Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

 

Editores
La danza de los millones

 

Revista Primera Plana
5 de noviembre de 1968

Hasta 1964, media docena de grandes editoriales manejaban el mercado argentino sin otra competencia que la de ¡los libros mexicanos o españoles. A partir de entonces, más de veinte empresas de calibre pequeño y mediano desataron una fenomenal ofensiva: se codearon con los gigantes en las tablas de best-sellers, les arrebataron algunos escritores y, si no deterioraron económicamente a los emporios, los forzaron ¡a cambiar sus métodos de trabajo. Las librerías —y los lectores— empezaron a saturarse; el boom o la escalada bibliográfica desató una danza de millones que trocó sus cautos pasos de gavota en un rock'n roll descomunal.
Cuando se habla del boom del libro argentino se alía esa imagen a la onomatopeya de una explosión. Pero la fuerza del fenómeno no es tan efímera, ni sus consecuencias parecen tan pasajeras. A ese inacabable maremoto pertenecen los golpes de ola que arrebataron a Leopoldo Marechal de un olvido de veinte años, los que reemplazaron a Pearl Buck por Silvina Bullrich y a Lin Yutang por Juan José Sebreli. Sólo en los doce meses de 1967, las editoriales argentinas publicaron 3.705 obras, en un total de 25.030.492 ejemplares. Pero lo sorprendente no es la cifra, sino el porcentaje indígena que incluye; nunca se leyeron tantos libros escritos originalmente en español, nunca el escritor de América latina había alcanzado tanto éxito y tanto prestigio. Por primera vez perdía fuerza la razonable queja del editor Arturo Peña Lillo, que en su ensayo Los encantadores de serpientes (1945) denunciaba: "Llamar a las empresas argentinas «editoriales» es otra convenida licencia del lenguaje; caracterizadas por una labor puramente traductora, cumplen función parecida a la que realizan los concesionarios autorizados a envasar un producto que otro fabrica".
Pero tal vez él reproche era injusto. Después de todo ahí estaban, invernando en las librerías, los primeros cuentos de Julio Cortázar (Bestiario) o el Adán Buenosayres de Marechal; faltaba la avidez de los lectores, cuya voracidad por esos bocados se despertaría entre 1964 y 1965.
No es fácil comprender lo que sucedía de una manera cabal: el fenómeno se atribuyó, sucesivamente, al empleo de un lenguaje menos críptico por parte de los escritores y a su indagación más comprometida de la realidad; al interés de los lectores por la revelación de un mundo que era el de ellos, el de su contorno, y al que podían observar sin mistificaciones ni tapujos; a la osadía de las revistas que se atrevieron a desentrañar la intimidad de la literatura y a exhibir en sus portadas las caras de Borges o Cortázar, una semana antes o después que la del Presidente Onganía o la de John Kennedy (un camino en el que Primera Plana ofició de precursor). Pero todos esos argumentos resultan incompletos al barajarse por separado: porque hace 30 años el lenguaje de Roberto Arlt era ya el de los habitantes comunes de Buenos Aires, y porque entre algunos éxitos recientes de librería las indagaciones de la realidad argentina son enclenques o carecen de importancia.
Los corredores encargados de ofrecer la renaciente mercancía a los libreros captaron antes que nadie el peso del fenómeno. Desde que empezó la escalada, sus portafolios (cada vez más hinchados) ofrecen una hospitalidad cada vez más corta a las novedades editoriales: sucede que la catarata de letra impresa los ha desbordado, y los distribuidores, libreros y lectores no saben con qué brújula orientarse en el mare mágnum.
Entre los autores y quienes los leen, entre el creador y el recreador, pende la figura del editor, protagonista mayor de esta aventura. El Verbo tiene raras propiedades: una de las más constantes es hacer olvidar que los libros se compran y se venden, que son también una mercancía.

