Revista Periscopio
30.06.1970 |
El martes pasado, las pantallas de televisión acapararon el nuevo
rostro presidencial: Roberto Levingston, sucesor de Juan Carlos
Onganía, enunció durante 28 minutos sus ideas sobre el espinoso
cometido al que lo proyectaron las Fuerzas Armadas, por voluntad de
los tres Comandantes.
El mensaje ancló en los hogares a las 21.30, hora en que la familia
busca en los canales el remanso para una plácida digestión. Había
sido grabado a las 15.30; Levingston, vistiendo su uniforme de
general de brigada, acodado en el escritorio de trabajo y flanqueado
por los imperturbables Granaderos, leyó 16 carillas escritas a dos
espacios; protegido por unos voluminosos anteojos que calzó
pausadamente, esperó que el director de cámaras blandiera el
¡listos!, para alertar a la platea: "Conciudadanos". En el despacho,
colaboradores oficiales, técnicos y ayudantes emergieron entre
cables y focos para seguir la lectura, que se interrumpió una sola
vez, cuando el disertante paladeó un vaso de agua.
Levingston utilizó un lenguaje directo, enérgico y, por momentos,
comunicativo, una cualidad de que carecían los textos de su
antecesor; incluso, el énfasis de sus afirmaciones las acompañó con
movimientos del puño izquierdo, cerrado sobre el escritorio.
La típica entonación de la oratoria militar fue mitigada por cierto
aire docente, que Levingston recibió sin duda de su madre y de
alguna tía, aquerenciadas en el magisterio; él mismo, en ciertos
peldaños de su carrera, se distinguió en la cátedra. El don de mando
y un saber formalista configuran, por el momento, una síntesis
aproximada de su personalidad, tal como se proyectó en este primer
mensaje al país.
La despedida fue sencilla y cordial: "Nada más, señores; buenas
noches y muchas gracias". Al término de la grabación, el Presidente
se demoró en un afable diálogo con los presentes, sin excluir a un
anónimo electricista.
Los políticos esperaban otra cosa.
"Si vamos a la democracia, faltaba confirmar el cómo y el cuándo",
se impacientó el demoprogresista Horacio Thedy. Leopoldo Bravo,
bloquista, se mostró escéptico: "El pueblo ya no presta mayor
atención a las palabras, si no están respaldadas por los hechos".
Sólo el socialcristiano Basilio Serrano se dijo favorablemente
impresionado por las formulaciones de Levingston, "bases
suficientemente definidas para una empresa nacional de contenido
popular". Frondizi, Balbín, Alende, Matera, Paladino, coincidieron
en excusarse. Más sincero —e intencionado— fue el socialdemócrata
Américo Ghioldi: "Estoy estudiando los comunicados de los
Comandantes —el lunes 8—; a la luz de ellos no entiendo este
mensaje".
Está claro que el Frente Liberal —y un peronismo desorientado, que
parece mimetizarse en él— confundió la exoneración de Onganía por
las Fuerzas Armadas con el pronunciamiento que estaba preparando
desde fines de 1969, y que consistía en un provisoriato de Pedro
Eugenio Aramburu. Sus prohombres se habían resignado ya a triunfar
sin Aramburu, pero la rauda aparición de Levingston ajó bruscamente
sus ilusiones. La semana pasada, en privado, se condolían: "Esto es
el onganismo con otra cara".
Desalentados, se dedican a rumorear presuntas fricciones entre el
Presidente y los Comandantes, a escudriñar una puja por el dominio
del Gabinete, lo cual explicaría la tardanza en proveer ciertas
vacantes.
No descuidan el hecho —que les parece revelador— de que varios
oficiales en servicio activo, subordinados por lo tanto al
Comandante Lanusse, campean en el staff presidencial. Los casos más
notorios: Secretario General de la Presidencia, coronel Fernando
Luis Mourglier; Subsecretario Legal y Técnico, teniente coronel
Arturo Corbeta; Secretario de la SIDE, general de brigada Ibérico
Saint-Jean. Hay también un marino: el vicealmirante Jorge Duyos,
Secretario del CONASE. Aún más excitante parece ser la confirmación
del nuevo Jefe de Policía, general de división Jorge E. Cáceres
Monié (quien deja la dirección del cuerpo de Gendarmes al general
José M. Díaz, hasta entonces jefe de la X Brigada de Infantería). De
hecho, los reglamentos militares acuerdan un lapso para la opción.
