Revista Siete Días Ilustrados
25.01.1971 |
Desde que se desmanteló la fábrica de tanino, en 1967 quedaron
1.200 habitantes de los que había. En la actualidad, reinan la falta
de posibilidades y la miseria en el lugar.
La chimenea sigue en pie: setenta metros de ladrillos rojos en cuya
cúspide, cuando se festejaba el cumpleaños de la reina Isabel, solía
flamear la bandera inglesa. Su sombra repta todavía sobre el pueblo,
convirtiéndolo —ahora— en un inmenso, desolado reloj de sol. Las
horas se marcan en el frente del hospital, la escuela y la iglesia;
también en los abandonados links de golf, la cancha de tenis y el
cementerio. Para quienes aún habitan las casas del villorrio, esa
chimenea es el símbolo de The Forestal, Land, Timber and Railways
Co., la factoría maderera más grande del mundo, empresa que apuntaló
desde Villa Ana, al norte de Santa Fe, el imperio del tanino.
Durante el esplendor del quebracho, la Forestal implantó un estilo
de vida, un particular sistema de gobierno, una arquitectura y una
moneda que cimentaron sus dominios materiales y espirituales. Tanto
poder fue allí sólo superado por el de los jesuitas, con el mismo e
irónico resultado: ruinas.
Desde 1957, cuando se desmanteló la fábrica de tanino, emigraron de
Villa Ana nueve mil habitantes. Sólo mil doscientos se quedaron,
gastando sus horas en recuerdos del pasado, irrealizables proyectos
industriales, tratando de robar a las tierras yermas, inutilizadas
por la irracional explotación del quebracho, algún capullo de
algodón. Ahora, la absoluta falta de posibilidades y la miseria se
adueñaron del lugar, convirtiéndolo en un pueblo fantasma donde ni
siquiera perduran los muertos: aquellos que emprenden el éxodo nada
dejan de recuerdo. Las tumbas están violadas; en el cementerio
proliferan las cruces rotas, los sepulcros vacíos.
Los testimonios de sus escasos habitantes, documentos que aún se
conservan en la destartalada oficina del juez de paz, y algunas
historias de soledad despiadada, de tiempos detenidos, permitieron a
los enviados de SIETE DIAS reconstruir el giro de la sombra de la
chimenea, volver atrás las horas y los días del abatido reloj de
sol.
TODO ESPLENDOR PERECERÁ
"La Forestal pagaba al comisario más sueldo que la Policía. Cuando
alguien era declarado persona no grata por el gerente, tenía 24
horas para abandonar el pueblo. Para viajar en los ferrocarriles de
la empresa, desde Villa Ana hacia Ocampo, se necesitaba un permiso
especial del jefe de personal. Vidas, enseres, casas y animales eran
de la compañía. El pueblo y su gente obedecían —o debían hacerlo—
los designios personales de los jefes".
Respaldado sobre una vetusta máquina registradora, herencia del
pasado, y observando distraídamente las estanterías vacías de lo que
fuera el Almacén Central de La Forestal, José Damián Curi (61, su
actual propietario) memora los tortuosos mecanismos que servían para
que el sistema fuera admitido por las autoridades de la provincia:
"Cuando se arrimaba el día de las elecciones, los gerentes
autorizaban la apertura de dos o tres comités. Fueran cuales fuesen
los candidatos, todos estaban arreglados por la empresa. Cuando se
agitaba el ambiente, el comisario permitía la apertura de la timba.
Le compraban al hachero su libreta de enrolamiento y, gracias a la
taba cargada, la plata volvía al bolsillo del político. Ni la
policía ni los funcionarios objetaban el procedimiento. Cuando el
diputado provincial salía electo, agradecía la gauchada a La
Forestal. Los proyectos de la oposición rebotaban como pelotas de
goma".
De aquellos tiempos, un viejo letrero, en la puerta de una
carnicería, señala el recinto de lo que fue un comité radical. A su
alrededor, el pueblo agoniza. Diez mil hacheros de la región huyeron
ante la falta de trabajo. Otros, todavía intentan subsistir bajo
primitivas, inútiles formas de vida. Las casas que albergaron a
funcionarios, empleados y obreros "forestaleros", con sus techos a
dos aguas, sus paredes pintadas a la cal y sus galerías con tirantes
de quebracho, están desocupadas. Seis de cada diez de esas casas
fueron saqueadas. Un chalet de cinco habitaciones, con baño, cocina,
patio, jardín, dependencias de servicio, galpón y lavadero, fue
alquilado recientemente en cinco mil pesos viejos mensuales.
