LA DIFUNTA CORREA
Delirio en San Juan
Un raro peñasco arraiga una superstición que tiene caracteres paganos


 

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un promesante arrojándose sobre las espinas


Administrador López Luque "las limosnas se destinan a enriquecer el culto de la Difuntita"


desde la ruta puede observarse la imponente humareda que se desprende de cirios y velones


una reluciente basílica instalóse en Vallecito, para catequizar a los devotos de la Difunta

 

 

Con la mirada perdida en vaguedad de éxtasis, un muchacho moreno, (no tendría más de 18 años) se sacó la camisa raída, las alpargatas, y se arremangó los pantalones de hilo. Conservaba en las manos un gran cartel traído a lo largo de su peregrinación y que decía ambiguamente: "Soy promesante". Se acercó a un costado del montículo teñido de negro y mate por el humo de los cirios y se zambulló entre las espinas del jarillal. Su cuerpo fue mostrando la huella ensangrentada de los pinchazos a medida que rodaba una y otra vez. Se incorporó a medias, sin mostrar una sombra de dolor; después pareció recapacitar, como pensando que aún no había sufrido lo suficiente, y volvió a rodar varias veces. Nadie lo miraba. Una mujer le cortaba las trenzas a su hija para ofrendarlas en una capilla, varios ancianos subían la escalera de rodillas: nada era insólito en ese lugar. "El chico de las jarillas viene todos los años —explica un guardián— porque la difunta le devolvió la vista a la madre... es una lástima que los muchachos se pongan así, pero cuando se promete hay que cumplir. La difuntita es muy cobradora..."
El culto de la difunta Correa ha transformado a un seco peñasco de San Juan en la meca de un millón de peregrinos cuyanos que expresan su ciega devoción a la difunta Deolinda, Delinda Antonia o María Antonia Correa. Es un fenómeno de animismo social que en principio suscitó reacción en la Iglesia y recelo en el Estado: ahora el culto es fiscalizado por la Comisión del Cementerio Vallecito, de la que participan las autoridades provinciales y la parroquia de Caucete. En el peñasco de la difunta se alzan capillas municipales y, desde el pasado abril, una moderna iglesia. ¿Cuál es la envergadura de un movimiento que inquieta así al clero y al gobierno? PANORAMA traspasó el pudoroso silencio de la prensa cuyana para revelar todos los matices del proceso, mezcla de superstición y negocio, de estafa y sueños populares, de fenómenos de apariencia milagrosa y simples casualidades.

Milagro y sumisión
Corría 1819 cuando Deolinda Correa empezó a vivir, en un próspero rancho, con el caudillito criollo llamado Baudilio Bustos, en La Majadita, actual partido de Nueve de Julio. Bustos cayó en desgracia por razones políticas, o quizá porque su atrayente china era codiciada por un juez de paz vecino: lo cierto es que se lo detuvo, dándosele por destino La Rioja para su juzgamiento y castigo. Deolinda, desesperada, siguió a la partida a lo largo de la travesía, con su hijo de meses en brazos. A la semana, se perdió en un laberinto serrano llamado Vallecito y murió de hambre y sed. Cuando dos reseros la encontraron, el cadáver tenía el pecho desnudo y un pequeño se amamantaba milagrosamente del cuerpo rígido. Este primer milagro no tuvo importancia; por otra parte el hecho, si sorprendente, no es inexplicable, ya que puede atribuirse a un complejo fenómeno biológico. La desafortunada mujer fue enterrada en el mismo punto en el que la hallaron; allí mismo uno de los arrieros le pidió a la difunta un milagro que se cumplió, dando comienzo así a largas décadas de creencia popular.
La historia es propalada en forma de radioteatro por varias radios cuyanas, y primitivos folletines que se adquieren por pocos pesos en el actual santuario la relatan con ligeras variantes. La condición de Baudilio Bustos, los primeros milagros, así como el lugar de la muerte de la difunta, cambian de una versión en otra, a veces en aspectos substanciales. No hay prueba alguna de que la anécdota sea verídica, solo resta la fuerza dramática de la leyenda.
La primera promesa, empeñada por el resero para que la difunta lo ayudara en sus trabajos con un milagro, fue cumplida y consistió en el acarreo de una gran cruz de madera. Al principio, sólo había a un lado de la cruz, y a pocos metros del camino carretero que une San Juan con Córdoba, una minúscula capilla en la que cabía una docena de cirios. Durante todo el siglo pasado, los reseros cuyanos hicieron de la Difunta la patrona de sus viajes, y agregaron capillas, cruces y alcancías a la señas exteriores del culto. La escasa presencia eclesiástica en aquellas latitudes permitió que la superstición se arraigara velozmente, en especial en Mendoza. Los reseros dejaban toda clase de limosnas en la capilla, retirando a veces sumas importantes en concepto de préstamo, con la promesa de devolverlas.

