Revista Periscopio
14.04.1970 |
"Ustedes preocúpense de buscar el dinero necesario para pagar al día
los jornales. Del resto, me ocupo yo. Y les aseguro que en este
solar se levantará un edificio único en el mundo." Al proferir esta
frase, el arquitecto Virasoro fue saludado con una prolongada
ovación. Batieron sus palmas algunos de los nombres más prestigiosos
de la intelectualidad porteña. En aquella sesión de la Comisión
Directiva del 12 de enero de 1928, los socios aún nómades de la Casa
del Teatro trataban la donación de los terrenos de la avenida Santa
Fe 1235, hecha por la Municipalidad.
Recién el 1º de enero de 1938, casi dos meses antes de que Ortiz
tomara asiento en el sillón de Rivadavia, la presidenta honoraria de
la Casa del Teatro ingresó en la prometida mansión. Tres días
después, los cuartos totalmente amueblados del sexto y octavo pisos
fueron ocupados por los primeros habitantes. Como único requisito
debían comprobar que eran "pobres de solemnidad". Una vez cumplidos
estos monásticos desvalimientos ante la Policía y las autoridades de
la Casa, ingresaron, por fin, los ex actores.
Allí vivieron y murieron cómicos, cupletistas, ecúyeres, sopranos,
bailarinas, autores, ingenuas, características, alguna "bataclana" y
más de un empresario como Emilio Lozada, conocido como el Kaiser por
su actitud tiránica y su poderío económico que cayó, más tarde, en
la más absoluta indigencia.
El Colón relucía en aquella lejana presentación de la soprano
portuguesa de moda que iba a lucirse con La Sonámbula de Bellini, ya
aclamada en el Teatro Real de Lisboa. Una de las localidades la
ocupaba un soltero, codiciadísimo por las niñas de la sociedad
porteña: Marcelo Torcuato de Alvear.
A PRIMERA VISTA
El joven doctor sufrió un 'coup de foudre' ante la joven cantante a
la que no sólo asedió durante su permanencia en Buenos Aires, sino
también por sus prolongadas giras europeas.
Cuando por fin, Regina Paccini aceptó a su criollo admirador, ya era
una prima donna. Cantaba en los más importantes escenarios y
compartía el cartel con los más grandes de la época. El matrimonio
volvió a Buenos Airea para que don Marcelo intensificara su
actividad política. Poco después era elegido Presidente de la
República. Su esposa debía compartir las actividades que tan alto
cargo solía exigir a las consortes, pero no por esos afanes olvidó
su vinculación con el teatro. Así comenzó a fantasear entre sus
amigos con una casa de reposo para los artistas en Buenos Aires,
similar a la que el maestro Verdi había mandado construir en Italia.
Ejecutiva, organizó una comisión para estructurar un anteproyecto, y
el 27 de agosto de 1927, en una casona de la calle Cangallo al 1400,
un heterogéneo cónclave de artistas, científicos y unos pocos
hombres públicos se convirtió en Asamblea y resolvió "aplaudir y
adherir al proyecto, entrando a considerar de inmediato los
estatutos preparados al efecto por la iniciadora".
En el debate posterior, intervinieron, según consta en las actas,
don Pedro E. Pico, el doctor Carlos Damel, Pascual Carcavallo, y se
supone que algunos otros cuyos nombres no figuran entre los
oradores: difícil resulta imaginar el silencio de gente como
Florencio Parravicini, Marcelo Ruggero, los hermanos Tarri, Enrique
de Rosas, Gloria Guzmán, la Negra Bozán, los Podestá, Carmen Lamas,
incapaces todos de dejar pasar la oportunidad de "morcillear" ante
tan conspicua concurrencia.
