Elecciones de Ayer y de Hoy
Escribe Jerónimo Jutronich


Elecciones de noviembre de 1931. Ciudadanos examinan los padrones antes de depositar su voto. En esas elecciones se abstuvieron los radicales. Los conservadores y antipersonalistas sostuvieron la candidatura presidencial del general Justo. Los socialistas y demócratas progresistas se presentaron con la fórmula común de De la Torre-Repetto

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Una elección de diputados nacionales en 1914, cuando se aplicó por tercera vez en la capital federal la ley Sáenz Peña, que continúo vigente para todos los comicios nacionales hasta 1951, año en que el gobierno peronista la reemplazó por otra destinada a asegurarse mayorías absolutas


Lisandro de la Torre habla en los primeros años de existencia del Partido Demócrata Progresista, integrado por una conjunción de grupos conservadores, y que, con los años, fué modificando su esencia, hasta definirse por orientaciones netamente izquierdistas y anticonservadores. La foto (AGN) se obtuvo en Río Cuarto, Córdoba, durante la campaña proselitista en favor de la fórmula Cafferata - Igarzábal


Una mujer deposita su voto para las elecciones del 11 de noviembre de 1951. Las mujeres obtuvieron el reconocimiento de derechos políticos por la ley 13.010, sancionada por el Congreso Nacional el 9 de septiembre de 1947 por unanimidad


Un monumento y un edificio. El primero es el del general Roca, el edificio, el del Consejo Deliberante de la ciudad de Buenos Aires. Roca hizo la primera reforma electoral importante, que posibilitó la representación de las minorías en 1902. En cuanto al Consejo Deliberante, se integraba después de la reforma sancionada por el primer gobierno de Yrigoyen mediante el sistema de representación proporcional, tal como se hará el domingo próximo para la elección de convencionales


El último de los más conocidos caudillos electorales de la ciudad de buenos Aires, don Cayetano Ganghi, era de neta filiación conservadora. Para la campaña presidencial de 1928, sumó su apoyo en favor de la fórmula Melo-Gallo, lanzada para tratar de derrotar a don H. Yrigoyen


Indalecio Gómez (sentado, a la derecha) descansando en el parque de su estancia. Lo acompañan doña Carmen Rosa de Tezanos Pinto de Gómez, Carlos J. Gómez y Jaime Gómez. Indalecio Gómez, ministro del interior del presidente Roque Sáenz Peña, fué el realizador de las ideas de la reforma electoral del año 1912 (Fotografía del Archivo General de la Nación)

 

AHORA que el país se dispone a realizar el mayor esfuerzo de su historia hacia el encuentro de su al parecer definitiva normalidad institucional, se hace indispensable volver la mirada al pasado para tratar de entrever las causas determinantes del gran drama político argentino: el encierro del país entre gobiernos dictatoriales y gobiernos impopulares.
Es urgente recordar siquiera brevemente las etapas vividas. ¿Cómo impedir de otra manera la sucesión de nuevos males que terminarían por ahogar el desarrollo de la República comprometiendo la totalidad del futuro argentino? Se trata de mirar hacia atrás para atenuar los riesgos de reincidir en errores y también para conseguir robustecer la conciencia política, sacudir las raíces de la indiferencia de la población, y demostrar, en fin, que el gobierno y la conducción del país pertenecen a todos por igual. Sin el conocimiento de la experiencia vivida y frecuentemente olvidada, no podremos salir del pantano.
Para esto hay que hablar de elecciones. De las elecciones de ayer y de las que tendremos el domingo próximo.
Hablar de elecciones es tocar lo que podría llamarse el punto neurálgico de la política argentina, porque tan pronto como se penetra ligeramente en la cuestión se llega a la evidencia de que el pueblo, en términos generales, ha estado casi siempre ausente en las grandes decisiones nacionales. Es una conclusión bastante dolorosa pero desgraciadamente exacta, y, como ocurre que con las elecciones de convencionales del domingo próximo, que se harán por el sistema proporcional, será la primera vez que podrán tener representación todas las corrientes políticas de alguna significación, hay motivos fundados para esperar que la jornada sea decisiva para la salud de la República, y para su pacificación cívica.