La alborada de los héroes
Algunos precursores, cuyos nombres suelen olvidar con facilidad los jóvenes artífices de la escalada, aprendieron duramente que editar libros no es una empresa tan romántica: el primero fue quizá Manuel Gleizer, que arriesgó algunas tiradas magras de Borges y Lugones por las que pagan fortunas los bibliófilos, y que murió en marzo de 1966 rodeado de respeto aunque no de bienes. Otros editores confiaron después de él en los escritores nacionales: los Prelooker (Ediciones Doble P), reveló a David Viñas, a Alberto Vanasco, a Antonio Di Benedetto; Stilcograf, a Pedro Orgambide y Abelardo Castillo. Otro de los grandes adelantados fue Antonio Zamora, un ex periodista que abandonó Crítica en 1922 para fundar Claridad. Cuatro años después, emplazado en Boedo, regó Buenos Aires de libros de bolsillo que se vendían a veinte centavos, y arriesgó tiradas de cinco mil ejemplares: Los siete locos y Los lanzallamas, de Arlt; Malditos, de Elías Castelnuovo, destrozaron en un mes todos los prejuicios contra el autor argentino. La victoria de Zamora no dejó herederos ni secuelas; sólo algunos datos curiosos: en aquél tiempo no se pagaban al autor porcentajes sobre las ventas, sino cifras fijas; Los siete locos, le dieron a Arlt una ganancia de 250 pesos, más cincuenta ejemplares para regalar a los amigos.
Todas esas empresas fallidas, desorganizadas, en las que la palmada en el hombro reemplazaba a los estudios de mercado, son, pese a sus defectos, las primeras aventuras audaces de los editores argentinos no tradicionales. Ahora, ningún empresario ignora tan olímpicamente cómo Prelooker o Gleizer la cábala que rige el comercio librero. Saben que no basta con publicar un libro esperanzadamente. Hay que contar, también, con un buen sistema de distribución, llamar la atención del lector, analizar los gustos del público, presentar el producto en forma atractiva.
La distribución es el problema fundamental. Las empresas más poderosas (Losada, Emecé, Sudamericana, Siglo Veinte) venden sus títulos directamente al librero, con un descuento que oscila entre el 30 y el 40 por ciento. Los editores que carecen de sistema distributivo acuden a los intermediarios independientes (DER, Tres Américas son los mayores), que les compran la mercancía con un 50 por ciento de descuento, A veces, algunas de las grandes editoriales se hacen cargo de sus catálogos, en condiciones parecidas. A fines de 1967, los independientes afrontaron a un viejo competidor que se había rejuvenecido: Librecol, vinculado a Sudamericana, que les arrebató a casi todas las editoriales de moda (Alvarez, Brújula, Galerna, De la Flor, Carlos Pérez). Es improbable, sin embargo, que DER o Tres Américas se queden algún día sin material: el ritmo de aparición de los editores en la Argentina es, quizá, uno de los mejores argumentos en favor de la generación espontánea.
Esta multiplicación no impide que muchos de los protagonistas se quejen del rumbo tomado por el negocio y exijan una porción más suculenta del botín. Se supone, con exagerado recato, que el precio de venta de un libro se obtiene al sumar cuatro veces su costo. De los 600 pesos que un lector suele pagar por cada volumen (una cifra elegida como ejemplo), 150 van a los bolsillos del impresor, 150 al editor, entre 60 y 120 al distribuidor, entre 180 y 240 al librero. A la menor inversión (se quejan editores y distribuidores) corresponde el mayor porcentaje.
Es cierto que el librero no está obligado a comprar más que un ejemplar, y a esperar que se venda para arriesgarse con otro. Sin embargo, tiene argumentos para defenderse: está abrumado por las novedades de este mercado prolífico. Forzado, a la vez, por una competencia feroz, el librero debe, sacrificar una parte de su ganancia: casi no hay comprador que no goce del descuento para clientes (el 10 por denoto, promedio). 

