Los maquilladores de la Plaza de Mayo

 

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"¿Hay que echar abajo la Casa de Gobierno? ¿Hay que reformar la Plaza de Mayo? La Academia Nacional de Bellas Artes acaba de decir ¡No!
Plaza de Mayo. La Casa Rosada. La Catedral. Los flamantes restos del Cabildo. Los granaderos y las palomas. Una tradición tan venerable como reciente, un hoy que crece hasta el futuro desde la raíz de la argentinidad.
Todo puede ser símbolo en ese pedazo de la patria que resume y asume la totalidad del país. En el sótano de la Casa Rosada, los túneles coloniales; en el techo, a cielo abierto, un helicóptero del siglo XX corona la mansión. Mientras, en el aire alto de Belgrano, ahí abajo, muy cerca, al lado, las chimeneas de los barcos dibujan al carbón una denuncia: la existencia del gran río invisible por el que llegaron las carabelas, la Cruz, el idioma, los caballos.
¿Estamos en 1966? ¿O en 1810? ¿O...? No se sabe. Estamos, a la vez, en todas esas fechas y en muchas otras más. La ubicuidad es otro de los misterios de la Historia. En ese lugar que entorna a la Pirámide de Mayo, el tiempo no es un año: es el tiempo entero de la nacionalidad. En ese lugar, el viajero aprende que Mayo es un mes argentino y que el color del Poder también puede ser rosa. Pero hay en Buenos Aires quienes no están de acuerdo con este rostro del país: ¿es una alienación más de nuestra vida cotidiana? Así, el 9 de Junio último se hizo público un intento: el proyecto de realizar lo que un historiador calificó como "agresión iconoclasta al altar de la patria". En un documento, la Academia ilustraba con una terminante declaración en la que se establecía que, si se realizan cambios en la Plaza, "todo aquel lugar histórico perdería la serena austeridad que hasta ahora milagrosamente conserva."
Entre rumores y versiones los porteños no tardaron en dar un nombre al proyecto: "Operación Estatuas". Otro, menos artístico, alude al intento bajo el rótulo "Operación Mudanza".
¿Se quiere convertir la Plaza de Mayo en Cementerio de los Próceres? ¿Se la quiere poblar de monumentos? ¿O simplemente, hay quién pensó pasar a la posteridad como el cirujano estético de la Plaza, como el "maquillador" de ese espacio en que alguna vez resonaron las voces de los patricios?
Al grito de la Academia, a la inquietud popular, solo se dio una respuesta: el silencio. No es la primera vez. Hace casi treinta años, el silencioso y sonriente General Justo también callaba mientras la piqueta iniciaba el derribo de la Casa Rosada y la Presidencia se mudaba a la Quinta de Unzué. En aquel momento una marea de sigilosas voces a favor del General y de encrespadas manifestaciones a favor de la Casa de Gobierno, conmovió al país. El 15 de julio de 1937 un editorial del diario "La Nación" procuraba poner punto final a la polémica, sentenciando: "Puede decirse, en síntesis, que el juicio general no es favorable a la idea de echar abajo la Casa de Gobierno". Hasta Lord Hasilhan, Canciller de Su Majestad Británica, huésped de Buenos Aires en la ocasión, había abandonado la flema que se atribuye a los nativos de la Isla, para expresar apasionadamente, como cualquier latino legítimo, su adhesión a la Casa Rosada. Y se comentó por aquellos días que nunca fue tan bien recibida en el país una intervención extranjera. (¿Recordaría Lord Hailshan que en ese mismo lugar en que ahora se alzaba la Casa Rosada se había escrito una página de la Historia de Inglaterra? ¿Qué allí mismo se había visto la rubia imagen de Beresford, primero triunfal y luego derrotada? ¿Qué allí firmó su capitulación Whitelock, tristeza compensada por el banquete que en la noche del 11 de julio de 1807 le dio Liniers, tocándose a los postres el Good Save The King?).
Perdió Justo. La Casa Rosada siguió ahí. Solo hubo que esconder el pedazo derribado. Mas tampoco fue aquella la primera vez que los poderes silenciosos (o no) amenazaron la integridad física, histórica y estética de la primera plaza nacional. Catorce años antes una solemne "Comisión de Estética Edilicia", designada por el Intendente Municipal, doctor Carlos Noel, daba primacía, entre sus planes de urbanización de la Capital, a la Reforma de la Plaza de Mayo. Los innovadores sostenían que para mantener en el futuro su carácter de plaza principal, "el estudio de su transformación debía tener como primera finalidad el convertirla en un verdadero exponente de la grandeza nacional". La comisión quería despejar el camino del río acercar el panorama del estuario, "destaparlo" para que pudieran verlo los habitantes de la gran ciudad. De ese Buenos Aires-Goliat que a fuerza de cemento le tapó la cara a las dos inmensidades que asombran al visitante extranjero: el cielo y el río. Ninguno de los dos proyectos que se presentaron, ni el del arquitecto Moretti ni el de Maillard, satisfacían esta ansiedad porteña. Y todo quedó en nada.

