Volver al Indice

crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE ACÁ


La verdadera historia de Clara Beter

Revista Mercado
7 de junio de 1979

un aporte de Riqui de Ituzaingó

 

 

 

 

Es tres nombres al mismo tiempo: César Tiempo, Israel Zeitlin, Clara Beter. En esa trilogía esconde, o guarda su identidad, un escritor cuya trayectoria se vincula estrechamente con la ciudad de Buenos Aires, aun cuando su nacimiento data de 1906 en el pueblo de Ekaterinolav, Ucrania. César Tiempo, su seudónimo más conocido, pertenece a esa raza de hombres que participaron, desde hondas raíces inmigratorias, de todo el proceso cultural argentino que abarca desde la década del veinte hasta nuestros días. Protagonista incesante e intenso, dueño de una ironía intelectual que le permite ver a la vida con pasión y compasión a la vez, Tiempo se ha dado un lujo casi inédito en nuestra literatura: dar vida a dos personajes a la vez. Sí, porque bajo el supuesto nombre de Clara Beter escribió aquél famoso libro de poemas "Versos de una..." cuyos conmovedores versos causaron conmoción en el Buenos Aires de 1927, donde se alcanzaron a vender doscientos mil ejemplares.

El teatro ("Pan criollo", "La dama de las comedias", "El teatro soy yo"); otros poemarios ("Sabatión argentino", "Sábado pleno"); guiones de cine ("Amorina", "Los verdes paraísos") y sus casi infinitas colaboraciones en periódicos y revistas de todo el mundo son fragmentos de su extensa y calificada obra. Amigo de los viajes y amigo de los amigos, cada vez que se lo requiere para el diálogo se confía sobre todo en su vasta visión de trotamundos lleno de recuerdos. "Creer, creer siempre... Simplemente para enloquecer pasado mañana", ha aconsejado a los más jóvenes. Asediado por continuos homenajes no deja de ensayar su causticidad contra sí mismo: "Asisto de cuerpo presente a cientos de homenajes póstumos. Y no deja de ser estimulante, porque de otro modo, en la posteridad, nunca sabré seguramente si alguna calle merecía llevar mi nombre..." Sonriente, aun ante una paulatina pérdida de la visión, se obstina por hábito en seguir escribiendo durante horas sus propias carillas... "Porque la máquina de escribir es como una prolongación de mis brazos..." Sobre la tibieza de un prólogo dedicado a las memorias de la actriz Milagros de la Vega, sobre las reverberaciones de un trabajo suyo sobre Alvaro Yunque — protagonista con él del grupo de Boedo— Israel Zeitlin se acomoda para el diálogo: "Tengo tan poco que contar que no sé si alcanzará a llenar media página...". Pero alcanzó.
MERCADO —Una impostura literaria —digamos— causó sensación hace cincuenta años. Cuando aparecieron los primeros versos de Clara Beter, críticos y lectores creyeron que estaban frente a la obra de una mujer "de vida airada", como dicen los diarios. ¿Cómo sucedió ese episodio? ¿Cómo lo fabuló usted?
C. TIEMPO —Un día recibí un regalo inesperado: los Diálogos de Platón. Quedé impresionado por la sentencia atribuida a Sócrates que reza así: "Un poeta, para ser un verdadero poeta, no debe componer discursos en verso, sino inventar ficciones. Sugestionado por la sabia recomendación y, sobre todo, ganoso de dar candonga a los camaradas mayores que se resistían a creer en el talento del mequetrefe, el tal escribe una poesía dedicada a Tatiana Pavlova, la gran actriz italorrusa que por aquel entonces arrebataba al público de Buenos Aires. Yo no había cumplido aún los dieciocho años. En el poema que se dirige a Tatiana, le pregunto si no se acuerda de su amiga de la infancia Kátinka. Firmo los versos como Clara Beter y los deslizo ante la redacción de la revista Claridad. A los pocos días de publicado el poema el crítico uruguayo Zum Felde consagró a la nueva poetisa Clara Beter su glosa de "El Día", de Montevideo, comentando la desgarradora tragedia de la desconocida. A partir de ahí tuve que seguir inventando. Por lo pronto le asigné a la autora un domicilio legal en una pensión de la calle Estanislao Zeballos, de Rosario, donde se hospedaba un íntimo amigo mío, Manuel Kirschbaum. El improvisado corresponsal era el encargado de enviar desde Rosario los nuevos poemas a Claridad, pero cometió el error de escribir a máquina algunos textos, lo que hizo entrar en dudas a Elías Castelnuovo. Como se sabe, la autora debía ser una pobre "calienta camas", según