Revista Siete Días Ilustrados
01.10.1973 |
A poca distancia de la Capital Federal, una de las mayores ciudades
del mundo, se vive un clima de miedo permanente, causado por una ola
de asaltos y violaciones. En sus calles impera una extraña ley de la
selva, donde se mata o se muere
algo así como un simple, estremecedor acto de rutina. Un espanto
cotidiano donde la vida cuelga de un hilo y la muerte solo se
encuentra separada de ella por un tabique más delgado que una
hostia. Todos los días el azar se instala en las calles del Gran
Buenos Aires y el ruido de las pistolas se convierte en juez y
verdugo. Lo Cierto, en todo caso, es que el delito se ha
transformado allí —por fuerza de las circunstancias— en un espinoso
problema que altera el ritmo normal de un conglomerado urbano que
supera los 6 millones de habitantes. Es que más allá del cinturón
formado por la Avenida General Paz ha florecido una suerte de
far-west donde impera la ley del revólver. Desde hace dos años, por
ejemplo, viajar en cualquier tren nocturno es una auténtica
aventura: varias bandas de pistoleros inauguraron la moda de asaltar
los convoyes desvalijando a los confiados pasajeros sin que la
adelgazada policía ferroviaria pueda impedirlo. Pero eso no es todo.
Apenas hay sectores de la actividad humana que se salven, en esos
lugares, de ser víctima de asaltos o atentados. En Wilde —localidad
apodada "capital del delito"— hasta una escuela primaria fue
saqueada siete veces en el término de un año.
Impotente para hacer frente a esa encrespada ola delictiva, la
policía de la provincia de Buenos Aires cuenta con sólo 20 mil
efectivos. Un magro contingente si se tiene en cuenta que en los
primeros 6 meses de 1973 se produjeron, en esa vasta, desprotegida
zona, más de 23 mil atentados centra la propiedad, 5 mil de los
cuales fueron asaltos a mano armada. En un sector cercano a la
Capital Federal, el partido de La Matanza, por ejemplo, hay una sola
comisaría por cada 250 habitantes.
En muchos sitios no quedan negocios que no hayan sido asaltados por
lo menos una vez. Algunos lo fueron en más de 30 oportunidades;
otros, dos o tres veces en un mismo día. Gran cantidad de mujeres ya
han desistido de salir de noche, lo mismo que las parejas de
enamorados. Las consecuencias económicas de tal depredación son
escalofriantes. De acuerdo con las estadísticas policiales, el
promedio de dinero robado en cada golpe de este tipo, es de
alrededor de 100 mil pesos viejos. El número de delitos cometidos
por día, trepa a 150. Se estima que el total recaudado por los
maleantes llega — término medio— a 450 millones de pesos mensuales.
Los expertos aseguran que ese promedio no decae, y que, desde hace
dos años, tiende a incrementarse.
Pero ése no es el único andarivel por el cual transita el problema
de la delincuencia en el Gran Buenos Aires: también se trasforma en
verdadero dilema social cuando se considera él aspecto humano, las
consecuencias individuales de tan prolongada tensión e inseguridad.
En ese campo no existen las estadísticas y por más minucioso que sea
un relato es muy difícil que pueda llegar a reflejar, por ejemplo,
el drama del vendedor que tiene que trabajar con un revólver en la
mano, en constante vigilia, o de la inocente ama de casa que es
palpada de armas cada vez que entra a la panadería o a la
carnicería. Además, muchos comerciantes enhebran una queja
elocuente: la mayor parte de las inasistencias del personal o los
retiros antes de hora, se deben a ataques de nervios provocados por
falsas sospechas de asaltos.
Cuando se pretende profundizar en las soluciones se descarna otra
cara de la realidad: mientras que la población del Gran Buenos se
duplicó en los últimos 15 años, los efectivos policiales se
mantuvieron casi en el mismo nivel. Así, para 1972, se calculaba un
déficit de 14 mil policías en toda la provincia de Buenos Aires.
