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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE ACÁ


Cuando la cultura no es un templo

Lo primero que dijo Edmundo Guibourg al aceptar la entrevista fue: "¿Es usted inteligente? Porque la gente más inteligente que conozco es la que está de acuerdo conmigo. ¿Lo que le pasa a casi todos, no?" Lo segundo que dijo al preguntársele dónde vivía fue: "¿Dónde quiere que viva un porteño como yo,-que nació en 1893, que fue amigo de Gardel, que pasó muchas noches en el café Los Inmortales, y que ahora está solo con su memoria, sus libros y todo lo que le falta vivir?". La respuesta era obvia: en la calle Corrientes, a un paso del obelisco. Un diálogo con Guibourg es como leer varios libros a la vez, uno salta de un tema a otro, de una situación melancólica a una jocosa, del mes de mayo de 1910 a un día cualquiera de la Segunda Guerra, de una crónica de teatro al relato de una anécdota de noctámbulos, pócker y mujeres. A los ochenta y seis años este periodista lúcido, corresponsal de Crítica en París durante siete años, autor de unas pocas obras teatrales y no pocos ensayos críticos sobre el tema, fundador junto a Victoria Ocampo, Ivo Pelay y Carcavallo, del Fondo Nacional de las Artes.

revista mercado
23 de agosto de 1979

un aporte de Riqui de Ituzaingó

 

 

 