Otros alarmistas vislumbran desinteligencias no entre el Presidente
y la Junta, sino entre los Comandantes y sus respectivas
instituciones. Durante toda la semana esperaron el anuncio de la
dimisión del brigadier Carlos Alberto Rey; según algunos, es un
hecho, y sólo se espera, para divulgarla, una ocasión más prudente.
El jueves 25, en la base de El Plumerillo (Mendoza), el Comandante
rechazó esas versiones: "Son completamente infundadas; no existe
ninguna razón para mi retiro en estos momentos". Las últimas tres
palabras dicen más que las otras.
En la reunión del martes pasado, que concentró en el refulgente
edificio Cóndor a 3 brigadieres mayores y 23 brigadieres, el
Comandante sólo empleó 45 minutos para reseñar los últimos
acontecimientos: su explicación no fue completamente satisfactoria,
pero ello no impidió a la plana mayor compartir un almuerzo cordial.
La situación de Rey no es, desde luego, la más cómoda. Sólo llevaba
tres meses sentado en el puesto que abandonó Jorge Martínez Zuviría,
víctima del endeble presupuesto concedido a la Fuerza Aérea. Por lo
demás, el 8 de junio la decisión del arma más joven apareció tardía,
a la zaga de las otras dos, como si el Comandante no se hubiera
comunicado adecuadamente con los mandos.
La ausencia más visible fue la del brigadier Ezequiel A. Martínez,
actual Agregado Aeronáutico en Washington y delegado ante la Junta
Interamericana de Defensa. Llamado por Rey, arribó la noche del
miércoles; en Ezeiza, hormigueaban los periodistas, escarmentados
por un vuelo análogo (el de Levingston, dos semanas atrás). Los más
prudentes le adjudicaron el Comando Aéreo de Operaciones, cargo
abandonado el lunes por Mario García Reynoso, quien solicitó
inesperadamente su retiro: según parece, el viernes 5 había enviado
a las guarniciones un radiograma de sentido "legalista"
La vacante, que puede ser un peldaño para entrar en la Junta de
Comandantes, benefició al brigadier Jaime Alberto Núñez Sánchez,
situado en el escalafón por debajo de Martínez y de Ricardo Salas
(Jefe del Estado Mayor Conjunto). Sin embargo, no es probable que el
Agregado Aeronáutico bajara a Buenos Aires para consultas sobre
compras de material.
PRIMERAS ESCARAMUZAS
Sin embargo, la atención del público se desplazó, más bien, hacia
Bienestar Social, donde Francisco Manrique parece hallar un
escenario apropiado para su bullente personalidad.
"No, mamá: el cuento de Caperucita Roja y el lobo ya me lo contaste;
ahora contame el de los jubilados." El chiste de Basurto, en la
edición matutina de Crónica, el jueves pasado, pretendió exacerbar
los bríos del flamante Ministro, quien enarbola su propósito de
aliviar el destino de los pasivos. El día anterior ante una
heterogénea concurrencia —delegados militares, Saturnino Montero
Ruiz, Raúl Cuello, Juan Alemann, Federico Fernández Pita— el
atribulado Fernando Tomasi exhibió las lacras del sistema que
atendió bajo la férula de Juan Carlos Onganía. Poco después, su
descripción fue trasladada a la Sala de Situación donde hubo de
escucharla el Presidente en persona. El Secretario de Seguridad
Social entró cabizbajo —"lo van a exprimir y después lo tirarán",
comentó un maldiciente—; al salir del examen, exhausto, se veía
radiante. Levingston lo había confirmado, en presencia de un
challenger como Cuello, al que se supuso favorito de Manrique.
No faltaron algunas frases ásperas entre Tomasi y Luis B. Mey, el
Secretario de Hacienda saliente. Las Cajas se han regularizado, o
casi; pero nada pueden hacer si el Estado, o las empresas, eluden su
aporte; será preciso que los fondos vayan adonde deben ir. Manrique
es optimista: "La situación de los jubilados ha entrado, con toda
crudeza, al despacho presidencial".