la jerga popular. Castelnuovo obstinado en averiguar más sobre el asunto envió a dos íntimos amigos suyos a visitar la pensión con resultado negativo: en la pensión no estaba Clara Beter ni se la conocía. Desanimados, los emisarios rumbearon para los barrios bajos donde encontraron increíblemente a una de las pupilas francesas escribiendo un epitafio rimado para su hijo, que acababa de perder. Aquí ya todo empieza a tornarse folletinesco. "Vos sos Clara Beter" le gritaron emocionados los emisarios. Pero también allí se dieron cuenta del fracaso, considerándose que la poetisa quería pasar inadvertida y en el anonimato. El libro "Versos de una..." tuvo un éxito resonante. Los críticos de varios países le dedicaron elogios; la fábula y la fantasía hacían aparecer a la autora en distintos sitios de Buenos Aires con nombres supuestos y todos querían encontrarla. A esta altura, la superchería adquiría proporciones peligrosas para el verdadero autor: o sea yo. El libro apareció traducido al alemán y Rómulo Meneses escribió un largo ensayo en su libro "Nuestra Unidad'' donde caracteriza a Clara Beter: "Una mujer que el duro pleito de la vida hiciera caer hasta las bajas sentinas del vicio, redimida por sí misma, por su talento, y la propia religión de sus sentimientos, nos dice ahora en sus versos y recuerdos el dolor quemante de los lupanares... etc.". Castelnuovo, en tanto, había prologado el libro de la Beter y todo seguía misterioso. Hasta que un día un amigo cometió la ligereza de enviar el libro al certamen Municipal, donde debían figurar mis verdaderos datos. Esos datos aparecieron poco después en La Prensa. ¿Es necesario que le diga que prácticamente tuve que exiliarme porque el grandote Castelnuovo me andaba buscando? Ahora ha pasado tanto tiempo y ya no sé si en realidad fue una broma...
MERCADO -Usted dice tanto tiempo... ¿Por qué no nos cuenta también sus comienzos periodísticos?
C. TIEMPO —Yo empecé trabajando en la compañía de seguros La Continental; allí conocí al poeta Aristóbulo Etchegaray, hoy presidente de la Sociedad Argentina de Escritores. Por esa época también conocí a Edmundo Guilbourg. Cierta vez fuimos hasta la casa de Alvaro Yunque que era mayor que nosotros y era una especie de divinidad caldea para nuestros ojos. Fue él quien me hizo publicar por primera vez en el periódico socialista La Vanguardia que dirigía por entonces Don Américo Ghioldi, actual embajador en Portugal. Yo sustituí después a Yunque como director de la página literaria del diario y a mi me reemplazó Enrique Anderson Imbert. Pero como periodista trabajé en La Calle, en Crítica, en La Época. Fíjese, el periodismo me facilitó el contacto con el hecho popular. Me facilitó el apearme, el despojarme del berretín literario, semántico, alambicado. Logré fraguar un estilo, digamos, conversacional; escribo como se habla y trato, cada tanto, de intercalar alguna palabra exótica, pero correcta, para evitar seguir saqueando nuestro lenguaje. Empezamos a hablar con siete mil palabras y ahora acabamos hablando con sólo trescientas por pura haraganería. Evidentemente tiene que haber una inclinación y los caminos se van bifurcando: yo he tratado de hacer siempre periodismo, llamémosle literario. Nunca mis reportajes caen en la cursilería porque no es mi manera, no es mi estilo. Pienso que el periodismo me ha ayudado a ver: países, gente, sucesos. Me hizo ser
testigo y actor, ejercitar lo que tenía de talento y lo que no tenía.
MERCADO —¿Entre tantos personajes y protagonistas que conoció, cuál le merece un recuerdo especial?
C. TIEMPO —Muchos. Por ejemplo Don Hipólito Yrigoyen. Para conocerlo un día que lo fui a visitar a su casa tuve que pedir audiencia a su secretario privado. ¿Sabe quién era?, el dueño de un salón de lustrar que estaba enfrente de la casa. Dejaba de atender a algún cliente, atendía el pedido del solicitante y se cruzaba a avisarle a Don Hipólito. De él se han dicho muchas cosas erróneas, entre tantas, se dice que fue inculto. Pero "el peludo" no sólo era profesor de la escuela normal y de la de comercio sino que era un gran lector. Cuando estuve frente a él, Yrigoyen me preguntó quién me parecía el hombre más importante del país y yo le contesté, impetuosamente, porque era joven para atarme: "Para mí, Juan B. Justo". A lo que Don Hipólito, medio molesto, me respondió: "Usted es muy joven, amiguito...". Otro hombre que me impresionó admirablemente es George Simenon, el autor francés de novelas policiales, nacido en Lieja. Simenon es un talento monstruoso, llegó a escribir más de 400 novelas, a razón de una por semana, dotadas de una imaginación increíble, inagotable.
