Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 


EL PAIS
ESTALLO EL TIEMPO POLITICO
Revista Periscopio
16.06.1970

Hace cuatro años, un ex Ministro (que acompañó a Guido en su interinato), dijo a un redactor de esta revista: "¿Ha oído usted hablar del coronel Levingston? Será Presidente, sígalo".
A las 19.37 del sábado 13 —un día soleado, después de toda una semana gris—, por conducto del almirante Pedro Gnavi, los argentinos supieron que tenían un nuevo Presidente, el 34º. En él, como el 28 de junio de 1966, delegaron instantáneamente su ansiedad patriótica, su inmarcesible esperanza de que el país salga adelante.
En vísperas del clásico Boca-River —se jugó la mañana del domingo—, no había otra cábala que ésa: la fumata involucraba una docena de candidatos. Militares en retiro. Osiris Villegas, Manuel Laprida, Juan Enrique Guglialmelli, Eduardo McLoughlin. Otro, en servicio activo: Alcides López Aufranc. Civiles trasbordados desde el Gobierno saliente: José Rafael Cáceres Monié, Conrado Etchebarne. Juristas: Eduardo Ortiz Basualdo, Roberto Chute, Marco Aurelio Risolía, Alfredo Orgaz.
En cuanto a los Comandantes, se habló de un acta secreta por la que ellos mismos se inhabilitaban para el cargo máximo. Los cínicos votaban por José María Guido. Los petulantes descolgaron el teléfono por temor de que los llamaran desde la Casa Rosada. El general de brigada Roberto Marcelo Levingston no lo descolgó.
Los exquisitos apostaban, incluso, a Ministros del Interior o de Economía; para la cartera política: Cáceres Monié, Villegas, José Manuel Saravia (h); para los problemas serios, Carlos Moyano Llerena, José M. Martínez de Hoz, Luis María Gotelli, Felipe Tami, Aldo Ferrer.
Levingston —pelo rubio, corto, sin bigote— fue uno de los animadores del movimiento "azul", que en 1962 reaccionara contra el plantel gorila que anarquizó al Ejército en los siete años anteriores. Su convicción profunda era que el peronismo debe integrarse en la vida política argentina. Se lo considera antifrondizista por su repudio a la posición argentina en Punta del Este (1962); a su paso por la SIDE, consagró muchas horas al estudio de las tendencias nasseristas en los Ejércitos iberoamericanos.
Hijo de Guillermo Levingston y Carmen Laborda, nació el primer día de 1920 en la vieja casona de Pedernera 680, a tres cuadras de la Plaza Pringles (San Luis). Casado con Betty Nelly Andrés —hija de Joaquín Andrés, un teniente coronel retirado— es padre de María Cristina, de 23 años, casada, y Alberto, de 9. Educado en el Colegio San Carlos, de los Salesianos, es aficionado a la música y se distinguió como jugador de polo. Tiene dos hermanos: Enrique, aviador en actividad, y Guillermo, escribano. La familia Laborda, a la que pertenece por vía materna, es numerosa, y el actual Gobernador puntano, Matías Laborda Ibarra, es uno de sus muchos miembros militares.
Oficial "intelectual* —que egresó en 1941, arma de Caballería—, fue enviado a la Junta Interamericana de Defensa; era, igualmente, agregado militar en los Estados Unidos. Llamado en diciembre último, los diarios dijeron entonces que Onganía lo invitó a redactar un análisis de la situación actual. Había regresado a Washington, de donde fue llamado el jueves último; llegó el sábado a mediodía y almorzó con los Comandantes en la quinta del titular de la Fuerza Aérea, en Ezeiza. Asumirá el jueves 18.
La Junta de Comandantes confió entretanto la Gobernación de Buenos Aires al brigadier Horacio Rivara —un íntimo de Francisco Imaz—, la de Córdoba al laboralista Bernardo Bas —Ministro de Trabajo en tiempos de Guido—, y la Subsecretaría de Difusión y Turismo a David Kaplan, periodista cordobés. Los otros nombramientos quedan reservados al nuevo Presidente, si bien en cada caso la Junta le ofrecerá la consabida terna.
La Revolución Argentina sigue.

EN EL SALON BLANCO
Anunciada para las 9.30 del martes, la instalación del primer Triunvirato militar de la historia argentina se materializó hacia las 16. La demora mereció una trivial explicación de los funcionarios de la Casa de Gobierno: el escribano mayor, Jorge Garrido, no estaba listo. Sea lo que fuere, al declinar la tarde invernal, el Salón Blanco fue iluminado a giorno, y un centenar de camarógrafos y reporteros gráficos dirigieron sus focos hacia el busto de la República, donde, esta vez, sin estrado, los rostros severos de la Corte y los de tres miembros del Gobierno saliente que seguían acompañando a la Junta —Cáceres Monié, Gotelli y Etchebarne— esperaban a los tres Comandantes. A un costado del salón asomaba un enigma latente: el mármol de Pedro Eugenio Aramburu.
Una platea de civiles y militares, con mucha experiencia en estos trajines, estiró los cuellos para no perder detalle: Manuel V. Ordóñez, Arturo Mathov, Jorge Zaefferer Toro, Justiniano Allende Posse, Pascual PIstarini, Julio Alsogaray, Héctor Solanas Pacheco, Julián García, Gualterio Ahrens, Manuel Laprida, Jorge Rojas Silveira, Arnaldo Tesselhoff y Horacio García Baltar se habían congregado para celebrar la salvación de nuestro "estilo de vida", amenazado —¡quién lo diría!— por quien menos se pudo suponer.
Algunos comentaron, preocupados, la ausencia del Cardenal: una gaffe del protocolo, atemperó luego el Ministro del Interior interino, Cáceres Monié. La verdad es que, visto el día anterior con el teniente general Lanusse en momentos de inquietud, monseñor Antonio Caggiano —que sólo iba a pedir noticias de Aramburu— fue sospechado de alguna inconveniencia. El anciano purpurado se puso furioso, con el perdón del cielo: "¡A este país ya no lo entiende nadie!"
Leída el acta, Garrido extendió al Presidente de la Junta, almirante Gnavi, la Parker de capuchón dorado que serviría para rubricar el acta, una tarea que repitieron en seguida el teniente general Lanusse y el brigadier general Rey. Luego, el locutor oficial anunció el discurso de Gnavi, cuya dicción monótona, apagada, trastabilló al leer el término "institucionalización".
Justamente, es allí donde ha zozobrado el Presidente depuesto. Gnavi le imputó "ausencia de ideas claras" en esa materia, "la reiteración de tensiones sociales" y una "evidente sensación de inseguridad pública". Sin embargo, en párrafos anteriores fue benévolo: "El país ha conseguido superar el crónico estancamiento alcanzando una tasa de crecimiento satisfactoria, completar e iniciar importantes obras de infraestructura, encarar la racional explotación de nuestras riquezas naturales y fuentes de energía, actualizar leyes de fondo y de procedimiento, y poner en marcha iniciativas que han de contribuir a incrementar el bienestar social". Tiembla uno al pensar lo que hallarán estos hombres, ahora que se informarán mejor.
Tímidos palmoteos brotaron del coro: temerosamente, detrás de los Ministros y Jueces, se habían ubicado los Secretarios Armando Ressia, Julio A. Teglia, Ezequiel Holmberg, Juan Thibaud, Elbio Baldinelli, Guillermo Cano, Fernando Tomasi y Carlos A. Taquini. Los restantes miembros del Gabinete habían preferido sumar su dolor al de Juan Carlos Onganía.
Mientras una larga fila de concurrentes serpenteaba ante los miembros del Triunvirato, estrechándoles las manos, los cronistas dialogaron con dos generales que lo habían sentado en el sillón de Don Bernardino y que fueron devueltos por él a la vida privada. Pascual Pistarini, Comandante en Jefe el 28 de junio de 1966, simplificó: "He saludado a los camaradas de las Fuerzas Armadas porque creí un deber ineludible hacerlo, en momentos tan difíciles para la República". Su sucesor, Julio Alsogaray, se felicitaba por la "vuelta a los documentos básicos de la Revolución Argentina", que redactó —se estima— la voluble estilográfica de su hermano Álvaro. La auténtica democracia que Julio Alsogaray venera es la que estriba en la vigencia de los grandes partidos políticos, los cuales, sin embargo, "cuantos menos sean, mejor". Preguntado si el balance de Gnavi era exacto, deslindó: "Lo dejo a criterio de los que lo han escuchado".
Esa misma tarde, los cronistas, alborozados (¡estalló el tiempo político!), invadieron el despacho que Francisco Imaz perdiera el día anterior; su nuevo ocupante, José Rafael Cáceres Monié —que había acertado a renunciar Defensa el lunes, temprano—, se sentaba ahora sobre dos sillones. Hombre plácido, cordial, ducho en estos menesteres, sació por media hora a los veloces lápices y hambrientos micrófonos.
Antes de nombrarse Presidente, debía reformarse el Estatuto de la Revolución: las Fuerzas Armadas, por intermedio de sus Comandantes, compartirían las funciones legislativas que se adjudica el Ejecutivo. Negó Cáceres que se hubiera llamado al Embajador en Brasil, general Osiris Villegas —su competidor por la Presidencia—; negó, igualmente, que el Gobierno argentino necesitara ser reconocido por ningún otro. Cuando se le preguntó sobre sus agravios contra Onganía, dijo: "Discrepancias con la estructura política proyectada"; su criterio —puntualizó— era compartido por los tres Comandantes. "Pero usted, señor Ministro, ¿participó en la redacción de las bases del plan político?", quería saber un curioso. "En el plan de políticas generales, sí; pero en el plan político no", gambeteó el Ministro. Por último, comentó golosamente el ofrecimiento de Gnavi a los partidos: "No habrá opción, sino elección", repetía.