Nadar en la corriente
Tal vez sea posible acusar a los libreros de pecados más graves. Casi desaparecidos aquellos que hacían de su oficio una erudita vocación, como el célebre Don Marcos (del Fray Mocho) o Vicente López Perea (actual gerente de Siglo XXI), el contacto del libro con su consumidor quedó librado a criterios no siempre expertos. Son los libreros quienes decidieron que a los lectores argentinos no les interesa la poesía, negándose a comprar libros de ese género e inhibiendo a los editores. Quizá tenían razón hace cinco años, pero es difícil evaluar hoy los gustos del lector por un material que no encuentra en las mesas de novedades. Las simpatías y antipatías de los libreros tienen otros canales: las listas de best-sellers (de las que son principales consultores), la mera exhibición de ejemplares en lugar visible. Tres generaciones de editores comparten (y a veces disputan) el millonario y riesgoso negocio del libro. Son los Grandes Antiguos (sellos como Losada, Emecé, Sudamericana, Siglo Veinte, Santiago Rueda, Schapire, Sur, Troquel); la generación madura (Eudeba, Paidós, el Centro Editor de América Latina, Jorge Álvarez), y una generación recién llegada a la que asoman Galerna, Brújula, De la Flor, Carlos Pérez, ETCO, Del Candil.
A la cabeza del pelotón marcha el primero de los Grandes Antiguos que supo modernizarse a tiempo: Sudamericana. Su gerente general, Fernando Vidal Buzzi (35), que había sido dueño de Huemul "y hasta diagramador de libros", esgrime algunas cifras del fenómeno: "El boom comenzó hace unos cinco años. Bestiario, de Cortázar, cuya edición inicial de tres mil ejemplares tardó trece años en venderse (1951/64), vendió en menos de un año (1964) su segunda edición de tres mil.
Son quizá las listas de ventas de los monstruos sagrados dispersos en el catálogo de Sudamericana las que mejor ilustran la escalada: Los burgueses, de Silvina Bullrich, agotó once ediciones a partir de 1964, con un total de 50 mil ejemplares; Rayuela, de Cortázar, otros 50 mil en un lustro; Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, destrozó todos los records con sus 120 mil ejemplares en un solo año. Algunas hipótesis sobre sus ganancias pueden formularse: tres millones y medio de pesos al año por el total de libros de Cortázar; medio millón por Sobre héroes y tumbas, de Sábato.
Para Vidal Buzzi, el secreto del negocio consiste en saber interpretar los cambios de gusto del público y programar las ediciones de acuerdo con ellos. El editor necesita una gran percepción de los fenómenos culturales que surgen en el mundo". La receta parece buena: Sudamericana compró la Librería del Colegio y, aparte de sus redes distribuidoras, tiene participación en otras empresas: Hobbs, Minotauro, Edhasa. Vidal sabe que editar es un negocio, pero señala que "el editor cabal cumple también una función prospectiva: se adelanta a los tiempos, busca en las corrientes de la cultura y trata de prever su futuro. De esta forma no sólo reconoce los gustos del lector por anticipado: también los moldea". Francisco Porrúa, el director del Departamento Literario de Sudamericana, procura disipar uno de los mitos más recalcitrantes del universo editorial: "La sospecha de que los editores no pagan sus derechos a los autores argentinos (el 10 por ciento sobre precio de tapa) o que les liquidan tarde y mal, proviene de los autores que venden poco". El aserto quizá pueda aplicarse a los Grandes Antiguos, pero las generalizaciones son peligrosas, Losada y Emecé acaban también de lanzarse a un proceso de modernización que aún está a medio camino. Uno de los triunfos mayores de Losada (al margen de sus casi millonarias tiradas de Neruda, de Platero y yo o de Don Segundo Sombra) es El incendio y las vísperas, de Beatriz Guido, que agotó 50 mil ejemplares en su primer año (1966) y ha trepado ya hasta los 80 mil. En Emecé, que todavía reserva para los autores extranjeros el 70 por ciento de su catálogo, el tope se llama Jorge Luis Borges: ha vendido 243 mil ejemplares del total de sus obras. La versión sobre la escalada editorial que da Carlos Frías (54), director del Departamento de Ediciones, ilustra quizá mejor que ninguna cifra la actitud de Emecé ante el fenómeno: "Un núcleo fuerte de excelentes autores surgidos en la década del 30 al 40 —sostiene— forjó el gusto del público y empujó, con sus obras, la lectura de los autores nuevos".
