Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 


La década violenta del delito en Argentina
Revista 7 Días
31 de agosto de 1965

Una guerra sin cuartel, en la que se tiraba con las dos manos y se moría matando. Sus protagonistas eran hombres violentos, sin sangre, audaces, tanto del lado de la justicia como del delito.

El 10 de junio de 1961, el comisario inspector Evaristo Meneses entró silenciosamente al bar "Dos banderas" y enfrentó la mesa donde el "Lacho" Pardo tomaba distraídamente una copa de ginebra.
Ese momento, en un modesto café sin historia de la calle Virreyes, marca la culminación de la década más violenta de da delincuencia argentina, iniciada alrededor de 1955. Asaltos, violaciones, crímenes y delitos de todo tipo desataron un veloz reguero de plomo y sangre. La lucha entre la justicia y el delito se transformó en una alternativa sin escape: matar o morir. La población, atónita, leía diariamente las crónicas rojas que hablaban de muertes a pleno sol, asaltos a mano armada, redadas, batidas y tiroteos sangrientos. Era una guerra sin cuartel en la que se tiraba con las dos manos y se moría matando. Esa guerra, como todas, tuvo sus "héroes": Villarino, los Prieto, Langoni, el "Lacho" Pardo, hombres violentos, audaces, sin sangre, que formaban bandas expertas y bien equipadas. En el otro bando, un solo nombre enciende la mitología popular: el jefe de Robos y Hurtos Evaristo Meneses. Policía "duro", personal, actuaba a su manera, confiado en su propia leyenda de "intocable" y las dos 45 que no dejaba en ningún momento. Tenaz y astuto como un perro de presa, cercaba meticulosamente a sus víctimas y luego las enfrentaba personalmente, imperturbable, frío, casi siniestro. Como aquella filosa madrugada del 10 de junio...
"Se acabó, Lacho..."
El "Lacho" Pardo levantó los ojos que tenía clavados en el fondo de la copa, vio las tres figuras impasibles frente a él y sintió que una irreparable angustia le escarbaba la garganta.
—Se acabó, "Lacho" — dijo Meneses con voz neutra.
—Está bien, negro — respondió Pardo tratando de ganar tiempo mientras su mano buscaba la 45, entibiada entre la piel y el pantalón. Pero el arma se atascó. Las pistolas brillaron en las manos de Meneses casi al mismo tiempo que los estampidos, y el "Lacho" rebotó contra una mesa, abrió la boca y un hilo de sangre se llevó su súplica al otro mundo. Era el final de una larga persecución, de un arduo juego del gato y el ratón que había puesto a prueba el prestigio del jefe de Robos y Hurtos. Meneses había ganado otra vez.
El juego comenzó a principios de 1960. El "Lacho" Pardo es el ídolo indiscutido del hampa. Con decenas de asaltos y varias muertes, ha movilizado inútilmente a toda la Federal y a la poderosa Interpol. Para Meneses, en la cúspide de su fama de "intocable", atrapar a Pardo es una obsesión. Una cuestión personal. Sus hombres se mueven como gatos revisando la ciudad palmo a palmo. Pardo no se inmuta. Desaparece por un tiempo y luego borda una filigrana de asaltos. Meneses diseca la ciudad, calle por calle. El mismo ha reconocido que Pardo es el hombre más inteligente del hampa. Después de un año de persecución, la mano implacable del comisario inspector atrapa a su hombre más difícil.

El gato y el ratón
Pero el "Lacho" no ha dicho su última palabra. En mayo se escapa espectacularmente de la Penitenciaría Nacional. Y el juego recomienza. Meneses tiene paciencia. Siempre de negro, taciturno, con el sombrero requintado, recorre la ciudad de punta a punta. Una pistola en el asiento del auto, la otra en la guantera. Pero siempre llegaba tarde. Pardo había "volado" unos minutos antes. Los informantes de Meneses no mentían, pero era evidente que alguien también advertía al "Lacho".
El jefe de Robos y Hurtos cambió de táctica. "Vamos a buscar a González a Lanús", dijo un día a sus subordinados. Y a mitad del camino detuvo el coche. "Volvemos. Vamos al Tigre a buscar al Lacho". Alguien sintió un nudo en la garganta, pero nadie dijo nada. Pardo, desprevenido, esperaba una cita femenina en el bar "Dos banderas". Tan confiado que no llevaba su infalible ametralladora. Cuando vio a Meneses, comprendió que todo había terminado. "Se acabó, Lacho..."