LA VOZ CONTRA LA ROCA
Pasó, en suma, lo que tenía que pasar. El relevo de Pascual Pistarini (diciembre 66) y de Julio Alsogaray (agosto 68) dejó la tarea a Lanusse, quien necesitó casi dos años para aislar al mandatario olvidadizo de su condición vicaria.
Pues resulta que el mandato de Juan Carlos Onganía era limitado, condicionado, como el de un Presidente constitucional. como el de un simple paisano: ¡y él, sin saberlo! Concluida su misión, debía hacer elecciones y marcharse. Si a usted lo invitan, y usted se queda indefinidamente, lo echarán.
El cordobazo le renovó, en lo inmediato, el respaldo del Ejército; y si este año se hubiera repetido —¡era lo que convenía, y no raptar a Aramburu!—, Onganía estaría aún en la Casa Rosada. Pero, a la larga, ningún otro acontecimiento ha contribuido más a abreviar el término. Una vez disipado el peligro, los mandos comprendieron: debían enfrentarse con el pueblo cada vez que el Gobierno se equivocara. ¿Por qué, entonces, no gobernar?
Ya el 6 de octubre pasado, en Washington, Lanusse prevenía: "Ni la Revolución Argentina ni su Gobierno aspiran a perpetuarse ..." Preguntado por el plazo, contestaba: "Cuanto antes". El 24 de noviembre, de vuelta en su país, anunció: "El Gobierno fijará antes de fin de año las políticas y estrategias para alcanzar los objetivos de la Revolución Argentina" y, a la postre, "la recuperación de las instituciones republicanas". Llegó fin de año, y el Presidente esquivaba la definición.
Esquivó, durante todo lo que va del año. Lanusse no quería precipitarse, repetir el error de Alsogaray, quien apareció ante los mandos como un Comandante demasiado político, puesto que ejercía a menudo la admonición y la crítica. Convenía esperar: cuando Onganía se definiera sobre el plan político, el Ejército lo dejaría en el aire.
"Hasta el viernes 5 —confió a Periscopio un colaborador de Lanusse—, el desembarco no era inevitable. En febrero arreciaron los rumores sobre divergencias entre el Presidente y el Comandante: había que desvirtuarlos y establecer un canal fluido de comunicación: Onganía se mostró receptivo y el diálogo, siempre difícil, se volvió cordial. A su pedido, Lanusse mandó a sus asesores elaborar un informe, que fue la base de su memorándum reservado del 27 de abril.
"El memorándum se ha publicado parcialmente; el texto completo quizá no se conozca nunca. Esa es una buena síntesis: 1, pérdida de impulso del proceso revolucionario; 2, lentitud de las obras de desarrollo; 3, ineficacia de diversos funcionarios; 4, silencio oficial ante la denuncia de negociados y vinculaciones con intereses extranjeros; 5, falta de ideas concretas sobre el desarrollo y la salida revolucionaria; 6, temor por las derivaciones de un proceso sin consultas; 7, graves tensiones sociales, provocadas en buena parte por la difícil situación de los sectores populares.
"El memorándum proponía reuniones con los altos mandos. El Presidente aceptó discutir con ellos para la primera reunión obtuvo justamente un mes: fue el 17 de mayo. El 27 de mayo, el Presidente convocó en Olivos a 47 generales: en las semanas siguientes —se convino— citaría también a los almirantes y brigadieres.
"Fue una reunión penosa. Le hicieron 60 preguntas: a todas ellas contestó con evasivas. Evidentemente, creyó que podía entretenerlos con palabras. Era un galimatías insondable.
Juzgue:
La comunidad debe integrarse. Frente a una comunidad débil, siempre hubo exceso de poder político, y ese exceso hizo que el poder político desaparezca en la realidad. Lo mismo pasa con el poder militar. Si no se estructura con el poder civil, interfiere y se deshace. ¿Qué debemos hacer? Estructurar la comunidad y organizarla según esas premisas. Sin considerar la estructura militar, tenemos otra organizada: la laboral. Si no se estructura bien, interfiere. Todos le tienen miedo a ese poder, porque no se le opone otro.
"El Presidente se plantó frente a un pizarrón y dibujó unas cuantas pirámides —el sistema de asesoramiento, el de planeación—; resulta que la representatividad subía, después bajaba, y todo se absorbía dentro de un poder —el de la Decisión— que no explicó de dónde emanaba: era la generación espontánea. Había otra pirámide, el Parlamento, pero ésta aparecía en un futuro remoto, imprevisible.
—¿Qué entiendo por Plan Político? Hay quienes quieren enfatizar sobre el concepto, resistiendo al proceso; y resisten al Gobierno antes de presentar sus documentos.
—¿Cuándo se llamará a elecciones? —interrumpió un prosaico general.
—El plan debe terminarse. Cuando se termine, se llamará a elecciones.
"Más adelante explicó que «los objetivos son dinámicos»." ¿Tiempo? Es un proceso largo; no se podrá, en menos de diez a veinte años. Los generales comprendieron: dentro de diez o veinte años, todos estarían calvos.
Nadie entendía: era demasiado esotérico. Los generales resumieron el diálogo —y sus impresiones— para informar a sus camaradas, en cada guarnición. El jueves 4, Lanusse se presentó ante sus pares y el Ministro de Defensa, con todo ese material. Onganía, el viernes, intentó zafarse, y el lunes 8 firmó el Decreto 2637, que aprobaba 163 "políticas nacionales"; una de ellas, la vaga reafirmación del sistema representativo, republicano y federal, quedaba diferida a las calendas griegas.
No era suficiente: los generales escucharon en Olivos todo lo que querían saber.