DE LA INDIFERENCIA AL PLEBISCITO
La ausencia de representación popular en las grandes decisiones no significó que el pueblo no las apoyara y respaldase, como ocurrió, por ejemplo, en mayo de 1810, al estallar la revolución que daría origen a la República.
Al ano siguiente, en 1811, se hicieron en Buenos Aires elecciones de diputados de la ciudad convocando exclusivamente "la parte principal y más sana del vecindario", que era el procedimiento tradicional; entonces votaron 783 ciudadanos por Chiclana y 743 por Paso. "Este concurso popular —dice un historiador— fué mermando progresivamente, en un proceso de acentuación de la crisis democrática. En 1825, con motivo de designarse a los electores que nombrarían diputados al Congreso de Tucumán, Diego Z. Zavaleta obtuvo el mayor numero de sufragios, 177, y el último de los electos lo fué por 59 votos. En 1820, la Junta de Representantes, es decir, el órgano de la autonomía de la provincia de Buenos Aires, se crea con la presencia de 182 ciudadanos que concurren al Cabildo abierto, y en las elecciones del mes de abril, para constituir la Junta, votan en la Capital, por Tomás Manuel Anchorena 212 y por Juan de Alagón 170. Para pedir la anulación de un acto comicial un diputado de la Junta de Representantes hizo la denuncia de que en la elección habían sufragado 200 ciudadanos en la ciudad de 70.000 almas y otro para defender su legalidad le contestó que era la parte sensata de la población. Ese, era el drama de nuestra democracia". 
Como se ve, la indiferencia política de las masas, su escepticismo, son frutos de viejos males, sabiamente aprovechados por los dictadores plebiscitados de la Argentina.
Pero así como este verdadero temor al pueblo se mantuvo dominante hasta la sanción de la Ley Sáez Peña, así también se trató, sin éxito, de llegar a la implantación de una verdadera democracia representativa desde los primeros días de la revolución de mayo de 1810. El primer fracaso de estos esfuerzos data de 1811, cuando se intentó establecer el voto universal y también el plebiscito, triunfando en cambio el sistema de designar los diputados en cabildo abierto formados exclusivamente por "la parte principal y más sana del vecindario", de modo que las asambleas estaban integradas por quienes hablan sido convocados a los cabildos por medio de las esquelas.
La primera reacción al sistema que vedaba al pueblo su participación directa en el comicio trajo el establecimiento de la dictadura de Rosas. Fué el plebiscito realizado en marzo de 1835, por el que Buenos Aires aceptó la ley sobre delegación de facultades extraordinarias. En 1935 Votaron 9320 ciudadanos, registrándose tan sólo cuatro votos en disidencia con la delegación de facultades extraordinarias. En esa ocasión, las elecciones se limitaron a la ciudad de Buenos Aires "no habiéndose consultado —decía la Legislatura— la opinión de las habitantes de la campaña porque, a más del retardo que esto ofrecía, actos muy repetidos y testimonios inequívocos han puesto de manifiesto que allí es universal ese mismo sentimiento que anima a todos los porteños en general".