La ley del más violento
El "Lacho" Pardo murió en su ley. Una ley no escrita de sangre y violencia que se fue imponiendo lentamente. Por un lado, la aparición de una nueva raza de ladrones que no temen matar ni morir. Un veterano policía señala que los ladrones de antes rara vez llevaban armas y casi nunca tiraban. La irrupción de los asaltantes-pistoleros dejó un tendal de inocentes y policías muertos. Los hombres de la Ley comenzaron a defenderse con el mismo sistema. La consigna de "no tirar primero" fue dejada de lado. Hasta se llegó a hablar de condenas de muerte clandestinas. La violencia desató más violencia y Buenos Aires se convirtió en un campo de batalla.
Los pistoleros se dividían en dos clases. Los hombres "de escuela", profesionales del delito, hábiles, audaces autores de los golpes increíbles, que integraron las bandas que desde 1957 sustrajeron 300 millones de pesos. La mayoría de ellos están ahora muertos o en la cárcel. Dejaron para la triste historia del crimen, asaltos tan famosos como el del Banco de San Miguel (43 millones), la Aduana de Ezeiza (la misma suma) o el Policlínico Bancario (14 millones y varios muertos). La segunda clase de delincuentes son los "en evolución". Pistoleros de poca monta, que comienzan a practicar con la "pesada" (pistola 45). En su mayoría delincuentes juveniles, algunos pocos llegan al círculo privilegiado de los "profesionales". El caso más trágico del pistolerismo adolescente fue Oscar Langoni. A los 20 años tenía varios asaltos y tres muertes innecesarias. Hoy, en Villa Devoto, es un obsesionado sexual que probablemente terminará tan loco como alguna vez se quiso hacer creer en su defensa.

El caso Villarino
En una prisión de Formosa, un penado ejemplar de rostro aniñado lee la "Historia de la Revolución Francesa". Nadie podría pensar que ese hombre suave de aspecto inocente es un brillante ladrón internacional, que conoce las cárceles de varios países y tiene una especial habilidad para la fuga. Se llama Jorge Villarino. Cuando cayó definitivamente en manos de la ley, tenía en su haber tres fugas espectaculares y más de veinte asaltos a civiles, bancos y ministerios. Paradojalmente, Villarino no ha matado nunca y su conducta en la cárcel es intachable. Durante el violento motín de Villa Devoto, él impidió que alcanzara proporciones de masacre. Sin duda pudo aprovechar la insurrección para concretar su cuarta fuga. Pero prefirió tranquilizar a sus compañeros enardecidos por las drogas y la sangre. ¿Generosidad? ¿Falta de coraje? ¿O tuvo conciencia de que su carrera había terminado?.
En su "retiro" de Formosa, el que fuera "nene mimado de su madre" vive tranquilo y se aburre. Casado en la cárcel, con Hebe Abato, tiene un hijo al que adora y ve frecuentemente. Tal vez en otras condiciones pudo ser un hombre normal, un hombre útil. Ahora es demasiado tarde. Villarino lo reconoce: "Hay que ocuparse de los 'primarios', de los chicos, nosotros ya no tenemos remedio".

La familia del "loco"
Cuando el 17 de diciembre de 1964, el "loco" Prieto ingresó al penal de Villa Devoto, toda el hampa sabía que era un cadáver que caminaba. Dejaba detrás 200 atracos, diez muertes y. . . muchos enemigos, Por eso nadie se asombró demasiado cuando el 26 de enero de este año el "loco" moría horriblemente quemado en su celda.
"Mi hijo no se quemó... lo mataron ellos, los policías". La madre de Prieto no parece dudar. Pero minutos después reconoce la posibilidad del suicidio: "El pobre tenía remordimientos... tal vez pensó que matándose nos aliviaría de una carga..." El hermano prefiere no opinar: "Si hablo, después puedo aparecer flotando".
En una modesta casita de Ciudadela, la madre y el hermano de Prieto hablaron en forma exclusiva con 7 DIAS, que tuvo que vencer su tenaz y por momentos amenazante resistencia al periodismo. La infancia del "loco" se va desgranando poco a poco: "No llegó a sexto grado... se escapaba... le gustaba vagar... siempre fue un cabecita loca". A los 15 años, el padre lo internó en el reformatorio de Máximo Paz. Luego lo sacó porque no se corregía y lo trataban mal. "Le pegaban con un látigo". Al poco tiempo, Miguel Ángel se escapó de la casa e inició una carrera desesperada que solo habría de terminar entre las llamas que él mismo —u otro— provocara en sus ropas. Tal vez el suicidio del "loco" Prieto, su autodestrucción, se inició el día que mató a su primera víctima.