Santuario, baile y pulpería
Los dueños de los campos adyacentes comisionaron a doña Elda de Maldonado, hace ya cincuenta años, para que tomara a su cargo la administración del culto: tal era la envergadura del fenómeno, extendido firmemente a las zonas rurales de todo Cuyo, y la responsabilidad que significaban las limosnas ofrendas a cambio de milagros concretados o a cuenta de otros futuros. La primera obra de la devota viuda de Maldonado —como consta en una placa— fue la ampliación de la pequeña capilla inicial. Desde entonces data la costumbre de afectar la gran mayoría de las limosnas a mejoras en el santuario; la parte externa, edilicia, de la superstición, con su solemnidad, aumentó geométricamente la devoción de los pobladores.
Por aquel entonces, en los colegios religiosos cuyanos estaba prohibida la simple mención de la difunta: se la consideraba un mito salvaje y pagano. Su condición de concubina y la irreverente estampa que la mostraba con el pecho desnudo escalofriaba al clero provincial. Sin embargo, desde principios de este siglo, los peregrinos comenzaron a afluir en masa, predominando el elemento gauchesco. Poco tardaron en organizarse partidas de taba, bailes, pulperías prósperas; hacia 1910 menudeaban las borracheras, los duelos a poncho y cuchillo, y se producía un fenómeno extraño: muchas parejas iniciaban su vida amorosa en las inmediaciones del altar, consumando así una resurrección del antiquísimo —y pagano— culto de la fertilidad. Al mismo tiempo, un humilde cementerio creció caóticamente en torno a la capilla de la Difunta milagrera, redondeando un primitivo lugar santo que bendecía con sus emanaciones a los promesantes y a los muertos, a los amantes y a los duelistas, a los borrachos, a los campesinos, a los arrieros.
Por fin, la Iglesia y el Estado tomaron cartas en el asunto: la Iglesia para canalizar el culto, armonizándolo de alguna manera con la liturgia católica, y el Estado para evitar que las cuantiosas limosnas fueran base ilícita de un negocio privado. Así se fundó, después de 1955, la Fundación del Cementerio Vallecito, destinada formalmente a "la promoción turística y a la utilización de los fondos para obras de bien público". Desde entonces existe la Comisión, presidida por el Ministro de Obras Públicas de la Provincia e integrada por el cura párroco de Caucete, (el poblado más cercano), el gerente del Banco de San Juan, diputados, jueces, abogados. El organismo gira con dos cuentas bancarias y edita anualmente una minuciosa "Memoria y Balance" que no elimina a la tenaz maledicencia.
La actual estructura del culto es poderosa y crece diariamente. La participación oficial lo ha robustecido considerablemente.