Frente a la plaza, el exclusivísimo Club de Empleados sobrevive
gracias a un grupo de vecinos que eligió el local como sitio de
esparcimiento. Adentro, una mesa de billar, con el paño groseramente
zurcido, desvía las lánguidas carambolas del médico del pueblo. Más
allá, un inmenso salón vacío, con un proyector herrumbrado, recuerda
que en ese sitio hubo un cine. En la esquina, aplastado por el sol
del mediodía, lo que fuera un próspero hotel espera desde hace meses
que llegue algún viajante de comercio, la iglesia, a pesar de los
esfuerzos del cura, tiene las imágenes deterioradas. En ella se
suprimió la limosnera: nadie tiene para dar.
En las afueras, la estación de ferrocarril, sin boletería, sala de
espera ni oficina del jefe, aguarda desde hace dos años que regrese
el tren. De vez en cuando, una zorra
a motor arrima el sueldo de Francisco Florentino, su último
encargado. "Llegué al ferrocarril en 1945, como peón. Ahora soy el
jefe. . . bah, es un decir. Se llevaron todo, hasta la campana. Me
dejaron eso, que ni siquiera es una escoba." Barriendo por milésima
vez las gastadas baldosas del andén, Florentino desconfía de los
visitantes. Sin embargo, los recuerdos lo enfervorizan, le dan un
brillo extraño a la charla. Hasta accede a mostrar un secreto:
arremete contra la oxidada puerta de lo que fuera el "baño de
señoras" y muestra, sobre el piso, los carteles que, en 1915,
señalaban el lugar: Campo Redondo. La denominación era una más en
los 400 kilómetros de vías férreas que llegó a poseer el feudo, en
total 2.400.000 hectáreas, continente del quebracho cuyo destino
final estaba en las curtiembres inglesas donde se procesaba el
cuero argentino.
VIDAS SECAS
De lo que antes era monte, el cinturón de quebrachos que ceñía los
suburbios de Villa Ana, sólo quedan malezas, destrozos, pasto seto
que cubre las raíces quemadas de los árboles. Como bichos, las
malezas se van comiendo al pueblo, lo horadan, se meten en las
casas, conviven con las alimañas y la gente en un mismo y agónico
escenario. En uno de los extremos de esa arquitectura fantasmal,
frente a las ruinas de la fábrica de tanino, sobrevive el hospital.
En la otra punta, el cementerio. Y en el centro, como artífice de un
dramático equilibrio, la Escuela Provincial N° 566, probablemente el
único lugar de Villa Ana donde todavía no se agotaron las
posibilidades de evadir la asfixia, combatir el hambre, arrinconar
las diarias asperezas: "La escuela es una excusa para darles de
comer a los chicos y a los viejos. De lunes a viernes, el comedor
escolar ofrece desayuno, almuerzo y merienda a 300 pibes y
distribuye 25 ollas con comida para los ancianos que, con sus 1.800
pesos viejos de pensión, no pueden pagar ni siquiera sus remedios.
Aunque se nos tiene prohibido repartir esa comida, todavía nadie
prohibió comer. Total, con un poco de agua se alarga el caldo". Hugo
Calvet (30, un hijo, maestro de la escuela, a cargo de la dirección)
no sabe —no puede— hablar de la tarea que realmente le corresponde:
enseñar. Acaso porque antes de cumplir con los programas escolares
se obliga a administrar el comedor escolar, una verdadera olla
popular.
"Con 10 mil pesos diarios de presupuesto —reitera— y un atraso en
los pagos de cuatro meses, tengo que recurrir a la buena voluntad de
los proveedores para que la cocina siga funcionando." Es tan
imprescindible ese servicio que los sábados y domingos, cuando la
escuela cierra, es habitual ver cómo decenas de chicos rondan el
vetusto edificio sin animarse a aceptar que durante dos días a la
semana no se come.