A su modo, Jorge Raúl Alvarez Ruiz (29), líder de la empresa que lleva su primer nombre y su primer apellido, es también un pionero. Se inició como editor en 1963, con Cabecita negra, de Germán Rozenmacher, mientras a la vez montaba una librería. Desde entonces publicó doscientos cincuenta títulos, que se abren hacia todas las gamas del eclecticismo: autores como Rodolfo Walsh, Jorge Antonio o Quino (120 mil ejemplares de Mafalda en un año) se acomodan en un catálogo que prevé, para 1969, el arribo de Jean Genet.
Álvarez es el creador de las Crónicas, un éxito mayor de hace dos años, e indirectamente el responsable de que proliferara una serie de libros misceláneos que procuraron plagiar ese éxito: muchas empresas se montaron desde entonces acumulando cuentos o fragmentos de obras mayores en torno de un tema para satisfacer la avidez de un lector dispuesto a roer todo lo que se publicara, y a sustituir, por esa vía prestigiosa, sus habituales revistas de entretenimientos. La exhumación de próceres de la literatura, cuya muerte lejana evitaba el pago de derechos de autor, resultó un arma de doble filo en manos de quienes carecían de la erudición necesaria para esa empresa; algunos volúmenes revelaron a genios sepultados (como Sade, Carroll, Swift, Lovecraft); otros resultaron una mera colección de saldos y retazos. Álvarez explica que "las Crónicas fueron un invento que esgrimí ante la imposibilidad de tener autores que ya estaban comprometidos con otras editoriales". Sumó catorce de esas peculiares antologías, , con un total de 400 mil ejemplares.
"El pago de los derechos a los escritores que intervinieron en las Crónicas fue una madeja que variaba de color —indica Álvarez—: en la mayoría de los casos, les entregué una suma fija, que osciló entre los 5 y los 50 mil pesos, según el grado de amistad y confianza. A veces supe que un amigo necesitaba unos pesos: entonces, por mi cuenta, subía la prima. Otros autores me regalaron sus cuentos: entre ellos, Cortázar, García Márquez, Sábato, Beatriz Guido". Ahora alimenta otros proyectos: una edición de posters (ver número 304) y de discos. Creará un sello en el que "una serie de intérpretes podrá grabar todo lo que no le permiten los sellos tradicionales". El nombre que ha impuesto a la nueva compañía es Mandioca. "Un poco —explica el imaginero—. porque la mandioca es un alimento básico en América latina, y otro poco como una paráfrasis del sello de los Beatles, Manzana."
Próximos a Jorge Álvarez por amistad e intereses intelectuales, Daniel Divinsky, de Ediciones de la Flor, y el flamante editor Carlos Pérez suelen recluirse para sus cónclaves en la librería de la calle Talcahuano. Según Divinsky, que lanzó en 1968 el Paradito de José Lezama Lima (9 mil ejemplares), no hay escalada: "Son siempre los mismos diez mil tipos que cada vez se vuelven más locos por comprar, pagar y leer —algún día— todas las
obras que salen y que les interesan". Pérez se muestra mas optimista: "Trataré de editar a los argentinos, porque la plaza es receptiva hacia ellos y los exige cada vez más".
De la generación nueva es también Guillermo Jorge Schavelzon, de Galerna, quien se inició junto a Jorge Alvarez. Al independizarse, fundó con el crítico uruguayo Ángel Rama un sello que reparte su catálogo entre ensayos y literatura de ficción. Schavelzon cree que de la escalada surge un hecho descollante: "Apareció un bloque de lectores que no compra nada que carezca de valor literario".
Eduardo Stilman (Brújula) se muestra más escéptico. Tal vez se pueda hablar de boom,, pero conviene ser prudente. Se produjo, sin duda, un aumento de tensión entre los lectores, hay avidez por los libros, y creció el número potencial de consumidores. Pero lectores existieron siempre: basta recordar los 160 mil ejemplares de La hora veinticinco. Sin embargo, algunos editores parecen creer que encontraron la gallina de los huevos de oro y decidieron aprovecharla a toda velocidad y de cualquier manera. El resultado puede ser la degradación del libro y hasta la del lector desprevenido. Se edita improvisadamente, se traduce mal, se inventan libros innecesarios en los que abunda el espacio en blanco y que se deshojan como margaritas entre las manos. Además, se descubre un genio cada quince minutos. Me parece un abuso, una gran liquidación de buzones. Espero que los lectores terminen con los buzones antes de que los buzones terminen con los lectores".