La plaza desplazada
Lo cierto es que en lo que va del siglo, como una fiebre intermitente, aparece y desaparece en cada generación el sueño de la reforma, la pesadilla de la mutilación de Plaza de Mayo. No solo con el pretexto de ver el río. No todos los argentinos, al parecer, sienten respeto por "la serena austeridad que hasta ahora milagrosamente conserva". Hubo quienes quisieron convertir la zona en una plataforma, en un inmenso mirador desde el que se pudiera contemplar el espejo del Plata, arrasando con todo, Plaza, Casa y Catedral. Hay quienes quieren, en cambio, "adornar el lugar". Pero si hacemos un poco de historia, descubriremos que no podía ser más acertada la expresión de la Academia. En efecto, la Plaza de Mayo fue austera desde su mismo nacimiento. La historia argentina nació allí, en un simple corral de "palo a pique". Una Plaza y un Fuerte. Y una Ciudad. Todo en el mismo recinto. El 11 de junio de 1580 la ciudad era solo eso. Y el país. En esa fecha se declara solemnemente en el acta de la Fundación que "el General (Juan de Garay) en nombre de Su Majestad tomó posesión de la ciudad e todas estas provincias, leste, ueste, norte, sur... y en señal de posesión echó mano a su espada y cortó hierbas y tiró cuchilladas y dixo que si avía alguno que se lo contradiga, que parezca, presentes todas las dichas justicias y Regidores y mucha gente; y no páreselo nayde que lo contradixese, y lo pidió por testimonio". Así se estableció Buenos Aires, siendo su centro inaugural el sitio de la actual Plaza de Mayo. Ahí se inicia también la genealogía de la Casa Rosada: su existencia comienza en el Fuerte. Sobre una loma militar que vigilaba el estuario. Era un recinto cuadrado que amparaba una pobre muralla de adobe, con cuatro bastiones y un foso inundable. Los gobernadores y virreyes pisaron su barro fundador.
Parece imposible mayor austeridad. Del barro primigenio no tardó en pasarse al humilde lujo del ladrillo. (El primer horno fue fundado por Don José Martínez de Salazar, allá por los años 1675 ó 76, para darle firmeza al Fuerte y levantar la Catedral).
El último recuerdo de la primitiva Casa de Gobierno lo destruyó un decreto de Roca. Desde entonces, la actual Casa Rosada —otro tanto había sucedido con la primitiva— se fue haciendo a pedazos, lo mismo que el país. Casi como esas casas de emigrantes que comienzan con una pieza en un potrero y van creciendo luego hasta convertirse en casas de "apartamentos" Informan los cronistas que la Casa quedó terminada en 1894, bajo la presidencia de Don Luis Sáenz Peña. Pero la figura de Sarmiento también aquí proyecta su grandeza.

