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Un fútbol de psicólogos en 1965

 

 

 

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Navarro y Rojas

Cesarini, Giudice,Pedernera, García Pérez

Cucchiaroni, Ruiz, Zubeldía, Palma

 

 

Cuando ese mediodía llegó a La Candela, en los contornos de San Justo, la noticia del accidente de Adolfo Pedernera, la pesadumbre ahogó al plantel de Boca Juniors, concentrado allí, a la espera del momento en que disputaría con Independiente su opción a dirimir la final por la Copa Libertadores de América. El accidente del estratega boquense no perturbó los planes tácticos del equipo, ya elaborados, pero amedrentó a los jugadores, los sumió en el desconsuelo.
Hacia el anochecer, la excitación que produjo el accidente había copado cada intersticio de la afición futbolística y competía, en Buenos Aires, con el estremecimiento suscitado por Alexei Leonov, el astronauta soviético. Una recorrida por las cantinas de la calle Necochea, en el barrio de la Boca, calibró la dimensión de cada impacto: la vida de Pedernera insumió todas las expectativas. Para Alberto Armando, presidente de Boca, que transitó su impaciencia a lo largo de los corredores de la clínica donde Pedernera quedó internado, en la calle Lautaro, "su presencia es un factor psicológico indispensable para el rendimiento del conjunto". A su lado, Aristóbulo Deambrosi (director técnico de Boca, cuñado de Pedernera) asintió, lloroso: "¡Su presencia! Allí donde vaya, Adolfo es el patrón."
Paradójicamente, el accidente contribuyó a desembozar la identidad de virtudes que convierten a los estrategas del fútbol en las grandes estrellas de cada equipo; un endiosamiento que hasta ahora en el país, y tal vez en todo el mundo, merece más rechiflas que aplausos, un promiscuo coronar y descoronar de testas: este año, por lo menos nueve de los dieciocho equipos que competirán en el torneo de 1ª A de la AFA contarán con un nuevo director técnico; el año pasado, once de los dieciséis clubes participantes renegaron de su dirección técnica a lo largo de la campaña. River, a la cabeza de ese ranking, cambió cuatro entrenadores en nueve meses.
Obviamente, la función de un director técnico es sentar las bases sobre las que se moverá un equipo dentro de la cancha; antes, digitar la alineación de ese equipo. Pero para sondear el origen de su fugacidad (una fugacidad que convierte, a la profesión de técnico futbolístico en la más inestable del mundo) conviene escarbar en la pretensión de los dirigentes, atrapados entre el exitismo y la pared: a principios del 64, Racing se nutrió de costosas adquisiciones —César Menotti, Dorval Rodrigues, Daniel Bayo, Luis Maidana; en total, una erogación de alrededor de 40 millones de pesos, más otros 50 millones en obras sociales—, cuyo bajo rendimiento desencadenó una tempestad sobre su director técnico, Néstor Rossi, separado de su cargo a mediados de temporada. La aureola de Rossi no bastó para conjugar una fuerza que contentara a los fanáticos racinguistas, incluidos sus dirigentes. El vozarrón de Rossi infundía pavor, pero no cohesión.
A principios de este año, en los corrillos de la, AFA se tuvo la sensación de que para la temporada 1965 los dirigentes ensayarían una nueva variante: la búsqueda del hombre que sabe comprender a los jugadores, que es capaz de manejarlos fuera y dentro de la cancha, antes, durante y después de los partidos. El jueves 18, las contusiones que pusieron en peligro la vida de Pedernera ratificaron las bondades de la nueva estrategia: al parecer, es preciso que los futbolistas admiren a su director técnico, que lo respeten por lo que representa tanto o más que por lo que sabe.
