¿Pena de muerte en la Argentina?

"¡Tiren las armas; yo les garantizo la vida!" Fue en vano que —en la madrugada del martes pasado— el Juez Víctor Sassom se desgañitara, megáfono en mano, exhortando a cuatro pistoleros rodeados por una treintena de policías. Amparados en cinco rehenes —la familia Del Carlo y su personal de servicio—, los maleantes sólo se rindieron después de un feroz tiroteo alrededor de la finca asaltada, vecina a la residencia presidencial de Olivos.
El episodio provocó sobresaltos a los generales reunidos con el Presidente Onganía y a los periodistas que velaban el cónclave militar; también reveló que la ya dilatada y cruenta guerra que libran el hampa y la Policía redobla su virulencia. Un combate tan despiadado que obliga a un Juez de la Nación a correr en la noche para amparar vidas a las cuales no amenaza ninguna ley de pena de muerte sumarísima; claro que esta salvedad jurídica es una burbuja de aire para muchos delincuentes que equiparan el verbo entregarse con el suicidio.
"Esto empezó a ponerse bravo desde fines de 1955", confía el periodista Gustavo González (65 años, una hija), que no recuerda un período similar de violencia en los cincuenta años que lleva dedicados a la crónica roja. Esto, la guerra, acumula más de quinientos delincuentes muertos y decenas de vigilantes inmolados en batallas campales; pero, a la vez, el fragor de la lucha debilitó controles y generó una sensación de impunidad, que quizás explica la trágica cadena de equivocaciones que culminaron con la masacre de dos adolescentes en Florida y el asesinato del médico Julio César Brigante (ver Nº 268 y 279).
Las dimensiones exactas del fenómeno, su estadística de horror y los resultados que cosechó tanta severidad son desconocidos: es que el Jefe de la Policía Federal, general Mario Fonseca, abomina del contacto con la opinión pública a través del periodismo. Una aversión que multiplica las hipótesis venenosas y los malentendidos, aunque (y la reciente ola de asaltos bancarios lo demuestra) no frena el auge de la delincuencia.
"Antes de la revolución del 30 —reflexiona González, legendario jefe de noticias policiales en Crítica— había pocos pistoleros, y la boleta era casi desconocida." González fue testigo, en 1929, de una de aquellas excepcionales boletas (que significa matar, en el rico bagaje lunfardo del hampa). "Había un tal Alberto Juancho Morano, muy malandra —relata—, que lo tenía loco a un oficial de investigaciones. El policía se la tenía jurada, y por fin lo arrinconó en Chacarita; Juancho tiró el arma, pero no le sirvió de nada: lo liquidaron allí mismo. Llegamos al lugar con un comisario, el Jefe de Robos y Hurtos, y vi cuando agarraba la pistola de Morano y disparaba tres veces contra un paredón para simular un tiroteo."
Por entonces, Mate Cosido y Juan Tancarola, El Pampeano, desplegaban sus hazañas sangrientas por el interior; a su vez, Chicho Grande y Chicho Chico tenían organizaciones delictivas bien montadas. No faltó mucho para que Buenos Aires conociera el encono entre El Gallego Julio y Ruggierito y los alborotos que provocaban pistoleros extranjeros. El Gobierno Uriburu creyó poner fin a las tribulaciones decretando fusilamientos que, en resumidas cuentas, sólo aumentaron la cuota de crueldades y convirtieron a Severino di Giovanni y Paulino Scarfó en personajes de leyenda. Para justificar los pelotones se alegó que la Policía carecía de medios, que el sistema jurídico amparaba muchas veces a los delincuentes, auxiliados por abogados mañosos y, premisa básica, que "la letra con sangre entra".
Estos argumentos fueron desempolvados, hacia 1956, por quienes en voz baja justificaban el reguero de asaltantes muertos, especialmente en la provincia de Buenos Aires. Es que la masa de delitos sobrepasaba con holgura a los medios policiales; esta carencia se tornaba humillante respecto de los sueldos, y tuvo un dramático epílogo en la cadena de suicidios policiales desgranados a fines del año pasado (Nº 263). Pero, como en la década del treinta, lejos de amenguar en intensidad, la delincuencia sé tornó más violenta; paralelamente, el aflojamiento de controles sobre el personal y el sistema de 'omertá' que cubría todo con un manto de silencio impenetrable, tornó irascibles a los policías.
