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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE ACÁ


El director de orquesta
Pedro Ignacio Calderón

revista mercado
19 de noviembre de 1981

un aporte de Riqui de Ituzaingó

 

 

 

Desde hace más de quince temporadas dirige la Orquesta Sinfónica de Buenos Aires. Pedro Ignacio Calderón, entrerriano, discípulo de Ginastera, Gianneo, Ugarte, Scaramuzza y Amicarelli, fue, evidentemente, desde sus comienzos, un privilegiado de la crítica y del éxito: cuando tenía poco más de veinte años dirigía la Orquesta Sinfónica de Tucumán; en 1959 obtiene una beca del Fondo Nacional de las Artes y viaja a estudiar a Europa donde dirige la Orquesta de la Academia Santa Cecilia y la de la Radio de Milán; en 1963 —contaba treinta años— representa al Teatro Colón en un concurso para jóvenes directores organizado por la Orquesta Filarmónica de Nueva York y es distinguido con uno de los tres primeros premios consistente en un contrato como director asistente de dicha orquesta para la temporada 1963/64. Su trayectoria abunda en estos ejemplos calificados.
Además, ha dirigido en el exterior las orquestas de la Suisse Romande, las Filarmónicas de Varsovia, Leningrado, de Radio y Televisión de la URSS, la "Georges Enesco", de Bucarest, y la orquesta de los Conciertos "Pasdeloup" de París, entre tantas otras del Viejo Mundo y de América. Su último mérito acaso, fue el haber sido designado Maestro Consultor de la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires, función que comparte con su trabajo en el Colón y en el Ensamble Musical de Buenos Aires. Calderón vive actualmente en la calle Talcahuano casi sobre el mismo corazón de la música popular: Caño 14. "Antes —dice— solía ir frecuentemente a verlo a mi amigo Francini. Cuando él tocaba el violín yo sentía que estaba escuchando música de verdad. No tengo prejuicios con el tango ni con el folklore de cualquier parte, sólo exijo una condición: que esté bien ejecutado." Calderón suele mantener durante la charla una atención predispuesta a las reflexiones certeras; sus respuestas aparecen firmes, corteses pero sin excesos verbales; se percibe en él un intento de obtener con la palabra la misma perfección que saca de los sonidos.
El diálogo prefirió —a juicio del cronista— transitar libremente por los vastos canales del tema de la música y de la persona, sin temores en retomar un trecho luego de la tentación de un atajo o de una omisión. Este es el resultado:
MERCADO —Últimamente, el cine ha buscado retratar la vida, la función de un director de orquesta. Fellini y recientemente Wajda han tratado de desentrañar lo que para muchos es quizás el ejercicio de poder más omnímodo: conducir a más de cien ejecutantes hacia un solo fin, la música.
CALDERÓN —Sí, lo que intentan reflejar esas películas es la imagen del director desde cierto punto de vista, haciendo resaltar, sobre todo, ese mito de la omnipotencia que hemos heredado. Es cierto eso, en cuanto es una de las pocas actividades humanas donde una sola persona ejerce un poder bastante grande sobre un número apreciable de personas que tienen que hacer lo que él dice; única y exclusivamente lo que él dice. Claro, que en este caso, el director no lo dice con palabras sino con gestos.
MERCADO —¿Y cuál sería su definición personal acerca de esas funciones?
CALDERÓN — Más que definición podría buscar una descripción de tono humanístico. Porque de hacerlo técnicamente, sólo interesaría a los músicos. Creo que un director de orquesta es básicamente un líder. El es quien lidera un grupo de seres humanos que mediante la eficaz utilización de sus instrumentos deben lograr un objetivo común.
