Cuando la risa era muy joven

"Nací en Roma y a los 15 años vine a Buenos Aires. Un año antes, mi padre y mis hermanos habían desembarcado en esta ciudad y se aposentaron en la calle Sarmiento [entonces Cuyo], entre Montevideo y Paraná. En la casa de al lado vivía Emilio Coll, y, al caer la tarde, sus salones se llenaban de políticos, escritores, poetas, músicos, pintores..."
A los 87 años, con una lucidez sorprendente, doña Diomira Loreti de Pardo mueve la cabeza y hace retroceder el tiempo. En su leve acento extranjero reviven las voces y figuras legendarias que poblaban las tertulias de Coll, donde ella conoció a quien luego sería su marido: el humorista español Luis Pardo y Gomara, uno de los fundadores de Caras y Caretas, de cuyo nacimiento acaba de cumplirse un siglo.
Catorce meses antes, Pardo renunciaba para siempre a la ingeniería en su Madrid natal y salía rumbo a Buenos Aires, adonde llegó el 21 de marzo de 1890. Aquí adoptó el seudónimo de Luis García y comenzó a descerrajar sus ácidos epigramas, ovillejos, letrillas y pareados sobre las luminarias del mundo porteño, con una ironía heredada de sus mayores.
¿Por qué Luis García? "Por humildad, por una mezcla de sobriedad y pudor que siempre fue el estilo de su vida —responde doña Diomira—, en contraste con su alegría interior." Su ceño adusto, su enorme estatura (medía un metro ochenta y seis), sus grandes bigotes a lo Kaiser, sorprendían a los incipientes escritores del 900 que, alentados por la jovialidad de sus versos, se atrevían a franquear su despacho en Caras y Caretas. Se llamaban Félix Lima, Horacio Quiroga, Juan José de Soiza Reilly, Adolfo Lanús, Baldomero Fernández Moreno, Héctor Pedro Blomberg, Luis Cané.
Al aparecer Caras y Caretas, una nueva generación tomaba el relevo de la risa del 80; José María Cao, Eustaquio Pellicer, Manuel Mayol y Luis Pardo insuflaron a la revista su gracejo ibérico; José Alvarez (Fray Mocho), su picardía criolla, y Bartolito Mitre, su serena agudeza; la fórmula limó las asperezas de la política local y enseñó a los argentinos a despreciar la solemnidad.
"Cuando cumplí 20 años," mi padre quiso volverse a Italia —memora la viuda del humorista—. Luis acababa de cumplir 28, frecuentaba mi casa pero se había granjeado una fama de solterón invencible." Quizá la partida inminente venció la timidez de Pardo y, pocos meses después, la novia entraba en la iglesia de La Piedad del brazo de Fray Mocho, quien la ayudó a bajar del coche y la depositó en manos del padrino.
Con el andar del tiempo, el hogar de Pardo se llenó de las risas y llantos juveniles de Luis, Julio, Felisa y Enrique ("Faustino vivió dos semanas, y Federico murió a los 12 años"). El poeta se encerraba en su escritorio, con un habano, y llenaba las cuartillas con una letra menuda y firme, sin importarle el bullicio de sus hijos. Terminada la jornada en Caras y Caretas, lo esperaban las mesas del Aue's Keller, el Sybarita, el New Bar.
El 4 de febrero de 1934, cuando dejó de concurrir para siempre a la redacción de la revista, el país comenzaba a cambiar: la política, en adelante, toleraría apenas el regocijo afilado de los humoristas; en el resto del mundo empezaba a pasar lo mismo. Un lustro después de la muerte de Pardo, cerraba sus puertas Caras y Caretas. Todo un símbolo: la solemnidad y el aburrimiento de los argentinos, poco a poco, volvían por sus fueros, mientras la guerra se adueñaba de la convulsa Europa.
El martes pasado, en el Museo Larreta, Luis Pardo fue el protagonista de un homenaje rendido por la comunidad artística de Buenos Aires. Allí, doña Diomira, sus hijos, sus" nietos, sus biznietos, escucharon los elogios que sobre el escritor derramaron Isabel Padilla y de Borbón (de la Secretaría de Cultura), Fermín Estrella Gutiérrez y Bernardo González Arrilli. "Lo que vale de Luis Pardo —resumió González Arrilli— es la sonrisa que nos enseñó a poner sobre las cosas." 
7 de mayo se 1968
PRIMERA PLANA

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Luis Pardo
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Diomira
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