Un cortejo que acompañaba a tres camaradas caídos se ensañó, el 1º de julio de 1961, con el Congreso Nacional, donde funcionaba una comisión que investigaba denuncias de torturas; doscientos balazos que tapizaron las venerables paredes y un concierto de pitos testimoniaron la protesta policial. También que la violencia tomaba caminos peligrosos: "Al que le faltaba una bala le dieron diez días de arresto; pero, claro, tuvimos tiempo de reponer los cargadores", evocó H. S., por aquel entonces agente conscripto de la Comisaría 30ª que participó en la balacera parlamentaria.
Si algo faltaba para alertar sobre la encrucijada a que conducían los métodos drásticos, a mediados de 1962 un motín en el penal de Villa Devoto epilogó en un baño de sangre: nueve guardiacárceles fueron masacrados por los reclusos; pero la Ley del Talión fue aplicada con ventaja para los guardias, que eliminaron a quince presos. Diarios y revistas iniciaron una contabilidad macabra: "Cayó el número 17"; "Más bajas en el hampa"; "Otro bandido en la lista trágica"; "...Y van 35"; "Tres pistoleros menos"; "El hampa se sigue desangrando"; "En el año, Meneses bajó ocho pistoleros", computaban los titulares.
Es, precisamente, el jefe de Robos y Hurtos de entonces, comisario Evaristo Meneses, el arquetipo elegido por la prensa para exaltar el nuevo estilo policial. "El final de varios pistoleros de gran autoridad en el hampa obliga a que muchas bandas se desintegren", alardeó el mismo Meneses. Con ese epitafio, a los 52 muertos de 1962 se agregaron otros 12 en enero del año siguiente; en una sola jornada, el 14 de noviembre de 1963, seis maleantes fueron acribillados.
La escalada alcanzó su record en 1964, cuando la estadística de malhechores abatidos sumó 73 cadáveres; los dos años siguientes registran un suave declive que estabilizó el cómputo en medio centenar de muertos cada doce meses. En lo que va de 1968, unos veinte delincuentes sucumbieron bajo el gatillo policial.
En medio de tanta virulencia quedaron flotando algunos puntos oscuros como el trágico fin de Miguel Ángel 'Loco' Prieto y la matanza de Monte Grande, dos escándalos que motivaron un filoso título del trisemanario Así: "Algo huele podrido en la policía".
Prieto era uno de. los Grandes del hampa: con Jorge 'Rey del Boleto' Villarino, el precoz Oscar Langoni y 'Lacho' Pardo, integraban la constelación de estrellas de la delincuencia, cuyos fulgores eclipsó la rotunda eficacia de Meneses. El Loco había cosechado su fama en las crónicas policiales desde junio de 1964, un mes fatídico para la pesada (delincuentes que usan armas de fuego). El día 20 aparecieron muertos Alfonso Guido y Emilio Abud, dos notorios hampones; 48 horas más tarde, Luis Alberto Bayo les hacía compañía.
De inmediato, la Policía proclamó a Osvaldo Penone, Prieto y Adolfo Ocampo como los asesinos del trío; el 11 de agosto, Ocampo fue encontrado, pero no hubo confesión: dos balazos en el cráneo lo habían enmudecido para siempre. El mismo silencio guardaron Agustín Cavilla y Julio Fernández, lugartenientes de Prieto, también ultimados. Setiembre pareció el fin de la pesadilla: El Loco estaba en manos de la ley. Pronto se supo, sin embargo, que sus andanzas estaban emparentadas con dos suboficiales de la sección Robos y Hurtos, arrestados mientras recibían una suculenta extorsión.
El alboroto complicó también al cabo Jorge Rivero, pero resultó imposible aclarar bien el affaire: el 17 de enero de 1955, el cuerpo del Loco era una pira humana. "Intentó suicidarse en su celda", fue la explicación oficial; si esos propósitos existieron —algo que muchos dudan—, se trató sólo de una demora: tres días después Prieto murió en el Instituto del Quemado. "A mi hijo lo mataron ellos", sollozó la madre ante varios periodistas; no quiso ser más explícita. Un hermano del hampón también prefirió callar: "Si hablo aparezco flotando en el río", sé justificó.