En cambio, sólo le bastó una semana para privarse de otro
colaborador: después de anunciar que mantendría en Salud Pública a
Ezequiel Dago Holmberg, provocó su reacción alejando al
Subsecretario del ramo, Alberto Mondet, a quien detesta la clase
médica. Holmberg, cuñado de Lanusse, visitó a Levingston, quien no
quiso atentar contra la supremacía ministerial; sin embargo, el
dimitente pudo anunciar a los periodistas que su política sanitaria
no será alterada; por el contrario, se le requirió su asesoramiento.
No son más claras las perspectivas que se abren para Asistencia y
Promoción de la Comunidad —la más rica y la más "popular" de las
cuatro Secretarías de Bienestar Social—: obviamente, el Ministro
funda en ella su irreprimible inclinación a la política. Esteban
Guaia, por el contrario, ha sido confirmado en Vivienda desde el
primer día.
Los soñadores de catástrofes se han encandilado, sobre todo, con el
presumible enfrentamiento de dos Ministros: Carlos Moyano Llerena
(Economía y Trabajo) y Aldo Ferrer (Obras y Servicios) : uno
acaricia restricciones, el otro planes grandiosos. Mientras la
fulminante devaluación del peso kriegeriano atraía sobre el Gobierno
un torrente de crítica, Ferrer —que habría objetado esa medida—
recordó a los empresarios que su Ministerio es "el primer cliente"
del país y que en él regirá el principio de "Compre argentino".
La semana pasada, mientras Moyano designaba Coordinador General a
Joaquín Padvalkis Simkus, uno de sus colaboradores más preciados, el
licenciado Jorge F. Haiek, estrechamente vinculado al titular de la
cartera, se ubicó en la Subsecretaría de Obras y Servicios. En
cambio, será Secretario de Comunicaciones el general Alberto V.
Nieto, quien viene de cumplir esa función en el Comando en Jefe del
Ejército.
Los periodistas, que con tanta razón elogiaron el interinato de
David Kaplan en la Secretaría de Difusión y Turismo, se vieron
favorecidos por el nombramiento de un nuevo colega en esa delicada y
esencial oficina: el martes 23 fue puesto en posesión del cargo
titular Rodolfo Baltiérrez, 52, que seis años atrás dejara su
escritorio de La Nación para volver al Servicio Exterior (había sido
diplomático durante el Gobierno Aramburu) y servir al país en
Caracas, Panamá, Tel Aviv y la Cancillería, donde sus gestiones se
recuerdan con admiración. Baltiérrez, que debe encauzar la ineficaz
obra de sus antecesores Frischknecht y Premoli, aceptó la renuncia
del Administrador de Radios y TV Coronel (re) Victor Salas y
confirmó al director del Instituto de Cinematografía, coronel (re)
Adolfo Ridruejo. Otro profesional, Antonio López de Tejada,
desempeña las funciones de prensa en el Ministerio del Interior.
El viernes, en fin, quedaba cubierto el Ministerio de Justicia: será
ejercido por Jaime Luis Enrique Perriaux, 50, un estudioso del
Derecho que también ha volcado sus empeños en la Filosofía y la
Sociología y que de este modo llega a la función pública, después de
haber dictado cátedras en las Universidades de Buenos Aires y
Michigan, Estados Unidos. Una semana atrás Eudeba publicaba un
ensayo de Perriaux, Las generaciones argentinas, que el autor dedica
"a la memoria de mi maestro venerado, don José Ortega y Gaset". Allí
puede leerse que la duodécima generación local contada desde la de
Saavedra, se encuentra en el "período de gestión", según la
nomenclatura orteguiana: a ella, precisamente, pertenece el abogado
Perriaux.
Entre tanto, el Canciller de Pablo Pardo —antes de presentarse a la
reunión de la OEA— confiaba la Subsecretaría a José María Ruda,
Embajador en las Naciones Unidas y uno de los más brillantes
diplomáticos argentinos.
EL "PACTO SOCIAL"
Pero la mayor expectativa era la que rodeaba al Ministerio de
Trabajo.
"Los 'orres' están hartos de pan y salame; también quieren morfar
como la gente y tirarse de vez en cuando un vinito de cosecha; o los
militares lo entienden, o serán tardíos los lamentos cuando se
acerque la maroma soviética." No es parte de un sainete; en el
proscenio del Congreso de la CGT —que ha de inaugurarse el jueves—
un dirigente recordó palabras de Se viene la maroma, tango de Manuel
Romero y Enrique Delfino que adquirió fama en la voz de la Negra
Bozán.