Aprobados los estatutos, constituida la primera Comisión que
presidía Enrique García Velloso, se creó la Casa del Teatro,
Sociedad de Protección Recíproca, y se resolvió solicitar personería
jurídica al superior gobierno de la Nación. Le fue concedida el 30
de setiembre de 1927, y el documento estaba firmado por el devoto
Marcelo T. de Alvear.
DE CIMIENTOS Y CAPITELES
En el edificio se alojaron los diez pisos en los que Virasoro juntó
todas las molduras, escalinatas, recovecos y capiteles de su
afanosa, abarrotada imaginación. Para coronar la singularidad del
mamotreto edilicio instaló en su cúspide un enorme cubo con las
máscaras de la tragedia y la comedia oteando el horizonte de la
ciudad.
En la actualidad, todo esto se suma a un verdadero museo de muebles
deshechos, y aunque muchas habitaciones lucen impecables, después de
la última refección, otras flotan en una sórdida penumbra a la
espera de nuevas reformas.
La idea es quitarle, en lo posible, ese aire de bóveda ilustre que,
en parte, puede corresponder a su arquitectura y quizá también a la
omnipresencia de los numerosos velatorios que allí se celebraron.
"Era ridículo —dice Iris Marga, actual presidenta de la Casa—; los
pensionistas para entrar o salir de la casa tenían que merodear
entre deudos, palmas y coronas. Imposible mantener tanta intimidad
con la muerte cuando esta casa la ocupan ancianos que, en muchos
casos, son casi sobrevivientes. Decidimos terminar con todo eso
después que, en una misma noche, se debieron habilitar tres salones
para distintos eventos fúnebres."
DE RECUERDOS Y MELANCOLIAS
La modernización del edificio fue otra manera de aligerar el peso
dramático del inmueble. Primero se empezó por modificar para después
alquilar (a un precio que es imposible conocer en detalle después de
un ambiguo "lo que se paga en el barrio" de los propios locatarios),
locales a la calle. Actualmente, vidrieras iluminadas, que chorrean
vestidos y gorros, alegran el ingreso. Después se vuelve a los
parches, a los ramalazos de esa indefinible melancolía que se trata
de desalojar.
A la izquierda de la puerta giratoria de la planta baja se
mantienen, casi sin modificaciones —aunque ahora ennoblecidas en su
condición de santuario—, las habitaciones que doña Regina Paccini de
Alvear reservó en su calidad de Presidenta ad Honorem de la
institución. Allí trasladó recuerdos preciados, sillones,
porcelanas, fotografías, algunos tapices, cuadros y las pequeñas
fruslerías que alegraban a una dama del treinta.
A través de polvorientos cristales se ve una foto de un general
uniformado que hace al matrimonio Alvear afectuosa dedicatoria. La
firmaba Charles de Gaulle, entonces joven y hasta "buen mozo". En
ese salón, hoy invadido por carretillas y palas de albañiles ("la
obra", explica con gesto de disculpas Cayetano Biondo), recibía doña
Regina a sus amistades artísticas, se tomaba el té sin los apremios
de la última llamada a escena. Un lujo de diva para alguien ya libre
de la aventura de salir a rendir examen sobre el escenario todos los
días.
PARA ABRIR LA PUERTA...
Pared de por medio con el camarín en sombras está la Farmacia
Sindical, gestionada por las autoridades de la Casa. Según consta en
discretísima placa, fue donada —al menos, en parte— por José
Marrone. Kecca Farías, hermana de Dringue, es su encargada
administrativa, secretaria rentada de la comisión, "la que mete
miedo", y administradora de la Casa. Pero, a pesar de estas
jerarquías, recién a partir de las seis de la tarde las oficinas
administrativas cobran vida. Llegan los activísimos miembros de la
comisión. Cayetano Biondo, Marcos Kaplán, Gloria Necon y el tesorero
San Luis no faltan un solo día. Iris Marga, la "presidentessa",
apenas se ausenta cuando tiene reunión en el Fondo de las Artes.
