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Es tres nombres al
mismo tiempo: César Tiempo, Israel Zeitlin, Clara Beter. En esa
trilogía esconde, o guarda su identidad, un escritor cuya
trayectoria se vincula estrechamente con la ciudad de Buenos
Aires, aun cuando su nacimiento data de 1906 en el pueblo de
Ekaterinolav, Ucrania. César Tiempo, su seudónimo más conocido,
pertenece a esa raza de hombres que participaron, desde hondas
raíces inmigratorias, de todo el proceso cultural argentino que
abarca desde la década del veinte hasta nuestros días.
Protagonista incesante e intenso, dueño de una ironía
intelectual que le permite ver a la vida con pasión y compasión
a la vez, Tiempo se ha dado un lujo casi inédito en nuestra
literatura: dar vida a dos personajes a la vez. Sí, porque bajo
el supuesto nombre de Clara Beter escribió aquél famoso libro de
poemas "Versos de una..." cuyos conmovedores versos
causaron conmoción en el Buenos Aires de 1927, donde se
alcanzaron a vender doscientos mil ejemplares.
El teatro ("Pan criollo", "La dama de las
comedias", "El teatro soy yo"); otros poemarios
("Sabatión argentino", "Sábado pleno");
guiones de cine ("Amorina", "Los verdes
paraísos") y sus casi infinitas colaboraciones en
periódicos y revistas de todo el mundo son fragmentos de su
extensa y calificada obra. Amigo de los viajes y amigo de los
amigos, cada vez que se lo requiere para el diálogo se confía
sobre todo en su vasta visión de trotamundos lleno de recuerdos.
"Creer, creer siempre... Simplemente para enloquecer pasado
mañana", ha aconsejado a los más jóvenes. Asediado por
continuos homenajes no deja de ensayar su causticidad contra sí
mismo: "Asisto de cuerpo presente a cientos de homenajes
póstumos. Y no deja de ser estimulante, porque de otro modo, en
la posteridad, nunca sabré seguramente si alguna calle merecía
llevar mi nombre..." Sonriente, aun ante una paulatina
pérdida de la visión, se obstina por hábito en seguir
escribiendo durante horas sus propias carillas... "Porque la
máquina de escribir es como una prolongación de mis
brazos..." Sobre la tibieza de un prólogo dedicado a las
memorias de la actriz Milagros de la Vega, sobre las
reverberaciones de un trabajo suyo sobre Alvaro Yunque —
protagonista con él del grupo de Boedo— Israel Zeitlin se
acomoda para el diálogo: "Tengo tan poco que contar que no
sé si alcanzará a llenar media página...". Pero alcanzó.
MERCADO —Una impostura literaria —digamos— causó sensación
hace cincuenta años. Cuando aparecieron los primeros versos de
Clara Beter, críticos y lectores creyeron que estaban frente a la
obra de una mujer "de vida airada", como dicen los
diarios. ¿Cómo sucedió ese episodio? ¿Cómo lo fabuló usted?
C. TIEMPO —Un día recibí un regalo inesperado: los Diálogos
de Platón. Quedé impresionado por la sentencia atribuida a
Sócrates que reza así: "Un poeta, para ser un verdadero
poeta, no debe componer discursos en verso, sino inventar
ficciones. Sugestionado por la sabia recomendación y, sobre todo,
ganoso de dar candonga a los camaradas mayores que se resistían a
creer en el talento del mequetrefe, el tal escribe una poesía
dedicada a Tatiana Pavlova, la gran actriz italorrusa que por
aquel entonces arrebataba al público de Buenos Aires. Yo no
había cumplido aún los dieciocho años. En el poema que se
dirige a Tatiana, le pregunto si no se acuerda de su amiga de la
infancia Kátinka. Firmo los versos como Clara Beter y los deslizo
ante la redacción de la revista Claridad. A los pocos días de
publicado el poema el crítico uruguayo Zum Felde consagró a la
nueva poetisa Clara Beter su glosa de "El Día", de
Montevideo, comentando la desgarradora tragedia de la desconocida.
A partir de ahí tuve que seguir inventando. Por lo pronto le
asigné a la autora un domicilio legal en una pensión de la calle
Estanislao Zeballos, de Rosario, donde se hospedaba un íntimo
amigo mío, Manuel Kirschbaum. El improvisado corresponsal era el
encargado de enviar desde Rosario los nuevos poemas a Claridad,
pero cometió el error de escribir a máquina algunos textos, lo
que hizo entrar en dudas a Elías Castelnuovo. Como se sabe, la
autora debía ser una pobre "calienta camas", según la
jerga popular. Castelnuovo obstinado en averiguar más sobre el
asunto envió a dos íntimos amigos suyos a visitar la pensión
con resultado negativo: en la pensión no estaba Clara Beter ni se
la conocía. Desanimados, los emisarios rumbearon para los barrios
bajos donde encontraron increíblemente a una de las pupilas
francesas escribiendo un epitafio rimado para su hijo, que acababa
de perder. Aquí ya todo empieza a tornarse folletinesco.
