ARTES Y ESPECTÁCULOS
Di Tella: La sangre llega al río

Parado en la puerta, con barba de tres días, deliberadamente desaliñado, repartió durante dos horas un panfleto mimeografiado: el contenido de esa hoja —que era una carta dirigida al profesor Jorge Romero Brest, director del Centro de Artes Visuales del Instituto Di Tella— equivalía a un suicidio estético. En ella, Pablo Suárez, uno de los talentos más fecundos de la vanguardia argentina en el último lustro, proclamaba la necesidad de crear "una lengua viva y no un código para élites", y enjuiciaba la eficacia de toda exposición, al afirmar que "hoy lo que no acepto es al Instituto que representa la centralización cultural (...), la imposibilidad de valorar las cosas en el momento en que éstas inciden sobre el medio", y al calificar a su presumible público de "gente (que) no tiene la más mínima preocupación por estas cosas, por lo cuál la legibilidad del mensaje que yo pudiera plantear en mi obra carecería totalmente de sentido". Para terminar, recomendaba que "los que quieran ser entendidos en alguna forma díganlo en la calle o donde no se los tergiverse".
Pero esa actitud extrema —si Suárez es consecuente con ella, no tiene ahora otra salida que el terrorismo cultural o el cambio de oficio— era apenas el prólogo de un acontecimiento excepcional: del otro lado del hall del Instituto, al 900 de la calle Florida, comenzaba Experiencias 1968, una muestra que sólo, aparentemente, era la continuación de las Experiencias Visuales que la misma sala albergó el año pasado.
Porque, en realidad, lo único que tienen en común ambas muestras es su habitat: desde la actitud de los organizadores —por primera vez, el Di Tella rodeó de silencio una inauguración: no cursó invitaciones, no imprimió catálogos, ahorró discursos en el vernissage— a la de los participantes, en las antípodas de la investigación formal que convirtió en lujosa la edición del año pasado.

El salto al vacío
Quienes observaron el desarrollo de las artes plásticas en la Argentina durante los últimos cinco años —concretamente, a partir del Ver y Estimar de 1964, detonante histórico de todo un proceso—, imaginaron con frecuencia que un punto crítico llevaría a la vanguardia a la conciencia de sí misma, o la barrería como a un movimiento estéril, como a un alacrán suicida. Algunas razones había para suponerlo: agotada la frivolidad de los objetistas —fagocitados por su descenso a la cursilería, esa parca sonriente y astuta, especializada en reducir a ingenios los talentos—, asfixiada de intelectualismo la aventura de las estructuras primarias, la vanguardia estuvo fatalmente condenada a regresar a la figuración para sobrevivir. Habiendo pasado del plano al volumen, de allí al espacio, y hasta a la temporalidad que proponían las investigaciones cinéticas, ese regreso se parecía a un callejón sin salida.
No podía resolverse sino a través de la propuesta que Experiencias 68 significa: un trance agónico; un juego de cartas que abomina de la estética, a riesgo de pasar el resto de su tiempo a la intemperie, en una tierra de nadie que las artes plásticas no reclamarán, y que ni siquiera el espectáculo —happenings mediante— podrá reconocer como suya.
Porque las vastas salas del Di Tella —por fin— han adoptado un aire ceremonial inédito: para los participantes —para todos: Juan Stoppani, que presenta una modelo tocada con un turbante cuya cola se arrastra a lo largo de 200 metros de tafeta de nylon azul, llama a su obra "Todo lo
que Juan Stoppani no se pudo poner"—, el juego se ha convertido en una cacería trágica, donde los más lúcidos salvarán la piel y cobrarán la pieza, y los atolondrados serán alimento de las fieras.
Desde el primer día, el público respondió desusadamente a esa actitud: generalmente de manera agresiva, agregando carteles alusivos a las obras, o comiéndose las manzanas con que Stoppani rodeaba a su creación. En todo caso, la indiferencia habitual con la que tropieza toda boutade a esta altura de los acontecimientos, estaba rota: los creadores situados del otro lado de esa pasión merecían el homenaje.
Algunos asumen el desafío aun con timidez (la estupenda estructura de Antonio Trotta, culminación de una búsqueda que ya parece envejecida; la de Rodolfo Azaro, reciente ganador del Ver y Estimar, un planteo lúdico despojado de compromiso), otros desvalorizan su valentía formal merced a una ingenuidad ideológica (el juego de situaciones propuesto por Jorge Carballa; la poderosa honestidad del "Mensaje en Di Tella", de Roberto Jacoby, un ámbito de poster-panels y teletipo que produce noticias), no consiguen superar los tics intelectuales (David Lámelas).
Cuatro obras, sin embargo, bastarían para probar la solidez desusada de la muestra. Dos de ellas, por las propuestas que contienen (Oscar Bony presenta a Luis Ricardo Rodríguez, matricero, residente en Valentín Alsina, su mujer y su hijo, sentados sobre un pedestal, y consuma en un solo acto el destino del pop-art; Delia Cancela y Pablo Mesejean ofrecen una revista confeccionada por ellos, y dan el paso definitivo a la serialización de la obra de arte, un concepto más vasto que el de su fugacidad). Las otras dos (Roberto Plate, Margarita Paksa) van todavía más lejos: al resolver en sí mismas lo que proponen, se convierten en los valores más altos de Experiencias.

El tiempo recobrado
Plate, autor de los ascensores expuestos en Ver y Estimar, perfecciona esa síntesis expresiva —la anécdota como contenido de conciencia del espectador, de modo que la obra es una variable espacial cargada, inevitablemente, de significado— con la presentación de un baño público, dividido en su interior en media docena de excusados: durante los dos primeros días de la muestra (al tercero, los encargados de la sala se apresuraron a realizar un operativo de limpieza) el público se preocupó de habitarlos, y llenó las paredes de las mismas obscenidades, injurias y manifestaciones de deseo que pueblan las de los baños de cualquier bar, escuela u oficina. Así, no sólo la obra accedió a su destino, sino que Plate consiguió un objetivo más profundo: limitarla a una situación hasta el punto de confundirla con ella; dotarla de una funcionalidad que recupera la confianza en las posibilidades de la exposición pública.
El trabajo de Margarita Paksa (un long-play denominado Comunicaciones; seguido de una pista de arena donde semanalmente estampará la huella de su cuerpo) es, sin duda, la culminación de la muestra, y acaso uno de los trabajos más ricos en significados que haya ofrecido la vanguardia porteña. En la primera cara del disco ("Santuario del sueño") figura la repetición obsesiva de la descripción de un ambiente: no sólo es un inductor al relax; propone también el paso de la creación del espacio exterior a la sugerencia del espacio interior, una variante de circulación que se multiplica exactamente por el número de oyentes. La segunda faz ("Candente") está presidida por los jadeos amorosos de una pareja, y anula o equilibra la primera. El verdadero aporte de la obra va, sin embargo, más allá de su función totalizadora (el espacio y el movimiento, lo estático y lo dinámico, lo lleno y lo vacío, la virtualidad de la Imagen en el disco y su valor efímero en la arena); reside, más bien, en el encuentro con un temblor que hace rato no asalta a las artes plásticas: el descubrimiento de la poesía, ese método secreto del conocimiento.
21 de mayo de 1968
PRIMERA PLANA


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Di Tella - Paclas en acción

 

 

 

 

 

 

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