Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

 

HÉROES POR UNA NOCHE:
LOS ARGENTINOS Y LAS DESPEDIDAS DE SOLTERO

 

Revista Siete Días
31 de enero de 1967

por JOSÉ MARÍA JAUNARENA
En la Argentina, el comer es la forma nacional del agasajo; todo acontecimiento o efemérides pasa invariablemente por el meridiano digestivo: un ascenso, una jubilación, un cumpleaños, un nuevo título, una fiesta patria. El cambio en el estado civil —viudez aparte— tampoco escapa a la constante gastronómica: origina uno de los más conspicuos excesos alimenticios con que los argentinos flagelan su férreo aparato digestivo y que se designa con un nombre no exento de melancolía: despedida de soltero. A juzgar por lo que allí se come, parecería que lo que se abandona no es la soltería sino la posibilidad de comer a diario. Y se hace una comida vitalicia, como para siempre.
Las despedidas de soltero se dividen en masculinas, femeninas y mixtas. En las dos primeras, los sexos están irremediablemente separados, como en la escuela. La última es la forma progresista y por lo tanto, la menos practicada. "No, che ... Nada de mujeres. De tipos solos como en los buenos tiempos", suele proponer el organizador, un energúmeno al que después hay que llevar entre cuatro.
Toda despedida tiene un organizador. A veces, espontáneo. Otras, elegido por consenso unánime: "Que se ocupe Pepe, que se las conoce todas". Y Pepe acepta, orgulloso de que se reconozca todo su mantel. Porque nadie como él sabe cuál es el mejor lugar para el pollo a la calabresa. O los vermichelli alle vongole. Casi en secreto, como si pasara un parte de guerra, da cuenta de la inauguración de la última cantina en la Boca, donde el "maître" lo saluda por su nombre y tutea a los mozos. Es de esos tipos cándidos que preguntan si la merluza está buena o si el peceto se puede comer. Y cree lo que le dicen, "porque él es amigo de la casa y no lo van a engañar".
También está el organizador vocacional, espontáneo. Lo mismo organiza una despedida que la colecta para una corona o una diferencia de caja. La cosa es organizar. Durante la comida está lúcido, contando las botellas de vino que traen. (Si no te cobran por veinte y traen diez) o haciendo el prorrateo per cápita, incluida la propina y el vidrio roto.
El novio elige el menú y los asistentes. Por esa razón , nadie come bien ni está cómodo. Pero lo disimulan. En el menú, se tiende al ecumenismo. El pollo y los canelones a la Rossini son de rigor al igual que la universal ensalada de frutas o el más refinado Charlotte. El vino suele ser de la casa, un eufemismo para nombrar al desprestigiado "común". Inexplicablemente, cuando el porteño come, lo invade una extraña ternura: obsérvese que los ríñones se denominan "riñoncitos"; un churrasco grande como la nalga de un dinosaurio, "churrasqueo"; un cordero provecto, "corderito". Un refinado sadismo hace que la delicadeza de los platos vaya eh razón inversa a su edad: pollitos "de 60 días", "lomitos de ternerita", "colita baby", "baby-beef" y así.
Están los asistentes: los amigos del barrio, compañeros del nacional, de la oficina y los parientes: primos, primos políticos y demás deudos: el futuro cuñado (quien soporta con entereza los chistes referidos a su hermana) y naturalmente, el novio, que concentra todas las bromas de la noche. Porque nadie sabe qué decir y todos dicen lo mismo. Como somos veintidós millones de escépticos, los casados le cuentan sus desdichas y los solteros sus placeres. Entre plato y plato, se ciernen serias dudas acerca de la vitalidad del inminente marido y la eventual colaboración de sus más íntimos amigos. El novio suele explicar su decisión con alguna frase romántica: "A cada chancho le llega su San Martín" o "Todo bicho que camina va a parar al asador" y al final de la noche, pide disculpas por tan disparatada decisión. Pero no hay piedad para el novio: las almidonadas servilletas son embebidas prolijamente en salsa boloñesa y los panes en vino tinto. Previamente, las miguitas rompieron el hielo y alguna que otra copa. Sólo faltan algunos minutos para que el futuro cónyuge quede atado a un semáforo, de cuerpo presente o que flote mansamente, tras una pequeña resistencia, en las marrones aguas de Saint Tropez. Como la falta de imaginación es casi universal, el novio ha ido provisto de una toalla y de un traje "wash and wear". También, de una infinita paciencia. Porque por lo general, uno se casa una sola vez. O dos.