LA CATÁSTROFE DE LOS GOBERNANTES PLEBISCITADOS
Por muchos años no hubo en la Argentina elecciones que hubiesen movilizado tantos ciudadanos como aquel famoso plebiscito que legalizó a la dictadura rosista. Fueron las primeras y las últimas de todo un periodo.
Pero, desde entonces, si no hubo verdaderos plebiscitos, es decir, decisiones concretas tomadas por todos los habitantes del país a pluralidad de votos, hubo gobernantes que se consideraron "plebiscitados", en virtud de las mayorías obtenidas en las elecciones que los consagraron.
Tales son los casos de Yrigoyen en su segunda presidencia y Perón en sus dos periodos, que al tiempo que fueron "plebiscitados" consiguieron unanimidades parlamentarias sin precedentes, sobre todo el último.
Y así como el plebiscito de 1835 condujo a la larga dictadura de Rosas, así también las elecciones para la primera y segunda presidencia de Perón abrieron la puerta a otra dictadura.
Yrigoyen no fué "plebiscitado" para su primera presidencia sino que, por el contrario, triunfó en una elección muy reñida, que en definitiva decidieron los electores radicales disidentes de la provincia de Santa Fe. Tal vez por eso pudo cumplir felizmente su período de seis años, por tantas razones considerado trascendental. Fué, en cambio, "plebiscitado" para su segunda elección, y esta vez el presidente no pudo terminar su mandato.
La conclusión elemental aportada por los hechos históricos es que la experiencia aconseja desconfiar de los plebiscitos, de las mayorías abrumadoras. Las mayorías abrumadoras hacen que los gobernantes sobreestimen sus fuerzas y sus aptitudes, que se sientan providenciales.
Desde luego, no hay que confundir los casos de Rosas y Perón con el de Yrigoyen, porque éste nunca fué un dictador, sino un gobernante benévolo y bien intencionado, lleno de amor al pueblo, sin otras pasiones que las de mejorar las costumbres políticas argentinas y engrandecer al país; no persiguió ni vejó. Pero lo cierto es que, "plebiscitado" para su segunda presidencia, sus mayorías en el Congreso, en la calle, en los gobiernos de provincias, crearon el ambiente propicio a la revolución que terminó por estallar el 6 de septiembre de 1930.
Como se ve, de una u otra manera, los gobiernos plebiscitados han provocado directa o indirectamente las grandes catástrofes de la política argentina.

UN SIGLO DE LA PRIMERA LEY ELECTORAL
Caído Rosas y sancionada la Constitución de 1853, hubo un largo período en que los gobernantes argentinos se elegían casi a espaldas del pueblo.
Los candidatos eran designados a dedo en círculos privilegiados, generalmente dentro del propio gobierno o en asambleas formadas según la voluntad de los dirigentes partidarios y era natural, en consecuencia, que la población se rehusase pasivamente a intervenir en problemas que consideraba ajenos, por lo mismo que no tenía acceso al proceso de gestación.
Algunos de los más ilustres gobernantes argentinos llegaron a la presidencia de la Nación por medio de elecciones que apenas llamaban la atención del pueblo. Votaban los ciudadanos que previamente se habían inscripto voluntariamente en los padrones y en esto residía precisamente la fuerza de caudillos y dirigentes políticos que sabían administrar diestramente tales recursos y se encargaban de todas las operaciones electorales en el día del comicio.
En las elecciones de abril de 1880, en las que triunfó el general Roca, votó apenas el dos por ciento de la población. En las anteriores y en las siguientes, hasta la de 1916, los porcentajes de votantes siempre fueron insignificantes.
La primera ley nacional de elecciones fué dictada en septiembre de 1857 por el gobierno de la Confederación cuando Urquiza era presidente. Estamos, por consiguiente, al filo del siglo de esa ley, modificada en 1859.
Reincorporada la provincia de Buenos Aires al seno de la Nación, durante la presidencia de Mitre el Congreso sancionó la ley número 75, que rigió hasta 1902. El sistema era el de la "lista completa", a simple pluralidad de sufragios. En cada provincia o en la capital federal ganaba una sola lista, ya sea de electores para presidente y vice de la Nación y para senadores nacionales o bien diputados nacionales. El sistema no dejaba representación a las minorías. El voto no era obligatorio; sólo podían votar los inscriptos voluntariamente en los padrones.
En 1902 (segunda presidencia de Roca) hubo una reforma importante, dejada sin efecto en 1905 (presidencia de Quintana). Luego vinieron las revolucionarias leyes de Sáenz Peña y posteriormente se produjeron las leyes electorales peronistas, de las cuales queda en vigencia aquélla que reconoció los derechos políticos de la mujer.
Lo fundamental del conocimiento de todo esto consiste en que hasta las reformas de Sáenz Peña, el pueblo, salvo escasas excepciones, se mantuvo fuera de los gobiernos, y que la totalidad del sistema facilitaba el permanente ejercicio del fraude electoral. Hombres honorables en todo sentido se mostraban extrañamente desaprensivos en materia de fraude electoral.

