Revista Somos
16 de diciembre de 1983 |
Nada lo obliga, pero salvo Yrigoyen, todos los presidentes
inauguraron su gestión
discurso por medio. Hubo de todo: desde piezas rebosantes de
retórica y reiteraciones hasta dramáticas convocatorias. Félix Luna
recuerda y analiza algunos de los discursos más memorables.
La lectura de un mensaje por el nuevo presidente, inmediatamente
después de prestar el juramento constitucional ante la Asamblea
Legislativa, es uno de nuestros hábitos cívicos más tradicionales.
Ninguna norma obliga al flamante mandatario a prorrumpir en esa
efusión oratoria. Pero salvo Hipólito Yrigoyen, que omitió esa
costumbre movido quién sabe por qué modalidad personal, todos los
presidentes, que sepamos, aprovecharon la solemne oportunidad para
dirigirse a la Nación formulando consideraciones sobre la
problemática del momento y destacando el programa al que habrían de
ceñirse.
Un repaso a los mensajes presidenciales es una excelente manera de
recorrer la historia argentina a partir de la organización
constitucional. Piezas oratorias hinchadas de floreos o sobrias
oraciones cívicas, jactancias desmentidas por los hechos o modestas
afirmaciones que más tarde se justificaron, todos los estilos
desfilan por esos discursos. Hay temas que aparecen en los mensajes
de los
primeros presidentes con reiteración: hoy nos resultan totalmente
remotos. Tal, el problema del indio, que en las piezas inaugurales
de Mitre, Sarmiento y Avellaneda ocupan un lugar destacado. Otros
temas, en cambio, tienen vigencia permanente, aunque hayan sido
desarrollados en lenguaje distinto según los tiempos. Por ejemplo,
el tema eterno de la libertad.
Temas de antaño y temas permanentes
En el primer mensaje pronunciado por un presidente constitucional,
Justo José de Urquiza afirmaba: "La libertad civiliza y fecunda. La
libertad sin moderación es una odiosa algazara. La libertad sin las
costumbres y la religión, carece de garantías. La libertad sin el
trabajo y la industria, no tiene ocupación digna". Urquiza decía
esto en el modesto ámbito del cabildo de Santa Fe el 5 de marzo de
1853. Lo rodeaban los diputados y senadores del Congreso de la
Confederación que días más tarde se trasladarían a Paraná, felices
al ver concretados su anhelos de organización pero contristados por
la separación de la provincia de Buenos Aires, a la que el flamante
presidente dedicó varios párrafos.
Cada mensaje tiene la impronta de su autor. Pues ¿qué pudo decir
Sarmiento en su primer mensaje? Reflexiones sobre la educación,
naturalmente: "Hemos recibido en herencia masas populares
ignorantes. . . Una mayoría dotada con la libertad de ser ignorante
y miserable, no constituye un privilegio envidiable para la minoría
educada de una Nación que se enorgullece llamándose republicana y
demócrata. . ."
Avellaneda, que asumió la presidencia el 12 de octubre de 1874 en
medio de un movimiento revolucionario que negaba la legitimidad de
su mandato, destacó la significación de esta circunstancia: "Acabo
de prestar juramento en este recinto donde hace doce años se dictan
las leyes que obedece la República. Queda así demostrado que (. . .)
la vida constitucional no se interrumpe y la transmisión del mando
se verifica, abriéndose un nuevo período presidencial bajo las
formas ordenadas de la legalidad". Es que en ese momento, la suprema
necesidad de la Nación consistía en mantener la continuidad de sus
instituciones, Y aunque por cierto la elección de Avellaneda era muy
cuestionable (ni más ni menos que las otras designaciones
presidenciales de la época) era mucho peor caer en la tentación de
la revolución.