Los madrugadores, unos pocos, prefieren otras correrías: a las
cuatro de la mañana, cuando el aire de Villa Ana todavía no hierve
al sol de los 40 grados y tiene ese color azul de los campos
solitarios, cuando los insectos pegajosos del monte empiezan a
morir, se oye —en toda la región— el inconfundible mugido de las dos
únicas vacas que, cada fin de semana, se sacrifican en el matadero;
entonces, algunos chicos cargan una lata vacía de aceite y se van a
una playa donde los carniceros del pueblo descuartizan a las reses.
En el instante preciso en que Alcides Zuazquita, el matarife,
ensarta a la vaca con su cuchillo romo, los chiquilines acercan la
lata a la herida para llevarse la sangre del animal. A cambio del
favor, una vez terminada la faena, limpian el matadero y espantan a
los perros, también desesperados por la sangre. Con esa cosecha, los
chicos aseguran su alimento: en la misma lata cocinan la sangre,
mezclada con grasa, huesos picados y bofe, y elaboran una ristra de
morcillas. Algunos de esos embutidos domésticos caen, a veces, en
manos de la vieja Santa Molina. Algún vecino piadoso se acuerda, de
tanto en tanto, de que en el kilómetro 60, en las afueras del
pueblo, vive esa antepasada de sí misma, con sus 75 años a cuestas,
la piel hecha jirones.
—Santa Molina a sus órdenes.
Mira a los desconocidos sin desconfianza. No hace falta ninguna
pregunta para que hable. Sólo observa las cámaras fotográficas, la
cinta del grabador que va atrapando su vida:
—Tenía mi concubino, ahora no. Está muerto ya. Quedé con una hija
que estaba amigada con un hombre. Ella murió y el hombre se juntó
otra vez. Y yo, acá, solita. Cuando hay, si tengo un huevito, pongo
aceite y frío el huevito. Cuando no, quedo con la gracia de Dios. A
veces, los vecinos me dan cualquier socorro. He sido de buena
familia, he sabido tener otra condición. Pero una tiene que cumplir
el destino. El destino, ¿sabe?, es caminante.
Se acurruca en el catre. Junta las manos, se las pasa por la cara,
aparta una trenza que le cae sobre los ojos. Se persigna. El humo
del brasero se ilumina por los rayos del sol que se filtran entre
las hendiduras del rancho. Tose. Acomoda una vela para que no se
pierda la imagen de San Antonio.
—Yo soy muy católica, señor. En este barco, mi vida, la religión
evita los naufragios. La Santísima Trinidad y el Espíritu Santo
habrán de proveer.
Alrededor del rancho, clavados a un costado del camino, quedan —como
huellas de la fiebre del tanino— los aparejos que La Forestal
utilizaba para cargar en sus trenes los rollizos de quebracho
colorado. Son cinco postes unidos por bridas de hierro. Parecen
patíbulos.
LOS DIAS DE JUAN ALARCON
El camino, a cuya vera está el rancho de Santa Molina, era antes el
terraplén por donde corrían los trenes cargados de madera. Allí iba,
una vez por mes, Juan Alarcón, a chequear los envíos de los obrajes.
Ahora, el viejo ex contador de La Forestal, el último del emporio,
ni quiere acordarse del sendero. Hace ya 14 años que dejó de
transitarlo, desde el mismo momento en que La Forestal desmanteló su
fábrica.
Otras son sus preocupaciones, manías que le fueron viniendo con el
tiempo, insólitas incursiones a través de sí mismo para matar la
abulia, para aproximarlo a un pasado de esplendor que ya no volverá.
En su casa, detrás de un baldío que se enfrenta con la chimenea de
la factoría, Juan Alarcón pasa los días, atento sólo a sus
invenciones, creándose un mundo fantástico que lo atrapa en su
telaraña y devuelve a una dimensión donde pasado y presente son una
misma cosa.
Desde él —sobre él— se entrecruzan los símbolo de Villa Ana: la
madera, la riqueza perdida, el tiempo extinguido. Juan Alarcón, a
los 62 años, ahora no cuenta la madera: la usa. En los fondos de su
casa emplea el quebracho, esta vez hachado por sus propias manos.