MERCADO — Disculpe Tiempo... ¿Pero usted no considera como arte menor a la novela policial, como suelen ubicarla en algunas críticas?
C. TIEMPO —No, de ninguna manera. Allí está el caso del norteamericano Raymond Chandler o del mismo Hammet. ¡Qué autores! Pero Simenon es el más grande novelista policial que existe desde los orígenes del género. Además de realizar una proeza de carácter físico, produce una proeza de índole espiritual. El es el creador del célebre inspector Maigret, lo recordará, sin duda. Una tarde estaba en Lieja y un amigo común nos presentó. Era un día de lluvia; después averigüé que Simenon era un adicto fervoroso a la melancolía de la lluvia y era capaz de tomarse un avión si se enteraba que estaba lloviendo en otra ciudad. Después mantuvimos varias charlas en su enorme residencia frente a la de Carlitos Chaplin. Recuerdo que una de sus facetas curiosas era su sentido de los celos. A su esposa, me contó, nunca le había permitido bailar porque decía que la danza era un acto sexual en público. Su rara personalidad me impresionó mucho y escribí una serie de notas para El Mundo y otros diarios de Caracas y México. También conocí a Somerset Maugham por esa época y a tantos otros...
MERCADO —Usted, amigo de los recuerdos, me ha ido nombrando autores que conoció físicamente. ¿Pero y los otros? ¿Los que marcan su emoción literaria?
C. TIEMPO —¿Actualmente? Está el premio Nobel Singer. No por el premio, sino porque es un creador de ambientes, produce una marea de acontecimientos vitales que caen sobre el lector como un incendio. El pinta, no sólo lo que muchos creen, el ambiente polaco de los ghetos, sino también el ambiente de cualquier otra comunidad; es universal, total. En otro aspecto, más personal, porque tiene que ver conmigo literariamente, Esta Cansino Assens. Ahí lo tiene, un escritor olvidado y qué interesante. El olvido es algo inexplicable: nadie tiene la culpa, pero existe. Esta es una época que fomenta la farolería y yo sigo sosteniendo que una verdadera obra se hace en soledad y silencio. Pero claro, el escritor actual tiene que ceder a todo: a los reportajes, a las presentaciones de libros, a las conferencias. Muchas veces para sobrevivir y muy pocas para vivir, realmente. Fíjese que es sorprendente cuántas presentaciones de libros hay diariamente en Buenos Aires. En Europa pasa mucho tiempo antes de que se produzca alguna. Mientras viví en Roma en todo un año hubo sólo tres actos. Además está la guía de conferencias increíbles. Se fomenta un poco el esnobismo literario, la cursilería. Gente que nunca visita una librería pero va a esos actos a comprar el libro porque está el autor para autografiarlo. Después, ese libro no se leerá nunca pero será mostrado invariablemente a las visitas, así como al descuido. Yo le recordé el olvido de Cansino Assens. ¿Y el de Cervantes, que vivió y murió en la miseria? Escribió El Quijote en la cárcel, lo desalojaron del conventillo donde vivía en Alcalá dos veces; murió y lo sepultaron en un cementerio de Madrid en una fosa común, sin identificar sus huesos. Ahora, sobre ese lugar donde se suponen están sus cenizas, hay un monumento.
MERCADO —Usted perteneció, alternativamente, a los dos famosos grupos, Boedo y Florida. Por qué no se recuerda ninguna mujer en el de Boedo, en cambio en Florida estaba Victoria Ocampo?
C. TIEMPO —A Victoria la conocí muy poco y tampoco, vaya a saberse por qué, nunca fui publicado en Sur. El grupo de Boedo estaba integrado por hombres, es cierto, como si el amor por la humanidad que proclamaban con sus plumas excluyese el amor por las mujeres, como si la única compañera posible fuera la Revolución. Sin embargo, un nombre de mujer, Clara Beter, entreveraría sus sueños con los soñadores de Boedo. Fíjese, el bíblico Jacob fue el primer hombre del mundo que legalizó su seudónimo. Pactó con Dios y le pidió que le proporcionara otro nombre. "Tu nombre será Israel" le dijeron. Irónicamente, Israel es mi nombre; después de Clara Beter, después de César Tiempo. Es lo mismo.