La Industria del mito
El santuario está enclavado a un lado de la Ruta Número 20, que une San Juan y Córdoba, a 62 kilómetros de San Juan y a 30 de Caucete. Desde hace diez años, un colectivo llega en dos horas al cementerio Vallecito desde San Juan; un gran letrero publicitario de una bebida gaseosa indica el camino hacia las capillas. Pero lo primero que se distingue, desde la entrada, es la nueva Iglesia inaugurada el último 24 de abril, instalada sabiamente en un monte cercano que domina la visual: un brillante techo a dos aguas de diseño suizo la corona. Más abajo se yerguen varios edificios flamantes: una hostería un albergue para peregrinos, varios tejados de ondulante chapa de aluminio. Y todo esto eclipsa, ya, los dos tradicionales focos de interés: el patio de capilla donde se guardan las ofrendas y el peñón (sobre una colina) donde según es tradición se halló el cadáver de la difunta Correa. En un pintoresco caos se mezclan un destacamento de policía una sala de primeros auxilios, un restaurante y quioscos donde se venden y revenden velas, folletines de la Difunta, medallas y prendedores con su imagen, patay o coca-cola, sombreros, yuyos serranos, cruces. Los fotógrafos toman esplendorosas placas de niños subidos a una llama, o de promesantes encaramados a un ominoso coche sport, propiedad cooperativa de los chasiretes. Por todas partes menudean carteles moralizadores: "Prohibido caminar abrazados" ... "Prohibida la música, el juego y el baile"... "Las parejas que cometan inmoralidad serán detenidas y llevadas a la cárcel de Caucete". Son los restos de la campaña morigeradora de costumbres que convirtió a un santuario de reseros alegres en un soleado, familiar centro de esparcimiento.
En medio de un paisaje reseco que recuerda los padecimientos de Deolinda Correa, que murió de sed, el agua proviene de un camión tanque municipal que la trae desde Caucete: la ofrenda humilde por excelencia es una botellita de agua para mitigar el vía cruda de Deolinda. Al fondo del patio se ha instalado un pequeño zoológico con chivos, cabritos y pavos reales, ofrendados por los devotos, y también un chivo de tres patas, monstruo adquirido por la Fundación por su seducción turística.
Para los promesantes, el punto principal del santuario es el montículo junto al cual se supone fue hallada Deolinda: una escalera lleva hacia el sitio y su correspondiente capilla. Los peldaños rústicos están bordeados por hornacinas y portavelas, desordenadamente instalados por los devotos, y por las estaciones del Vía Crucis colocadas por la parroquia para canalizar hacia la tradición católica el mito de la difunta. En la cima, a unos 30 metros de altura, yace una piedra de insólitas dimensiones teñida de color carbón y bañada en goterones de sebo. En la capilla se apeñuscan los fieles para cubrir de flores y ofrendas una reproducción en tamaño natural de la Difunta Correa. Los días 1 y 2 de noviembre, los jueves y viernes santos, los primeros de mayo y algunos domingos de sol, sobre todo en época de malas cosechas, las velas encendidas provocan una humareda que se distingue desde la ruta. En cada estación del Vía Crucis, que pretenden simbolizar de las caídas de Deolinda en su ascensión del monte, silenciosos devotos instalan sus cirios.
Se calcula ente medio y un millón el número de visitantes anuales de la difuntita; pero la suma que reseñan los balances ilustra pálidamente sobre lo que el mito implica como fenómeno social. En cambio, una recorrida por los depósitos y capillas del Cementerio Vallecito, donde se amontonan las ofrendas, ofrece revelaciones apasionantes. Hay dos galpones en los que se apilan dos mil trajes de novia: muchas jóvenes casaderas prometen regalarle a la santita sus vestidos si el matrimonio se consuma. Así se reúne una colección que incluye desde sencillos sombreritos con velos hasta suntuosos encajes Cuando una muchacha pobre de la provincia carece de vestido blanco, lo solicita en préstamo y lo agradece eternamente a la Difunta. Hay surtido para todos los gustos y tamaños. Un promesante dejó su motoneta porque la Santita lo ayudó a ganarse un auto en una rifa. Otro ofrendó un Ford A que, oxidado, aloja ahora a los pavos reales Las limosnas de dinero, acumuladas en una caja fuerte y en alcancías distribuidas por el lugar, son abiertas periódicamente por el administrador, señor Tomás López Luque, y el párroco Báez Lespiur, ya que se necesita abrir dos cerrojos. Abundan los billetes de diez mil y los cheques a la orden.

