Agosto 7 de 1948 
Triunfo de Cabrera

Le costó un poco más que apagar un incendio. El bombero 1072, más conocido por Delfo Cabrera, soportaba en el atardecer londinense del sábado 7 de agosto de 1948 una temperatura casi agobiante: 25 grados. La humedad le tornaba pringosa la piel, sus poros parecían un manantial, sus pies se le hinchaban y le ardían hasta el suplicio, y su mente estaba aprisionada por una telaraña que envolvía una obsesión: vencer.
Los 80.000 espectadores que lo vieron partir a las tres de la tarde de aquel día desde el estadio de Wembley no repararon en él. Era un ignorado. Poco más de dos horas después, sin embargo, lo aplaudirían delirantemente; Cabrera culminaba, como un masoquista inundado por la voluptuosidad del dolor, el esfuerzo más exigente de los Juegos Olímpicos, la prueba que derrumbaba en su camino a fornidos atletas desmadejados como fofos peleles sin aliento: la maratón (42,195 kilómetros). Tenía entonces 28 años, un paso no muy plástico, una resistencia inagotable y un ídolo que lo desvelaba cuando, a los 13 años, se lanzó a correr por el desnivel de los adoquines: Juan Carlos Zabala.
Curiosamente, 16 años después, en el mismo día y casi a la misma hora, Cabrera emulaba al astro que le robaba su sueño (Zabala venció en la maratón de Los Ángeles, 1932) y recuperaba su paz perdida. Cabrera, locuaz, sonriente, sin represiones, canoso, de cara compacta, retrocede hasta aquel gris día londinense. Se levantó a las 7 de la mañana. Había dormido con frecuentes sobresaltos ("Se piensa mucho —confía—; era el hombre que estaba frente a la oportunidad"), hincados sus pensamientos por la idea fija de su estrella glorificada desde su niñez. Desayunó generosamente: un vaso de jugo de naranja, tostadas con mermelada, dos lonjas de jamón cocido y una taza de café con leche. "Después —historia— me tiré un rato en la cama, me enteré por Clarín de la desazón que producía en mi patria el hecho de que ningún argentino hubiese logrado una victoria."
Almorzó a las 11 junto con sus compatriotas y participantes también de la maratón, Eusebio Guíñez y Armando Sensini. La frugalidad reinó en una reducida mesa sin planes ni tácticas: "Un churrasco muy chiquito, un puñado de verdura, una naranja, medio vaso de vino y agua mineral". Después del almuerzo, los tres caminaron diez minutos y ninguno de ellos trazó un esquema de la prueba. "Resolvimos—añora Cabrera— que cada uno debía quedar librado a sus propias fuerzas. Eso si, nos hicimos un juramento: entrar los tres en el estadio de Wembley," Trataron de dormir una hora, pero no lo consiguieron. Salieron rumbo al estadio a la una de la tarde en un auto que les prestó Enrique Díaz Sáenz Valiente, representante argentino en tiro e inmolado años después en un accidente de aviación. En el camarín de Wembley apeló Cabrera a una cábala: ponerse el pantalón negro con el que había conseguido sus más importantes éxitos. Se enfundó en la camiseta oficial de la Argentina —entonces blanca con dos franjas horizontales celestes—, le pidió a su compatriota Fernando Lapuente, sprinter, un pañuelo para enjugar la transpiración prevista que le haría brotar la lacerante competencia y con cuatro pequeños alfileres de gancho, prendidos en los cuatro extremos, se colocó, a la altura de su abdomen el número que le había correspondido: 233.
Un gramo de más podía tener, en pleno esfuerzo, una pesadez aplastante. Cabrera recortó su camiseta arrancándole una ancha tira en 4a parte inferior, y al colocarse sus "zapatos blancos prescindió de las medias. Un punzante cosquilleo estremeció su cuerpo. "Había llegado —recapitula con una ligera conmoción— la hora del fierro." A las 15 se puso en marcha el pelotón. "Salí en el fondo —actualiza—, mientras el coreano Choy y Guíñez iban adelante. A los 10 kilómetros me ubiqué undécimo; a los 15, octavo; a los 20, séptimo, y a los 25, quinto". La prueba ya había comenzado a ejercer su efecto demoledor. 
"El lote de vanguardia —retoma Cabrera la historia— lo componían Choy, Guíñez, el sudafricano Coleman y el belga Gailly. Después de una cuesta muy dura, a los 37 kilómetros, los alcancé. Y ahí tuve la certeza de que ganaba. Por primera vez pasé a la delantera; los pies me ardían y estaba totalmente empapado" (al fin de su sacrificio perdería cuatro kilos: de 66 a 62).
Guíñez comenzó a padecer síntomas de cansancio por un problema hepático, Gailly levantó, lo alcanzó y le sacó diez metros. Cabrera intentó pasarlo para entrar primero en el estadio, no pudo. "Al entrar en Wembley faltaban 450 metros para llegar y lo superé a Gailly cuando restaban 400." La multitud, de pie, vitoreaba a un tapado, Gailly se derrumbó en su último esfuerzo; apenas podía caminar. El inglés Tom Richard aprovechó el desfallecimiento de Gailly y ocupó el segundo lugar. Cabrera los había abatido por 17 segundos y 200 metros, respectivamente.
Buenos Aires vibró con ese triunfo. "Mi vida —aclara el ex bombero 1072— no cambió un pepino." La Fundación Eva Perón, sin embargo, le regaló a Rosa Ledo (48), su esposa, una casa instalada (Anatole France 915, Sarandí), cuyo valor de entonces fue calculado por el propio Cabrera en 68.000 pesos. De bombero raso (900 pesos mensuales) fue ascendido a cabo (925 pesos). Cuando la ciudad le abrió su frenesí, al pisar la planchada del barco que lo devolvió con su hazaña y le mató sus nostalgias, Cabrera traía, apenas, un manojo de monedas en el bolsillo derecho de su pantalón. "La gente dijo muchas cosas —aclara—. Yo llevé a Inglaterra 900 pesos, producto de una colecta que me hicieron en el Cuartel Central de Bomberos. Ocho días después de llegar a Buenos Aires; le tuve que pedir 100 pesos prestados a un cuñado mío, Juan Lento, dueño de un puesto de verduras en una feria de Flores." ,
En 1955, Cabrera, nacido en Armstrong, un pueblo santafecino de 5.000 habitantes, abandonó su oficio de bombero. Ya había comenzado a estudiar educación física y a ella se dedicó íntegramente. Ahora, a los 49 años, pesando 75 kilos, macizo y ágil, padre de dos hijas (Ilda Noemí, 22, y María Eva, 19), se agobia con jornadas que llegan siempre a las catorce horas. Tiene seis empleos ("Un pucho de aquí, otro pucho de allí"), pero no confiesa lo que gana. El temor de casi todos lo invade: los réditos. Es su única discreción. Entre sonrisas, no oculta su hasta ahora sostenida simpatía política, magnetizada en un solo nombre: Perón. "Yo no tengo por qué ocultar nada —remata—; a mí me gusta la gente que habla de frente."
13 de agosto de 1968
PRIMERA PLANA

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Delfo Cabrera

 



 

 

 

 

 

 


Delfo Cabrera
El día de la consagración olímpica

 

 

 

 

 

 

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