FORTE - VEA Y LEA
1962




"el petizo orejudo"

 

 

 

DESPUÉS de ochenta y cuatro años y seis meses de existencia, en el curso de los primeros cuatro meses de este año habrá desaparecido la amplia estructura de la Penitenciaría Nacional, para dar lugar al barrio parque planeado por la Municipalidad de Buenos Aires.
En el solar que ocupa el antiguo edificio, enclavado en el corazón mismo de la zona norte de la ciudad, se levantarán no menos de media docena de edificios de departamentos y se cubrirán las superficies libres con una capa de verde vegetal que borrará hasta el menor recuerdo del establecimiento carcelario.

LAS PRIMERAS PRISIONES
La primera prisión en la historia del Río de la Plata data del año de la primera fundación de Buenos Aires. Sin que existan pruebas concluyentes al respecto, pero sí fuertes indicios en tal sentido —don Pedro de Mendoza dispuso, en 1534, que se alojase a los subordinados de su expedición, así como a toda persona sujeta a cualquier tipo de proceso, en la nave "Trinidad"—, aunque recién en 1608 comenzó a usarse un edificio con el propósito antes señalado. Destruida la ciudad fundada por Mendoza y vuelta a fundar por Garay, se construyó el Cabildo. Se dispuso que una de las dos piezas que integraban la planta baja se destinara a alojar a los delincuentes —pocos en la época a estar por las referencias existentes—, pero algunos meses después debió anularse la medida en vista de que su espacio no era suficiente. Por ello se adoptó la curiosa resolución de hacer cumplir las penas en los domicilios propios de los sentenciados hasta que, años después, ampliado el edificio, pudo renovarse la práctica de alojarlos en la planta baja.
El Cabildo fue la prisión obligada de Buenos Aires y sus alrededores desde la fecha de su construcción hasta 1877, año en el cual se inauguró la ahora demolida Penitenciaría Nacional.

LA CONSTRUCCIÓN
Fue por iniciativa del gobernador de la provincia de Buenos Aires, doctor Emilio del Carril, que en 1862 se llamó a concurso de antecedentes y proyectos para la construcción de una cárcel modelo. En aquel momento —previo a la capitalización de Buenos Aires—, el territorio que hoy ocupa la metrópoli pertenecía a la provincia. La iniciativa, pues, consistía en la creación de una cárcel provincial. Firmaba el decreto llamando a concurso el ministro de gobierno de Castro, doctor Antonio E. Malaver.
Recién en abril de 1872 se abrieron las propuestas y en agosto del mismo año la comisión encargada de seleccionar el proyecto confió la construcción, sobre la base de los planos que habían presentado, al arquitecto Ernesto Bunge y al ingeniero Valentín Balbín, a quienes se reconocía, como toda recompensa, el 5,5 por ciento del total del precio de la obra.
Iniciada la obra en setiembre de 1872, quedó concluida en los primeros días de mayo de 1877 y se inauguró oficialmente el 22 de ese mismo mes.
La valorización de los terrenos que ocupa ascendió, en años posteriores, vertiginosamente, en virtud de las obras de urbanización y la calidad de las construcciones levantadas en sus alrededores, así como por la inauguración del Paseo de Palermo, efectuada en 1875, durante el proceso de construcción de la nueva cárcel.
Recientemente, al adquirir la Municipalidad de Buenos Aires el edificio y los terrenos sobre los cuales se encontraba emplazado, fueron abonados al Estado más de 647 millones de pesos, precio que no incluye el valor de los deshechos provenientes de la demolición, calculados en más de 13 millones de pesos. Si se comparan esas cifras con la de su costo de construcción (poco más de 48 millones de aquella época), puede estimarse la valorización alcanzada por la zona.

REGLAMENTO Y AUTORIDADES
Pero la estructura muerta de la cárcel, si bien refleja en parte la medida de esfuerzo llevado a cabo en aquella época, habla poco de la notable renovación en los métodos penales que significó su inauguración.
Siguiendo los lineamientos generales del sistema Auburne de técnicas penitenciarias, atenuado en los reglamentos posteriores, la nueva cárcel incluyó el principio del trabajo obligatorio y readaptativo para los penados.
Las figuras más destacadas de la Argentina en aquella época contribuyeron a redactar su reglamento interno. Para ese efecto se constituyó una comisión presidida por Julio Crámer e integrada, entre otros, por Roque Sáenz Peña, José L. Amadeo, José María Moreno y Manuel A. Montes de Oca.
Para desempeñar la "gobernación" del establecimiento, más tarde denominado dirección, el gobierno de la provincia designó al entonces jefe de policía, señor Enrique O'Gorman.