Hacia los sobresaltos
Un caso fuera de serie es el de Boris Spivacow (53), conductor inicial de la aventura de EUDEBA y, ahora, de la del Centro Editor de América Latina, CEDAL. Spivacow sorprendió al mercado cuando, desde la Editorial Universitaria de Buenos Aires, intentó demostrar que el libro podía producirse a bajo precio y ser puesto al alcance de una mayor cantidad de lectores. Una de las consecuencias de su política consistió en la resistencia de los libreros, molestos por lo barato de la mercancía y el sistema inicial de descuentos.
"El boom de Eudeba —recuerda Spivacow— comenzó con el Martín Fierro ilustrado por Castagnino: 250 mil ejemplares a cien pesos cada uno. Otro impacto fue la Serie del Siglo y Medio: se vendían cuatro libros por cincuenta pesos. Tratamos de estimular toda la literatura y no un cierto tipo de literatura argentina. La Guerra al Malón, del Comandante Prado, no se reeditaba desde hacía treinta años."
Al retirarse de EUDEBA, Spivacow fundó CEDAL. "Cuando nos decidimos a construir el Centro mandamos cartas a todos aquellos que habían tenido algún contacto con nosotros, diciéndoles que pensábamos organizar una editorial y solicitándoles que invirtieran su dinero, su apoyo o su confianza. El grueso del capital de la primera serie de acciones, quince millones, se cubrió en tres meses. La segunda serie, en pocos meses más."
CEDAL inundó el país de fascículos como Capítulo, Siglomundo, Mi país tu país, una empresa que algunos críticos tildaron de superficialización cultural, y que "permitía a los lectores ahogarse en la epidermis de los problemas", Pero a pesar del recelo que podría despertar esta literatura de kiosco, la idea de Spivacow parece funcionar bien: Capítulo vendió 500 mil ejemplares en menos de dos meses y ya se anticipa la fundación de agencias de CEDAL en el extranjero.
Tradicionalmente dedicada a la psicología y la sociología Paidós acaba de hacer una exhibición de salto en largo para ingresar a la competencia de la plaza literaria, donde el mentado boom parece constituid un hipnótico canto de sirena.
"Un día —explica Jaime Bernstein, 51, su gerente— me di cuenta de que las ciencias del hombre también se deslizaban por la literatura y la filosofía, y que no había fronteras. Entonces acometimos una ampliación, porque no violaba nuestra línea tradicional. Además, existía el riesgo de saturar el mercado con los libros de las ciencias del hombre, y también de saturarnos nosotros, sus directores." resultado de la apertura de Paidós fueran las colecciones Letras mayúsculas, letras argentinas, Medicina y filosofía, América latina, inauguradas en 1968.