Divinas palabras
El 24 de abril de 1966, 400.000 personas desfilaron por la carretera, peregrinando desde Caucete hasta el peñón. Una procesión nocturna trasladó hasta la flamante iglesia una imagen de la Virgen de las Animas; una enorme caravana de los más diversos vehículos atestó a la ruta. Muchos devotos hacían el trayecto a pie, incluyendo niños, ancianos y lisiados; se vieron huasos chilenos a caballo. El gaucho Martín Insúa dijo a un investigador de PANORAMA: "Yo vengo por la difuntita, no por los curas. Antes no la querían, ahora la hacen virgen. Ya tuvieron que meterse...".
Mientras el obispo oficiaba misa ante autoridades provinciales y militares, la multitud rendía culto a la difunta en el peñasco: era el choque de la Iglesia con la idolatría. "¡Segaremos los extremismos y martillaremos sobre sus restos!" exclamó indignado el obispo de San Juan, y un murmullo de desaprobación recorrió a los devotos de la difuntita; entendían que detrás del rótulo de "extremismo" se quería atacar el culto por Deolinda. Mientras tanto, en altos circuios religiosos, trascendía que, en los últimos meses, recrudecían esfuerzos de la Iglesia por investigar la historia de la Difunta en busca de pruebas que acaso permitieran una beatificación. Todo fue inútil; sólo se cuenta con una dudosa partida de casamiento de un registro civil, a la que sólo puede leerse "matrimonio Bustos-Correa" con gran buena voluntad.
"Un 5 por ciento de lo recaudado se destina a la Cooperadora del Hospital Aguilar —explica el administrador Luque— y otro tanto para Fomento del Deporte de la Asociación Amigos de Caucete. El resto se invierte en aumento del aparato del culto... Aqui todos somos devotos y entendemos que la Difunta de por sí significa bien público. Si la Iglesia oficializara la veneración por Deolinda esto se desarollaria, transformándose en un centro turístico y religioso comparable a Lourdes".
Los psicólogos están convencidos, actualmente, de que algunas curaciones milagrosas de deben a poderes mentales que, desatados por una inmensa fe, actúan firmemente sobre males físicos. Un estudio detallado de muchos casos de la Difuntita brindaría excepcional material de estudio. Un campesino donó 70.000 pesos, suma que le habría costado operar a su hijita de siete años si Deolinda no la hubiera curado. Un joven sube rodando las escaleras del Vía Crucis todos los años desde que su padre caminó gracias a la santa, después de once años de parálisis. Una mujer ofrenda toda la cabellera de su hija de diez años, que dejó crecer (sin cortarla nunca) hasta que la difuntita le concedió una vendimia exitosa. Se habla de chacareros que se salvan del granizo inexplicablemente cuando toda la zona es azotada por el mal tiempo: habían hecho promesas a Deolinda.
"¡Claro que soy devota! —exclama la viuda de Maldonado, que cuidó de santuario durante dos décadas— ...Evita no me quiso echar. Dijo que yo no hacia mal a nadie y cuidaba a Deolinda. Después vinieron a mi casa, me sacaron un óleo de la difunta, me acusaron de robar. Siempre invertí todo en el santuario. Al que roba a la Deolinda ella lo castiga. Es muy cobradora...".
Eso no parece suceder con dos paupérrimas familias que viven al borde del santuario: los Aguilar y los Vega. "Yo sé que pagan el vino con monedas sacadas de las alcancías —confiesa el párroco—, pero los dejo porque son unos pobres diablos... viven de eso".
"A mí no me importa que la plata se la robe la Maldonado o el párroco o los políticos —aclara Fernando Albarracín, resero devoto— .. .son deudas privadas que uno tiene con Deolinda, y el que promete tiene que pagar".
El cuadro presenta una heterogeneidad pintoresca: alrededor del mito de la Difunta Correa aletean intereses provinciales, comerciales, problemas eclesiásticos y políticos, sociales y religiosos. Porque la Difunta no es un fenómeno único. A pocos kilómetros se encuentra el santuario de Vicente Caputo, un taxista asesinado en plena sierra. Los camioneros hicieron una pequeña capilla y le dejan cubiertas usadas, bielas, piezas de motor. Es el patrono. "Este año Vicente Caputo viene muy bueno", dicen cuando se registran pocos accidentes en la ruta.

De frente al pueblo
El párroco de Caucete, Ricardo Báez Lespiur, explica que "también existen los cultos del gaucho Cubillos, o de la Brasilerita, en Tucumán. Son santitos que el pueblo erige porque salen del propio pueblo y simbolizan en su martirio los sufrimientos y añoranzas de la masa. Son hechos de la vida común hipertrofiados en mitos. A veces pueden haber sido verdaderos santos..., no sabemos si ese es el caso de la Difunta Correa. La Iglesia está estudiando el caso con cautela. Pero no podemos mantenernos a espaldas del pueblo. Por eso pusimos la basílica, para que los devotos de "la santita" pudieran rezarle misas y quedar en paz con su conciencia Católica. El culto tiende a amalgamarse con la ortodoxia nuestra. Es que esto nace desde 1810, por la carencia de sacerdotes. El hombre de trabajo necesita una fe y ante la ausencia de la Iglesia va haciendo sus mitos. Hay que encarrilarlo dentro del verdadero culto católico, alejándolo de algo que pueda transformarse en simple idolatría".
Por de pronto, una extraña conjunción de turismo, superstición y auténtica epopeya dramática florece con fuerza incontenible de todo Cuyo, con epicentro en un peñón sanjuanino manchado por los cirios. El hombre elige como ídolos a los protagonistas de historias milagrosas. O, a veces, en un alarde de sentimiento poético, a una simple mujer enamorada, inmolada por su propia y humana pasión conyugal. El relato tiene una profunda fuerza dramática y es el nudo en que se engarza una profunda verdad humana: la necesidad de creer. 
Carlos Parera
revista panorama
1966