Para Ricardo Soriva, presidente de San Lorenzo, Nicolás Palma corporiza esas cualidades. Sobre la base de un conjunto pergeñado por José Barreiro (ahora en Nacional de Montevideo), Palma intuye un panorama sin demasiadas complicaciones: la segunda rueda del campeonato AFA-64, en la que San Lorenzo se erigió en el equipo más contundente, y una reciente gira de 45 días por cinco países americanos (sólo 3 derrotas en 12 presentaciones; 20 goles a favor, 14 en contra) abroquelan al flamante director técnico en un juicioso optimismo. Alineado junto a los intuitivos, espera capear su inexperiencia insuflando confianza a un plantel acaso excesivamente joven, todavía inmaduro, y por eso proclive a las depresiones.
El beneplácito con que Palma acogió la más costosa y más problemática transferencia de pretemporada —la de Alberto Rendo, adquirido en principio a Huracán en 11 millones de pesos y el traspaso de tres jugadores— prueba que, en su concepto, la alteración del orden de los factores redundará en un fútbol práctico, menos chisporroteante del que pretenden los vanguardistas Veira y Arean, apoyado sí en la sensatez de Albrecht y Rendo, y en la rústica sobriedad del capitán Páez. "Persistiremos en el 4-2-4, pero habrá que convencer a los jugadores; de que no son máquinas aferradas a un solo planteo", explicó Palma a PRIMERA PLANA, en medio de un entrenamiento en el que "estoy tratando de conocerlos un poco mejor", porque Palma no compartió la gira de San Lorenzo. Pero ya ha visto lo suficiente para convencerse de que algunos futbolistas de su plantel carecen de una apropiada conformación física; "Algunos no saben respirar ni pararse, y juegan en primera división." 
Su perogrullesca conclusión de que "el fútbol es, en última instancia, goles" representó una constante fe través de la requisitoria con que PRIMERA PLANA ametralló la semana pasada a otros siete preparadores técnicos de primera división; pero en el caso de Palma, más cabalmente que en los demás, se advirtió una propensión a palpar el Campeonato antes de introducir serias modificaciones. Sus recomendaciones giran, por ahora, en dotar de mayor velocidad al conjunto, convencido de que la habilidad personal y la ductilidad del futbolista argentino, "enamorado de los chichecitos", conspiran contra su eficacia. Un equipo sin relumbrones, "integrado por hombres que jueguen al toque y hablen un mismo idioma, como Atlanta", constituye su punto de mira.
Ese europeizado Atlanta, el más fértil vivero de cracks en los últimos cinco años (vendió a Errea, Artime, Alberto González, Gatti, Carone, Bonczuk, Mario y Carlos Griguol), es obra de la rígida disciplina impuesta por Osvaldo Zubeldía, quizá el más discutido y presuntuoso de los directores técnicos argentinos. Atlanta inauguró, en la era del fútbol-espectáculo, la tendencia a urdir un juego artesanal y poco vistoso, sobre la base de la transpiración colectiva y un permanente rotar de posiciones. Con la vista puesta en el score y sólo en el score, Zubeldía ancló por fin en Estudiantes de La Plata, hace tres meses, después de un año de inactividad (que ocupó escribiendo un libro), en donde espera otorgar al cuadro un esquema de juego "bien definido". Es casi un desafío que Zubeldía se plantea a sí mismo: "Nosotros impondremos nuestro estilo; procuraremos que sea nuestro rival quien se vea precisado a contrarrestarnos, y no al revés."
Es indudable que Zubeldía (creador del flexible 2-2-2-2-2) se propone revivir en Estudiantes su experiencia de Atlanta, "el equipo que más me entusiasmó, fuera del River de 1942", y su parsimonia se diluye, apenas lo razón los dardos de sus detractores: "Eso de que yo predico un fútbol destructivo es mentira"; pero predica un fútbol de sacrificio y no tolera que un jugador se luzca en desmedro del rendimiento del conjunto. "El individualismo es el principal vicio del jugador argentino", una golosina nociva que se saborea en los potreros y en las divisiones inferiores, que forma parte de la idiosincrasia del fútbol argentino, "jugado al pie, con gambeta cortita y pases de medio metro", pero que habrá que desterrar de la primera división, "donde lo único que cuenta son los resultados".