¿Por qué rosada?
El sanjuanino le agrega a la Casa Jardín y verja. Y algo más importante, según la tradición: color. Desde Sarmiento, el asiento del Poder Ejecutivo se llamará (¿para siempre?) la Casa Rosada. ¿Por qué la hizo pintar de rosa el autor de Facundo? Hay tres versiones. Primera: como Sarmiento acababa de llegar de Estados Unidos se habría inspirado en la Casa Blanca. Segundo: con el color rosa no haría más que continuar la tradición colorística, con un leve cambio de matiz, del viejo ladrillo colonial. La tercera, es la versión política: mezclando el color de los "polainas blancas" —como se llamaba a los mitristas— con el rojo federal, por partes iguales, en un balde, el Presidente habría dicho: "Ese es el tono". En el rosa ecuménico quedaba unido así, en una sola divisa, el país.
¿Unido? El 16 de Junio de 1955 la Casa Rosada fue testimonio de que no. Un testimonio que conserva las cicatrices del bombardeo aéreo y de las ráfagas de ametralladora.
El rosa ecuménico de Sarmiento tampoco impidió que en Balcarce 50 una noche de 1962 un presidente, el doctor Frondizi, hiciera vigilia hasta el alba. Aquella noche se consumieron nerviosamente en la Casa Rosada 1.800 pocillos de café y 900 analgésicos. (Un funcionario —nadie quiere dar su nombre en esta clase de información— asegura que al día siguiente, entre los objetos olvidados por unos 200 "visitantes de la noche", figuraban decenas de pañuelos, cartapacios, documentos de identificación, ¡armas! y ¡hasta alguna prenda intima! Antes, había tenido importancia el balcón, después —en los días del doctor Illia— volvería a tenerla el recinto. Pero ahí sigue la Casa Rosada, ahí sigue la Plaza de Mayo, casi intactas.
¡Qué lejos quedan los días en que en la primitiva Plaza se lidiaban toros, previa disposición del Cabildo ordenando a los vecinos que para eso cortaran las malezas! En las fiestas allí celebradas, el Ayuntamiento pagaba los refrescos que se servían a los funcionarios y a sus familias. Desde la Fortaleza-Plaza-Casa de Gobierno, podía verse una fonda llamada "La Catalana", célebre por su manera de preparar el guiso de mondongo.
En ese fundacional recinto protegido por un simple cerco de palo a pique, en ese cuadrado apenas oscilante en que se concentró la historia nacional, además de los hechos trascendentales, ocurrieron también otros sucesos "famosos". Famosos en el sentido irónico que a la palabra le da con frecuencia el porteño. Tal el suceso del que fue protagonista el mono de la familia Morel —si, la del pintor— que se escapó por allí un día y "saltando de casa en casa" vino a caer justamente en medio de un grupo de negras que estaban frente a uno de los puestos de verdura de la "cuartería". En el solar de esa cuartería —léase conventillo— había nacido, antes, cuando era en la ciudad la única casa de altos (los de Escalada) por tener dos pisos, la señora Remedios de Escalada de San Martín.
En los años de Sarmiento, la Casa Rosada era aún de tan pobre apariencia que el Presidente, con motivo de efectuarse una revista a las tropas que volvían de la guerra, y a la que querían invitar al Cuerpo Diplomático, solicitó a la Municipalidad "sus espléndidos balcones". La Municipalidad se los negó. Sarmiento —aseguran—, se vengó construyendo un tablado frente a la Recova Vieja y modificando el itinerario del desfile "cosa de que no pasen por la Municipalidad los guardias nacionales".
Además de la recurrente aparición de los que quieren pasar a la historia como los arrasadores de la Casa Rosada, o los maquilladores de la Plaza de Mayo, de vez en cuando se presentan también los que se creen propietarios desposeídos del palacio. Así, en 1940, una vieja dama a quien la guardia conocía bajo el nombre de Doña María de las Mercedes, o, simplemente, "Mariquita", iba todos los días a pedir audiencia. "Tengo que verlo a Figueroa Alcorta —decía—. Esta casa es mía y me la han quitado".