Algo parecido quiso decir Roca en 1880. También el flamante
mandatario se había hecho cargo en medio de un ambiente que todavía
estaba caliente con las llamas del levantamiento porteño encabezado
por el gobernador de Buenos Aires. Roca quiso marcar que abría una
etapa distinta y que la fuerza del Estado Nacional sería
incontrastable en adelante. Dijo en su mensaje inaugural:
"Necesitamos paz duradera, orden estable y libertad permanente; y a
este respecto lo declaro bien alto, desde este elevado asiento, para
que me oiga la República entera: emplearé todos los resortes y
facultades que la Constitución ha puesto en manos del Poder
Ejecutivo, para evitar, sofocar y reprimir cualquier tentativa
contra la paz pública". Momentos antes había proclamado: ". . . la
divisa de mi gobierno será: Paz y Administración". Aparentemente
poco imaginativa, la fórmula roquista era un programa de máxima para
permitir la inserción de la Argentina en los circuitos mundiales de
la producción y el consumo, un objetivo que exigía tranquilidad para
recibir hombres, capitales y tecnología.
Seis años más tarde, Juárez Celman, sucesor —y concuñado— de Roca,
recordaba este slogan en su mensaje inaugural. Así decía el cordobés
desfenestrado cuatro años más tarde por la Revolución del Parque:
"Paz y Administración (. . .) expresa la suprema aspiración de los
argentinos y explica la prodigiosa transformación operada en la vida
económica de nuestro país."
Los mensajes posteriores
Cada mensaje inaugural recoge, de uno a otro modo, el tema
predominante de su tiempo. Cuando Pellegrini recibió la Presidencia
de la Nación, la impopularidad del gobierno era total y ruinosa la
situación económica: a sólo diez días de la Revolución del Parque,
"el Gringo" debía afrontar circunstancias terribles. Convocó
entonces a una veintena de banqueros y hombres de empresa, y
consiguió que suscribieran un compromiso para hacer posible el pago
del servicio de la deuda externa que vencía unas semanas más tarde.
Al salir de la reunión, Pellegrini murmuró:
—Ahora sí, me siento presidente. . .
Fue el mensaje más corto y más dramático que jamás haya pronunciado
un titular del Poder Ejecutivo, como lo fue también lo que dijo a la
multitud que lo aclamaba:
—Mi anhelo ferviente será descender del gobierno como subo: ¡en
brazos del pueblo!
Roca, en cambio, al regresar al poder en 1898 podía observar un
panorama de paz y prosperidad. Por eso, su mensaje inaugural tuvo un
tono de triunfo: "Vuelvo al gobierno doce años después de haber
concluido mi primera administración, lo que permitirá apreciar mejor
los adelantos políticos y económicos que hemos alcanzado. El hecho
de verificarse sin interrupción en un período ya largo la
transmisión del mando es, por sí solo, garantía de la estabilidad y
firmeza de nuestras instituciones".
Pero todos sabían que estas instituciones no estaban vivificadas por
la participación popular. La República funcionaba, pero sin el
pueblo. Por eso, el primer mensaje de Roque Sáenz Peña, el 12 de
octubre de 1910, encaró ese "grave problema que nos preocupa".
"Yo me obligo ante vosotros, ante mis conciudadanos y ante los
partidos —dijo Sáenz Peña ante la Asamblea Legislativa—a provocar el
ejercicio del voto por los medios que me acuerda la Constitución,
porque (. . .) no basta garantizar el sufragio: necesitamos crear y
mover al sufragante." Y también afirmó: "Las mayorías deben
gobernar, pero las minorías deben ser escuchadas, colaborando con su
pensamiento y con su acción en la evolución ascendente del país".
Acaso pudo pensarse que era una de las tantas promesas incumplidas
que formulan los gobernantes en sus primeros momentos de iniciación
administrativa. Sin embargo, en menos de un año, las leyes que
establecían el voto libre, secreto y con representación de minorías,
eran una realidad, y el país político adquiría un signo totalmente
distinto.
Propósitos y realidades
Los mensajes de inauguración presidencial suelen ser una declaración
de principios y también una exposición de propósitos e intenciones.