Sirviéndose de un plano, que asoma desde las páginas de un remoto
ejemplar de la revista Hobby, trata de armar una barcaza. Acaso
nunca navegue en ella, porque el arroyo más cerca queda a 11
kilómetros de su casa.
—Alguna vez, las aguas del río llegarán a Villa Ana para lavar el
pueblo.
Envuelto en un raído piyama blanco da las explicaciones.
—También arreglo relojes. Me entretengo por las tardes, escuchando,
midiendo el tiempo.
Sobre una cómoda desvencijada, diez relojes esperan compostura.
Afuera, en el patio, colgado de una pared, funciona el Longines que
coronaba el despacho del gerente de La Forestal. Esos juegos (pensar
en el agua, contabilizar el tiempo) se mezclan con los logros del
pasado. Con orgullo, Alarcón exhibe los trofeos que supo ganar en
campeonatos nacionales de tenis y golf. Todos llevan una marca: La
Forestal.
—Yo nunca he sido hombre de la empresa. Si lo hubiera sido, habría
llegado a cargos más altos. Por eso, cuando me jubilé, pude seguir
adelante con mi vida aquí y no como muchos que tuvieron que irse.
Juan Alarcón esboza el reproche más para sí mismo que para los que
se fueron. Porque no puede olvidar que Alba Alarcón, su hija,
también emprendió el camino de los que quisieron evadirse. Sin
embargo, Alba volvió a Villa Ana.
—Mi historia —dice ella— empezó aquí y va a terminar aquí. Elegí
morir en el pueblo.
La muchacha ya no es joven: orilla los 35. Tiene el pelo corto,
ensortijado; los ojos oscuros, la piel morena.
—Cuando todo se acabó, yo, la niña mimada del contador, tuve que ir
a buscar trabajo a Buenos Aires. Caminé por las calles de la gran
ciudad, con el diario bajo el brazo, tratando de emplearme como
sirvienta.
No sabía escribir a máquina, no traducía inglés; tampoco entendía de
papeles. No hubiera durado mucho tiempo en una fábrica.
—Mi primera tarea consistió en limpiar la platería de un acaudalado
médico porteño. Durante meses deambulé de casa en casa, de trabajo
en trabajo. Hasta que conocí a Johnny, un norteamericano con el que
novié varios meses. Me iba a casar. Pero él tuvo un accidente y se
lo llevaron a los Estados Unidos porque si no perdía el brazo. Me
dijo que iba al volver. No volvió más. Cuando se curó, lo enrolaron
en el ejército y viajó a Vietnam. Murió en el frente.
Hubiera podido suceder que Alba Alarcón guardara esta historia para
sí, se encerrara en ella para siempre. Pocos pobladores de Villa Ana
la conocen. Tienen otra imagen de la hija del contador, porque Alba
no volvió a Villa Ana huyendo de Buenos Aires. Por el contrarío,
estaba segura de que en su tierra natal iba a hacer una madeja con
los recuerdos, los iba a hacinar en algún lugar de la memoria y
rescataría para ella otros objetivos, otras inquietudes.
—Sólo nosotros salvaremos a este pueblo de la muerte. Tenemos la
voluntad de hacerlo. Ya encontraremos la forma.
Interesándose por la vida de los hacheros, ayudando al cura de Villa
Ana, peleando para combatir el hambre de los otros, Alba Alarcón
enfrenta su figura a la de su padre. Sabe que las horas perdidas no
se recuperan en los relojes que el contador colecciona; no construye
un bote que jamás navegará.
MUERTE Y PUEBLO
En el extremo sur de Villa Ana, las únicas habitantes son las
víboras. Andan de aquí para allá, sin miedo a extraviarse, entre los
agujeros de un piso adoquinado con parquet de eucalipto. Reptan por
entre los restos de lo que fue la base de las máquinas trituradoras
de quebracho. De tanto en tanto se topan con un cuervo instalado
donde reinaban las calderas, o con los sapos gigantescos,
apeñuscados en las piletas que producían hielo. A veces, también,
tropiezan con la furia de Reinaldo Silva, que las mata sin asco.