La fuerza del derecho
Es fácil suponer que los principales beneficiarios del cambio son los autores, que cada día son más los escritores que viven de sus libros. Se trata de un exceso de optimismo: salvo una decena de excepciones, la escalada no da para tanto.
Las leyes de propiedad intelectual aseguran al autor un porcentaje sobre el precio de tapa de cada ejemplar vendido: alrededor del 10 por ciento. Gracias a este porcentaje, el colombiano García Márquez habría recibido 7 millones de pesos en un año.
Pero resulta más sensato ejemplificar mediante el caso de Juan Filloy, de cuyo Op Oloop (Paidós) se vendieron en diez meses 3.895 ejemplares. Es una venta muy respetable, y superior al promedio; pero los derechos liquidados apenas equivalen a un sueldo mensual de 13.730 pesos. Y no todos los novelistas pueden esperar una regalía así.
Más afortunado que Filloy, Néstor Sánchez (Nosotros dos, Siberia Blues) se transformó en el cuentista mejor pagado de la Argentina gracias a que sus derechos no fueron respetados: CEDAL cometió el error de utilizar indebidamente textos de Sánchez en una antología, y el resultado fue que las arcas de Spivacow se vieron obligadas a ceder trescientas ochenta mil pesos a las del escritor, "Yo tenía mucho interés, en que esos relatos no volvieran a aparecer —explica Sánchez—, porque consideraba que pertenecían a una etapa superada de mi creación. Inicié juicio tres días antes de la distribución y llegamos a un arreglo." 
Está visto que no todos los editores tienen, como Alvarez, la suerte de que les regalen cuentos. A la vez —insisten los quejosos—, no todos los escritores tienen la fortuna de que se los paguen.
El desconocimiento de la ley y la improvisación de algunas ediciones permite qua muchos de los que intervienen en el debate deban resignarse a arrojar sólo la segunda piedra. Una porción considerable de editores ignoran el régimen del dominio público pagante, según el cual las obras que no pagan derechos, según la jerga editorial (aquellas cuyos autores murieron hace más de 50 años), deben oblar el 2,5 por mil al Fondo de las Artes.
Sumergidos en la euforia, enceguecidos muchas veces por lo sorprendente del fenómeno, la mayoría de los empresarios no se detiene a analizar las raíces y las consecuencias de esta revolución que amenaza sumergir en papel impreso a los lectores argentinos.
Sin embargo, sobran motivos para detenerse a pensar. Es cierto que la escalada del movimiento editorial argentino constituye un síntoma de salud nacional, que facilita el trabajo del creador y señala una actitud del lector insospechada hace un lustro. Pero esta danza de millones y de famas puede encerrar, al mismo tiempo, trampas sutiles y zonas de sombra, el germen autodestructor.
Asoma, en primer lugar, el peligro de la superpoblación. Si se sigue editando libros al ritmo actual, sin lograr un verdadero aumento del público lector estable, se corre el riesgo de saturar el mercado, de exceder la capacidad de los consumidores de Verbo. De hecho, ya resulta imposible mantenerse al día, aun contando con la ayuda de un curso de lectura rápida. Aunque el esfuerzo no siempre se justifica: en el interminable desfile libresco suelen colarse intrusos que no merecen la imprenta, y hasta los críticos caen a menudo en la trampa. Pocas veces vino tan a cuento el del lobo; nadie sabe hasta qué punto es posible defraudar a una masa de lectores que muchas veces demostró perspicacia.
La superpoblación, a la vez, amenaza volverse contra los propios editores, ahora obligados a vender más rápidamente que nunca, porque su mercancía envejece con celeridad, sujeta a la presión del alud y a la de las modas. Tal vez sea ésa la causa de que los libros del boom no siempre se impriman con cuidado ni se encuadernen con solidez, un reparo quizá trivial, pero que de algún modo es la metáfora de su condenación a un razonable olvido. Es cierto que pocas veces en tan poco tiempo se editaron en la Argentina novelas o colecciones de relatos cuya larga memoria parece asegurada: basta con señalar Rayuela, Cien años de soledad, El hacedor. Pero, al mismo tiempo, pocas veces se produjo simultáneamente una inundación tan increíble de escorias. Los lectores que hoy compran los libros de la escalada aceptan, hasta ahora, a los invitados sin entrada que se cuelan entre las, piernas de Borges, Cortázar, Marechal o García Márquez; bajo, los brazos de Walsh, de Sábato, de Viñas o de Oliverio Girondo; pero en los lugares de honor de sus bibliotecas sobreviven las pulcras y sólidas ediciones que hicieron la fama de Emecé, Losada, Sudamericana o Schapire. Tal vez los Grandes Antiguos quemaban también su incienso ante los altares de la moda. Pero al menos procuraban, parece, que fueran modas más duraderas.

Ir Arriba

 

 



Vidal Buzzi y Porrúa
Jorge Alvarez, Bernstein
Schapire e hijo

 


 

 

 

 

 

 
 

Zamora
Spivacow
Divinsky

 

 

 

 

 

 

Búsqueda personalizada