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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE ACÁ


Los presidentes pasan... el cochero queda

Lorenzo Rotgé evoca algunos de sus muchos recuerdos acumulados desde 1921 a 1953, periodo en el que se desempeñó como cochero presidencial. Condujo a distinguidos visitantes, entre ellos al cardenal Paccelli (luego Pio XII) y al príncipe de Gales.
por Virginia Vilanoba
Foto Forte
Vea y Lea
1962


Conduciendo al presidente Ortiz y al vicepresidente Castillo el día de la asunción del mando

llevando al príncipe Bernardo de Holanda a la Casa Rosada

don Lorenzo bromea con el fotógrafo

visitando la Escuela Militar de Equitación de Campo de Mayo

 

 

 

LA GENTE se había volcado en las calles. Al paso de un caballo de buena estampa, que tiraba de un "milord", los brazos cruzados sobre el pecho, las manos metidas en las bocamangas del saco, iba Marcelo T. de Alvear rumbo al Congreso. De pronto, al acercarse a la Plaza Lorea, de entre el gentío, surgió un hombre corpulento en mangas de camisa. Saludaba con los brazos en alto agitando una libreta. Imprevistamente echó a correr hacia el carruaje. Cuando llegaba, Lorenzo Rotgé, el cochero, extendió una pierna y con el pie le dio en pleno pecho haciéndolo caer. La policía se acercó y lo detuvo. Debajo de la ropa llevaba una pistola. Fue un momento de tensión.
—¿Cuándo fue eso?
—Allá por mil novecientos veintitantos.
Lorenzo Rotgé, que fue cochero de la Presidencia desde 1910, primero como suplente y en 1921 ya como titular, hasta 1953, evoca el suceso en silencio. La emoción le anuda la garganta con un lazo de nostalgia. Hojea fotografías, casi amarillas, que lo muestran conduciendo a distintos presidentes en diferentes épocas. El landó guiado por él, por ejemplo, que paseó al Cardenal Paccelli, Pío XII años después.
—Recuerdo —dice— su llegada, en 1934, en oportunidad de realizarse el Congreso Eucarístico. El espectáculo era realmente imponente. En el puerto los árboles eran racimos de gente, igualmente los techos de los vagones y las calles. Partimos rumbo a la Catedral. Mi cabeza era lo más parecido a un bombo. El camino estaba alfombrado de pétalos. La gente arrojaba flores desde los balcones al paso de la carroza. Nadie se imagina lo que un presente tan gentil puede significar cayendo desde un tercer piso encima de uno...
Sus pupilas, que están húmedas, se aclaran con una sonrisa y nos cuenta, así como al pasar, que también había "fans" en aquel entonces. Cuando llegó Humberto de Saboya, "el principino", las niñas le arrancaban botones y jirones de ropa que llevaban como trofeos. Al bajar de la carroza, una de ellas se le acercó, pero fue empujada por otras. Trastabillando chocó con los escalones del coche y cayó de espaldas, con las piernas al aire, las que agitaba tratando de recuperar la verticalidad. Uno de los lacayos tuvo que ayudarla a incorporarse rompiendo todo el ceremonial.
El ex cochero, mediana estatura y cabellos blancos, que tiene ahora 86 años, vive con su hija en el pueblo de San Martín, aledaño a la Capital. No muy lejos, en la Escuela Militar de Equitación de Campo de Mayo, duermen sus sueños de glorias pasadas los que fueron carruajes presidenciales. Entre ellos la calesa que condujo a la Infanta Isabel durante los festejos del Centenario.
Don Lorenzo va periódicamente a ver las carrozas que durante tanto tiempo lo tuvieron a él en el pescante. Pasa sus manos sobre las ruedas, como en tanteo de caricia. Los coches están limpios y cuidados, pero él siempre descubre una mota de polvo. Cada uno de ellos es un símbolo del pasado. Berlinas, calesas, un milord.
—Con este landó lo perdí al príncipe de Gales —dice.
—Cuéntenos.
—Pues sí. Yo conducía este coche llevando al príncipe. En determinado momento miro por una vidriera (el protocolo no nos permite darnos vuelta) y veo el carruaje vacío. Me vuelvo entonces para asegurarme. ¿Qué había pasado? Pues que se había apeado al pasar frente al café de Hansen. Era un hombre muy precavido. Siempre llevaba consigo un grueso bastón-vaso lleno de whisky escocés...
Volvemos a la realidad. Estamos otra vez en el galpón. Guardados por vitrinas, se halla un amplio surtido de ropa de cocheros, lacayos y postillones. Entre ellos, la librea, para usar con tricornio y peluca, que trajera Sarmiento. Calzado de todo tipo, arneses, guarniciones y sillas para atalajar a la "D'Aumont".