Es posible pronosticar que en 1965 se verá un fútbol más elástico, desatado del ritual de las fórmulas estrictas, porque, en general, los entrenadores parecen haber vuelto sus espaldas a los planteos que no se ajusten a la modalidad del conjunto, a su temperamento futbolístico. Es posible que los entrenadores se introduzcan en la mente de sus pupilos, antes que en sus músculos, para rescatar lo aprovechable de su inspiración. En todo caso, es lo que se proponen José García Pérez, en Racing, y Ernesto Cucchiaroni, en Huracán, debutantes en su función, después de una dilatada trayectoria como jugadores.
Uno y otro afrontarán la responsabilidad de resucitar rancios prestigios: los que Racing cosechó en las antesalas del fútbol profesional (antes de 1931) y durante tres temporadas, a partir de 1951, cuando el terceto Méndez-Bravo-Simes iluminó las canchas con su contundente plasticidad; los que ganó Huracán en tiempos de Herminio Masantonio y, hace 20 años, en los albores de Alfredo Di Stéfano. Mientras García Pérez cree que los sistemas europeos no tienen aplicación en el fútbol argentino, Cucchiaroni (ocho años en Italia) se apoyará en ellos, y básicamente en el 4-2-4, "el arma secreta con que Brasil ganó el Mundial de Suecia, en 1958, y que todavía está en plena vigencia". Pero uno y otro renegarán del estático conformismo de los cerrojos defensivos: "En este país todos nos tiramos a ganar, ¿por qué no en el fútbol?", propuso García Pérez, exacerbado por el éxito obtenido hace quince días en un partido de práctica ante Vélez, en el que Racing se paseó recuperado de las cojeras evidenciadas dos meses atrás frente al seleccionado 'checoslovaco, la vez que cayó 3 a 0 en River. "El excesivo celo por evitar goles, antes que por hacerlos, es producto de la mercantilización del fútbol; un flagelo que ahora irrita a los italianos", reconoció Cucchiaroni, preocupado por salir de un atolladero en el que se debate todo Huracán por culpa de una flaca tesorería. "Me falta un 5, un 8, un 9, un 10." Hace quince días, dos mil adictos huracanenses se concentraron frente a la casa de Rendo a rogarle que cancelara su pase.
La más grande diferencia entre Cucchiaroni y García Pérez estriba en que García Pérez está resignado a soportar el éxodo de sus mejores jugadores para aliviar los padeceres económicos de Racing, no menos angustiosos que los de Huracán.
En el otro polo, Vélez Sársfield transita bucólicamente un prado florecido; pero José Amalfitani, su presidente vitalicio, demuestra poca preocupación por reforzar su plantel futbolístico. Después de una gira por el norte argentino (4 triunfos, una derrota), el director técnico Jorge Ruiz esperaba que, contra Racing, su equipo luciera, por lo menos, los atributos de la cohesión, "pero Daniel Willington y Rubén González (ex Nacional de Montevideo) dialogan entre sí un idioma que los demás no entienden", gráfico un irritado directivo. En medio de la incertidumbre, Ruiz sólo atina a bosquejar un plan autóctono ("Soy ofensivo; si radicáramos aquí las tácticas europeas, mataríamos la esencia de nuestro fútbol"), mientras descubre que a sus jugadores les falta personalidad para sobreponerse a los traspiés, y atisbos de irresponsabilidad profesional amenazan desbaratarlo todo.