Este grupo de ejecutantes, que en una orquesta sinfónica sobrepasa los cien músicos, deben adaptarse a la personalidad, al carácter que le imprime a la música el propio director. Mediante una serie de señales comprensibles por los ejecutantes, este director logra un objetivo, un estilo propuesto de antemano frente a una composición musical. Calcule usted lo que sería si cada uno de los componentes pudiera tener la libertad de expresarse individualmente sobre una partitura o un texto musical: de cien músicos surgirían noventa versiones diferentes. Un caos. Lo que el director busca es un objetivo y lo que los músicos aceptan es ese objetivo: el convencimiento de que la manera en que van a tocar esa pieza es la mejor manera. Una orquesta es, finalmente, un conjunto de sentimientos y pensamientos orientados hacia el mismo punto. Esto no quiere decir que los componentes de una orquesta no tengan que ser —y lo son naturalmente— personalidades definidas, con sus propios gustos y convicciones acerca de la música. Pero puestos, en cierta manera, a obedecer las directivas de ese líder, lograrán transformarlas en un ideal común.
MERCADO —¿Cómo se prepara entonces ese ideal compartido? ¿De qué forma usted, como director, propone una filosofía acerca de una música determinada? ¿Cuál es el criterio que emplea?
CALDERÓN —Supongamos el caso de una sinfonía de Beethoven, cualquiera de las nueve. Allí está "bastante" determinado lo que él quiere. Digo bastante, porque no está totalmente determinado, ya que los compositores de aquella época todavía no habían logrado el detallismo que se reveló posteriormente en la etapa del impresionismo y del modernismo. Etapa en que —los creadores— revelaban mejor sus intenciones en lo que componían. De todas maneras las notas están ahí en la partitura y yo no voy a inventarlas. Ahora, aquí surge la posibilidad creativa del director: el colorido. Porque la velocidad, la fuerza, el ritmo, eso está dicho por Beethoven. Hay una cierta intencionalidad subyacente que el director tiene que rescatar, todo no está explicado notoriamente, el texto induce a buscar interpretaciones sin alterar los sonidos creados por el compositor. Por supuesto, antes de alcanzar una interpretación que pueda calificarse de genuina hay que dar varios pasos. El riesgo es mal interpretar a un autor.
MERCADO —No pocas veces, un texto musical es expresado antagónicamente por distintos músicos. Como si el texto mismo no expusiera claramente sus objetivos.
CALDERÓN —Esto nos retrotrae a un problema de antigua data en el terreno del arte. El creador, el artista, actúa y se expresa de manera determinada. Es el público el juez, casi inapelable de esa actuación. Por supuesto, ese juicio no es técnico en el sentido en que podría hacerlo un crítico especializado, pero es el que cuenta en definitiva. Muchas veces un especialista se cree el depositario de la acción de los artistas y no es así. El artista actúa para el público. Ese diálogo que se establece entre ambos es el que vale. Más allá de cualquier otro tipo de análisis intelectual. Volviendo al tema, o resumiendo: cuando yo recreo una obra respeto en lo esencial al creador. No hago como ciertos críticos que tratan de convertirse en protagonistas de la obra. Un compositor sabe bien lo que dice.
MERCADO —Usted mientras dirige está de espaldas al público: ¿Qué pasa entonces? ¿Cómo se percibe e intuye o preocupa la actitud de los que están allí, tan cerca, y que usted no puede ver?
CALDERÓN —Yo, cuando estoy posesionado por mi trabajo, ya me olvido del público; estoy solo con mi orquesta. Para mí el objeto
que tengo entre manos es la música. Quizás hay momentos en que uno percibe sensaciones de disgusto o de aplauso o de indiferencia en el público. Pero son sensaciones. Pero estoy seguro de que cuando más me comunico con el público es, precisamente, cuando más me alejo de él para conectarme con la música.
MERCADO —Y cuando observa y escucha a sus músicos, y de pronto surge una falla, una disonancia no prevista, ¿cómo reacciona usted? ¿Qué siente?