Este hombre ha podido decir, refiriéndose a la adhesión del público a un espectáculo teatral en Aviñón: "Fue un verdadero fenómeno, se representaron obras de Sófocles y Shakespeare y fue la juventud la que provocó y enalteció la platea con sus opiniones y aplausos. Digo la juventud —que es lo que me importa— no hablo de los comentarios de los viejos, porque yo, que soy un viejo, no tengo fe en el comentario de los viejos. Y no tengo fe porque a la gente no se la puede cambiar, y los viejos a los que yo me refiero, ya cuando eran jóvenes empezaban a ser viejos..." Ninguna ortodoxia periodística, ningún cuestionario encolumnado y riguroso podía pretender conducir la conversación llana, espontánea, completamente libre, de este argentino que definió al diario Crítica como un caos organizado y que para dar una idea de la independencia con que redactaban sus notas, en la época, cuenta esta anécdota: "Una vez, vino al diario Un vecino a quejarse de otro vecino muy rico que en las proximidades de su casa tenía una residencia con perros de raza y perrera de mármol y cerámica. Los perros, por supuesto, perturbaban la paz. Nosotros, solidarizados con la queja, publicamos una nota en Crítica a tres columnas: 'Un vecino desaprensivo molesta al barrio, cuando podría trasladar sus perros y su perrera a un lugar adecuado...'
Imagínese: ese señor de los perros era el dueño del diario, Natalio Botana".
Dispuestos a la ironía y a la reflexión sin dramatismo, una tarde cualquiera enhebramos la charla. Su departamento de la calle Corrientes guarda muchas cosas visibles, y otras no tan visibles, de su vasta trayectoria por el mundo de las letras y las artes. Insistimos en el pequeñísimo detalle: Guibourg tiene 86 años. Se lo suele ver caminando por puro gusto por Buenos Aires, a las dos de la mañana. Y con más seguridad, los días domingos en el hipódromo de Palermo, "donde por obstinado perdedor me otorgaron un carnet vitalicio en el Palco Oficial..."
GUIBOURG —¿De qué quiere que hablemos? Elija el tema y largamos. No hay ningún apuro, tenemos tiempo porque los dos somos jóvenes.
MERCADO —Usted es el periodista veterano. Hable de usted si no se aburre...
GUIBOURG —Yo me había escapado — por decir— del normal Mariano Acosta y me dejé seducir por la banda de García Velloso y Alberto Ghiraldo. Por entonces garabateaba algunas caricaturas para Ultima Hora y La Razón, porque tenía una rara facilidad para hacer mamarrachos. Cuando Botana empezó a seleccionar gente para la redacción, Mario Bravo (brillante senador) me estimuló para que eligiera por La Vanguardia porque tenía que ver con mis ideas. Entré cuando estaban Nicolás Repetto y Juan B. Justo. Fui y soy socialista, pero un socialista que nada tiene que ver con el marxismo, palabra mal aplicada a nuestra doctrina, que era, sobre todo, romántica, sentimental, orientada a combatir las arbitrariedades.
Usted con toda seguridad me va a hacer una pregunta infalible: ¿Cómo era aquel Buenos Aires de principios de siglo? Cuando yo tenía cuatro o cinco años, así como paisaje general, todavía era una aldea que podría simbolizarse en el criollismo de Fray Mocho. Había un tono gauchesco, recién comenzaba la inmigración propuesta por Sarmiento y Alberdi. A partir de mi tiempo, entre esos extremos —el localismo y las influencias inmigratorias— a los escritores se les planteaba el problema del lenguaje.
MERCADO —El conflicto entre el lenguaje cotidiano y el lenguaje llamado culto, ¿verdad?
GUIBOURG —Nunca entendí ni comprendí por qué se podía hablar de una manera y escribir de otra. Era el problema de mi tiempo: el de tener dos lenguas, una para hablar con el verdulero y otra para escribir. Aún las cartas omitían el vos e incorporaban ese artificioso tú. De modo que al mismo amigo que en el café se lo tuteaba, en la carta se lo trataba distante, ceremoniosamente. Pero aun con estas contradicciones lógicas, Buenos Aires siempre fue una ciudad literariamente adulta, a diferencia de Bogotá o Quito, plagados de versificadores cursis y alambicados. Una ciudad que en 1920, por ejemplo, tenía a un Enrique Banchs, a un Lugones, a Manuel Gálvez, a Ricardo Rojas. Estos dos tenían una terca rivalidad, Rojas decía que Gálvez era un mediocre y ese concepto quizá pudo influir en la historia, porque Gálvez ha dejado de ser leído actualmente. Pero había un francés, Paul Groussac, que nos enseñó a todos a escribir en castellano castizo. Y el más grande maestro y uno de los narradores de América fue Roberto Payró, dueño de una escritura donde integraba un lenguaje sencillo con un dejo de la atmósfera del fin de siglo.
MERCADO —Usted no puede con su genio: ya está ejerciendo su papel de crítico. Le habíamos pedido que nos hablara de usted. ¿Se acuerda? íbamos por La Vanguardia.
GUIBOURG —Ah, sí. Yo era crítico teatral allí y lo único que hice fue ganarme enemigos que con los años fueron mis amigos. Se representaban obras de José González Castillo —padre de Cátulo, el poeta del tango — , Vicente y Roberto Martínez Cuitíño, Pedro Pico, Alberto Ghíraldo, Rodolfo González Pacheco y todavía la sombra reciente de Florencio Sánchez gravitaba sobre los escenarios. Entonces no había abismos generacionales ni segregaciones de ningún tipo: los aristócratas y los bohemios, los intelectuales y los vagos, compartían la misma mesa. Era común charlar con don Enrique Larreta o con Belisario Roldan.
MERCADO —¿Belisario Roldan? Es raro lo que sucedió con él, nadie lo recuerda, salvo cuando lo leíamos en los textos escolares.
GUIBOURG —Olvidado, sí. No sé si justa o injustamente. El hacía una poesía verbalista, sonora, rutilante. Era una poesía de tambor y de gran sentido lírico. Belisario llegó a triunfar en todas las tribunas políticas de aquí y de Europa por medio de sus discursos repentistas, un poco enfáticos, que sin embargo, estimulaban al auditorio por su destreza oratoria. Es que en él esa oratoria podía llegar a ser vacua aunque siempre excitante. Hizo una obra, "Los Contagios", donde se revela como un interesante dramaturgo. Pero lo otro, su versificación, está perimida: actualmente no se puede representar el Rosal de las Ruinas porque su lenguaje suena a recitado de barrio. Fuera de esto, Belisario Roldan que era nacionalista a ultranza, llegó a hacerse inseparable del anarquista González Pacheco. Es que en esencia los dos eran líricos. Así eran las relaciones de entonces entre compatriotas.
MERCADO —¿Y cómo eran las de ustedes, los componentes del célebre clan de la redacción de Crítica? ¿Es cierto toda esa aura mitológica que la rodea?