CONSTITUIR, NO REMENDAR
Ramiro de Casasbellas
La Junta de Comandantes, por boca del almirante Gnavi, ha dicho el martes 9 algunas verdades. Por ejemplo, al encontrar en el ex Presidente una "ausencia de ideas claras acerca del proceso de institucionalización del país en un lapso razonable, comprobándose al mismo tiempo la reiteración de tensiones sociales y una evidente sensación de inseguridad pública".
Según la Junta, "el enfoque esbozado por el teniente general Onganía creaba el peligro de desembocar en una representatividad segmentada, que no canalizara adecuadamente las corrientes de opinión ciudadana, de acuerdo con la tradición democrática argentina y, al mismo tiempo, engendraba un concepto de Estado que podría haber llevado a deformar nuestra esencia republicana". En síntesis, la monarquía absolutista.
Los tres Comandantes ratificaron entonces:
• "La imposibilidad del retorno a las formas perimidas de democracia formal y no representativa de la voluntad popular, existente a la fecha de advenimiento de la Revolución Argentina".
• "La adhesión al sistema de gobierno democrático y representativo, basado en la formación de partidos políticos verdaderamente responsables, que reflejen adecuadamente las ideas que agrupan a la ciudadanía alrededor de caminos compartidos, para el logro de los objetivos nacionales."
• "El reconocimiento de que la vida política del país se debe basar en la participación de la ciudadanía, dentro de un moderno régimen municipal que administre con flexibilidad suficiente los centros urbanos y sus zonas de influencia, como núcleo primario de la democracia argentina."
Para normalizar la situación institucional, añade el mensaje, se utilizará el concurso de "todos los sectores de opinión que conforman la esencia del quehacer nacional". El debate sobre el futuro del país, que Onganía suspendiera, se inicia, entonces, con la promesa de no restaurar "las normas perimidas que motivaron su existencia [la del proceso revolucionario] ni tampoco distorsionar la voluntad democrática de nuestro pueblo".
No hay formas perimidas de la democracia: es el propio sistema el que ha muerto; basta mirar a los Estados Unidos y la URSS, donde la mágica palabra es empleada en los documentos oficiales. La tal democracia acaba en tiranía de una clase y tiende a eliminar o atenuar la chispa que la encendiera: la igualdad política, el otorgamiento y preservación de las libertades.
Ellas, las libertades, son anteriores al régimen de partidos, y no se concibe por qué si deseamos mantenerlas —y lo deseamos— es necesario recurrir a un método que ha probado su ineficacia en todas partes, pues en las sociedades contemporáneas implica sumar nuevas divisiones a las ya existentes, sean las de la naturaleza humana o la económica. La Constitución de 1853 no habla de partidos, y no porque no los hubiera entonces. Tampoco establece el sufragio universal, derecho esencial, si conduce a algo más sólido que la designación de un puñado de hombres.
Los Comandantes denuncian los males de "una representatividad segmentada": en las últimas elecciones celebradas en el país (1965), intervinieron dos centenares de partidos. El nudo gordiano no se corta exigiendo determinados requisitos a los partidos, sino forjando un sistema distinto, original, propio (no importado, como el que se implantó en 1853). La Junta y los sectores a quienes llame en consulta, no pueden —no deben— renunciar a este imperativo histórico, ni al talento y la imaginación que abunda en la Argentina. La oportunidad, pese a estos cuatro años volatilizados, sigue siendo única, favorable.
La esfera municipal es un terreno fértil para iniciar este camino en busca de una democracia: allí empezó nuestra vida nacional, hasta que fue desvirtuada por la inspiración foránea de los tratadistas de 1810. Si queremos una Argentina que no se avergüence de su atraso dentro de un par de décadas, constituyámosla nuevamente. Cuando un miembro del cuerpo humano afecta la salud del organismo entero, se lo extirpa, sin pensar entonces que alguna vez sirvió.

*-*-*

DEPOSICIONES
LOS TIMBRES SONARON JUNTOS
Fue una deposición suave, lenta, sin esfuerzo; e, inmediatamente, el país se sintió aliviado. No hubo conspiración, ni golpes de mano, ni comandos civiles, ni siquiera una salva de fusilería. Los únicos estampidos, el lunes 8, eran los de las puertas de los coches, que huían velozmente de Plaza de Mayo. No se necesitó una compañía de gases, como en el caso de Illia. Un Presidente militar que disfrutó de la suma del poder público —el único, puesto que Rosas era apenas Gobernador de Buenos Aires— ha sido, simplemente, trasladado por orden de su Comandante en Jefe.
"¿Hace frío afuera?" Fue la última frase del Presidente Juan Carlos Onganía en el despacho de la Casa de Gobierno que lo albergara durante cuatro años. Eran las 23.20 cuando el ordenanza de turno le alcanzó su sombrero gris y el sobretodo. Sí, hacía frío afuera, y sólo velaba su retirada un centenar de periodistas acosados por la Policía.
Pocos momentos antes se había despedido del elenco cordobés que acaudilla Carlos A. Consigli, rubricando autógrafos —como Illia, en la misma ocasión— sobre las copias mimeografiadas del texto de su renuncia. "Con mi profundo agradecimiento", lisonjeó a su último Ministro de Bienestar.
Finalmente, flanqueado por el director de Ceremonial y Audiencias, Juan A. Pipo Buasso, y el jefe de la Casa Militar, general Luis Gómez Centurión, se dirigió al ascensor por la puerta principal del despacho, que ya no vigilaban los Granaderos. En la explanada lo despidieron sus fieles —una docena— que corearon el ¡Viva la Patria! de Roberto Roth, su speechwriter predilecto: en el caso anterior, el grito final, heroico, fue de Miguel Ángel Zavala Ortiz.
El derrocado asintió con la cabeza y se introdujo en el coche que lo llevaría al Ministerio de Defensa, a cumplir con el reglamento subordinándose a sus mandos naturales. Hombre disciplinado, allá fue.