Porque el último encargado de La Forestal frecuenta las ruinas con
tanta asiduidad como las víboras. "Aquí, la garganta del diablo —una
embrujada máquina que cocinaba el aserrín de quebracho—, mató a mis
hermanos mayores. Allá estaban los depósitos del producto elaborado.
Más acá los apuntadores. Aquellas dos ventanillas vomitaban el fruto
de once horas de trabajo por obrero: en una se pagaba el salario; en
la otra se cobraban los gastos del almacén. Da rabia ver que todo
esto son víboras no más."
La tranquilidad le vuelve a Silva cuando, a veces, en las noches de
verano, algún hachero solitario arroja su sapucay, ese estremecedor
grito lanzado cuando tumba el árbol. "Me veo junto a mis compañeros
cuando lo oigo. Siento que todavía puedo arremeter contra el
quebracho, riéndome de cómo el tanino fluye por las bocas de las
máquinas". Pero, claro, son sólo sueños, pesadillas: "Cuando me
despierto, sudando en mi cama, sé que todo está muerto. Nada
volverá".
La riqueza no volverá. El monte está exhausto. Los que todavía se
quedan en Villa Ana lo saben. Por eso, ahora, cuando ya el tiempo
les dijo que de esas tierras yermas no saldrá ni una sola fibra de
madera, buscan otros medios de vida, recurren al ingenio de Rafael
Yacuzzi (36, cura párroco de la iglesia del Sagrado Corazón de
Jesús), organizador de una original cooperativa: "Se denomina grupo
de trabajo —informa el sacerdote—, y en él intervienen siete
personas. Cuatro somos hacheros, dos manejan la topadora (una
vetusta máquina con la cual se pretende ganar tierras cultivables a
los tocones y raíces abandonados por La Forestal), el otro convierte
la leña en carbón". Comercializando esta producción, cobrando sus
servicios de limpieza de campos o, simplemente, pidiendo plata
prestada,, Yacuzzi garantiza a sus socios un salario semanal de
cuatro mil pesos. "La posibilidad que ofrecemos —se engola— es la de
brindar un innegable beneficio a la zona, que con tierras limpias
tiene asegurada su salida económica."
Campechano y caudillo, el tercer-mundista Yacuzzi organizó también
la Comisión Pro Desarrollo de Villa Ana, un instituto integrado por
obreros, campesinos, pequeños empresarios, maestros y empleados
públicos. El pasado mes de octubre, en una asamblea pública, se
decidió elevar a las autoridades provinciales un petitorio firmado
por toda la población. Un mes después, ante la negativa del doctor
García Solá, subsecretario de Obras Públicas de la provincia de
Santa Fe ("No hay un solo peso del presupuesto provincial para Villa
Ana", informa Yacuzzi que sentenció el funcionario), los enardecidos
vecinos dispusieron "solucionar la situación desde abajo".
Durante la visita de SIETE DIAS, otra llegada era ansiosamente
esperada por el pueblo: la del propio gobernador provincial. Algunos
exaltados pensaron regar con clavos "miguelitos" la ruta que une al
pueblo con Villa Ocampo para obligar al mandatario a hacer noche en
el pueblo. Otros se hubieran contentado con señalarle al gobernador
los problemas más, acuciantes de la zona. Pero una sorpresiva lluvia
tronchó ambos planes. Ante el estado de los caminos, el funcionario
no pudo arribar al pueblo fantasma.
En el ambiente quedó flotando la sensación de que Villa Ana habría
de ser la chispa capaz de desatar, en el norte santafesino, una ola
de protestas populares, similares a las emprendidas a fines de 1969.
Las autoridades prevén esa posibilidad: en el pueblo hay más
policías que maestros, las calles son permanentemente patrulladas.
La reacción de la gente no es menos irascible.
"En cada hachero oprimido vemos a Cristo pisoteado. En la muerte de
Villa Ana está nuestra propia muerte." Las palabras del cura Yacuzzi,
un tono profético que desplegó en su último sermón, hace dos
semanas, aceleran el paso de las horas, dan otra matiz; a las
sombras de una chimenea que, para muchos, es "el monumento
provincial de la infamia". *
Roberto Vacca Fotos de Hugo Pérez Campos
LA CAIDA DE UN IMPERIO
Los dominios de The Forestal, Land, Timber and Railways Co.
surgieron a fines del siglo pasado, cuando el estado santafesino
vendió a la empresa Cristóbal Murrieta y Cía. 1.804.563 hectáreas de
tierras fiscales. Los antecedentes de esta operación se encuentran
en el empréstito que en 1872 contrajo la provincia con los Murrieta.