Hasta allí, a menudo, la persiguen por teléfono para consultarla
sobre si deben cortar las patas de un sillón o dónde colocar un
cuadro.
Según Iris Marga, en los últimos diez años se han conseguido muchas
cosas. "Me acuerdo de la primera kermesse de los artistas que
organizamos con Luisita Vehil en el 59. Creí que había perdido la
voz para siempre. Trabajamos como estibadores, como actrices, como
qué sé yo... Pero fue todo un éxito. Y esta Casa necesita del éxito.
Todo, absolutamente todo cuesta. Hasta para abrir la puerta
necesitamos nuevos fondos", declama.
Hasta hace poco los ingresos de la institución se limitaban a las
cuotas: 20 pesos los socios activos, 100 pesos los adherentes, y un
pequeño subsidio que se cobra en las entradas a espectáculos.
Actualmente, los únicos ingresos fijos incluyen las cuotas, el
subsidio y los alquileres de los locales de planta baja, el piso
10º, algunas oficinas y el Teatro Regina. Los gastos de manutención
no son indiferentes: cañerías que se obstruyen, ascensores (cuatro),
personal para el mantenimiento, empleados de la farmacia,
enfermeros, encargada administrativa y empleados de comisión;
sueldos bastante modestos, pero sueldos al fin. "Además, están las
jubilaciones y aguinaldos", agrega Iris Marga, en medio de un
prolongado suspiro. Muchas de las habitaciones en las que se alojan
los pensionados son donaciones de gente de teatro: la Negra Bozán,
Lola Membrives, Libertad Lamarque, Luisa Vehil, Luis Sandrini y
otros; algunas entidades: Agrupación Apuntadores de Teatro; algunos
autores: Malfatti, Nicolás de las Llanderas. Por cierto que también
lo hizo, solícito Marcelo T. de Alvear.
Un nuevo comedor en el piso nueve será habilitado a fines de abril.
Pensionados y público en general tendrán acceso a la planta
escenográfica creada por los brasileños Pablo Olivo y Jorge
Marchegiani, y a un reparador y modesto menú fijo.
La Casa del Teatro albergó hasta 50 pensionados, pero los estatutos
sólo admiten actores, autores o empresarios totalmente desvalidos.
El goce de una jubilación que les permita subsistir, o la existencia
de parientes en condiciones de hacerse cargo del aspirante, le
impiden el acceso. Estas leyes se cumplen con la mayor benevolencia
"tratando de hacer la vista gorda". Lo cierto es que, hablando de
generalidades, se suele llegar a casos que bien podrían ilustrar la
antología del absurdo: "¿Qué se entiende por una jubilación que
permita subsistir? ¿Cómo son de afectuosos o generosos los
parientes?", se cuestionan los estudiosos del reglamento.
REPARAR EL ABSURDO
En la actualidad, de los 50 pensionados que albergaba sólo quedan
28. No son exactamente "pobres de solemnidad" pero se acercan
bastante. Mucho más a la pobreza que a la solemnidad, en todo caso.
Para los más desvalidos, aquellos que están totalmente a cargo de la
institución, incluidos sus viáticos, se obtuvo una pensión a la
vejez de hasta diez mil pesos viejos. Ahora, según se comenta en los
pasillos, pueden usar esos pesitos en lujos como el mate, los
cigarrillos, las cremas o hasta para tomar un taxi de vez en cuando.
Delia Rodríguez, nacida en 1890, tal vez sea la más pimpante de las
27 pensionistas (en la Casa se aloja un solo hombre). Baja todas las
tardes, enfundada en su tailleur, con algún adorno de plata en la
solapa, se asoma a la puerta de la planta baja. Sentada en un banco
de la entrada ve pasar la gente por Santa Fe. Kaplán hace mención
del notable parecido con la Maizani. Con arrestos de coquetería
finisecular, Delia Rodríguez afirma: "Aun de jóvenes éramos muy
parecidas. Azucena, que era amiga de mi casa, cantó por primera vez
en una reunión de familia haciendo dúo conmigo. Sólo a ella la oyó
Delfino y no paró hasta hacerla debutar. A mí me decían Ñata Uno
para diferenciarme de la Ñata Gaucha".