JUNTO AL TELEVISOR
La resistencia duró catorce horas.
Esa mañana, a las 9.15, el Presidente asistió en la sede del Banco Municipal —donde pronunciaría su último discurso— a la inauguración de un panel internacional de expertos en Recursos Hídricos: ya no le quedaban otros. Entretanto, en el Ministerio de Defensa, se congregaban —sin anuncio previo— los Comandantes de las tres Armas. Por orden del almirante Pedro Alberto José Gnavi, que dirigió las deliberaciones, se había anulado una reunión de Onganía con los mandos de la Armada, ya diferida el miércoles anterior. Al enterarse de esa decisión unilateral, el Presidente barruntó que sus servicios de inteligencia lo tenían informado con su habitual exactitud.
A las 10.40 —antes que él— los cronistas de la Casa de Gobierno supieron de un comunicado suscripto por el teniente general Alejandro Agustín Lanusse; el coronel Luis Fernando Risso, titular de Prensa y Difusión del Comando en Jefe, lo leyó a las 11 en punto a los periodistas, en la sede de Azopardo. Simultáneamente, lo transmitía Radio Rivadavia.
En 437 palabras, el Comandante del Ejército explicaba a sus cuadros la diferencia entre el Presidente y la Junta en torno del futuro político de la República: no era posible "firmar un nuevo cheque en blanco al Excelentísimo Señor Presidente"; la Junta —añadía— "propondrá las rectificaciones que corresponda introducir al Estatuto de la Revolución"; reclamaba "una mayor participación de los Comandantes en Jefe en la adopción de las decisiones fundamentales del Gobierno".
Onganía se encerró con Imaz para discutir el comunicado, traído de la sala de prensa por Luis M. Premoli: no podía aceptar que alguien lo guiara hacia la salida política —o lo "guidizara"—, tal como él hiciera en ocasión semejante, siete años atrás.
¿Comienza el OPA (Operativo Pájaro Azul), del que se hablaba en círculos militares hace seis semanas? Tal vez no: el Presidente aún está a tiempo de corregirse.
No ignora, por cierto, que los 250 coroneles "seguros" de que le habla uno de sus acólitos pertenecen al reino de la fantasía: en cuanto a los generales, ¿Hay uno, siquiera, que acepte formar el Comando de Represión? Ese mismo confidente es concuñado de un general en retiro que lleva meses desafiando al Gobierno.
Con todo, después de recibir al jefe de la SIDE, Gustavo Martínez Zuviría —que llega a pie—, ordena al coronel Fernando V. Urdapilleta que refuerce las guardias de la Casa. El Regimiento de Granaderos viste ropa de fajina, esgrime ametralladoras, mochilas y cascos. El personal femenino sale, las verjas de Balcarce 50 se cierran.
La Casa Militar —no la Secretaría de Difusión— entrega a las 14 dos comunicados. En el primero, Onganía denuncia "un mensaje del Ejército que atenta contra la autoridad del Presidente"; Lanusse, en él, habría formulado "apreciaciones que exceden el marco de su competencia específica" (como ciertos discursos y conferencia del propio Onganía en sus tiempos de Comandante en Jefe). "La República Argentina no puede tolerar nuevos planteos y enfrentamientos armados [ ... ] La era de los golpes y los planteos ha concluido y no volverá". (Todo autor de un golpe cree que el suyo es el último.) El Presidente responsabiliza a los jefes de cada cuerpo y de cada unidad. El mensaje debería ser "trasmitido por la red del Ejército": obviamente, terminó en un canasto de papeles. En cuanto al Decreto 12.632, firmado por el Presidente y el titular de Interior, releva a Lanusse: Onganía asume el Comando en Jefe, aunque sólo en teoría.
¿Va a resistir Onganía? La única preocupación de la Junta es conseguir que desista, para salvar a Urdapilleta y sus soldados. El general Tomás Sánchez de Bustamante, director de la Escuela Superior de Guerra, irá a la Presidencia con ese solo objeto.
A las 11.45, el almirante Gnavi ha trasmitido un comunicado a la Armada, similar al de Ejército. El del brigadier Carlos A. Rey se conoce tres horas más tarde: sólo habla de "la necesidad de una mayor participación de las Fuerzas Armadas en las decisiones fundamentales".
Generosidad tardía: a las 14.25, en el Estado Mayor Conjunto se da a conocer una nota de los tres titulares a Onganía: "La Junta de Comandantes en Jefe resolvió reasumir inmediatamente el poder político de la República. En consecuencia, invita al señor teniente general a presentar su renuncia al cargo que hasta la fecha ha desempeñado por mandato de esta Junta". El brigadier Ricardo Salas, jefe del EMC, viene a entregar el documento.
Ese texto se difunde por la cadena oficial de radios y televisión. Reina en el aire una insólita libertad de expresión. Cinco camiones han salido de los cuarteles de Palermo, cargados de tropas con aprestos de combate, y se han posesionado de la Central Cuyo, de SEGBA (entre Sarmiento y Cangallo). Por diversas arterias de la ciudad circulan efectivos militares. Los oficiales contestan invariablemente al requerimiento periodístico: "Obedecemos a nuestros mandos naturales". Radio Colonia se asombra por la ausencia de sones marciales: "No se escucha música militar, sólo música de tango, especialmente de la orquesta de Osvaldo Piro". ¡Por una vez, un golpe amable!
Los porteños, habituados a "palpitar'" esta clase de espectáculos en la plaza histórica, por una vez desisten —salvo algunos centenares—: el día está desapacible; prefieren regodearse en el vestíbulo de sus casas, viéndolo todo por tv. La fuga ha comenzado: de la sede del Ministerio del Interior se retiran paquetes con papeles y carpetas; fuera, en la calle Balcarce, dos grúas de la Policía remolcan automóviles oficiales.
Son las 16.30 cuando la Junta emite su comunicado Nº 2, el más extenso: contiene la doctrina del movimiento (el primero, una hora antes, informaba la destitución de Onganía). Afirma "la continuidad de un proceso que se inicia en junio de 1966"; pero "el fin último de la Revolución" es' canalizar el país "dentro del marco republicano, representativo y federal, acorde con las más puras tradiciones argentinas". Si, por una parte, no consiente en "volver a las formas que motivaron su existencia", tampoco admite "distorsionar la voluntad democrática de nuestro pueblo". Promete retener el mando apenas diez días, lo suficiente para designar "al ciudadano que se desempeñará como Presidente de la Nación".
A partir de ese momento, hasta pasada la medianoche, se escucharán 18 comunicados: unos abundan en las mismas razones, otros dan cuenta de la adhesión de todas las fuerzas militares. El Tercer Cuerpo de Ejército (Córdoba) fue el primero en ponerse a las órdenes de la Junta.
El insufrible Ariel Delgado cometió un enorme furcio por Radio Colonia: los Comandantes habían "destituido al Presidente Onganía y puesto en su lugar al general Pacheco Areco, rectifico, al general Lanusse".