EN EL IMPERIO DEL FRAUDE ELECTORAL
Las nuevas generaciones que se han incorporado a la vida política argentina no tienen seguramente una idea muy precisa de lo que era el fraude electoral. Para beneficio de ellas vale la pena hacer una ligera referencia.
Toda la vasta gama de operaciones electorales delictuosas, desde la violencia prepotente de caudillos, policías y gobiernos necesitados de asegurarse sucesiones complacientes, hasta el soborno o compra de votantes, pasando por las infinitas variantes de la intimidación, el secuestro de electores o la adulteración y falsificación de votantes se confundían en la denominación de "fraude electoral".
El objetivo del fraude era el de asegurarse mayorías por cualquier medio. Se lo justificaba con el argumento de que el país necesitaba asegurar el gobierno a los más capaces. Esto implicaba la necesidad de mantener al pueblo fuera de los comicios, cosa que se logró ampliamente. Pero trajo también la pasión popular contra el fraude. Extirpar el fraude fué la bandera de combate de Alem y de Yrigoyen.
Tanto el fraude electoral como las notorias deficiencias de la ley que condenaba a las minorías al destierro de las funciones de gobierno habían formado un verdadero cáncer en el organismo nacional. Y aunque bastante tarde, llegó el instante en que la perpetuación de los delitos electorales y la indiferencia con que eran ejecutados provocó la alarma y la repugnancia de los propios hombres del régimen que los usufructuaban. Muchos ilustres hombres de esos años formularon advertencias que casi siempre fueron recibidas con sonrisas: "Sin verdad en el sufragio, no hay sino la sombra de la realidad en la práctica de las instituciones representativas", decía el presidente Avellaneda en mensaje al Congreso.
Joaquín V. González expresaba: "Somos un organismo político corroído por el fraude y la mentira".
El mismo González explica en su "Manual de la Constitución Argentina" que "imposible seria describir ni calificar con exactitud los innumerables modos que la corrupción política y la astucia de los hombres han inventado para defraudar los legítimos resultados del sufragio. Su variedad infinita es, por consiguiente, razón fundamental para reconocer la calidad criminal de estos actos... Verdaderamente, no puede concebirse por qué ha de ser más criminal el robo o la usurpación de bienes materiales que el despojo de un derecho, de cuyo ejercicio depende la suerte de la sociedad entera, y por qué se llama delincuente al que defrauda los dineros del Estados y no al que defrauda el sufragio, que es la base de la existencia del Estado y del funcionamiento de la Constitución".
Para Carlos Pellegrini, "la generación que logre sacar al país de su sopor y encaminarlo a las urnas, le habrá prestado servicios tan trascendentales como el de su independencia".
Claro está que para sacar al país de su sopor era previo desterrar el fraude, a lo que se oponía tenazmente la mayoría beneficiaría.
Yrigoyen calificaba de "usurpadores" a todos los gobernantes constitucionales que lo precedieron. Los señalaba como "régimen fraudulento". La obra de ese régimen le merecía este juicio:
"En lo político, todas las transgresiones; en lo financiero, todos los desaciertos; en lo administrativo, todas las irregularidades".

BUENAS INTENCIONES FALLIDAS
Antes de la reforma electoral del presidente Roque Sáenz Peña se registraron unos pocos buenos intentos de reacción, que no caminaron o caminaron apenas.
Don Luis Sáenz Peña, padre de Roque, antes de llegar a la primera magistratura se había pronunciado, en 1870, en favor de una amplia reforma electoral. Propiciaba la obligación de votar para todos los ciudadanos mayores de 18 años, pero no fué escachado.
"Todos hemos visto convocar al pueblo —explicaba Luis Sáenz Peña— a elecciones de la mas vital importancia, en reiteradas ocasiones, por medio de los poderes legítimos: el pueblo no ha respondido y ha sido necesario repetir varias veces la convocatoria, hasta que al fin ha venido a hacerse una especie de simulacro de elección, sin que hasta ahora se haya cumplido con ese deber. Esto nace del falso principio que se ha venido sentando de que el acto de votar es espontáneo y voluntario, y que puede abandonarse a capricho de los ciudadanos".
Para entonces la ciudad de Buenos Aires contaba con 200.000 habitantes. Sin embargo, el propio Sáenz Peña señalaba:
"El número de inscriptos para la última elección es de 2.700 en la gran ciudad de Buenos Aires. ¿Es ésta, acaso, la verdadera mayoría de este gran pueblo? Ahora mismo, la legislatura de la provincia se ocupa de hacer el escrutinio de las elecciones de diputados nacionales, elección que ha tenido por objeto designar la mitad de la representación de la provincia y, sin embargo, el número total de votantes que representa al municipio de Buenos Aires con su gran población, es de 353".
Años después, Carlos Pellegrini, al ver agravado el problema, sintetizaba la situación diciendo:
"Esto ya no puede seguir así; hay que abrir las compuertas".