Pero, a pesar de estas postergaciones, también ella tenía cartel
propio: era dama joven en la compañía de Parravicini. Pero Pérez
Freyre la convenció de que se dedicara al canto. Su repertorio
incluía "algunas cositas en español, muy finas, no lo que se canta
ahora", que desgranaba en el Maipo, entonces Teatro Esmeralda.
También allí cantaba una muchacha que se llevaba los mejores
aplausos: Iris Marga.
Lía Stuart, en cambio, desdeña este tipo de nostalgias: "¡Yo tengo
escuela, y qué maestros!", profiere. Debutó en La Pérgola de
Florencia junto con Tita Ruffo y María Galvani. "Con la Galvani, se
da cuenta?", insiste para agregar un temerario juicio de valor:
"Mucho mejor que la Barrientos, muchísimo mejor". En el repertorio
de Lía Stuart coexistían, memoriosas, las letras de cincuenta obras
completas que ella acometía sin caer en un solo error. Ahora va a
cumplir 93 años. Su habitación es tan despojada como una celda de
carmelitas. Allí, una suerte de minúsculo altar improvisado sobre un
banquito con satenes y flores de origami sostiene un retrato de doña
Regina Paccini de Alvear.
"Yo pertenezco a los Urbano ¿sabe? Obispos, monjas, cantantes, gente
de cultura. Mi nombre artístico es Lía Stuart, y Jorge D'Urbano, mi
sobrino. Me parece que ese chico sabe más que yo de música, pero yo
sé más que él de muchas otras cosas", se pavonea para recordar los
nombres de los maestros con los que trabajó: Puccini, Mascagni,
Toscanini... Según ella Puccini repetía: "Un cantante debe tener
tres cosas: primero, voz; segundo, voz; tercero, voz. El resto puede
aprenderlo''. También conoció a Eleonora Duse que, sin saberlo, le
brindó quizá la única enseñanza que respetó la Stuart: "No te puedo
dar lecciones. Nosotros tenemos el gesto corto. Ustedes, en la
ópera, necesitan de la grandilocuencia".
AQUI Y AHORA
"La cena de Mar del Plata ya se ha institucionalizado —dice Iris
Marga— La repetiremos todos los años. ¡El pobre Villar creía que iba
a ser trabajo inútil! Se habrá enterado del éxito por los diarios",
descuenta. Villar Boito era el último sobreviviente de la primera
comisión, aquella que presidía García Velloso. El comentario quizá
le sirva para esquivar el tema de las recaudaciones que se obtienen
en el citado ágape. Habla, en cambio, de "la gente siempre tan
buena", de su palazzo negro que fue uno de los más comentados de la
noche y admite que Marrone perdió esa noche el bisoñé y que para
recuperarlo ofreció cien mil pesos.
Sin embargo, se deslizan rumores que hacen llegar a un millón y
medio de pesos viejos las recaudaciones, y a casi tres millones el
valor de los cuadros entregados en donación. "Los cuadros serán
parte del patrimonio. No los vamos a vender", se encarga de aclarar
la presidenta. "Son obras magníficas y nos hacen mucha falta".
Asegurada la subsistencia de los pensionistas, el mantenimiento del
edificio y la atención de una obra social que muchas mutualidades
oficiales quisieran alcanzar, parecería entonces que recién bajo
esta administración la legendaria morada hubiera alcanzado sus
objetivos. Aquellos que, según se estableció desde el primer día,
sólo alcanzaría a los "pobres de solemnidad".
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Regina Paccini la fundadora - pensionista Stuart
Pensionista Rodríguez - Presidenta Iris Marga
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