MI NOCHE TRISTE
Un helicóptero del Ejército, sin más tripulación que su piloto, descendió a las 16.20 en el helipuerto de la Casa Rosada; pocos minutos después hizo lo mismo su gemelo de la Fuerza Aérea matriculado El LQ-HEN. Los granaderos activaron sus preparativos, instalando morteros que apuntaban a Plaza Colón y Plaza de Mayo; soldados con brazaletes blancos e insignias de la Cruz Roja se instalaron en torno del Jardín de Invierno. La Policía, con escasa convicción, corría a los curiosos: una que otra granada de gases festoneó la tarde gris.
Pero ya nadie lo duda: la suerte está echada. Gotelli, Martín, Dagnino, abandonan muy serios la Casa Rosada. A las 17.20, los 14 teléfonos de la Sala de Periodistas dejan de funcionar: en adelante, los 50 hombres —encerrados— se servirán de emisarios y trasmisiones a viva voz, desde las ventanas. El general Mario Fonseca ha entregado la Jefatura de Policía al general de división Jorge Esteban Cáceres Monié y viene a acompañar a Onganía. Conrado Etchebarne acude a Tribunales: lleva —dirigida a la Corte— la notificación de la Junta. A las 19, la Junta recibe a los directores de diarios para solicitarles comprensión: la de Clarín, Ernestina Laura Herrera —de absorta belleza—, acreditó su sagacidad periodística: esa mañana se hizo peinar.
Presidido por los tres Comandantes, a las 20.05 se reúne el CONASE. Diez minutos más tarde, el comunicado 13 intima la rendición del rebelde: "La Casa de Gobierno será cercada, hasta tanto el teniente general Onganía deponga su injustificada actitud de rebelarse frente a la voluntad unánime de la ciudadanía, representada en la decisión de las Fuerzas Armadas". A las 21.55, el vicecomodoro Boheler. edecán de turno, abandona el despacho con un pliego en la mano, y toma cuerpo la versión de la renuncia. El Ministro Imaz, con Saráchaga y Fonseca, vuelve a su cubil.
(Cuatro horas antes, los dos primeros intentaron salir a la calle; como estaba inhóspita, regresaron.) El Ministro camina por su despacho con homéricos trancos, entre los soldados que dormitan.
La luna, con cara agria, se levanta sobre el viejo fuerte recortado por la niebla. A las 22.05, por la explanada de la calle Rivadavia, llegan los enviados de la Junta: general Oscar Héctor Colombo. contraalmirante Carlos Álvarez, brigadier Arturo Cordón Aguirre; los acompaña el padre Mariano Castex, sacerdote jesuíta, confesor y asesor científico del Presidente. A las 22.30, los delegados castrenses se marchan: su gestión ha sido infructuosa, porque él no trata sino con gente de su rango.
"Les ruego, quiero meditar." Onganía se despide de los miembros de su Gabinete: no abandonará el país, les comunica, y abdica (no como Illia o Frondizi, que se negaron), para evitar enfrentamientos (como Perón) ; por lo mismo, no intentó siquiera pulsar la opinión de las guarniciones.
Aun golpearán a su puerta otros enviados: el general Jorge Leal, el contraalmirante Pedro René Irigoin, de nuevo el brigadier Arturo Cordón Aguirre. Tampoco obtienen respuesta adecuada. Onganía se ha quedado solo (aunque tal vez siempre lo estuvo, en los 1.439 días de su gestión). No está, sin embargo, completamente solo: el padre Castex lo conforta. Es necesario ser humilde; vanidad de vanidades, el poder embriaga; no hay más fortaleza que la del espíritu: la virtud se prueba en la adversidad.
Tarda 45 minutos en redactar su nota final. El estilo es, quizá, estrambótico, pero acaso no desmerezca en la vasta antología de documentos congéneres. En todo caso, revela un carácter. "Las circunstancias [. . .] me obligan, bajo la
presión de las armas, a alejarme del cargo [...]; asumo la total responsabilidad de los hechos acaecidos desde el comienzo de la Revolución [...], a la vez que impongo a mis sucesores la responsabilidad que les cabe, ante el pueblo y la historia [...]." Una invocación a Dios, otra al pueblo "y que nadie jamás utilice los hechos de esta triste noche para dividir a los argentinos".
Las 23.20: Onganía baja (por el ascensor). A su lado, el edecán naval, capitán de fragata Ricardo Rennella; el general Gómez Centurión; el Secretario de Difusión, Premoli, Imaz, Saráchaga, su yerno y secretario privado Ricardo Dold. Los soldados saludan. Se queda en el dintel —un paso adentro—, el sombrero civilmente en la mano, mientras la Policía desaloja a los periodistas congregados en la explanada. Llega el coche presidencial a las 23.32. Trepa Onganía presuroso, se despide con una leve inclinación de cabeza, y parte. Custodiado por tres carros de asalto y varios patrulleros policiales, el coche enfila por Hipólito Yrigoyen hasta Paseo Colón y dobla hacia el Sur.
En el Ministerio de Defensa. Paseo Colón 255, el brigadier Salas lo condujo en el ascensor hasta el octavo piso. Algunos periodistas se habían deslizado hasta allí. "He venido a entregarles mi renuncia . . .", dijo, adusto como siempre. No se oyó más, porque algún comedido —o un devoto de la Historia argentina— cerró la puerta.
A los cuatro minutos de su llegada abandonó el edificio en otro coche con custodia policial; algunos alcanzaron a verlo, en el asiento posterior, inclinado sobre el hombro de un acompañante. Aunque se dirigía a la Residencia de Olivos —por el mismo camino de siempre—, ya no se sentía Presidente; ya no era sino un ex.

VIDAS
OCHO AÑOS DE REINADO
El lunes 8 de junio, a las 23.38, Juan Carlos Onganía llegó en un Ambassador Especial, escoltado por tres coches, al subsuelo del Ministerio de Defensa. Un alto jefe lo acompañó hasta el piso 8, donde estaban reunidos los Comandantes que lo destituyeron. Luego de cinco minutos, ya entregada su renuncia, descendía y abordaba un Rambler negro, con destino a Olivos.
Ocho años atrás, un 16 de agosto, era muy otra la apostura —muy otro también su estado de ánimo— con que se presentó ante otro Comandante, Juan Carlos Lorio, para exigir, en nombre del Ejército que resistía la "politización" impuesta por los vencedores del peronismo. Al mes, Onganía, titular de la Caballería, salvaba al Presidente Guido del asedio gorila: No se quiere una dictadura militar, se desea garantizar el libre ejercicio del poder por el Gobierno, de modo que se asegure el pronto desemboque en elecciones democráticas, advertía el comunicado Nº 1 de las fuerzas de Campo de Mayo.
Aquel gesto inauguró su carrera política; éste, seguramente, la cierra, pese a que él la creyó vitalicia, desde que llegó al poder efectivo, en 1966.
A fines de la semana, después que Jóle Morgan, 52, desalojara el departamento de O'Higgins 1695, 4e B, esquina José Hernández, el ex Presidente volvió a la casa de donde saliera, una mañana de junio, a prestar juramento ante el Escribano Garrido. La señora Morgan vivía con su marido Evan, un sabio que trabajaba para la Comisión de Energía Atómica, en un chalet de Martínez (San Juan 79); a mediados del 67 alquiló a los Onganía su "semipiso" en la torre de O'Higgins (living-comedor, escritorio, dos dormitorios, cocina, dos baños, dos cuartos de servicio, balcón de trece metros"), no se sabe si por amistad con los dueños o por la vecindad de una cafetería que los Morgan instalaron en Pampa 2029 y que hoy administra la viuda. Hace seis meses murió Evan.
El martes 9, una llamada telefónica desde Olivos solicita a la señora de Morgan que restituya el departamento; ese mismo día, una empresa de mudanzas iniciaba el traslado de los bártulos al chalet de Martínez. El miércoles, en una Fiat 1600 de su hijo Jorge Enrique, Onganía se acercó a su casa, pero siguió de largo media cuadra, hasta la de Juan. Carlos, su otro vástago. Por la tarde, un pequeño camión desembarcó en O'Higgins, siete viajes mediante, ropas, bebidas y provisiones.
Una lástima dejar Olivos: los Onganía acababan de inaugurar una redecoración, que inspiró el uruguayo Alberto Arocena, y ciertas modificaciones arquitectónicas. A los muebles de Mir Chaubell y las alfombras de Dándolo & Primi, se añadieron tres obras de arte elegidas por la esposa del ex Presidente: un gobelino francés que —según parece— Rivadavia mandó tejer a Francia; un cuadro de Prilidiano Pueyrredón, y una mesa Imperio, cuya base es un águila. Quizás el adusto militar se decidió a remozar la Quinta convencido de que ése sería su hogar durante un largo período; apenas si
tuvo tiempo de solazarse con los arreglos. Lo mismo le ha ocurrido en Balcarce 50: no alcanzó a sancionar una Ley que prometía la vuelta a la democracia, sin fijar plazo, lo cual entrañaba una perpetuación en el poder.