Hoy leemos, por ejemplo, el de Alvear en 1922 y la nostalgia nos
deja un sabor agridulce. ¡Eran tan fáciles esos tiempos! ¡Estaban
tan definidos los problemas! El de Ortiz, en 1938, marca su decisión
de sanear la vida electoral del país, manchada desde 1931 por el
fraude y la violencia. El de Perón, en 1946, tiene clarinadas de
triunfo: "Quienes quieran oír, que oigan; quienes quieran seguir,
que sigan. Mi empresa es alta, y clara mi divisa. Mi causa es la
causa del pueblo. Mi guía es la bandera de la Patria". Momentos
antes había dicho algo que los sucesos posteriores irían
desmintiendo gradualmente: "Me siento el presidente de todos los
argentinos: de mis amigos y de mis adversarios; de quienes me han
seguido de corazón y de quienes me han seguido por una razón
circunstancial; de aquellos grupos que se encuentran representados
en estas Cámaras por la mayoría y de los que lo están por la
minoría. Y —agregaba en obvia referencia a los socialistas— de los
que por causas que no me corresponde examinar, quedaron sin
representación parlamentaria".
Frondizi, en 1958, planteó en su mensaje la
disyuntiva que a su juicio afrontaba el país. "Frente a nosotros, a
partir de este momento, dos perspectivas se abren para nuestra
Patria: o seguimos paralizados en nuestro desarrollo,
empobreciéndonos paulatinamente, estancados en nuestras pasiones y
descreídos en nuestra propia capacidad, y nos despeñamos en el
atraso y la desintegración nacional; o, en cambio, cobramos
conciencia de la realidad, imprimimos un enérgico impulso y nos
lanzamos, con decisión y coraje a la conquista del futuro por el
camino del progreso y la grandeza del país. . ."
Ni Perón fue, en definitiva, el presidente de todos los argentinos
como prometía, ni Frondizi pudo, a pesar de su empeño, colocar al
país en la vía de la grandeza. Es que la realidad suele burlarse de
los grandes propósitos y a veces reduce a polvo las más levantadas
promesas de los gobernantes.
Por eso conviene marcar la especificidad del mensaje presidencial
que millones de argentinos escucharon el sábado pasado.
El mensaje de Alfonsín
El mensaje del presidente Alfonsín se distingue de todos los
anteriores por sus contenidos éticos. Más allá de los aspectos
programáticos y de su refirmación de la democracia restaurada, las
palabras del 10 de diciembre ante la Asamblea Legislativa expresan
una preocupación en el plano de la moral, muy coherente con la
filosofía que el radicalismo ha mantenido a lo largo de su
prolongada trayectoria.
El nuevo jefe del Estado ha marcado enfáticamente que el fin no
puede justificar los medios; que el tutelaje ejercido por las
minorías sobre la Nación siempre naufraga en la esterilidad y el
fracaso; que los valores asociados a la vida, la libertad y la
dignidad de los seres humanos deben constituir el objeto del máximo
compromiso por parte de los gobernantes. Su discurso define una
total diferencia con la doctrina que tácitamente manejaron las
Fuerzas Armadas en función de gobierno desde 1976, que colocaba la
"seguridad nacional" por encima de cualquier bien ético o jurídico y
hacía posible matar, secuestrar, detener, exiliar, amordazar o
amenazar, sin otra norma que el arbitrio de los jefes de las
instituciones armadas. El mensaje de Alfonsín es un regreso a los
conceptos republicanos que están asociados a los orígenes del país,
en la medida que significa un compromiso de actuar en el marco de la
Constitución y las leyes. ¡A más de 130 años de la sanción de
nuestra carta magna, anunciar que será respetada, es toda una
revolución!
El terreno de los hechos políticos es resbaladizo: las mejores
intenciones pueden naufragar en la dureza de las realidades
concretas. El mundo de los valores éticos, en cambio, existe en
términos absolutos y el gobernante que plantee su acción en
semejante dimensión, puede mantenerlos hasta el fin sin
claudicaciones, pase lo que pase. Basta con tener entereza y
voluntad. Más que un programa de gobierno, Alfonsín ha establecido
su propio compromiso con una moral política. Sin duda, esto es lo
que precisa la Nación por encima de todo. Manteniéndose fiel a lo
expresado el 10 de diciembre, el nuevo presidente ayudará a su
pueblo a recomponer la perdida fe en sus gobernantes. Y éste es el
indispensable primer paso para construir un buen país.
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