LAS CARACTERÍSTICAS DEL EDIFICIO
En los 112.000 metros cuadrados comprendidos entre la avenida Las Heras, Coronel Díaz, Juncal y Salguero, se alzaron los siete pabellones y las demás dependencias del establecimiento que sumaron un total de alrededor de 20.000 metros cuadrados de superficie cubierta.
Todo el perímetro del terreno fue rodeado por una muralla de una extensión total de aproximadamente un kilómetro. La sólida defensa se elevó a una altura que oscila entre los siete y los ocho metros y un espesor en la base de cuatro metros y en la cúspide de dos metros ochenta centímetros. Se almenó con el objeto de facilitar la observación y la defensa interior y exterior; asimismo se construyeron torreones utilizados para el apostadero de las guardias.
Desde el núcleo del edificio se construyeron hacia los costados, los cinco pabellones principales del presidio, como los radios de un semicírculo. Estos pabellones, numerados de 1 a 5, estaban compuestos por 120 celdas cada uno, distribuidas en dos pisos y colocadas 30 a cada lado de un pasillo de alrededor de cuatro metros de ancho. Las celdas, amplias y suficientemente aireadas (entre 5 y 7 metros cuadrados de superficie cada una, con una ventana elevada y cerrada con rejas y cristales de 40 x 50 centímetros y una pequeña claraboya para aireación, también enrejada), estaban cerradas con puertas de gruesa madera en las cuales, un ventanillo practicado a poco menos de 1 metro 30 centímetros del suelo, permitía el suministro de comida al penado. Pocos centímetros más arriba, un ojo de seguridad facilitaba al guardiacárcel la vigilancia del interior de la celda sin ser visto desde adentro.
En los extremos de cada pabellón se instalaron los servicios sanitarios y en el punto de unión de los cinco, una jaula enrejada encerraba la guardia central.
Los dos pabellones restantes —los números 6 y 7—, eran más pequeños. Actualmente se alojó en ellos a los detenidos con motivo de la reciente huelga ferroviaria, lo que ha dificultado las tareas de la demolición. En cada uno de estos pabellones existían 60 y 51 celdas, respectivamente, con lo cual el total que admitía el establecimiento alcanzaba a 704 penados.
El establecimiento contaba, además, con un hospital para la atención de los penados. A partir de 1907, por iniciativa del entonces director doctor Antonio Ballvé, y gracias a las sugerencias públicas hechas por José Ingenieros, funcionó un departamento de antroposicología. José Ingenieros planeó su funcionamiento y orientó su desenvolvimiento científico en los primeros años. En él todos los reclusos eran sometidos a cuidadosa observación y análisis.

CENTRO DE TRABAJO
Anexos a los pabellones se construyeron diversas dependencias, para instalar un total de alrededor de 20 talleres de diversas especialidades. Los más importantes de ellos fueron los de impresión (en cuyas máquinas, durante muchos años, se editó el Boletín Oficial y cuyo trabajo de mayor alcance fue la edición del diario "El Mundo", en 1948, durante la huelga de los obreros gráficos que epilogó con la destitución de las legítimas autoridades del gremio; el de panadería (en el cual se llegaron a producir hasta 18 toneladas de pan por día y que abastecía gran parte del consumo de hospitales y de otras instituciones oficiales); un taller mecánico; uno de electrotécnica, otro de metalúrgica general con su respectiva fundición; la fideería (que alcanzó a producir en cierta época hasta 600 toneladas de fideos por semana); carpintería; colchonería; lavadero; peluquería; sastrería; zapatería (con una producción de hasta 200 pares de zapatos por día); talabartería; hojalatería; plomería; albañilería; escobería, etcétera.
La importancia del ritmo de trabajo alcanzado por los penados en todos estos talleres puede deducirse de la cifra de 1.587.969 pesos logrados en 1926 por el total de su producción, cifra que se elevó, en los últimos años, a alrededor de los 40 millones de pesos.