Para eliminarlo, habría que duplicar o triplicar el actual
presupuesto de la repartición bonaerense, algo que puede
considerarse como una utopía. Quedan, entonces, librados a su propia
suerte, tos habitantes de esas castigadas zonas. Sus padecimientos,
su indignación y el ingenio desplegado para soportar la ola de
delincuencia se parecen a una delirante novela policial.
CHICAGO AL CAPONE & DILLINGER
Carlos Montanari, dueño de una pinturería y ferretería modestamente
surtida, cansado de ser asaltado mantiene cerradas las puertas de su
local, en Morón. Con un portero eléctrico abre sólo a aquellos que
se identifican y pueden ser honestos clientes. El 24 de agosto, a
las 4 de la tarde ese método le falló: un hombre con el típico
atuendo de pintor, con manchas de mil colores en su gastada
chaqueta, se acercó a la puerta vidriera enarbolando una lata de
pintura, aparentemente vacía. No había dudas y Montanari abrió.
Cuando el supuesto cliente se acercó al mostrador (mientras
preguntaba, "¿tiene de esta pintura?") extrajo del interior de la
lata un pesado revólver. Así, el desesperanzado CM, además de perder
50 mil pesos viejos, comprobó que las soluciones individuales y más
o menos ingeniosas ya no alcanzan.
Algo parecido ocurrió en una farmacia de la calle Rodríguez Peña, de
Santos Lugares. El dueño, luego de 10 asaltos, optó por atender —sea
de día o de noche— por la mirilla de la cortina metálica de su
comercio. Todo fue bien hasta que llegó un hombre de aspecto
desesperado trayendo en brazos a su mujer, víctima — según dijo— de
"un ataque de baja presión". Cuando el humanitario farmacéutico
después de franquearles la entrada se disponía ya a aplicar una
inyección a la enferma se encontró encañonado por dos pistolas de
grueso calibre. Aunque se llevaron poca plata, la cantidad de drogas
robada fue considerable.
Los casos mencionados son sólo algunos de los que circulan de boca
en boca en los 46 partidos que componen la zona más expuesta a la
acción de los bandoleros. Es que, tal vez como uno de los pocos
recursos ante la desoladora realidad, el consuelo de, saber que a
otros les pasó lo mismo parece gratificar a las víctimas. Surgen así
las anécdotas, los cómputos y se establecen, claro, los récords. La
lista de los sectores más castigados en los últimos tiempos está por
Lomas de Zamora, cuyos ocho destacamentos policiales reciben entre
20 y 30 denuncias diarias de asaltos y robos en la vía pública.
Dentro de los comercios minoristas el que se lleva las palmas en ese
sentido es la estación de servicio Colombo, en la esquina de las
avenidas Mitre y San Martín, de Munro: fue asaltada 32 veces.
"¿Qué quiere que hagamos? —se resigna el propietario de la
gasolinera—, hay que aguantar. Habían puesto un policía en la
esquina pero lo balearon y chau. A mi hermano ya lo asaltaren tres
veces caminando la media cuadra de distancia que hay entre su casa y
la parada del colectivo. Y a él lo afanaron de día. Por lo menos,
aquí lo hacen entre las dos y las tres de la mañana". Mario Colombo
(21, dueño de la estación de servicio) no se muestra tan desalentado
curiosamente ante esa racha de asaltos: "Después de los primeros
aprendimos y ya no nos pueden llevar más de 10 mil pesos: pusimos
una caja fuerte con un buzón y los empleados del turno nocturno
tiran la plata en él después de cada despacho. Así, a lo sumo, los
agarran con la última venta y el cambio chico. De otra manera, no
había solución. Además, ¿qué se gana con indignarse?"