—¿Qué es atalajar a la "D'Aumont"?
—Se llama "D'Aumont" al tronco de dos caballos, y gran "D'Aumont" al de cuatro o más.
Y ahora es don Lorenzo quien hace preguntas:
—¿Saben cuál era el marco para todo esto, cuando guardábamos en Leandro Alem 852? Un salón con mayólicas, pequeñas palmeras interiores, metales y pisos como espejos. Los marcos de los puertas, así como los cabezales de los boxes eran de bronce bruñido. Todos los patios tenían alfombras rojas. Fue necesario cubrirlos porque estaban demasiado lustrados y los caballos resbalaban en ellos. La caballeriza fue construida durante el gobierno de Roca. Los pesebres tenían las paredes azulejadas y la entrada estaba cubierta por una cortina de terciopelo marrón. El lecho de los animales era de paja trenzada. Sobre cada una de las columnas situadas entre los boxes, había un vaporizador de bronce con perfume "Cuero de Rusia". Los jovencitos del lugar venían a pedirme que los dejase estar un ratito en la cuadra, para que la ropa se les impregnase de aquél aroma. Y aquellos caballos. . . ¡qué hermosos animales! Recibían los mejores alimentos y a horario. Por la noche se los tapaba con cobijas de lana y en invierno, cuando llevaban al presidente y tenían que esperarlo en la calle, eran cubiertos con mantas de un paño color azul, forradas en astrakán, con el escudo nacional bordado en oro.
—¿Recuerda usted qué presidente fundó la cochera?
—Comenzó con Rivadavia, quien adquirió, para su uso personal, un hermoso landó. Tenía cómodos asientos para los lacayos. Después se continuó con Sarmiento. Había mandado construir otra gran carroza, con finísimos cristales, tapizada en raso blanco, incrustaciones de nácar y guarniciones de plata. Juárez Célman, Figueroa Alcorta y Roque Sáenz Peña, enriquecieron la colección de vehículos, arneses, uniformes y el plantel de equinos de raza Haknesy (inglés) con sucesivas adquisiciones.
Lorenzo Rotgé recuerda un episodio singular. Durante la primera presidencia de Yrigoyen y cuando se encaminaba hacia el Congreso, en la esquina de Paraná y Avenida de Mayo un grupo de hombres desenganchó los caballos y condujo el coche hasta el Parlamento. Desde entonces, creo, Yrigoyen ni quiso subir nunca más. Inmediatamente dictó un decreto suprimiendo el protocolo. Nada le molestaba tanto como vestirse de gala. Nunca vi nadie más sencillo. Tanto que no quiso ir a vivir a la residencia que le destinaron y continuó habitando en la casa existente en la calle Brasil, entre Bernardo de Irigoyen y Lima.
—¿A qué presidentes extranjeros condujo?
—A Estigarribia, Morinigo, Getulio Vargas...
—¿Qué puede decirnos de ellos?
—De Morinigo casi nada. Era un hombre muy serio. Vargas vino durante la presidencia de Justo. Todo había ido bien hasta el domingo en que se corrió el premio Brasil en el Hipódromo de Palermo, al que quiso asistir. Salimos de la embajada sin ningún inconveniente, pero al llegar a la avenida Alvear había tanta gente que se asustó. Nuestro presidente le dijo que no temiese nada, pues el pueblo argentino era muy cordial y se lo manifestaba.
—¿Cuál fue su último viaje?
—En 1953, llevando al presidente de El Líbano, Camille Chamoun. Un hombre joven, vestido a la usanza occidental, pero con un gorro rojo al estilo de su país. Era simple y agradable y entendía bastante el castellano. Después ya no pude trabajar más. Estuve muy enfermo y me jubilaron ese mismo año, cuando todos pensaban que iba a morirme.
—¿De cuánto es su jubilación?
—De tres mil ochenta pesos.
—¿Tuvo algún accidente durante su trabajo?
—Sí, en 1951. Un cabañero le había regalado al presidente cuatro caballos y yo se los estaba amansando. Llevaba dos de ellos atados a un coche por los bosques de Palermo. De improviso se asustaron y corrieron hacia un árbol, rompiendo la vara del coche. Como no solté las riendas me arrastraron un trecho, rompiéndome un brazo y una rodilla y hundiéndome algunas costillas.
—¿Le gustaría volver a ser cochero?
—Desearía ver nuevamente al presidente yendo en carruaje a recibir embajadores, a huéspedes ilustres, a la apertura de sesiones parlamentarias e iniciando el desfile del 9 de Julio, como antes...
La voz se le empaña mientras rememora...
Salimos. El sol declina sobre Campo de Mayo. Dentro de un galpón ha quedado, acariciando reliquias, un hombre enamorado del pasado. Se llama Lorenzo Rotgé. Tiene 86 años, los cabellos blancos y la salud quebrantada. Es el último cochero presidencial.