CALDERÓN —Sucede, sí. Es claro que por más atención que uno ponga, le mentiría si le dijese que escucho y observo todas las fallas que pueden ocurrir en una orquesta de cien instrumentos durante las dos horas de un concierto. Puedo detectar el sector de donde proviene, de tal fila de instrumentos, pero no alcanzo a precisar, por ejemplo, si es éste o aquel violín. A veces, por azar, si estoy mirando en una dirección determinada puedo encontrarme o enfrentarme con el causante. Puedo incluso guiarme por un sonido y ubicar el error. Pero no es una cosa perfecta como si mi observación fuera un radar. En los instrumentos de viento, que cada cual tiene su parte, reconocer la falla es más fácil: yo puedo saber de acuerdo al trozo en que estamos, cuál de los fagot es el causante. Ahora, usted me preguntó cuál era mi actitud, y le digo que por supuesto de fastidio si la falla es leve. Trato de disimular ante el teatro lleno. Si el error fue muy claro y fuerte, puedo enojarme y se me escapan palabras irreproducibles que, por el sonido de la orquesta, no se alcanzan a oír desde la platea.
MERCADO —¿Cree usted que la resonancia de la música llamada culta ha sido mayor en estos últimos años? Por lo menos, eso es lo que impresiona por la difusión que ha ido obteniendo.
CALDERÓN —No creo que sea en los últimos años. No. El mayor crecimiento lo observé luego de la década del cincuenta. Recuerdo conciertos que se realizaban en el Aula Magna de la Facultad de Derecho donde asistía un público muy, muy numeroso. Y además joven. Actualmente uno ve que en el Colón sólo hay mayoría de personas de bastante edad, lo que indica que hemos ido perdiendo a aquel público joven. En cuanto a la difusión que usted señala, quizás eso se refiera más al ballet, un género que obtuvo mayor resonancia a partir de la llegada al país de los grandes bailarines rusos. Y también a partir de la difusión que le dio la televisión.
MERCADO —Cuando me refería a la mayor difusión, quise también incluir la tarea de las instituciones musicales del tipo del Mozarteum o Amigos de la Música, etcétera.
CALDERÓN —Sí, pero aunque cualquiera de esas entidades en vez de un ciclo de conciertos haga dos, aumentará el número en mil o mil quinientos asistentes. Algo muy pobre y escaso en términos de resonancia popular.
Lo cierto es que, en este momento, en cuanto a música pura (sea de solistas o sinfónica) me temo que estamos perdiendo público. El considerable aumento del costo de las entradas del Teatro Colón pudo haber influido. No lo sé. Quizás también sea una política de organización inadecuada.
MERCADO —¿Cuáles son los compositores difíciles para un director? ¿Cuáles, en su caso, son sus preferencias, sus inclinaciones?
CALDERÓN —Le aclaro que la dificultad puede estar en diversos ámbitos: estético o técnico. Por estos motivos, se podría generalizar, diciendo que los más difíciles son los compositores contemporáneos: por la complejidad del material musical que usan y de cómo lo manejan. Como contraparte tenemos que, los clásicos —tomemos como arquetipo a Mozart— por su simplicidad, claridad, se convierten en principalmente difíciles. Porque cualquier cosa que no está perfecta se percibe con claridad. En cambio si uno tiene que hacer un Stravinsky o un Bartok, más complejos, pequeñas imperfecciones no perjudican el resultado. En Mozart, un mínimo desajuste es como dañar con la uña una copa de cristal. En nuestro país, siempre tuvieron gran acogida los clásicos: Beethoven, Mozart, Brahams, etcétera.
MERCADO —¿Qué está pasando con la vanguardia musical?
CALDERÓN —Ha ocurrido que se ha llegado a tal desintegración de los elementos básicos que se iba alejando cada vez más de la música misma. Los elementos básicos de la música, la melodía, la armonía y el ritmo, aun siendo tales pueden manejarse de la manera clásica, tradicional o moderna sin perder sus características esenciales. La armonía moderna recurre a acordes disonantes pero evidentemente eso puede llevar a un límite donde la melodía no existe. En muchos casos terminó en un punto de no retorno; la gente se salió del mapa. Y si la música es el arte de combinar los sonidos, y esto en sí, es bastante amplio, salirse de esto es hacer otra cosa. Cuando el ruido predomina sobre los sonidos, ¿es eso música? ¿Qué es? Yo sigo insistiendo: el arte debe producir emoción. No me refiero a una emoción fácil, sino profunda. Y eso tanto lo pueden expresar los románticos como los modernos. Casi diría, que para juzgar a la música, a la literatura o a la pintura no hay que pensar mucho. Simplemente saber, que sin emoción no hay arte.