Esa irresponsabilidad, que a menudo estalla fuera del perímetro de la cancha, encaminó a los directores técnicos hacia una nueva política: el paternalismo. "Los jugadores tienen fama, pintita, dinero, y usted sabe cómo son las mujeres", previno Manuel Giudice, a quien el presidente de Independiente, Herminio Sande, adjudicó, como primera virtud, la de ser "un padre para los muchachos". Y lo es: "Preferiría ver el partido desde la tribuna —explicó Giudice a PRIMERA PLANA—, pero sé que los muchachos me buscan en el borde de la cancha cuando las cosas no salen del todo bien." Amigo de enclaustrar a los jugadores tres o cuatro días antes de cada partido importante, cuida más por preservar el 'esprit de corps' y el estado atlético de sus dirigidos que por suministrarles nuevas teorías. Ese esmero lo decidió a aconsejar el alejamiento del delantero Pedro Prospitti, tal vez el jugador mejor dotado de su vanguardia; en cambio, propició el advenimiento de Roque Avallay, Nº 9 del seleccionado mendocino, y del uruguayo Ricardo Pavoni, marcador de punta.
El año y medio en que Giudice preside el plantel fue tiempo sobrado para que Independiente se remontara a una cima no hollada por otros clubes argentinos: "En 80 partidos perdimos sólo diez y somos subcampeones del mundo." Pero su última derrota, contra el Santos (en Caracas, 4 a 0), bastó también para borrar sus éxitos del año pasado frente a ese mismo rival (3 a 2 y 5 a 1, por la Copa de América) y para diluir sus aciertos más recientes, en Lima, Perú, donde disputó cuatro partidos sin caer derrotado. "La impaciencia gobierna al fútbol argentino —se quejó Giudice—; si se pierde, ¡zas!, bajan la caña al director técnico. Es casi una ley." Su paternalismo se vuelve filosófico cuando acepta el destino de los pájaros: sólo que en el fútbol es el director técnico quien, de pronto, debe emprender vuelo.
Otra paradoja: estrechamente vigilados antes de cada partido, la libertad de los jugadores de Independiente comienza no bien el árbitro da por iniciado el juego. Confía en la inspiración de sus jugadores, "me atengo a impartirles instrucciones para que el equipo resulte una verdadera amalgama" y a inyectarles, a los delanteros, el sentido del deber: "Porque en la Argentina, los delanteros no colaboran como sería necesario, no muerden en medio campo." Aun así, el acordeón santista (un plegarse y desplegarse de todo el equipo —ver PRIMERA PLANA Nº 124, pág. 63—) comienza a emitir, en Independiente, destellos armónicos. En un medio futbolístico en que se han nivelado las fuerzas ("Ocho equipos de la AFA pueden ser campeones"; no dio nombres), Giudice explicó la clave de la ventaja que sacó Independiente sobre casi todos sus contrincantes: "Prefiero los inteligentes a los habilidosos."
"Desgraciadamente, se dan más los habilidosos que los cerebrales." La frase engarza con el pensamiento de Giudice, pero fue pronunciada por Adolfo Pedernera, al cabo de una práctica en la cancha de Boca Juniors, dieciocho horas antes del accidente.
Bajo su dirección —o la de Néstor Rossi, su suplente—, Boca jugará el fútbol que puedan sus jugadores: "Yo me avengo a ellos, y no ellos a mí. Los estudio y trato de extraerles el máximo de provecho, imponiéndoles un mínimo de sacrificios. No puedo pedirles lo que no saben o no sienten." Las sutilezas que hace 24 años enhebró sobre el césped fueron reiteradas el miércoles 17, en rueda de jugadores y ante PRIMERA PLANA: "El secreto del éxito de un director técnico no consiste en adoptar o crear tácticas, sino en resolver un rompecabezas que consta de
once piezas. Su fracaso se debe, a veces, a que el director técnico no es un pedagogo y no sabe explicar qué es lo que quiere", admitió.
Con Alfredo Rojas (adquirido a Gimnasia y Esgrima de La Plata en 15 millones de pesos) y Oscear López (a Banfield, en 7 millones), Pedernera cree llegado el momento de transformar a Boca en un remedo del Real Madrid. El mejor equipo que vi en los últimos diez años"), por lo demás, un sueño voluptuosamente concebido por Alberto Armando, hacia 1962, cuando por fin la Copa de Campeones pasó a constituir la máxima aspiración de un club de fútbol y, consecuentemente, un brillante negocio (ver PRIMERA PLANA, Nº 119).