LOS 362 PRIMEROS PRESOS
El 22 de mayo de 1877, con la custodia de efectivos policiales y del ejército, 362 sentenciados que se alojaban en el viejo edificio desfilaron, a pie y asegurados con amarras y cadenas, desde la Plaza de Mayo hasta la nueva cárcel. Las descripciones de la época, consignadas en periódicos y revistas, señalan la inquietud que el traslado provocó entre el público. Muchas personas presenciaron el desfile, que cubrió un trayecto de alrededor de 7 kilómetros y medio. Sin embargo es de imaginar que aquel desfile no constituía, para muchos de los observadores, una novedad. Los presos comunes eran, en aquella época, empleados con cierta frecuencia en trabajos públicos de arreglos de calles o de construcción de caminos. Un poco más lejanas se encontraban —pero tal vez frescas todavía en la memoria de muchos de los circunstantes del desfile de 1877— las exhibiciones públicas de los condenados con motes y carteles pegados a sus espaldas en los que se pregonaba el delito cometido, método frecuente en el tercer decenio del siglo pasado.

EL PRIMER PENADO INSCRIPTO
El registro de presos del establecimiento, que se inició en 1852, en la cárcel del Cabildo, fija, el 22 de mayo de 1877, en horas de la tarde, el ingreso del primer presidiario al nuevo penal: era Francisco Acuña Sanz, procedente del Cabildo, pero las anotaciones de la época no conservan la calidad del delito ni la fecha de liberación del reo. El mismo 22 de mayo de 1877 se abrió el libro de fallecimientos. Los sellos y firmas, así como la fecha de su inauguración no correspondieron al primer momento en que prestó servicios ya que recién el 11 de octubre de ese mismo año se produjo el primer deceso en la nueva cárcel. Fue el de Miguel Caningan, provocado por un ataque al corazón.
Pero los decesos no fueron muchos en la nueva prisión. El mismo libro ha cumplido sus funciones hasta el presente sin exigir la apertura de uno nuevo. Las anotaciones han ocupado menos de 60 páginas de 35 renglones cada una, con un espacio de cuatro o cinco líneas para la indicación de cada deceso. El último penado fallecido fue Sebastián Maciel Peralta, en fecha 4 de octubre de 1960, o sea, por diferencia de una semana, 83 años después del primero.

CASTIGOS Y AZOTES A LOS ESCLAVOS
Otro antiguo libro de defunciones, correspondiente a la época en que el Cabildo servía como cárcel, consigna, borrosamente, nombres y causas de las muertes de los presos. Asombra encontrar la abundancia de suicidios que, en varios años, suman hasta tres en el lapso de una sola semana.
Sin embargo, el libro correspondiente al nuevo presidio registra sólo espaciadamente y de vez en cuando, algún suicidio. Buscando una causa que explicara este detalle, consultamos documentos más antiguos, correspondientes también al Cabildo y que fueron pasados a la Penitenciaría, posteriormente. En ellos se consignan abundantes órdenes de castigos corporales dispuestos tanto para hombres que no cumplían condenas como para los mismos condenados. Una de dichas órdenes —muy antigua, ya que está fechada el 19 de junio de 1823— expresa:
"El alcaide de la cárcel hará se castigue con 25 azotes al moreno Antenor y lo entregará después a su amo Don Ceferino Lagos".
Se trata en este caso de un reo de delito menor, que no sufría condena de reclusión ni otras penas. Pero entre los castigos que debía soportar el condenado en el caso de comportamiento inadecuado, figuraba el azote, si bien éste estaba generalizado para los morenos; sólo en casos excepcionales se aplicaba otros.
Las normas de respeto para el encausado y su reconocimiento como ser humano estaban fuertemente trabadas, durante la misma época en que fuera castigado el moreno Antenor, por prejuicios raciales y sociales. Una orden de detención, fechada el 11 de enero de 1821 expresa lo siguiente: "Cuartel 7, para el Cabildo: La china Rufina va para disposición del alcalde de primer voto por escandalosa". La designación despectiva, cabe suponer, marcharía paralela con un trato similar dentro de la prisión. En tal situación, se explica la tendencia al suicidio.