"Adiós, muchachos..."
Cuando los argentinos éramos solemnes, las despedidas se llamaban banquetes. Y se reservaba el cubierto. Eran los tiempos de "Les Ambassadeurs", un enorme salón de Palermo, reemplazado hoy por las instalaciones del Canal 9. Como todos usaban bigotes, y se vestían de negro, los muchachos de veinte parecían sexagenarios. Y había café. Y cigarros. Y discursos. Y se contaban los mismos chistes que ahora, cautelosamente celebrados en el Club del Progreso, donde, de vez en cuando, había algún suicidio. Hoy las cosas cambiaron: cuando el honor se mancha, uno se va al Uruguay. En trance de desaparecer, es más cómodo y menos cruento. Como todavía no se habían inventado las cantinas, había grandes restaurantes al estilo de París: el Pedemonte y El Tropezón que aún sobrevive rodeado de multicolores "grills".
Había también historias trágicas: la crónica policial de 1920 registra una despedida doble. El novio, luego de una discusión incentivada por el vino y quizás por el ajenjo, abandonó la vida de soltero y la vida en general. Su mejor amigo le descerrajó un balazo. No todos los que se despiden de la vida de soltero se casan. No hace mucho, luego de la comida y con el importe de la colecta, el novio desapareció. Como el penado 14, dejó una carta escrita, donde decía que lo había pensado bien y que era mejor así. La novia y sus amigos lo están buscando.
En los locos años 20, las mujeres no acostumbraban a despedirse. A lo más, algún té íntimo celebrado en la sala, donde los sillones se forraban de blanco, como los fantasmas. O un té con masas en la París, uno de los pocos lugares en que las damas podían hacerse ver sin quedar mal. Todavía faltaban como veinticinco años para que se dejara de usar el rubor y sólo las señoras se permitían algún chistecito subido de tono. Si los varones se casan pidiendo disculpas, las mujeres no pueden disimular su extrañeza. La novia es asediada por interrogantes que no siempre se pueden contestar: "Conté, che ... ¿Cómo lo convenciste?". Los viernes o sábados, "La Coupole" o "El Greco", confiterías especializadas en despedidas femeninas, ofrecen la más alta concentración de bochinche que puede soportar el oído humano: doscientas o trescientas señoritas parloteando al unísono. Temas: disección de la futura suegra, descripción del ajuar, enumeración de defectos de los novios y/o de los maridos ausentes, rubricada por una resignada aceptación: "Y bueno, che ... Mejor que nada es ¿no?"
A diferencia de los varones, las mujeres rara vez se despiden comiendo. Y es natural, porque tienen mucho que hablar. Por eso eligen casi siempre un lunch o un cocktail. O el apocalíptico té con masas. Después del "Strawberry" y la "Copa Primavera", los temas van rumbeando para el lado de los tomates (nadie sabe por qué ese lado lleva el nombre de la inocente hortaliza). En ese momento, los dueños del local tienen preparados los regalos y los chascos, que lamentablemente no se pueden contar pero que todos se imaginan. Un desafinado piano aporrea la Nupcial y el Arrorró. Las chicas se dan besos y la homenajeada recibe el inexorable ramo de rosas envuelto en papel celofán. A las ocho, todas se desbandan porque otros tantos impacientes —los mismos que desean las despedidas de hombres solos, "como en los buenos tiempos"— ya han consumido una aceptable cantidad de cigarrillos. Es una espera que se hace demasiado larga. Y como ahora no hay que representar ningún papel, ellas y ellos piensan que es muy lindo volver a encontrarse.
Como "una noche de farra es farra" el fin de la despedida masculina es aterradoramente previsible: se puede ir a Corrientes a tomar café doble o si el menú anduvo escaso, a fortalecerlo con una de muzzarella con faina. Es el momento en que el organizador, con su habitual originalidad, propone " ir al Bajo", lo cual en porteño es una promesa de aventuras sin aventuras. Las alternadoras— como se llama a las "coperas" en el dialecto municipal— se conocen de memoria a estos "parranderos", que no pueden con el sueño ni con el vino. Pero como "una noche de farra es farra", se sienten héroes de tango y entre lágrima y lágrima hacen objeto a la pobre mujer de una detallada crónica de su aburrimiento. Después, a la salida, se confiarán ante sus pares: "¿Viste la rubia? Estaba enloquecida conmigo. Quería que me la llevara de ahí. Y que por mi hasta seria capaz de emplearse".
El novio, lejano, tiene prohibido participar en la francachela. La solidaridad es de rigor: "él tiene que cuidarse". Pero no le hace falta. Está muy lejos, sintiendo que todo eso le es ajeno y que le gustarla estar con su novia. ¿Pero qué porteño se anima a confesar semejante debilidad? El organizador, exultante, le da una palmada en la espalda como para hacer toser a un paquidermo y dice: ''Viste, negro, yo te dije que nos íbamos a divertir como locos". Todos se ríen a carcajadas y el lechero —primer habitante de la madrugada— piensa que los hombres están cada vez más calaveras.

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1967

Despedidas de soltero
1920


entre mujeres


 

 

 

 

 

 


De rigor: cortarle la corbata


La progresista despedida mixta es la menos practicada


El objetivo es divertirse como locos


El novio concentra todas las bromas de la noche


El climax de la fiesta

 

 

 

 

 

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