HOMBRE DE LLANURA
Onganía nació el 17 de marzo de 1914 en Marcos Paz, un diminuto pueblo de Buenos Aires donde las estancias de la zona se surtían de lámparas a querosén, velas y fideos. Calles de tierra desparejas, iluminación escasa, el horizonte asoma en cada esquina y los habitantes adquieren esa taciturna perspectiva del mundo que tanto asombra en los hombres de la llanura.
Allí residía el padre, Carlos Luis, entonces de 29 años, y la madre, Sara Carballo, una pareja pobre, de costumbres sencillas heredadas como único bien del tronco original, italianos de Trieste, vénetos. Es curioso que Onganía haya tolerado que sus ancestros fueran convertidos de labriegos italianos en hidalgos vascos; tal vez no sea culpa suya sino de ciertas fábulas acerca del prestigio social, que ponen por las nubes a los vascos —también labriegos rústicos, de cuyos valores culturales colectivos se sospecha— y deprimen a los italianos, genios latinos.
El apellido Onganía no tiene significado en vasco, donde la nomenclatura familiar designa objetos o acciones, y solamente se le parece 'Onganika', que algunos traducen por "el que se come el pasto", y el erudito Isaac López Mendizabal por "pastizal". En cambio, aparecen las subterráneas raíces italianas del nombre. Un Onganía fue en el siglo XVIII el más famoso anticuario de Venecia; era sefardita. Otro pertenece a la plana mayor de ANSA, la agencia noticiosa italiana; a él se debe la investigación que depositara en manos del ex Presidente, en mayo de 1969, la Orden de Colombo, un blasón que reciben los descendientes de inmigrantes italianos que descuellan en el mundo. Una firma de rematadores de hacienda, Onganía y Bonifazzi, difundió el apellido.
Los padres intentaron hacerlo médico, pero el momento decisivo del adolescente se superpuso con el golpe de 1930; como un cortinada, la sociedad civil y sus pretenciosas categorías cayeron al suelo. Entre "doctor" en Marcos Paz y oficial de un Ejército que acababa de posesionarse triunfalmente del Gobierno, la elección no podía demorarse; seis meses después ingresaba al Colegio Militar, sede de la más estricta disciplina.
Allí estaba fresca la memoria de los cadetes Güemes y Larguía, muertos la tarde del 6 de setiembre, y se detestaba la política; claro, la identificaban con la del partido Radical, cuyo valetudinario Presidente los había obligado a salir del cuartel. El desdén por la política como actividad dudosa, y la ingenua certeza de que la sociedad castrense no desarrolla política alguna, por su misma naturaleza, fueron gestos recurrentes del futuro mandatario.
En diciembre de 1934 se gradúa de subteniente, con la promoción 60ª del Colegio; no había sido un alumno brillante, pero sus ascensos resultaron normales, a través del escalafón de Caballería, su arma. Es teniente cuando desposa a María Emilia Green, un año, cuatro meses y catorce días menor que él (le dará tres hijas, Sara Elsa, María Emilia y Lucrecia Elena, más dos varones; los cinco están casados). Su primer contacto histórico con junio data de 1943: entonces, forma entre los revolucionarios. En 1945 ingresa a la Escuela Superior de Guerra, pero no consigue el diploma de oficial de Estado Mayor. Un lustro después, la política se entremete en su carrera.
Es en 1951, cuando el alzamiento de Benjamín Menéndez; la Escuela de Caballería, en la que el mayor Onganía revista como segundo jefe, se subleva; él y su superior, el coronel Guillermo del Pino, pierden el control de la unidad. ¿Conocía la conspiración y no la denunció? Ante la duda, las autoridades lo envían a Ordoñez (Córdoba), como jefe del Depósito de Caballos Nº 3 General Paz: de nuevo el paisaje entrándole por los ojos, de nuevo los largos paseos ecuestres, al despuntar la mañana. En 1955, diecinueve días después de la caída de Perón, es designado jefe de la Agrupación Escuela de la I División Blindada; promovido a coronel, manda en 1956 la Agrupación Curuzú Cuatiá, donde traba amistad con el actual Ministro del Interior.
En 1958 está al frente de la III División de Caballería Blindada, en Tandil, donde se afilia al Club de Leones; director de Remonta y Veterinaria en 1959, reemplaza al aramburista Juan José Montiel Forzano como jefe de la I División Blindada, tras la crisis de abril de 1961. Desde entonces se lo relaciona con el incipiente bando "azul"; entre los líderes de la facción —Pascual Pistarini, Carlos Rosas, Enrique Rauch, Julio Alsogaray— se abre camino con su presentación de agosto del 62. A pesar de la asfixiante politización del Ejército, Onganía insiste en una cerrada postura profesionalista; dos años después iba a ratificarla en su célebre conferencia de West Point.