INDUSTRIA MACABRA
Los sueños de evasión son un sinónimo del presidio. Para ello, el reo imagina métodos y sistemas ingeniosos. En la Penitenciaría Nacional sin embargo, las evasiones han sido mínimas en proporción a su población, si bien fueron muchos los intentos que carecen de detalles curiosos. La última gran fuga fue llevada a cabo por el peligroso criminal Jorge Eduardo Villarino, el 19 de
septiembre de 1960. Otros intentos recientes, promovidos en masa, fueron frustrados.
La preparación de estas evasiones, así como el simple duelo interno entre hombres obligados a convivir, determina una industria macabra. Las peleas no son simples encuentros a mano limpia, sino verdaderas operaciones criminales que tienen lugar en el interior de la misma prisión.
El penado se ingenia para construir sus propias armas. Del barrote de una cama obtiene, mediante paciente trabajo, un punzón. Aguza la punta raspándola contra el suelo de cemento o en las paredes del patio, durante los recreos, en momentos en que no lo ven sus guardianes: logra doblar un extremo para afirmar la empuñadura y si el tiempo se lo permite, afila uno de los bordes hasta obtener, para todos los efectos prácticos, un verdadero cuchillo. Si no es el barrote, la cuchara con la que come, sustraída durante la comida, le vale para el doble propósito de construir un cuchillo con los bordes fácilmente afilables del mango o bien, para cavar con la parte cóncava. Del taller de fundición o de la imprenta, obtiene a veces una porción de plomo fundido al cual inserta un mango de madera o de hierro y se vale de él como maza con el doble propósito ofensivo y demoledor de las partes duras del suelo, donde se propone cavar un túnel. Por el mismo procedimiento talla, con trozos de acero, ganchos o limas de tres o cuatro dientes o bien modela llaves y llavines para abrir las puertas de su encierro.

GRILLOS Y CADENAS
Si bien el Congreso Constituyente de 1813 abolió todos los métodos de tortura y prohibió, en adelante, las vejaciones corporales, hasta bien adelantado el siglo XIX, como queda dicho en otra parte de esta nota, fueron frecuentes los azotes. Los cepos, en campaña, se usaron con cierta frecuencia y durante la primera
tiranía constituyente fue uno de los medios habituales para someter a enemigos políticos.
Pero aparte de su uso como medio de tortura, algunos elementos prohibidos constituían eficaces medios de seguridad contra los presos peligrosos. Los actuales métodos penitenciarios los rechazan, con justas razones, por existir otros medios de sujeción, el principal de los cuales es, simplemente, la vigilancia adecuada y la solidez de los muros.
La Penitenciaría Nacional ha conocido el uso de grillos hasta época muy reciente. Su empleo fue corriente hasta 1947. El grillo autorizado en la prisión estaba compuesto por dos argollas, o bien dos semicírculos de hierro, para colocar los tobillos del reo, adosados a una barra también de hierro de dos o tres centímetros de espesor. El aparato alcanzaba un paso total de alrededor de los 10 kilos. En un extremo de la barra de hierro se aseguraba una cadena que se unía, posteriormente a las esposas. En tal forma, el preso quedaba sujeto a una semiinmovilidad y sin posibilidades de evasión.
En 1947 disminuyó el uso de tal elemento pero continuó siendo aplicados en raros casos. La última vez que se empleó fue entre septiembre de 1951 y febrero de 1952. Fue aplicado nada menos que al general Benjamín Menéndez, jefe de la frustrada revolución del 28 de septiembre de 1951, y a algunos de sus compañeros.

LUGAR DE FUSILAMIENTOS, PRESOS FAMOSOS
Pocos fusilamientos se han llevado a cabo en la Argentina entre 1877 y el presente. Los más conocidos de ellos tuvieron como escenario el patio central de la Penitenciaría.
En 1912 fueron fusilados, después de permanecer alojados en el establecimiento alrededor de tres meses, los criminales Lauro y Salvato, responsables del asesinato de Livingston, ocurrido un año antes en la provincia de Buenos Aires.
En 1930, por disposición del poder ejecutivo revolucionario y en cumplimiento de las normas de la ley marcial, vigente en aquel momento, fueron fusilados los tristemente famosos Di Giovanni y Paulino Scarfó, con diferencia de 24 horas, contra el muro posterior de la cárcel.
Cayetano Santos Godino (a) "El petizo orejudo" o "El petizo oreja" —como dice el encabezamiento de su legajo penal— uno de los más conocidos y curiosos casos de la criminología argentina, purgó parte de su pena en el mismo establecimiento. Se recordará la aberrante personalidad del criminal, sus reiterados asesinatos de criaturas y su anómala tendencia incendiaria, que le valieron una sentencia a reclusión por tiempo indeterminado con opción a solicitar la libertad recién después de haber cumplido 25 años de prisión.
"El petiso orejudo" ingresó a la Penitenciaría en 1914, dos años después de su detención, y fue alojado en la celda número 90. El departamento antropopsicológico de la Penitenciaría trabajó largos años en el análisis de tan execrable caso patológico y, prácticamente, durante toda su permanencia en el establecimiento carcelario —prolongada hasta 1923, en que fue enviado al penal de Ushuaia, donde falleció en 1944— fue sistemáticamente estudiado, analizado y tratado.
Otros penados que conmovieron al público de la Argentina por la atrocidad de sus crímenes y que se alojaron en la Penitenciaría fueron Mateo Banks, óctuple asesino, fratricida; Salvador Viteralle, copartícipe en el asesinato de Livingston; Ricardo Barsch, doble homicida; y otros.