Se trataba —el martes pasado— sobre cómo integrar la conducción
cegetista y qué hacer con el instrumento. El metalúrgico José Rucci,
candidato al cetro máximo, propuso elegir por gremios, no por
sectores; el escuálido ferroviario Cesáreo Melgarejo se empacó:
"Ustedes hacen lo del tero: cantan en un sitio y ponen el huevo en
otro". Era una referencia a la ambigua postura de la UOM, que el año
pasado no quiso ingresar en la Comisión Normalizadora y sigue
militando en Las 62.
La colaboración con el Gobierno extinguido ha dejado manchas en los
diversos sectores gremiales; en realidad, todos han sido
participacionistas, pero nunca los dejaron participar de veras.
Ahora mismo, sorprendidos por la devaluación, ni siquiera atinaron a
expresar su desconsuelo; unos confían en firmar el "pacto social"
con la Confederación General Económica, idea que ha vuelto a
esgrimir José Gelbard —y que fracasó en 1962 por deserción
sindical—; otros se aferran a la vaga promesa del Presidente
Levingston en su primer discurso: "Los salarios serán reajustados,
cuando corresponda".
Este anuncio, y la posibilidad de que un populista llegue a la
Secretaría de Trabajo —arrancada a Rubens San Sebastián, que moró 15
años en ese edificio—, devolvió la semana pasada el ánimo a los
dirigentes obreros. El jueves surgió una candidatura firme: la de
Juan A. Luco, ex legislador peronista (línea Vandor), desobediente
en los comicios mendocinos de 1965, cuando apoyó a Alberto Serú
García contra Guillermo Corvalán Nanclares, digitado por la esposa
del jefe. Nanclares, hoy, está expulsado, y Serú García retoza por
los cenáculos militares.
El viernes, a las 10.30 concurrió Luco a la Casa de Gobierno,
llamado por su amigo y comprovinciano Levingston: su estudio de
Sarmiento al 600 se había poblado de sindicalistas, que acudieron a
felicitarlo. Fue una decepción: poco después, cigarrillo en una mano
y sobretodo en la otra, el abogado de 46 años entraba en el Salón
Sur, donde lo esperaban los periodistas. "¿El Presidente le ha
ofrecido un cargo?" "No, hemos hablado de todo un poco."
LA SEGUNDA ETAPA
Ramiro de Casasbellas
(Director ejecutivo de Periscopio)
Acaso la más significativa novedad en el mensaje del "Presidente sea
de índole moral: el doble homenaje a Onganía. En los últimos
cuarenta años, salvo excepciones, los jefes de la Casa Rosada se
esmeraron en desprestigiar la obra de sus antecesores. Onganía fue,
seguramente, quien más insistió en esa actitud reprochable, según la
cual la función pública es un mandato divino y no un servicio
rendido al país en nombre de sus habitantes.
El general Levingston ha restituido una inexcusable norma de
convivencia; ese solo hecho parece demostrar que no viene a la alta
silla con una soberbia y un afán paternalista inconcebibles en la
Argentina de esta década. En su discurso del martes solicitó "el
apoyo de todos", pero tuvo el cuidado de señalar que ese apoyo "no
significa coincidencia ni pérdida de la individualidad". En
síntesis, no aspira a dirigir una Nación de robots, sino una
comunidad de seres humanos.
Hay Presidentes que confunden la expresión de ideas con un ataque
personal, como si fuesen los dueños del Estado y no sus simples
administradores. Hay Presidentes que, al revés de Jesucristo, desean
cobrarnos el pecado original: el de existir. Si nos atenemos al
mensaje del 23, Levingston eludirá ese desgraciado camino: "El
pueblo tiene el derecho de conocer y el deber de contribuir a los
actos y a la acción futura del Gobierno"; dentro de ese aporte "se
halla incluida la crítica". No son enemigos del régimen "los
disconformes, ni los comprometidos en corrientes políticas que
disientan con el Gobierno. Esos son opositores y como tales les
reconocemos dignidad y merecen nuestro respeto".