REFORMA Y CONTRARREFORMA
La primera de las grandes reformas electorales argentinas de aplicación para las elecciones nacionales fué la implantada por el general Roca en su segunda presidencia. Es la ley 4161, dictada en 1902, siendo Joaquín V. González ministro del Interior. La principal de su virtudes residía en que daba acceso por primera vez en el Congreso argentino a una representación minoritaria debido a que, según la ley, los distritos electorales se dividían en circunscripciones, y cada uno de ellos elegía su candidatos. Otra de las grandes ventajas era la descentralización del comicio, cosa que requiere explicación.
Hasta la reforma Roca-González, las elecciones se efectuaban en los atrios de las iglesias y en los juzgados de paz, disponiéndose la cantidad de mesas receptoras de votos según fuese el número de ciudadanos inscriptos en cada parroquia, de manera que los atrios y los juzgados de paz eran centros de concentración de votantes, rodeados de baluartes que levantaban los distintos partidos. Cada partido alineaba a sus hombres según sus conveniencias y los votantes llegaban a las mesas en grupos de ocho o diez. El sistema permitía la proliferación de todo género de trampas. Había ciudadanos que cambiando el saco y el sombrero votaban varias veces, invocando primero su propia identidad, luego la de cualquier inscripto de la parroquia y más tarde la de algún finado poco conocido. Los incidentes eran frecuentes y cuando las cosas iban mal para un caudillo, resultaba relativamente fácil, "habiendo guapeza", destruir las urnas, volcarlas, o adulterar su contenido.
Para ganar elecciones con o sin votos se ponía en juego lo que se llamaba "la máquina". Y poner en juego la máquina podía definirse como "ganar las elecciones de cualquier manera", es decir: con votos, si los había, y con fraude o con violencia si no había votos.
El sistema y la impunidad hicieron que floreciera en el país una serie de caudillos que se valían de todos los medios imaginables para lograr sus fines. Algunos eran famosos hasta en la capital federal, donde el fraude se practicaba con tanto desenfado como en el resto del territorio nacional. Estos personajes contaban como principal capital con los documentos de los inscriptos en los padrones, a los que "hacían votar" según las conveniencias políticas del momento, cosa que les daba inmensa fuerza: repartían dinero y puestos, hacían de "padres de los pobres", conseguían libertades de presos, disponían, en fin, de la infinita variedad de ventajas que da el calor del gobierno.
La gente de buena memoria y algunos años recuerda aún el nombre del último de los caudillos de este tipo, de gran actuación en la capital federal. Era don Cayetano Ganghi, italiano de origen y muy popular. Todavía tenia en 1927 y 1928 cierto prestigio que utilizó para apoyar la fórmula presidencial Melo-Gallo, sostenida por las fuerzas opuestas a la segunda elección de Yrigoyen. Se decía que "la fuerza" de don Cayetano estaba en los barrenderos de la ciudad de Buenos Aires, que lo seguían fielmente y que en las dos primeras décadas del siglo eran muy abundantes.
Con la reforma de 1902 se descentralizó el comicio, ubicando las mesas receptoras de votos en escuelas, centros, culturales, edificios públicos diversos, etc. La descentralización facilitó la tarea misma de votar, al tiempo que se dispersaban los peligros de incidentes y grescas. Para decirlo en pocas palabras, la reforma "pacificó el comicio".
Gracias a la reforma de Roca, en 1904 resultó electo diputado nacional por el distrito de la Boca, en la capital federal, el primer diputado socialista argentino, doctor Alfredo L. Palacios.
Pero la reforma de Roca duró poco tiempo. Otra ley, la 4578, dictada durante la presidencia de Quintana, la dejó sin efecto en 1905, volviéndose al sistema de las listas completas.