LA SOMBRA DE DOS LEYENDAS
Entre el personal de la Penitenciaría provocó una significativa manifestación de orgullo profesional la mención de dos nombres: Hormiga Negra y Juan Moreira.
Una tradición repetida de generación a generación reitera que ambos famosos y legendarios criminales criollos purgaron en la Penitenciaría parte de sus delitos.
Respecto de Hormiga Negra buscamos, recientemente, datos que confirmaran la versión, pero no los hallamos. La explicación que se nos dio fue que, parte de los archivos, ya habían sido remitidos a otras dependencias y que la documentación particular de Hormiga Negra había sido enviada, varios años antes, a una prisión del sur del país.
Nuestra tarea de investigación tuvo más éxito, sin embargo, en lo que respecta al personaje inmortalizado en las tablas por Pablo Podestá. Después de prolongada búsqueda logramos localizar en el libro de testimonios de sentencia, el legajo número 978, en el que se lee que el reo Juan Moreira fue condenado el 27 de marzo de 1882, por el juez José María Rojas, de San Nicolás, a la prisión de 2 años y tres meses a partir de su detención, ocurrida el 7 de julio de 1881, por el robo de 1.000 pesos y algunos comestibles, perpetrado el 4 de julio de 1881 en el almacén de don Antonio Altolaguirre, de aquella misma localidad, acto para el cual se valió de herramientas sustraídas en la herrería de Enrique Stein. La sentencia quedó firme en virtud de la resolución de la Cámara respectiva en un detallado dictamen que firman los jueces Castellanos, Guido y Escobar.
Pero Juan Moreira, el personaje de la obra de Eduardo Gutiérrez, murió a manos del soldado Quirino durante la lucha que mantuvo contra la partida que encabezaba el coronel Bosch. El deceso se produjo el 30 de abril de 1874 o sea tres años antes de inaugurarse la Penitenciaría y siete años antes del robo cometido por su homónimo en San Nicolás.

UNA NUEVA CÁRCEL
Por decreto 5593 de 1960, se levantará un nuevo establecimiento penitenciario en la prisión ubicada en los terrenos que delimitan las calles Caseros, 15 de Noviembre, Pichincha y Pasco, esperándose que el nuevo local penitenciario significará para nuestra época una transformación radical de las prácticas penitenciarias, del mismo modo que la Penitenciaría Nacional lo fue para el fin del siglo pasado.
Cabe destacar aquí los juicios merecidos por el establecimiento que verá caer sus muros en el presente año y que provinieron de las más destacadas figuras de la criminología del primer cuarto de siglo. Enrique Ferri, en oportunidad de su visita al país dijo que "es el tipo perfecto de una casa de corrección, apreciado desde el triple punto de vista humanitario, social y científico". Se unieron a los elogios de Ferri, Guillermo Ferrero, Gino Lombroso y otros criminólogos y penalistas de la escuela italiana.
Sin embargo, es preciso destacar que el lugar elegido para la construcción del nuevo edificio continúa contraviniendo fuertes y arraigadas opiniones que desde antiguo originó la Penitenciaría que ahora desaparece por su emplazamiento en un núcleo densamente poblado. Bastará recordar que en 1909 el doctor Horacio Beccar Várela, el primero en hacerlo, propuso su traslado a una zona suburbana. En 1912, una comisión nacional que estudió los sistemas penitenciarios del país aconsejó llevarla a un lugar distante por lo menos 150 kilómetros de la capital. En 1915, el diputado Carlos Carlés defendió un proyecto, que no prosperó, por el cual se disponía el traslado a un punto del sur del país y la transformación del actual edificio con propósitos de otra índole. Por último, en 1925, los diputado Rodolfo Moreno —posteriormente gobernador de la provincia de Buenos Aires— y Leopoldo Bard, suscribieron un proyecto que disponía, igualmente, la clausura y traslado de la Penitenciaría del lugar donde ahora se encuentra, fundando la medida en su emplazamiento excesivamente céntrico.

 

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