Esta filosofía parece generalizarse. Francisco Asiancio (47, sereno
del comercio) se resigna: "Si uno no se resiste, ellos nunca le van
a hacer nada. Se lo digo por experiencia, a mí me asaltaron ya tres
veces. La última fue el 21 de junio, cuando cuatro tipos bajaren de
un Torino blanco que tenía una foto bien grande de Perón pegada al
parabrisas". Una gráfica interpretación de esa supuesta entrega de
la población a los embates delictivos es la que brinda Antonio
Marzano, gerente de la Cámara Empresaria de Vicente López: "¿Qué va
a hacer uno? Si ya todos estamos cansados de efectuar las denuncias
y no pasa nada. Ahora, los vecinos directamente se evitan las
molestias de los engorrosos trámites policiales. Simplemente, todos
tratarnos de andar con poca plata en los bolsillos. La gente toma
los robos como una cosa más, de todos los días. Le aseguro que ésa
es la única manera de no desesperarse o volverse locos".
Otro de los casos records es el que padeció el negocio de artículos
para el hogar Las Malvinas, de Florida: el lunes 10 de septiembre
fue asaltado dos veces; a las 12.30 y a las 18. "La primera de
ellas, aunque robaron dos millones y medio, producto de las ventas
del viernes y sábado, fue más o menos tranquilo, ya que los
asaltantes actuaron correctamente. Pero cuando a la tarde se
metieron otros tipos con revólveres en mano, casi me muero. ¿Otra
vez?, les pregunté mientras me dejaba caer en un sillón. Había 500
mil pesos en la caja, pero ellos querían más. Insultaban y pegaban.
Desvalijaron a los clientes que había en ese momento y esperaron
durante media hora a que entraran otros. Les sacaron todo. Se fueron
porque una chica empezó a gritar presa de un ataque de nervios",
relata su propietario. Ahora, Las Malvinas se ha convertido en otro
de los ya típicos lugares en que "estudian" a sus clientes: el
redactor y el fotógrafo de Siete Días fueron minuciosamente palpados
de armas por un severo agente antes de poder ser recibidos por el
dueño.
ORGANIZAR, MOVILIZAR, COMBATIR
Tan precaria situación, es lógico, enciende las iras de muchos
vecinos que no se resignan a esa alteración cotidiana de la paz. Los
reclamos a la policía no dan resultado alguno y varias voces
articulan coros de protesta. Por ejemplo, el mensuario Vicente
López, que circula en la localidad homónima, en un editorial
titulado "Bajo la férula de la delincuencia", se indigna: "Este
clima da terror nos lleva al Chicago cinematográfico de los Capone y
de los Dillinger; ahora la realidad entre nosotros supera la
historia y la leyenda extranjera: hoy la víctima puede ser
cualquiera de nosotros, en cualquier momento y lugar. Sólo falta que
se distingan por su divisa y que griten en la noche su slogan
sangriento para que tengamos la imagen rediviva de la mazorca".
Sin embargo, todo indica que la corriente actual lleva a que los
vecinos creen sus propias organizaciones armadas para combatir el
delito. Así lo han resuelto ya varias asambleas vecinales de General
Pacheco, Olivos, Villa Fiorito, Florencio Varela y villas de
emergencia de otros diez partidos. De esa manera, por turnos, los
vecinos vigilan, hacen rondas y, en algunos casos, se toman justicia
por sus propias manos. Así ha ocurrido en Olivos, la noche del 8 de
septiembre, en la que una de esas patrullas vecinales sorprendió in
fraganti a un individuo mientras asaltaba a una pareja. "No le
preguntamos el nombre. Tampoco nos interesó. Simplemente empezamos a
pegarle puñetazos y patadas hasta cansarnos. Después lo dejamos ir,
casi arrastrándose. No lo denunciamos, ¿para qué? Ya él se encargará
de avisar a sus compinches que en Olivos la cosa se está acabando",
se jactó un integrante de esos grupos, comerciante que, por temor a
represalias de la policía y de los ladrones, se negó a dar su
nombre.