COMO DIOS MANDA
Entre tanto, desdeñó el sillón de Rivadavia, que deseaba cederle un sector del Gobierno Guido; prefiere mantenerse en el Comando en Jefe, que ocupa desde setiembre del 62 hasta el 22 de noviembre de 1965, cuando Arturo Illia, advertido de que los principios constitucionalistas de Onganía empezaban a ceder, nombra Secretario de Guerra a un subordinado, el general Eduardo Castro Sánchez. Salvo los radicales, todos los partidos vieron en él a un Mesías; sus camaradas, a un factor aglutinante. Una vez en la Casa Rosada, arrasó con unos y dividió a los otros.
Su temperamento inflexible, obcecado por la pasión del orden, renuente a los cambios, halla un cauce definitivo en los Cursillos de Cristiandad, secta donde las ideologías rebotan contra las paredes y la clausura devuelve la salud a los espíritus preocupados. En aquellos días posteriores a su retiro estuvo alojado en una estancia de San Luis; sus amigos recuerdan que en ese momento lanzó una profecía: los dos caballos con los que se había encariñado "arrastrarán mi carroza cuando sea Presidente". Vaticinio de rara exactitud: el 29 de julio de 1967, esos animales formaron con otros dos el "tiro de cuarto de Hackney" para mover su carretela de gala, obra Demülhbacher (París, 1909).
Ya en la Casa Rosada, la presión de los asuntos públicos sobre su Gobierno lo obligó, poco a poco, a interesarse por la actividad que tanto odiara; pero sus esfuerzos por rodearse de tecnócratas indicaron más de una vez que, en el fondo de su alma, seguía negándose a ver políticamente la realidad. Admirador de Franco, hasta la pompa oficial que él restauró lo asimilaba a un Rey. En mayo de 1969, el incendio de Córdoba agota sus reservas de paciencia y, sin duda, acentúa su religiosidad: poco después consagra el país al Corazón de María y, así tonificado, endurece aún más la vida de sus conciudadanos.
Estaba persuadido de que Dios lo había amarrado al pescante del Estado y obró en consecuencia; sus colegas no pensaban lo mismo; o quizá tuvieron menos fe que él.
Acaso haya reflexionado sobre estos asuntos el viernes a la noche, cuando ante el altar del Santísimo Sacramento apadrinó la boda de su hijo Jorge Enrique con Beatriz Angélica Lohezic, bendecida por el Cardenal Primado. En ningún momento la sonrisa abandonó sus labios, ni siquiera al llegar a la iglesia, cuando una decena de curiosos le arrimó sus vítores. Tampoco en el Círculo Militar, donde fue el centro del agasajo, y un punto de reunión para sus colaboradores de estos cuatro años. Parecía rejuvenecido en su uniforme de gala...


PASADO Y FUTURO
LOS MUCHACHOS ONGANISTAS
Cuando alguien muere —dice Rita Hayworth en 'Su otro amigo'— sólo se recuerdan sus buenas acciones." Cada Gobierno argentino comienza a reclutar adeptos el día de su caída, gracias a los tropiezos del que le sigue: ¿Qué posibilidades de resurgir tiene el onganismo?
Dos ex Secretarios de Cultura y Educación deslizaban sus protocolares figuras, el martes 9, en la Residencia de Olivos, cuyo huésped los recibió con un ponchito sobre los hombros. José Mariano Astigueta declaró al salir: "Vine a ponerme a disposición de Onganía, para cualquier cosa". Parece ser su destino, y lo acata disciplinadamente, como un cilicio; Carlos María Gelly y Obes —el hombre que intervino las Universidades nacionales en julio del 66— no alcanzó a articular palabra.
Otros provocaron a la prensa, el jueves 13, para explicar de qué modo Onganía y sus Ministros, al final, habían transado con el sistema "representativo, republicano y federal". Carlos Consigli, de Bienestar Social, y Dardo Pérez Guilhou, de Educación, exhibieron unos papeles secretos y prometieron más información; sin duda, quieren desprestigiar a los Comandantes, una verdadera rebeldía que su antiguo jefe no hubiera tolerado.
Los demás amigos del ex Presidente permanecieron en silencio. El coronel Luis M. Premoli, oficial de Caballería dotado de vena poética —aunque recatada—, ha solicitado nuevo destino militar. El general Eduardo Señorans convalecía de una paratifoidea que crueles enemigos tomaron por metástasis. El general Manuel Iricíbar continuaba abrumado por los caudalosos negocios municipales, que habían enfriado su amistad con el mismo Onganía. El jurista Darío Saráchaga, de dilatada carrera administrativa —y permanente reserva moral de la República—, ha entrado en receso. Hay un viajero: el mayor Hugo Miori Pereyra, que el 29 de julio pasado profirió la célebre frase: "Perón no volverá a la Argentina mientras exista un oficial de las Fuerzas Armadas vivo". Ahora, en su vigilia de ojos abiertos, desde México —donde la catástrofe lo sorprendió cuando se dirigía a los Estados Unidos—, vacila si exilarse para siempre.
El fino legista Guillermo Borda —que también se afana ahora por la Educación— se dio una vuelta por Olivos. Su sucesor, el general Francisco Imaz, sigue convencido de que en Canelones, villorrio de la otra banda, realmente se congregó un centenar de agitadores "castro-maoístas", para planear la insurrección armada en el Continente. Que el Ministro de Defensa del Uruguay, general Antonio Francese, lo desmintiera, le parece una prueba más de que su aseveración fue exacta. En cuanto al general Mario Fonseca, que en 1966 cobró fama al rescatar el sable de San Martín, robado por segunda vez del Museo Histórico, se siente triste: la Policía Federal no se ofreció para resistir la deposición.
El coronel Juan Antonio Buasso no está menos apenado; quizás esperaba que una falange de jóvenes oficiales defendiese a Onganía. Junto con algunos otros, como el abogado Roberto Bobby Roth —que encontró un minuto de su vida de hombre de negocios para asistir al último acto, codo a codo con los depuestos—, forman la guardia de honor del onganismo, el cual intentará, sin duda, renacer a la vida pública, aunque su líder viste hoy la chalina, uniforme de los políticos argentinos en retiro.
En cuanto a la base política que el onganismo se había procurado en la esfera sindical, ya se desmoronó: la burocracia cegetista no reconoce amos; es de la casa, como los gatos.