Ocho años después, la deuda fue cancelada en sus dos terceras partes
con la entrega de una buena porción de la cuña boscosa, la reserva
de quebracho colorado más grande del mundo. Por entonces,
finalizando su poco conocida expedición al norte, el coronel
Obligado avanzó desde el paralelo 30 al 29, entregando las tierras
conquistadas a colonos, aventureros y compañías ganaderas. En 1878,
los hermanos Hartenek exportaron rollizos de quebracho a fábricas de
tanino instaladas en Alemania. Catorce años después se asociaron con
Herman Renner y Portalis; el aporte de un millón y medio de libras
esterlinas por el barón Emilio d'Erlanger dio nacimiento a La
Forestal, empresa que instaló en el norte santafesino cinco pueblos
forestales, seis fábricas de tanino, 30 kilómetros de vías férreas,
dos puertos sobre el río Paraná. Treinta mil cabezas de ganado y una
flota fluvial aumentaron su patrimonio.
"En 1918 los hacheros nos rebelamos. Pedíamos sábado inglés, jornada
de ocho horas y 25 centavos de aumento por tonelada de madera
cortada. Paralizamos la producción y dejamos al pueblo sin luz, sin
agua y sin trenes. La empresa pidió garantías al gobierno y llegó el
Ejército. Fue una lucha desigual: nosotros estábamos armados con
viejas escopetas, palos y machetes. Ellos con Remington y fusiles
Mauser. Fusilaron a loa cabecillas y en la «Picada del Combate»,
lugar de los principales incidentes, perecieron 120 obreros."
La memoria de H. C., un prófugo de la justicia desde aquella época,
recoge otros testimonios: "Al frente de las tropas venia un teniente
que se llamaba —se llama— Juan Domingo Perón".
A fines del siglo pasado, una acacia oriunda de Australia comenzó a
ser cultivada en Sudáfrica. La mimosa comenzó a extenderse desde la
costa de Madagascar hacia el continente, amenazando seriamente con
desplazar al extracto de quebracho como elemento curtiente, ya que
de su corteza resulta posible obtener una sustancia tan buena como
el tanino. Es así como en un mercado consumidor de 400 mil toneladas
del subproducto del quebracho, la presencia de la mimosa introdujo
la quiebra del poder de La Forestal de Santa Fe. Sin embargo, la
empresa adquiriría en Kenia (África) 300 mil acres con plantaciones
de mimosa; en 1955 sus cultivos aumentaron a un millón. Un gravamen
del gobierno británico (10 por ciento a la importación de tanino)
contribuyó al florecimiento de la mimosa, desplazando rápidamente a
la producción santafesina.
La fábrica de Tartagal fue dinamitada en 1949; la de Villa Ana
desmantelada en 1957. Quienes todavía apoyan la política de La
Forestal argumentan que el lento crecimiento de la madera —alrededor
de cien años para lograr un buen corte— imposibilitó toda política
de reforestación. Sostenidos por un sistema de vida donde todo
quería apaciguarse con el confort (hasta una lamparita quemada en
las viviendas de los obreros era reemplazada por la empresa),
algunos vecinos de Villa Ana se aferran a la lejana y difusa
prosperidad de otros tiempos.
En 1964, el ingeniero Carlos Marzoratti, presidente de la Cámara
Argentino - Paraguaya del Quebracho Colorado y ex gerente de ventas
y exportación de La Forestal, afirmó que la Argentina carecía de
mercados, no pudiendo competir por el alza artificial de sus
precios. El informe dado a conocer por Marzoratti daba cuenta de que
"nuestro país posee reservas de quebracho suficientes para abastecer
a la industria por más de 150 años. Sólo es preciso trasladar las
fábricas a las zonas inexplotadas".
En vez de eso, La Forestal optó por implantar una verdadera política
de tierra arrasada, sumiendo al norte santafesino y a sus pobladores
en el desconcierto y la frustración.
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