Descreído del fútbol de laboratorio ("En esto de hacer y evitar goles no hay nada nuevo; todas las tácticas las hemos agotado cuando todavía no usábamos números en la espalda"), Pedernera reconoce que las nuevas variantes responden a un afán por contrarrestar la mayor velocidad que se imprime ahora a los desplazamientos y que operó un fenómeno irreversible: el achicamiento del field. "Cuando un jugador recibe el balón, ya tiene al rival encima, lo cual obliga a un permanente correr y rotar de puestos."
Si los directores técnicos acabaron por desechar el pizarrón y aturdir a los jugadores con complicadas maniobras (el nivel intelectual de los jugadores es todavía muy bajo, en opinión de la mayoría de los entrevistados), y si optan por las mesas redondas y las lucubraciones colectivas, y por trasmitir confianza antes que miedo, se debe, seguramente, a que el fútbol de la AFA reniega de los alquimistas y sacerdotes e intenta comprender a sus actores. El fisiocrático laissez faire, laissez passer, abierto al fútbol, constituye el preámbulo de un flamante cartabón destinado a recuperar a decenas de miles de hinchas escépticos, "cansados de oír que somos los mejores del mundo, aunque no le ganemos a nadie", argumentó Renato Cesarini, flamante director técnico de River Plate.
Ninguno como él representa la tónica que imperará en el próximo campeonato; seguro de sí mismo, casi lapidario, numen verborrágico de una vieja, sempiterna doctrina ("El fútbol es un juego fácil, facilísimo; pero para jugarlo hace falta hombría, ¿me entiende? Necesito hombres antes que jugadores"), Cesarini cierra en River una elipse que abrió, con su alejamiento, hace siete años. Se propone corregir múltiples defectos: "Habrá que remodelar al fútbol argentino, porque los jugadores creen que jugar al fútbol es arrastrar la pelota. Están equivocados: el fútbol es sorpresa. ¿Que no? Fíjese: cualquiera puede, contrarrestar un ataque generado puntillosamente desde el fondo de la defensa, ¡pero vaya usted a desbaratar un contraataque!"
A nivel especulativo, Cesarini regirá los destinos del River-65, enseñando a sus jugadores a agazaparse antes de cada zarpazo, a servirse de los errores del antagonista y a adivinar la intención de sus compañeros. "Enseñaré a mis jugadores a ser psicólogos, porque sin psicología no hay fútbol", y tampoco lo hay, insiste, "cuando lo practican alfeñiques, mentales o físicos". Pero conoció a un alfeñique, Loustau, que era la excepción a la regla.
El Tano, como lo titulan a sus espaldas, crispa sus manos nudosas, sacude su cabeza y rasga con su ronquera el silencio aue se arrebuja en los vestuarios de River: "Quiero físicos privilegiados", clama, antes de embestir contra el mito del armador, "ese Nº 8 que no hace goles y que no tiene la culpa cuando se los hacen a su equipo; él está ahí, en medio de la cancha, un inútil". Después suspira: "Armadores eran Sastre, Moreno, Prado."
Tras su máscara de juglar, la satisfacción crepita en sus ojos acuosos: bajo su comando, River lleva jugados cinco partidos en la provincia de Buenos Aires, Río Negro y Córdoba; ganó los cinco y totalizó un score insólito: 17 goles a favor, uno en contra. "Este será un equipo de gente capaz", porque en River, promete, no habrá jugadores divertidos ("El que quiere divertirse, que funde su propio club"), ni sobradores, "de esos que cuando ganan, gozan, y cuando pierden, golpean".
"Ningún director técnico puede ya ser un analfabeto." Cesarini totaliza, a través de su euforia, una ansiedad innominada, proclive a la indiferencia o a los golpes de estado. Razones económicas son, siempre, las que empujan a los dirigentes del fútbol a probar otras puertas antes de sucumbir o ser demolidos, como Raúl Colombo.
A quienes recién entraron, vestidos de buzo azul, los inviste una consigna: modelar un fútbol inteligente. 