En Vicente López los empresarios reunidos el día 5 de septiembre en
asamblea decidieron elevar un petitorio a las autoridades nacionales
y provinciales. En él, además de exigir mayor vigilancia y mejor
pago a líos efectivos policiales, solicitaron autorización para
Integrar un cuerpo de vigilancia y represión del delito compuesto
por personal retirado de las fuerzas de seguridad. Dicho organismo
sería pagado por los propios vecinos. Completando esas iniciativas
barriales, se proyecta, ahora, una reunión de representantes de los
distintos organismos vecinales que ya han decidido tomar la justicia
en sus propias manos, para integrar algo así como una Confederación
Antidelito, una especie de resurrección del Somatén catalán.
Entusiasmados vecinos enumeraron a los periodistas de Siete Días las
bondades del mencionado Somatén. Sus integrantes, autorizados a
portar armas, son miembros destacados de la comunidad. Cada grupo de
civiles, en Cataluña, era controlado por un oficial del Ejército. Su
auge a principios de siglo fue tal que finalmente fueron reconocidos
por el propio Estado como celosos guardianes del orden público.
En Villa Fiorito se da otro ejemplo de las formas que asume la
reacción popular contra el delito. La barriada es un conglomerado
urbano de casas chatas, humildes, en donde habitan más de 120 mil
personas. Luego de las 8 de la noche, el lugar se convierte en una
verdadera jungla, donde los hombres se recelan como si fueran
auténticas fieras. En los primeros días de agosto, la ola de delitos
alcanzó uno de sus picos máximos, dando origen a la creación de la
Comisión de Vecinos Pro Defensa de los Habitantes de Villa Fiorito.
En la cresta de esa ola, un hecho en particular causó indignación:
el asalto cometido contra el doctor Rubén López Cabanillas, médico
dedicado a la atención de gente humilde y presidente de la Unión
Cívica Radical, de Lomas de Zamora.
"A eso de las doce de la noche —relata el propio RLC— vinieron a mi
casa tres hombres trayendo a una mujer herida, que sangraba por la
espalda. No bien abrí la puerta, me encañonaron y me dijeron que era
un asalto. Despertaron a mi mujer y a mis dos hijitas y empezaron a
empaquetar las cosas de más valor. Cuando yo creía que la odisea
terminaba y que ellos ya se irían, me obligaron a curar a la chica
que, efectivamente tenía un balazo en la espalda. Como les dije que
había que internarla, se pusieron furiosos y me empezaron a golpear
hasta quedar sangrando. No entendían razones: querían que yo curara
a su amiga allí mismo. Rompieron Vitrinas, vidrios, jarrones,
muebles, en fin, todo lo que encontraron a su paso. Después,
tranquilamente, se sentaron y pidieron que les preparáramos comida.
Estaban drogados".
El relato del doctor López Cabanillas adquiere por momentos
características alucinantes. Los maleantes acababan de cometer otro
asalto y, para aventar todo peligro, querían quedarse dos o tres
días en su casa. "No sé cómo los convencí de que lleváramos a la
chica a un senatorio de Villa Alsina. Allí pude contarle a
un médico amigo lo que me estaba pasando. El avisó a la policía.
Para colmo, dos de los asaltantes se habían quedado en casa con mi
mujer y mis hijos como rehenes. La chica herida y el muchacho que me
habían acompañado al sanatorio se rindieron enseguida, pero los dos
que se quedaron en mi casa se resistieron a pesar de estar rodeados
por más de 25 agentes. Cuando quisieron escaparse por los fondos,
fueron abatidos por una ráfaga de ametralladora. Allí terminó la
odisea".
Tres días después, en protesta por la falta de protección, los
comerciantes de Fiorito, Lanús Este y Villa Caraza, bajaron las
persianas de sus negocios. A partir de esa manifestación, las
autoridades prometieron reabrir el destacamento policial de la zona,
cerrado desde hace varios años. Sin embargo, y luego de un estudio
de posibilidades, la policía de la provincia acercó una solución que
si bien no es completa, no deja de ser novedosa: un ómnibus
convertido en destacamento ambulante circula durante las horas de
mayor peligro por las calles de Villa Fiorito, con tres agentes y un
suboficial a bordo. "De todas maneras —concluye RLC— los delitos
siguen a la orden del día y pasará bastante tiempo antes que los
vecinos recuperemos la confianza". Eso explica, por cierto, que
ningún médico atienda a sus pacientes después de las 10 de la noche.