PALENQUE AND'IR A RASCARSE
"El golpe nos ayudó: con Onganía no había salida política y la CGT hubiera tenido un tinte oficialista", dijo un dirigente a Periscopio el viernes pasado, en Azopardo 802. Resultó más sincero que la declaración de los 23 (para lo cual se convocaron los bonzos sindicales). La tesis no varía jamás; sólo cambia el "copete" y la fecha de emisión.
Como en setiembre de 1955. a los sindicatos les importa ante todo la "unión de la Patria". Entonces, el loable deseo implicaba un tímido acercarse a los triunfadores, soslayando el inmediato ayer; algunos renegaron del ídolo caído que los promoviera a la burocracia sindical. Hoy el mismo mensaje adquiere otro sentido: si hasta el lunes 8 se intentó estructurar una corriente adicta al oficialismo, el nuevo orden es de transición (así se desprende de los documentos de la Junta Militar), lo cual permite a la oligarquía gremial reacomodarse y analizar la perspectiva hasta averiguar con quiénes tendrán que pactar sus intereses.
Ese día, en el geométrico edificio, estaban todos. José Alonso, quien por primera vez debe soportar los embates de El Tábano —agrupación nacida de las entrañas de su gremio, liderada por Juan Carlos Vidal—, arribó envuelto en un brillante piloto azul, portando carpeta de funcionario. Prefirió reservar opinión. También Jorge Spinelli, participacionista, esquivó el bulto: "¿Opinar? No son momentos; no, no lo son . ..". Rogelio Coria ingresó como una exhalación: "Está descompuesto", dijo alguien maliciosamente. Juan José Racchini burbujeaba, de oficina en oficina, buscando compañía; en una sorprendió a Gerónimo Izzeta y Fernando Donaire; ninguno quiso comprometerse con el presente, eligieron el silencio.
Maximiano Castillo, en comparación, fue locuaz: "Hay que esperar. Para mí, siguen vigentes las reclamaciones que justificaron el paro del 23 de mayo. Veremos". Ese mediodía conversó con Rubens San Sebastián, en quien confían aún estas almas desvalidas.
Patricio Datarmini regresó de Ginebra: estuvo en la asamblea de la OIT donde Vicente Roque debe pronunciar el discurso que le prepararon antes de partir: ataca el plan económico, absteniéndose de toda consideración política. Ahora podrá permitirse algo más: ya no está quien podía irritarse.
Los carteros, agrupados en FOECYT, se sumaron pronto a los principios declarados por la Junta de Comandantes: su jefe, Antonio Baldassini, también (pasea entre los lagos suizos. Menos animosos se mostraron los bancarios, sin llegar al rechazo: ¿qué podría hacer el mosaico ideológico que los conduce? Con todo, ellos también se aprestan, quieren seguir "participando".
Los Gremios Independientes fueron los primeros en expedirse favorablemente. Su ideólogo, el viajante Eduardo Arrausi, un socialdemócrata, reclama comicios sin fraude ni proscripciones. "Yo hablo, no tengo problemas. Desde hace cuatro años pregono lo mismo: elecciones, Parlamento, Presidente elegido por voto popular. ¡Todo el mundo a votar!" Es un entusiasta de la democracia. Amigo de Pedro Eugenio Aramburu —cuya casa visitó la semana anterior—, lo es, al mismo tiempo, de Raimundo Ongaro, con quien comparte la CGT rebelde, casi difunta.
En síntesis, los testaferros sindicales del poder no se alarman por la destitución de Onganía. Es más: la recibieron bien. Su preocupación inmediata radica en fijar una corriente de contactos con el nuevo Gobierno, abriendo un paréntesis que complazca a las autoridades, decididas, según dicen, a no interferir en la vida sindical, no apadrinar a ninguno de los grupos. Discutirán la conveniencia o no de concretar la fecha del Congreso Normalizador (2 de julio): para Maximiano Castillo —y algunos otros— debe realizarse.
Es posible que les convenga institucionalizar la CGT pronto; sería el medio idóneo de comunicarse con las autoridades. Varios de ellos han dialogado —hace meses— con el general Lanusse, y más recientemente lo hicieron con el almirante Pedro Gnavi. No fue consecuencia de ello la postergación del Congreso; los Comandantes sólo intercambiaron impresiones con sus visitantes. Pero el diálogo resultó útil a las partes, que mutuamente se desconfiaban.
En algo coinciden, sin embargo, los participacionistas, dialoguistas, no alineados y las 62: recelan que los gremialistas "amarillos", aquellos que desalojaron a muchos de ellos de los gremios, en 1955, intenten encaramarse en los flancos del poder, exhibiendo glorias pasadas.

EL NACIONALISMO SE DEPURA
Osiris Troiani
En definitiva: aquí no ha pasado nada. La Revolución Argentina agotó su primer ciclo —lo dijo el almirante Gnavi— y entra en el segundo, así como Uriburu cedió el turno a Justo, Lonardi a Aramburu. ¿Un nuevo 13 de noviembre? Analogía que necesita otra —la de Onganía con Lonardi— demasiado incierta.
Hay, todavía, quienes esquematizan: nacionalismo o liberalismo. Como si la síntesis fuera imposible. ¿No han sido Mitre y Sarmiento liberal-nacionalistas? ¿No lo fue, sobre todo, Roca? Las Fuerzas Armadas persiguen la misma síntesis, y probando, probando, acaso la encuentren un día.
Juan Carlos Onganía no logró comprender que un Presidente, si rehúsa el consenso popular, tiene que apoyarse necesariamente en el de las Fuerzas Armadas, que lo vigilarán, lo preservarán de toda tentación demagógica para evitar riesgos que ya afrontaron una vez.
En cuatro años se ha permitido tres Comandantes en Jefe del Ejército —el tercero, previéndolo, se le anticipó—, dos de la Armada y tres de la Fuerza Aérea. La democracia militar se defiende: si el general Lanusse no procedía como lo hizo, sus subordinados lo derrocaban a él.
No es porque todos aspirasen a ser Comandantes, sino porque una institución necesita expeler a quienes, adoptando un punto de vista demasiado individual, amenazan su cohesión. Hay que desengañarse, o simplemente hablar claro: las instituciones no sirven para hacer Revoluciones; las hacen los revolucionarios profesionales. (Ya ni ellos tampoco: el Partido Comunista es, también, una institución.)
Los militares, como los demás argentinos, saben perfectamente lo que no quieren: ni nacionalismo autocrático ni liberalismo apátrida. Pero ignoran lo que quieren. La culpa no es de quienes manejan las armas; es de quienes cultivan las letras. A ellos les corresponde hurgar en la conciencia histórica de este pueblo y poner la palabra exacta sobre cada emoción difusa.
Las ideas nacionales no tienen nada que ver con las que, hace una generación, abonaron de huesos las naciones de Europa. Por lo demás, nadie podrá definir con precisión "un" fascismo: es preciso hablar de "los" fascismos.
Hitler llegó al poder por elecciones y Mussolini por un golpe (consentido): sin embargo, el italiano conservó las instituciones preexistentes —incluida la Monarquía— y el austríaco fundó un Estado nuevo, original. Los nazis quemaban libros, pero casi todos los intelectuales italianos fueron fascistas entusiastas, al menos en la primera década. El Duce respetó a la Iglesia —menos por convicción que por malicia—, mientras que el Führer persiguió a los católicos, también a los protestantes. Este fue vesánicamente antisemita; el otro, en plena guerra, obligado por su socio a separarse de sus colaboradores judíos, les pagaba pensión en el extranjero. Fue, como Hitler, un desclasado y acaso un neurótico, pero el personal de su régimen ostentaba una aristocracia de sangre y de cultura, mientras que los jefes del Tercer Reich eran gangsters de dudoso origen, carne de clínica o presidio.
Conviene, en esta hora, decir que el Presidente caído no fue un nazi ni un fascista, sino un político aficionado que no entendía la verdad sencilla de que el poder desgasta; un buen político —como lo fue don Alberto Barceló— sabe que es preciso dar la cara un tiempo y luego esconderse, mandar desde su casa.
El primer ciclo de la Revolución importa cuatro años perdidos —o casi— para la urgente tarea que el siglo propone; pero su fin no representa, por fuerza, un retroceso de las ideas nacionales.
Han sido derrotadas en 1932 por su cuño oligárquico, en 1945 por su populismo anodino, en 1970 por su tosca afición a la dictadura. Las derrotas del nacionalismo lo depuran: si acierta a curar de esas lacras, el pueblo le perdonará su origen, las clases ilustradas se librarán del temor —o del odio—, y una exuberante cosecha de votos le confiará legítimamente el poder.

 

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