30 de marzo de 1965
PRIMERA PLANA-Página 64

Los psicólogos
La respuesta surgió de pronta: "Sí, está bien. Don Antonio es el presidente del club. Pero en los asuntos de fútbol mando yo, quedemos en claro desde el principio." Sin vacilaciones, Renato Cesarini (italiano, 58 años, soltero, ex equilibrista de circo, ex jugador de fútbol) puso fin al diálogo telefónico, y enfrentó al periodista.
River Plate ya conoce a Cesarini. De regreso de Italia (6 años jugó en el Juventus: 5 de ellos fue campeón) formó con Peucelle, en 1936, el ala derecha del ataque; en 1938, retirado como jugador, fundó en el club la Escuela de Fútbol y se inició como director técnico en 1939 ("Yo hice la Máquina"). El Juventus lo reclamó en 1946, y permaneció en Italia hasta 1948; después pasó por Banfield y Boca, para reincidir en River, como titular de la Escuela, desde 1950 hasta 1958. Entonces retornó para dirigir una de las mejores campañas del Juventus: desde 1959 hasta 1961, lapso en el que el equipo turinés fue dos veces campeón en el torneo oficial y ganó la Copa nacional. México lo tentó (el Universitario le ofreció y pagó 2.000 dólares mensuales) y voló hacia ese país en 1961; un compromiso afectivo —afirmó — lo hizo retornar a River, donde cobra 200.000 pesos mensuales, libres de impuestos; en caso de que su equipo gane el campeonato, embolsará un millón de pesos, y otro más si se clasifica vencedor en la Copa de América. Mientras recorre con parsimonia el campo de entrenamiento de Independiente, Manuel Giudice (cordobés, 47 años, dos hijos) memora sus tiempos de jugador, que arrancan en el aguerrido Huracán de 1939, atraviesan el legendario River de 1945 al 47, y culminan en Colombia, cuando el éxodo de 1951. Reinstalado en el país, vaciló mucho antes de aceptar la oferta de dirigir al equipo de Argentinos Juniors, en 1956. Desde ese entonces, sin interrupciones, pasó por Atlanta, Huracán, Nueva Chicago y Platense, para hacerse cargo de Independiente a mediados de 1963.
A la misma categoría de los silenciosos, de los retraídos, pertenece Adolfo Pedernera (porteño, 46 años, dos hijos). "Hombre orquesta" formado en River Píate (1933-46), al madurar se transformó en uno de los mejores centrodelanteros que pisaron las canchas argentinas, Pedernera pasó a Atlanta en 1947, a Huracán en 1948, y encabezó el éxodo de jugadores a Colombia, en 1949. Allí se produjo un singular vuelco en su carácter: el hombre incapaz de sujetarse a las directivas de otro se convirtió en consejero de sus colegas, en administrador del esfuerzo común. Además de dirigir al Millonarios de Colombia, comenzó a estudiar los problemas técnicos del fútbol, y en 1955 Nacional de Montevideo contrató sus servicios como DT. Pasó en 1956 a Huracán y en 1957-58 a Independiente.
Retornó a Colombia para dirigir al America hasta 1961, dirigió el seleccionado nacional colombiano en 1962, y regresó a la Argentina; al finalizar ese año se hizo cargo de Gimnasia y Esgrima de La Plata, y en 1963 fue designado "dictador" (según Alberto J. Armando) del departamento futbolístico de Boca Juniors.
Vehemente, pero no irreflexivo, José García Pérez (porteño, 43 años, dos hijos) es el más nuevo de los directores técnicos argentinos de equipos de primera división. Sus antecedentes —únicamente como jugador— cuentan con sólo una casaca ajena a la de Racing: la azulgrana de Tigre, donde jugó dos temporadas (1947-48). Su ciclo de permanente zaguero izquierdo en el club de Avellaneda se inició en 1938, junto a José Salomón, y se cerró en 1957, al lado de Pedro Dellacha.
Un poco más veterano que García Pérez, Ernesto Cucchiaroni (misionero, 37 años, casado) es el nuevo director técnico de Huracán. Pero su experiencia surge de las tardes de 1964, en las que hacía una pausa en su casi permanente búsqueda de dorados, sobre el Paraná, para asesorar "a los muchachos del Mitre, de Posadas". Después de jugar por Tigre y Boca Juniors, Cucchiaroni partió en 1958 para Italia; por dos años el Milán utilizó sus servicios, para vestir, a lo largo de los cinco años y medio siguientes, la casaca del Sampdoria, de Genova. De regreso en la Argentina, Cucchiaroni gastó casi un año de su tiempo en pescar en aguas del Alto Paraná.
Jorge Ismael Ruiz (juninense, 35 años, casado, maestro), en cambio, dejó las nevadas y poco cuidadas canchas neoyorquinas por el tórrido verano porteño: mientras pasaba sus vacaciones, su antiguo club, Vélez Sársfield, le ofreció contrato. Ruiz comenzó a vestir los colores velezanos en 1947, y su campaña prosiguió en 1958 en Huracán y en 1959 en Tigre; se marchó a Colombia en 1960. Otra casualidad — un viaje de turismo a los Estados Unidos— lo puso en contacto con el incipiente fútbol norteamericano; desde 1961 hasta su contratación por Vélez, Ruiz actuó como defensor y director técnico del Ukranian's.
Osvaldo Juan Zubeldía (juninense, 37 años, un hijo) comenzó a jugar en Buenos Aires para Vélez Sársfield. Ahora, pese a ser uno de los técnicos más renombrados del país, dirigió pocos equipos: comenzó, improvisándose, en Atlanta; desvinculado de ese club, que cerró su campaña como jugador, pasó a Vélez Sársfield, en 1964. Pero su trabajo allí duró tan sólo un mes: renunció cuando se le negaron los jugadores que solicitaba. Hoy entrena a Estudiantes de La Plata.
Con sus ojos grises semicerrados, Nicolás Palma (rosarino, 48 años, soltero) tiene una larga experiencia internacional: no sólo jugó dos años en México; también dirigió, entre 1960 y 1963, a uno de los equipos de ese país: el Tampico. Ahora, encargado de San Lorenzo de Almagro, enumera pausadamente las casacas que vistió: Belgrano de Rosario, Estudiantes de La Plata y, después de una incursión por el fútbol mexicano, ahora la de DT del Racing Club.

revista primera plana
30 de marzo de 1965