La mirada lúcida
Entre los que analizaron el gravísimo problema urbanístico de la Capital, hubo un genio de la arquitectura contemporánea. A él no se le ocurrió ni destrozar la Plaza de Mayo, ni derribar la Casa Rosada. Y sin embargo estudió a fondo, por primera vez, la estructura que debía tener la ciudad, tanto estética como funcionalmente, creando, con dos jóvenes argentinos, el primer "Plan Director de la Ciudad de Buenos Aires". Cierta fría mañana de 1937, en París, 35 Rué de Sevres, un hombre ya canoso que calzaba unos zuecos campesinos, forrados de papel de diario para defenderse de la helada, recibía a dos jóvenes arquitectos argentinos: J. Ferrari Hardoy y Juan Kurchan. Ese hombre se llamaba Eduard Jeanneret, pintor y arquitecto, más conocido por Le Corbusier, o, para sus amigos, simplemente Corbu. Ese hombre amaba a Buenos Aires, donde había estado en 1929. El la bautizó: "La Ciudad sin Esperanza". Pero también había escrito: "Buenos Aires, la ciudad de gran destino de Sudamérica, está más enferma que ninguna. Justamente porque es de naturaleza fuerte y juvenil, ha sufrido en su crecimiento relámpago el asalto acelerado de los errores. Hoy es una de las grandes capitales del mundo. Un formidable destino le aguarda". Y en alguna casa porteña cierta vez apuntó para sus memorias: "He subido hoy a una de las torres de Buenos Aires para ver el río. Se lo ve total, magistralmente, con olas y barcos. Y su color es tan extraño que no se puede dejar de contemplarlo". En más de una ocasión, antes de su muerte, al recordar sus proyectos porteños —en los que la Casa Rosada y la Plaza de Mayo permanecían en pie mientras se reformaba todo—, debió pronunciar su exclamación favorita: "¡C'est pépère!" (¡Macanudo!) en el argot de París.

Entrevistadas por PANORAMA, varias personalidades enfrentan la pregunta del título. El Presidente de la Bolsa de Comercio, doctor Luis M. Baudizzone, esteta, abogado, escritor y propietario de una "casa rosada" en Ingeniero Maschwitz, responde: "Quitarle a Buenos Aires la Casa Rosada sería como quitarle a París la Torre Eiffel".
El Presidente de la Asociación de Críticos de Arte, profesor Romualdo Brughetti, contesta: "La Casa de Gobierno forma ya parte, no solo de la historia oficial, sino también de la historia íntima de los argentinos. No encuentro ninguna razón válida para derribarla. Casi hemos perdido el Cabildo. ¿Por qué destruir el pasado gratuitamente? Además, el rosa de la Casa Rosada queda también en, ese espacio... Y es casi el único rosa que todavía tenemos en la ciudad".
Como nació un 11 de junio, la Plaza de Mayo, con su Casa, está bajo el signo de Cáncer. Por eso tiene "un hoyuelo en el mentón" y "la gobiernan Mercurio —el comercio— y Venus, el amor". Y el amor la hace indestructible.

¡C'est pépère!
—Sí: Macanudo. Macanudo por el Fuerte de palo a pique, por la serena austeridad de la Plaza de Mayo. Macanudo por la Casa Rosada. Y sobre todo: Macanudo por la "Ciudad Radiante" que soñó Le Corbusier: esa enorme, entrañable, mitológica ciudad sin la esperanza de ver alguna vez, de tener algún día "a mano" el color del río "color de león". 
Lorenzo Varela
Dibujo García Veiga
revista Panorama
agosto 1966