El último romántico
Alfredo Palacios

 

 

 

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En la gris y vaporosa tarde del 26 de febrero pasado, el Ministro del Interior, Juan Palmero, y el Subsecretario, Luis Vesco, cruzaron la puerta del sanatorio Anchorena, en Buenos Aires, para llevar el saludo del Presidente Illia al agonizante diputado Alfredo Palacios, nacido en 1880 y ya legislador en 1904.
El doctor Levin, su médico de cabecera, y doña Amelia, su ama de llaves gallega, se inclinaron al oído de Palacios, que estaba en coma. "Díganle al Presidente que me están torturando", bramó todavía. Y en su típico vocabulario, tomado de las tragedias del español José Echegaray, corrigió: "Me están ultrajando." Aludía a las inevitables inyecciones que lo ayudaban a morir sin dolor. Palacios pretendía que todo aquello no era necesario, que él gozaba de una salud espléndida, y el doctor Levin debió meterle más de una vez los pies bajo las sábanas, en una escena crudamente quijotesca, porque el moribundo quería bajar de la cama sin ayuda.
Por fin, el martes pasado, a las seis de la tarde, cuando se le detuvo el corazón en un momento de descuido, seguramente Palacios no quiso creer que estaba muerto, o habrá traspuesto esa oscura frontera con una retadora curiosidad. "Le niego a la muerte permiso para entrar", eran las únicas palabras finales que pueden imaginarse en boca del luchador furioso, enemigo de las conciliaciones. Pero este romántico, este solterón enhiesto, incapaz de admitir otra frustración que la falta de un hijo, había vivido a contrapelo de todo: a contrapelo de su época en estos años en que su sombrero aludo y sus enormes bigotes desentonaban; de la política en uso, que entendía a medias sus grandes gestos. De todo, salvo de sí mismo, porque Palacios se reservó para sus ideas y su conducta una fidelidad que desafiaba hasta la peor de las tormentas.
Pero los argentinos aman las peleas solitarias y son, como pocos otros pueblos, consecuentes con sus mitos. Palacios era uno de esos mitos, quizá el último: eso explica que durante toda la noche del martes, hasta el jueves por la mañana, una apretada fila, de dos en fondo, rodeaba la manzana del Congreso Nacional, a la espera de su turno para velar el cadáver del Gran Viejo. O que el jueves, la gente se haya turnado para llevar el ataúd sobre sus hombros hasta la Recoleta.

El campo de pelea
En la historia encarnará Palacios, como Alem y como Lisandro de la Torre, a una época simple y cordial en que la vida pública se concibió como un arte del gesto, como una fulgurante conducta, como un rosario de actitudes dictadas por la altivez y el señorío. Algún malvado historiador pretenderá que este país habría soslayado, quizás, el colapso en que cayó envuelto durante el siglo XX, si tres hombres tan dotados y tan honestos hubieran atinado a transigir, a ensuciarse las manos; que no tenían derecho a mantenerse alejados del poder para certificar la pureza de sus intenciones. Pero los hombres deben ser juzgados según sus propios valores. Alguien, una vez, lo llamó payaso: pudo hacerlo porque, como era Presidente de la República, no necesitaba batirse. Ningún otro argentino injurió jamás a Palacios. En todo caso, nada más absurdo que atribuirle inclinaciones histriónicas. El poncho al hombro, el sombrero oscuro de ala recogida, la voz grave y tonante, el bigote de empinadas guías, la melena poblada y suelta (que él solía entintar por pura animosidad contra su vejez), eran en su tiempo el uniforme del hombre público. Palacios no lo adoptó para distinguirse. Por el contrario, sintió que vestir según las mudanzas del tiempo sería como disfrazarse, caer en la inautenticidad.
También su mosqueteril afición al duelo, también su exuberante donjuanismo, fueron concesiones al espíritu de su tiempo y otras tantas afirmaciones en su verdad, la del brioso abogado de 24 años, hijo de padres uruguayos de buena cepa y menguada hacienda, que un día de 1904 llegó al Congreso ungido por los obreros genoveses de la Boca. Ellos habían querido darse el lujo de tener un diputado socialista, el primero en todo el continente, y la oligarquía, encantada de probar tan económicamente su liberalismo, fue tolerante v simpática con Palacios. Quizás se dejó adormecer por esa simpatía que a veces se trocaba en admiración, pero puso un precio para dejarse admirar, y así de unas Cámaras en que a menudo votó solo, salieron las primeras leyes obreras, el descanso dominical y la jornada de ocho horas, la protección a la mujer y a la niñez. No quería deberles nada a los trabajadores de la Boca.
Si su política fue tan coherente como rectilínea su conducta, algunas veces pareció contradecirse. Las dos escisiones que encabezó en el partido socialista (1915, por causa de un duelo; 1958, por reacción contra el creciente conservatismo de sus antiguos compañeros), no pueden alegarse como muestras de versatilidad. Es que su socialismo fue siempre heterodoxo y, sobre todo argentino (aditamento que escogió en ambos casos para su partido). Más sorprendente fue su teatral aparición en el puerto de Montevideo, bajo los cañones de un barco de guerra, como embajador de la Revolución Libertadora, y sus frecuentes banquetes gorilas de los últimos años, nunca bien explicados por sus admiradores de izquierda. Era, sin duda, su manera de entender la amistad caballeresca, su respuesta por las horas de lucha y prisión que había padecido junto a los líderes civiles y militares del antiperonismo.

La rebelión final
Palacios murió pobre, naturalmente. Dejó su viejo automóvil y su profusa biblioteca. La casa que le había regalado el escribano Alfonso M, Romanelli era suya mientras siguiera en vida; se había resuelto convertirla en fundación, pero algún familiar se opuso. "Lo que me interesa son mis libros", musitó Palacios al oído de Palmero, aquella tarde de hace dos meses. Quería decir: "Lo que me preocupa son mis hermanas", porque las dos hermanas del viejo político no tenían otro sostén, y él confiaba en que el Estado comprase su biblioteca y así las amparase por unos años más.
Cuando empezó su lentísima agonía —interrumpida por algunos arrestos de salud, por algunas rebeliones contra las enfermeras del sanatorio Anchorena y, sobre todo, por su afán de estar en pie, a cualquier costa—, algunos políticos conjeturaron en el mismo Congreso donde reposó su cuerpo, durante dos días, que el entierro del Gran Viejo iba a ser "la última función de gala de una República enferma". Buenos Aires transformó esas galas en congoja, y sintió que algún pedazo irreparable de sí misma desaparecía para siempre. Y este para siempre debe entenderse literalmente: porque el fuego de Palacios no puede ser apresado por ninguna estatua. Él no lo hubiera tolerado.
PRIMERA PLANA
27 de abril de 1965