"Vos sos Clara Beter" le gritaron emocionados los
emisarios. Pero también allí se dieron cuenta del fracaso,
considerándose que la poetisa quería pasar inadvertida y en el
anonimato. El libro "Versos de una..." tuvo un éxito
resonante. Los críticos de varios países le dedicaron elogios;
la fábula y la fantasía hacían aparecer a la autora en
distintos sitios de Buenos Aires con nombres supuestos y todos
querían encontrarla. A esta altura, la superchería adquiría
proporciones peligrosas para el verdadero autor: o sea yo. El
libro apareció traducido al alemán y Rómulo Meneses escribió
un largo ensayo en su libro "Nuestra Unidad'' donde
caracteriza a Clara Beter: "Una mujer que el duro pleito de
la vida hiciera caer hasta las bajas sentinas del vicio, redimida
por sí misma, por su talento, y la propia religión de sus
sentimientos, nos dice ahora en sus versos y recuerdos el dolor
quemante de los lupanares... etc.". Castelnuovo, en tanto,
había prologado el libro de la Beter y todo seguía misterioso.
Hasta que un día un amigo cometió la ligereza de enviar el libro
al certamen Municipal, donde debían figurar mis verdaderos datos.
Esos datos aparecieron poco después en La Prensa. ¿Es necesario
que le diga que prácticamente tuve que exiliarme porque el
grandote Castelnuovo me andaba buscando? Ahora ha pasado tanto
tiempo y ya no sé si en realidad fue una broma...
MERCADO -Usted dice tanto tiempo... ¿Por qué no nos cuenta
también sus comienzos periodísticos?
C. TIEMPO —Yo empecé trabajando en la compañía de seguros La
Continental; allí conocí al poeta Aristóbulo Etchegaray, hoy
presidente de la Sociedad Argentina de Escritores. Por esa época
también conocí a Edmundo Guilbourg. Cierta vez fuimos hasta la
casa de Alvaro Yunque que era mayor que nosotros y era una especie
de divinidad caldea para nuestros ojos. Fue él quien me hizo
publicar por primera vez en el periódico socialista La Vanguardia
que dirigía por entonces Don Américo Ghioldi, actual embajador
en Portugal. Yo sustituí después a Yunque como director de la
página literaria del diario y a mi me reemplazó Enrique Anderson
Imbert. Pero como periodista trabajé en La Calle, en Crítica, en
La Época. Fíjese, el periodismo me facilitó el contacto con el
hecho popular. Me facilitó el apearme, el despojarme del
berretín literario, semántico, alambicado. Logré fraguar un
estilo, digamos, conversacional; escribo como se habla y trato,
cada tanto, de intercalar alguna palabra exótica, pero correcta,
para evitar seguir saqueando nuestro lenguaje. Empezamos a hablar
con siete mil palabras y ahora acabamos hablando con sólo
trescientas por pura haraganería. Evidentemente tiene que haber
una inclinación y los caminos se van bifurcando: yo he tratado de
hacer siempre periodismo, llamémosle literario. Nunca mis
reportajes caen en la cursilería porque no es mi manera, no es mi
estilo. Pienso que el periodismo me ha ayudado a ver: países,
gente, sucesos. Me hizo ser
testigo y actor, ejercitar lo que tenía de talento y lo que no
tenía.
MERCADO —¿Entre tantos personajes y protagonistas que conoció,
cuál le merece un recuerdo especial?
C. TIEMPO —Muchos. Por ejemplo Don Hipólito Yrigoyen. Para
conocerlo un día que lo fui a visitar a su casa tuve que pedir
audiencia a su secretario privado. ¿Sabe quién era?, el dueño
de un salón de lustrar que estaba enfrente de la casa. Dejaba de
atender a algún cliente, atendía el pedido del solicitante y se
cruzaba a avisarle a Don Hipólito. De él se han dicho muchas
cosas erróneas, entre tantas, se dice que fue inculto. Pero
"el peludo" no sólo era profesor de la escuela normal y
de la de comercio sino que era un gran lector. Cuando estuve
frente a él, Yrigoyen me preguntó quién me parecía el hombre
más importante del país y yo le contesté, impetuosamente,
porque era joven para atarme: "Para mí, Juan B. Justo".