Existen, sí, enemigos: "Aquellos que a la Revolución Argentina no le
aceptan su condición de revolucionaria y los que por anteponer
intereses de cualquier tipo, se oponen a su condición de argentina".
La segunda tesis es apreciable, si bien no sólo engloba a quienes se
inspiran en métodos de lucha —física o mental— traídos de afuera,
sino también a los más numerosos ciudadanos que responden a dictados
económicos perniciosos para la Nación, así provengan del mundo
occidental y cristiano. En cuanto a "la condición revolucionaria",
el país volvió a depositar en Levingston —y en las Fuerzas Armadas—
el mismo anhelo de 1966: que se ejecute una revolución. Hasta el 8
de junio no ocurrieron cambios suficientes ni esenciales; Levingston
dispone de la grata posibilidad de llevarlos adelante.
A través del plan político, sin ir más lejos. Los beneficiarios de
la partidocracia andan disgustados porque el martes no se
mencionaron fechas. "Nadie debe llamarse a engaño, ya que el proceso
no es todavía corto —sentenció Levingston—. La convocatoria
electoral al pueblo argentino será la culminación de una etapa en la
que todos habrán intervenido activamente."
Nada más justo. El plan político requiere talento e imaginación,
sabiduría y sentido común, arrojo y patriotismo; equivale a una
segunda Constitución, no a una receta transitoria. El tiempo que se
tarde en elaborarlo correrá paralelo a su envergadura: no se
necesitan otros cuatro años para salir del paso con un mero retoque
a las instituciones volteadas en 1966. Es que tal programa no puede
sino abrir el futuro, esa Argentina distinta a la que se refirió
Levingston y para cuyo establecimiento pidió también el concurso de
la juventud ("El Gobierno comprende las reacciones juveniles y las
distingue claramente del terrorismo criminal y la subversión
disolvente").
¿Está en condiciones de lograrlo? Cree que sí: "Tengo la total y
exclusiva responsabilidad de los actos ejecutivos. Ese poder no lo
comparto, lo ejerzo en plenitud". Las Fuerzas Armadas sólo
"comparten conmigo las responsabilidades legislativas"; el
acatamiento de las jerarquías, en las filas castrenses, impedirá la
deliberación militar. Por lo demás, el Gobierno quiere "preservar la
plena autonomía nacional en la toma de las decisiones
fundamentales": de tal custodia dudó el anteúltimo Subsecretario de
Agricultura, en sus denuncias de abril.
El área económico-social —con la independencia de la Justicia, que
Levingston reclamó, y la atención de la salud y la enseñanza, sobre
la cual puso énfasis— es prioritaria. Si bien el Presidente elogió
las conquistas allí obtenidas por el régimen depuesto, las
desmintió, en la práctica, al enunciar ciertos objetivos básicos:
aumento del salario real, apoyo a la empresa nativa, especialmente
mediana y pequeña; modificación de los sistemas de crédito e
impuestos, estímulo a las actividades agropecuarias y al desarrollo
industrial, ayuda a las provincias. Estos aspectos son, en verdad,
la penosa herencia de una estabilidad tan cacareada durante cuatro
años.
Obsérvese este párrafo: "La estabilidad no implica que se adopten
medidas antinacionales ni antipopulares. Así como la búsqueda de la
eficiencia no habrá de provocar la desaparición de las empresas
argentinas. Pero [...] el Estado no protegerá en lo más mínimo la
ineficacia permanente de ningún sector". Una explosiva situación
social se advierte en la Argentina y será obligatorio rastrear sus
orígenes en aquellas conquistas, no en la bucólica ciudad uruguaya
de Canelones. El índice más elocuente quizá resida en los jubilados:
a ellos dedicó Levingston un gesto alentador.
Discursos como el del 23 sólo adquieren valor si se materializan sus
postulados; los del martes han sido auspiciosos: los meses venideros
dirán si son una realidad favorable. "No nos recriminemos más por lo
que hicimos o dejamos de hacer —exhortó el Presidente—; resolvamos
hacer más y mejor a partir de ahora." Es lo que desea el pueblo
argentino desde 1928: pero que no se castigue su esfuerzo, ni se
encarcelen sus ansias, ni se repriman sus aspiraciones, ni se le
quite su libertad.
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Roberto Marcelo Levingston, el primer discurso
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