No obstante, todos los años se denuncian más de 270 mil hechos
delictuosos en el Gran Buenos Aires. Pero si se considera la gran
cantidad de casos no denunciados se llega a una cifra que oscila en
los 300 mil. De acuerdo con los guarismos ofrecidos por el Registro
Nacional de Reincidencia y Estadística del Ministerio de Justicia de
la Nación, aproximadamente el 49 por ciento de los mismos son
delitos contra la propiedad. Sacando una simple cuenta, el promedio
para todo el país es de un delito contra la propiedad cada tres
minutos. Si se tiene en cuenta que en el Gran Buenos Aires se
registra el mayor porcentaje de asaltos y que en esa zona se
concentra la quinta parte de la población total del país, se
advertirá hasta qué punto la falta de protección de las personas
puede adquirir características dramáticas.
Sin embargo, algunos prefieren explicar las causas de semejante
catarata de delitos apelando a factores de orden social. Por ejemplo
el comisario Santiago Macaluse, a cargo de la seccional Bánfield,
brinda su propia interpretación: "Es la falta de trabajo, las
necesidades de los jóvenes de esta época, que quieren abarcar más de
lo que pueden, lo que los induce a conseguir sus propósitos a costa
de cualquier precio.
Hay quienes opinan que las recientes conmutaciones de penas
agravaron la situación. Yo prefiero pensar que todo esto es fruto de
una sociedad en decadencia.
El empresario Antonio Marzano, sin embargo, centra la mayor parte
del problema en la falta de vigilancia. "En nuestra zona —se queja—
existen gran cantidad de embajadas y se domicilian funcionarios,
dirigentes gremiales y ejecutivos importantes. Todos ellos quieren
protección policial. Para colmo, las disponibilidades de personal se
agotan con la Quinta Presidencial de Olivos y la residencia del
teniente general Perón". Y es justamente el candidato presidencial
quien a comienzos de mes recibió una carta en la que la Cámara
Empresaria de Vicente López le pide que reduzca su guardia
permanente para que haya más agentes disponibles para reforzar "la
vigilancia de una población prácticamente inerme frente a bandas de
asaltantes". Luego de reseñar la ola de delitos la carta concluye
con una justificación: "En estas penosas circunstancias nos ha
parecido lo más natural pedir a quien como usted está en tan alta
posición para que nos ayude en este enfrentamiento entre las fuerzas
morales y el delito".
Pero los atentados contra la propiedad individual adquirieron la
semana pasada un matiz inesperado: dos jóvenes, simulando ser socios
de la institución, asaltaron las instalaciones del Club Atlético
Temperley, llevándose casi 2 millones de pesos que correspondían a
la recaudación del partido sabatino. El hecho de tratarse de un club
de fútbol y la hora inusitada para la realización del atraco —las
9.30 de la mañana— muestran hasta qué punto la racha delictiva,
lejos de decrecer, amenaza con extenderse a todos los sectores
sociales. El gerente del Temperley, Luis Marzábal (63), eleva su
protesta: "Se aprovechan ahora, que el club marcha segundo en el
campeonato de Primera B y hace muy buenas recaudaciones. Yo no sabía
qué hacer. Me temblaban las piernas y las manos. La operación habrá
durado unos minutos, pero a mí me pareció una eternidad".
La policía se queja de falta de elementos, los comerciantes ven cómo
audaces, impunes delincuentes se llevan sus ganancias y las mujeres
tiemblan cada vez que deben salir a la calle de noche. Un singular
clima de terror recrudece día a día en todos los rincones del Gran
Buenos Aires. Los más decididos se organizan para tomarse justicia
por sus propias manos (algo que sólo compete al Estado), mientras
los ladrones — metódicos— desvalijan cuadra por cuadra de las
grandes avenidas. Muchos no pueden entender que eso ocurra en 1973,
en las afueras de una de las ciudades más grandes del mundo.
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