Parecidos regueros de sangre festonearon a Monte Grande: el 26 de diciembre de 1964 se anunció que una comisión policial se había liado a balazos con un cuarteto de pistoleros. Tres perdieron la vida; el único sobreviviente, gravemente herido, habló y desató el escándalo. José Jorge, el turco, denunció a un Juez que los policías Oscar Ahumada, Trad Abraham y Antonio Díaz, con quienes mantenían una delictuosa vinculación, los citaron en un lugar apartado y, sin mediar palabra, los ametrallaron. Para el sargento Abraham, aquélla fue su última acción: ya acumulaba diez muertes en su foja de servicios.
"Toda esta violencia no termina con los delincuentes; por el contrario, los hace más despiadados, incluso por miedo", explica el penalista Isidoro Ventura Mayoral (53 años, dos hijos). El abogado sostiene que el Código Penal contiene los recaudos necesarios para luchar contra el hampa: "Todo depende de cómo se lo aplique. Además —dice—, hay que considerar que las consecuencias de estos métodos han afectado a muchos inocentes".
La lista de errores es lo suficientemente amplia como para justificar la aprehensión de Ventura Mayoral; los más espectaculares:
• El colectivero Juan Carlos Leiva (27), baleado el 2 de octubre de 1965 por tres policías. "Estaban custodiando una fábrica en conflicto y lo confundieron", fue la explicación.
• Un oficial de la Policía Federal, Ricardo Tadei, acompañado por el sargento José Cárdenas y otro colega, abatieron a Fructuoso Romero (24), un carnicero de Monte Chingolo, en febrero de 1966. Tadei había sido asaltado e investigaba por su cuenta; el comerciante —que recibió tres balazos— no tenía nada que ver con el hecho.
• A principios de este año, dos jóvenes, Carlos Alberto Rodríguez Fontán (16) y Luis Seijo (15) caen ametrallados por una comisión policial de la Comisaría de Florida. Los responsables alegaron que habían tomado a los menores por delincuentes prófugos.
• El viernes 2 de febrero, el obrero telefónico Ramón B. Ramírez recibió un disparo en el cuello; un policía lo baleó acusándolo de portar armas. El agente, procesado luego "por lesiones graves", tenía antecedentes similares.
• La señora María Elena Dama (27), con un embarazo de ocho meses, recibió una descarga de ametralladora del oficial Mario Gardelin, el 5 de marzo, en Lomas de Zamora. La comisión buscaba un delincuente y disparó sobre la puerta de la vivienda.
• Al intervenir en una reyerta, el 25 de abril, el agente Fausto Díaz Berastegui "disparó al aire". Fue en González Chaves, y falleció Felipe Alfredo Belén, mientras Lidia Raquel de Avellaneda quedó herida de gravedad.
• Juan Ángel Gauna es baleado, a principios de mayo, en un barrio de Santa Fe. Según la Policía, un agente trastabilló mientras lo perseguía —sin estar acusado de delito alguno— y se le escapó el disparo fatal, "Este no es un caso aislado", se enfureció entonces el cura párroco Osvaldo Silva.
• Un balazo en la nuca, tirado por el agente Pedro Alberto Galli, acabó con el médico Julio César Brigante (42); había cometido la audacia de asustarse ante un particular que empuñaba un arma.
Esta verdadera "psicosis del gatillo", la consecuencia más grave de la guerra desatada hace más de una década, parece ser el mejor argumento para encarar el problema de la delincuencia con métodos más racionales y modernos. Es el único camino para evitar que la lista trágica siga en aumento.
28 de mayo de 1968
PRIMERA PLANA

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Delincuencia en Argentina
A balazo limpio con el hampa


 

comentario: El Dr. Isidro Ventura Mayoral fué el abogado que representaba en ese momento, en que estaba proscripto, a Perón. Además de defensor de presos políticos y gremiales en aquellos años, fué el que representó a Perón ante el gobierno de Lanusse en el tema de la restitución del cadáver de Eva.
Héctor Álvarez

 

 

 

 


Ventura Mayoral, testigo González, víctimas Brigante, Rodríguez Fontán, Seijo y Gauna

 

 

 

 

 

 

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