LA REVOLUCIÓN PACIFICA DE SAENZ PEÑA
Héroe de la guerra del Pacífico, en la que luchó al servicio del Perú, internacionalista y político militante, Roque Sáenz Peña llegó a la presidencia de la Nación el 12 de octubre de 1910 decidido a cumplir la obra de restauración democrática que necesitaba el país. Al prestar juramento anunció que se obligaba a provocar el ejercicio del voto "por los medios que me acuerda la Constitución, porque, como tengo dicho, no basta garantizar el sufragio, necesitamos crear y mover al sufragante".
Con Indalecio Gómez, su ministro del Interior, elaboró las dos leyes fundamentales de la reforma electoral. La numero 8129, de enrolamiento general, se sancionó el 4 de julio de 1911; la 8871, del 10 de febrero de 1912, es la llamada ley general de elecciones nacionales.
La reforma de Sáenz Peña consagra los registros electorales sobre la base del padrón militar, establece el voto secreto y obligatorio y la lista incompleta de candidatos, lo que da representación a las minorías más numerosas de cada distrito. La ley se aplicó por primera vez el 1º de abril de 1912 en la provincia de Santa Fe y siete días más tarde en toda la República, para renovar la mitad de la Cámara de Diputados.
Las reformas de Sáenz Peña en materia política están contenidas en una carta no suficientemente conocida que el presidente le dirigió al gobernador de Córdoba, doctor Félix T. Garzón, el 30 de enero de 1911, en la que sostiene que "no debe prevalecer el interés de los menos sobre el derecho de los más".
Antes de la histórica elección, Sáenz Peña dirigió un mensaje al pueblo, que hoy adquiere renovada actualidad. Comenzaba diciendo que había prometido un gobierno de libertad, de discusión y de examen y lo estaba cumpliendo. Terminaba con estas pocas palabras que sacudieron la apatía general:
"He dicho a mi país todo mi pensamiento, mis convicciones y mis esperanzas. Quiera mi país escuchar la palabra y el consejo de su primer mandatario. Quiera votar".
El pueblo lo escuchó y votó, produciéndose así una revolución pacífica que si bien no extirpó del todo el fraude, pues hubo graves recidivas del mal, sirvió para robustecer una conciencia que haría muy difícil en el futuro volver a los pecados del pasado.
La ley nacional de elecciones del presidente Sáenz Peña rigió hasta 1951, año en que fué desarticulada y adulterada por una ley peronista hecha como secuela de la reforma constitucional de 1949. Ley y constitución de peronistas fueron dejadas sin efecto por el gobierno de la revolución de septiembre de 1955.
Para cientos de miles de argentinos, tal vez para millones de ellos, no puede concebirse la democracia en nuestro país sin la ley Sáenz Peña. Es probable que ésta sea una apreciación correcta, pero desgraciadamente lo cierto es que durante la vigencia de esa ley triunfaron dos revoluciones militares, y que una tercera, la de 1955, estalló y triunfó a sólo cuatro años de decretada la desaparición del instrumento que sirvió para despertar la conciencia política de los argentinos.
Las nuevas elecciones del domingo próximo constituirán un gigantesco ensayo que dará orientaciones decisivas acerca de la aplicabilidad del sistema proporcional en la Argentina. La Convención dirá qué puede esperarse de una más amplia representación de las minorías, pero para que este ensayo sea de naturaleza auténticamente constructiva es necesario que todos mediten su voto mirando hacia adelante sin olvidarlo que hemos dejado atrás.
No hay ni qué pensar en nuevos fraudes. Lo que antes podía hacerse con unos pocos millares de electores en toda la República no es posible intentarlo ahora con un cuerpo electoral que se acerca a los 10 millones de ciudadanos. Exactamente 4.976.815 varones y 4.749.705 mujeres.

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julio 1957