A lo que Don Hipólito, medio molesto, me respondió: "Usted
es muy joven, amiguito...". Otro hombre que me impresionó
admirablemente es George Simenon, el autor francés de novelas
policiales, nacido en Lieja. Simenon es un talento monstruoso,
llegó a escribir más de 400 novelas, a razón de una por semana,
dotadas de una imaginación increíble, inagotable.
MERCADO — Disculpe Tiempo... ¿Pero usted no considera como arte
menor a la novela policial, como suelen ubicarla en algunas
críticas?
C. TIEMPO —No, de ninguna manera. Allí está el caso del
norteamericano Raymond Chandler o del mismo Hammet. ¡Qué
autores! Pero Simenon es el más grande novelista policial que
existe desde los orígenes del género. Además de realizar una
proeza de carácter físico, produce una proeza de índole
espiritual. El es el creador del célebre inspector Maigret, lo
recordará, sin duda. Una tarde estaba en Lieja y un amigo común
nos presentó. Era un día de lluvia; después averigüé que
Simenon era un adicto fervoroso a la melancolía de la lluvia y
era capaz de tomarse un avión si se enteraba que estaba lloviendo
en otra ciudad. Después mantuvimos varias charlas en su enorme
residencia frente a la de Carlitos Chaplin. Recuerdo que una de
sus facetas curiosas era su sentido de los celos. A su esposa, me
contó, nunca le había permitido bailar porque decía que la
danza era un acto sexual en público. Su rara personalidad me
impresionó mucho y escribí una serie de notas para El Mundo y
otros diarios de Caracas y México. También conocí a Somerset
Maugham por esa época y a tantos otros...
MERCADO —Usted, amigo de los recuerdos, me ha ido nombrando
autores que conoció físicamente. ¿Pero y los otros? ¿Los que
marcan su emoción literaria?
C. TIEMPO —¿Actualmente? Está el premio Nobel Singer. No por
el premio, sino porque es un creador de ambientes, produce una
marea de acontecimientos vitales que caen sobre el lector como un
incendio. El pinta, no sólo lo que muchos creen, el ambiente
polaco de los ghetos, sino también el ambiente de cualquier otra
comunidad; es universal, total. En otro aspecto, más personal,
porque tiene que ver conmigo literariamente, Esta Cansino Assens.
Ahí lo tiene, un escritor olvidado y qué interesante. El olvido
es algo inexplicable: nadie tiene la culpa, pero existe. Esta es
una época que fomenta la farolería y yo sigo sosteniendo que una
verdadera obra se hace en soledad y silencio. Pero claro, el
escritor actual tiene que ceder a todo: a los reportajes, a las
presentaciones de libros, a las conferencias. Muchas veces para
sobrevivir y muy pocas para vivir, realmente. Fíjese que es
sorprendente cuántas presentaciones de libros hay diariamente en
Buenos Aires. En Europa pasa mucho tiempo antes de que se produzca
alguna. Mientras viví en Roma en todo un año hubo sólo tres
actos. Además está la guía de conferencias increíbles. Se
fomenta un poco el esnobismo literario, la cursilería. Gente que
nunca visita una librería pero va a esos actos a comprar el libro
porque está el autor para autografiarlo. Después, ese libro no
se leerá nunca pero será mostrado invariablemente a las visitas,
así como al descuido. Yo le recordé el olvido de Cansino Assens.
¿Y el de Cervantes, que vivió y murió en la miseria? Escribió
El Quijote en la cárcel, lo desalojaron del conventillo donde
vivía en Alcalá dos veces; murió y lo sepultaron en un
cementerio de Madrid en una fosa común, sin identificar sus
huesos. Ahora, sobre ese lugar donde se suponen están sus
cenizas, hay un monumento.
MERCADO —Usted perteneció, alternativamente, a los dos famosos
grupos, Boedo y Florida. Por qué no se recuerda ninguna mujer en
el de Boedo, en cambio en Florida estaba Victoria Ocampo?
C. TIEMPO —A Victoria la conocí muy poco y tampoco, vaya a
saberse por qué, nunca fui publicado en Sur. El grupo de Boedo
estaba integrado por hombres, es cierto, como si el amor por la
humanidad que proclamaban con sus plumas excluyese el amor por las
mujeres, como si la única compañera posible fuera la
Revolución. Sin embargo, un nombre de mujer, Clara Beter,
entreveraría sus sueños con los soñadores de Boedo. Fíjese, el
bíblico Jacob fue el primer hombre del mundo que legalizó su
seudónimo. Pactó con Dios y le pidió que le proporcionara otro
nombre. "Tu nombre será Israel" le dijeron.
Irónicamente, Israel es mi nombre; después de Clara Beter,
después de César Tiempo. Es lo mismo.
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