GUIBOURG —Botana organizaba el caos sin imposiciones, sin horarios, sin ninguna aparente conducción. Cada uno hacía lo que se
le ocurría: había abundante talento e ingenio y uno estimulaba al otro. Me atrevería a decir que los redactores nos creíamos los dueños del diario y eso nos hacía naturalmente humildes. Total, si éramos los dueños... Nadie sabía cuándo iban a aparecer las notas ni cuáles eran los temas. Lo cierto es que cada día había una nota descollante que nadie había pedido ni sugerido. Todos éramos trasnochadores, jugadores empedernidos, carreristas, mujeriegos, bohemios, hombres de lecturas, polémicos. Nuestro escritorio lo compartíamos a distintas horas de acuerdo con nuestros hábitos, con Roberto Arlt y Luis Góngora. Arlt y yo no nos tuteábamos, aunque llegamos a ser amigos. El, con casi todos era un tipo perverso, loco, despiadado. No quería a nadie y tampoco quería ni hacía nada para ser querido. Sin embargo, algo debimos haberle visto con el Malevo Muñoz y los otros muchachos porque lo ayudamos a que publicara su primera novela, El Juguete Rabioso. Recuerdo que él me dejaba en el escritorio, cuando se iba, los originales de algún capítulo para que yo lo leyera y le diera mi opinión. Diariamente encontraba un mensaje porque por los horarios diferentes no nos veíamos. Yo observaba curioso todos los errores que cometía, algunos garrafales, y se lo hacía notar a través de un mensaje. El me respondía lacónicamente: "Guibourg, por qué no se deja de... y me da su opinión sobre la novela". Yo entonces le replicaba: "¿Y usted por qué me pide la opinión entonces?" Lo cierto es que nos entendíamos despiadadamente. Con el tiempo entendí que algunos errores los cometía por ignorancia ortográfica y otros porque se le daba la gana, era una forma de rebeldía, de divertimiento. Es que divertirnos era nuestro estilo, hacíamos una vida desordenada. Fíjese usted: apenas cerrábamos la edición del viernes, armábamos la mesa de monte a la que no faltaba nadie (hasta Borges se debe haber prendido alguna vez), a eso del amanecer desayunábamos y seguíamos jugando hasta la hora de ir al hipódromo. Perdíamos todo o ganábamos un poco y volvíamos al centro para meternos en el baño turco a desintoxicarnos del cigarrillo y los whiskies. Después a lo mejor dormíamos un rato e íbamos otra vez a la redacción. ¿Qué raro no? Tengo 86 años.
MERCADO —Casi la misma edad que Carlos Gardel de quien fue su amigo. Pero no un amigo, sino su amigo.
GUIBOURG —Lo conocí a Gardel cuando yo tenía seis años y él diez. Vivíamos en el mismo barrio: el Abasto. Compartimos algunas cosas: los conventillos, los carros que venían de las quintas, las peleas callejeras, la curiosidad por las mujeres de mala vida, el asombro por los guapos de comités que frecuentaban la zona con el cuchillo al cinto. Después recién nos reencontramos cuando yo tenía dieciséis años y recordábamos aquel pasado infantil. Fuimos juntos a Europa y fuimos grandes amigos. Cuando fue adolescente había llegado a ser realmente gordo. Pero no era petiso como se cree por allí. Era mediano, se había afinado mucho, gustaba a las mujeres. Aunque, la ciudad de esa época era sobre todo una ciudad de hombres solos. La afluencia de inmigración —hombres que venían a hacerse la América en su mayoría y que dejaban en Europa a sus mujeres— creaba una atmósfera donde las relaciones entre ambos sexos eran difíciles, casi utópicas por las vías normales. Nadie se atrevía a una seducción arrasadora porque seguramente fracasaba. Era un trabajo aburrido el enamorar lentamente: entrábamos al paraíso sin saber si Eva iría a acompañarnos.
MERCADO — Debo preguntarle, creo que es una pregunta inevitable por su no originalidad, cómo se viven los cambios de época, cómo se admiten o se soportan las continuas transformaciones.
GUIBOURG — Es que uno se va integrando al mundo, no se resiste. El mundo es más poderoso que uno y nadie puede quedarse estático o viviendo en el mismo sitio del tiempo. Yo vivía mi tarea periodística a un ritmo alucinado y eso me ayudó a entender. Calcule que cuando nací recién se ponían los primeros teléfonos, todavía estaban los faroles de gas, relinchaban los caballos de los tranvías, se hundía el Titanic. Y ahora debo reconocer que los acontecimientos y las circunstancias influyen sobre uno y pesan más que los recuerdos. Si pesaran solamente los recuerdos, si no supiera que existe un Somoza, un Idi Amin — incomprensible en nuestra época de viajes espaciales— si no supiera eso, sería un viejo de... Los hechos se precipitan sobre uno como un alud y cuando uno se termina de sacudir el polvo y quiere ponerse a reflexionar ya tiene otro alud encima. Así es esta época.
MERCADO —Todo hombre de diario tiene su nota preferida, su página dilecta y recordable. Un reportaje un articulo, una frase que adelantó un acontecimiento...
GUIBOURG —Yo adelanté la revolución de Alvear desde París. ¡Armé tal escándalo! Alvear estaba en París allá por el 30, y le hice un reportaje aprovechando que estaba enojado contra todo. Durante el diálogo que mantuvimos y que sabía iba a ser publicado, se lanza drásticamente contra Hipólito Yrigoyen, anunciando el proceso militar que luego iría a sucederse en Buenos Aires. El Alvear, al salir sus declaraciones publicadas en Crítica y reparar en las consecuencias que había generado, me vino a ver para pedirme explicaciones, pero yo le mostré el reportaje que, previsoramente, le había hecho firmar a él. En París estuve de corresponsal siete años. Vivíamos prácticamente juntos con Joaquín de Vedia y Pablo Suero, de La Razón, y Funes, de La Prensa. Como ve, no es ninguna novedad esto de periodistas que viajan al exterior.
MERCADO — Le pregunto sobre el mundo del espectáculo, sobre lo que se dice y se sabe acerca de la vanidad... Un periodista, se dice, sabe más que nadie sobre este punto y más tratándose de hombre de teatro, frecuentador de actores y de divas.
GUIBOURG —Cualquier hombre o mujer que encuentra una vidriera allí quieren exhibirse. La famosa "gloriola" del teatro lleva fatalmente a la fatuidad. Un día que conocí a Sacha Guitry me la pasé elogiando a su padre, Lucien Guitry. El, en un aparte en la intimidad, me confesó después: 'Usted sabe que tengo fama de ser el hombre más vanidoso de la tierra y sin embargo cada vez que le pregunté sobre mí; me contestó sobre mi padre. Gracias, porque la fama de él no me pesa y la sumo con orgullo a mi inmensa vanidad, que es mi segunda naturaleza, dado que soy un actor nato...' Enseguida Sacha me preguntó: "¿Usted Guibourg cree en la modestia?", y yo le contesté: "Le juro que no...".