Meneses y la policía
Algunos dicen que es un héroe. Otros, que es un asesino. Fue un policía "duro" que creyó en su propia leyenda. Un hombre de acción que se encumbró como contrapartida de profundas fallas en la organización policial. Ante la falta de medidas preventivas, la violencia de Meneses consiguió mantener la imagen del orden en una ciudad aterrorizada. Ante la falta de planificación y de equipos Meneses actuó individualmente, a su manera, como un "sheriff" del oeste. Por supuesto, no es ese el camino. Pero el implacable jefe de Robos y Hurtos fue el ejemplo concreto de la desesperación policial por frenar una ola de delincuencia que la superaba en cohesión, recursos y habilidad. Pero la violencia no aplaca la violencia. El doctor Elías Neuman, profesor de Derecho Penal, señala que "la policía no debe prestigiarse ante la opinión pública erigiendo «arquetipos de valor» como las series de televisión. Se trata de individuos que generalmente tienen una terrible carga agresiva, que los convierte en delincuentes al revés".
Una gran parte de la población admiraba a Meneses como a un ídolo: sus pistolas 45 y su increíble audacia personal parecían el único respaldo en medio de una paralizante impotencia de las fuerzas del orden. Se llegó a decir incluso que el hampa lo respetaba y admiraba. Pero Villarino desmiente este mito: "Ninguno de nosotros admira a Meneses... es un «chanta»... un hijo de perra..."

Las peores cárceles del mundo
No solo la policía tiene familias. También la justicia del crimen afronta problemas agudos, que van desde la falta de escritorios y máquinas de escribir hasta el exceso de burocracia y la pérdida de expedientes. De los tres poderes, el judicial es el que tiene menos presupuesto. Muchas veces, al producirse la sentencia, el encausado ya ha pasado más de un año en la cárcel que los que le impone la condena. Generalmente, sale con más vicios y peores intenciones que cuando entró.
Las cárceles argentinas se cuentan entre las peores del mundo. Su lema —según un veterano penalista— podría ser: "Los buenos salen malos y los malos, peores". La paradoja consiste en que nuestro país sancionó en 1958 una "Ley de Penitenciaría Nacional" que es una de las más avanzadas en la materia. Esa ley no se cumple. Al demolerse en 1962 la prisión de Las Heras, las restantes cárceles fueron recargadas en forma inadmisible. Esta imprevisión hace que la pérdida de la libertad adquiera en la Argentina características siniestras. Cárceles abarrotadas, alojan 70 penados donde en realidad caben 20 y son verdaderas escuelas del delito. El hacinamiento reúne a inocentes y delincuentes noveles con profesionales del delito, depravados, pervertidos sexuales y psicópatas profundos, sin ningún control terapéutico.
Aunque resulte obvio, conviene recordar que la función de la cárcel no es castigar sino readaptar. Ninguna sociedad puede reintegrar a sus delincuentes arrojándolos a un triste y viciado depósito de presos.

La causa del caos
¿Cuáles son las causas que motivan la delincuencia? Las motivaciones de los gangsters de Buenos Aires en las primeras décadas del siglo eran vagamente ideológicas, con métodos terroristas y líricos objetivos políticos. Los nuevos delincuentes ya no se justifican con ideologías. Un turbio deseo de lujo, mujeres y dinero; la quemante necesidad de liberarse de la miseria, suelen ser las causas más divulgadas. Pero esta no es la única explicación. Las más diversas y recónditas motivaciones pueden hacer que un hombre resuelva desafiar a la sociedad parapetado detrás de una 45. El medio familiar, los traumas infantiles, los resentimientos y frustraciones de todo orden pueden desembocar en la violencia.
La moderna ciencia penal coincide en que, fundamentalmente, el delito no es más que una caja de resonancia que resume toda la situación socio-económica y moral de un país. "El individuo está desamparado, y produce el delito como una verdadera protesta social". O sea que la delincuencia no es un fenómeno aislado, sino que refleja la estructura total de una comunidad. La única forma cierta de combatirla es mejorar y ajustar esa estructura. Miles de muertes y cientos de batallas campales en el asfalto no terminarán con la miseria y la inseguridad social. El delito no es un fenómeno individual, y como tal no puede solucionarse aisladamente.
por Carlos Andaló
fotos Osvaldo Dubini

 

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