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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE ACÁ


Ernesto Sabato: el escritor, sus fantasmas y el compromiso
El autor de Sobre héroes y tumbas" reflexiona sobre la distinción de que fue objeto, anuncia próximas incursiones por la fotografía, analiza la avidez del lector argentino y refiere el particular contacto que mantiene con sus lectores.
revista 7 días
1974

 

 

 

 

La semana pasada, a poco que la Sociedad Argentina de Escritores (SADE) galardonara con su Gran Premio de Honor 1973 a Ernesto Sábato (63), un redactor de Siete Días se encontró con el prolífico escritor en una esquina del porteño barrio de la Recoleta. No era un lugar casual: desde hace muchos años, Sábato abandona diariamente su casa de Santos Lugares, en la provincia de Buenos Aires, para refugiarse en ese paseo que lo reconoce habitué.
Después de una breve caminata por Plaza Prancia el escritor invitó al cronista a tomar un té en el bar La Biela; sobre el fin de ese ritual, pudo plasmarse la charla. En un tono coloquial, entusiasta, Sábato evocó sus primeras incursiones por la literatura —las cartas que, a los doce años de edad, escribiera a su hermano— y también habló de sus revolucionarios planes futuros. Sin embargo, en ningún momento demostró enfervorizarse con la distinción concedida por la SADE, una medalla de oro que lleva, en una de sus caras, la efigie de José Hernández. Con ella, claro está, esa institución literaria hace justicia a una obra iniciada con los ensayos recogidos por Sábato en Uno y el Universo (1945), y sus posteriores novelas: E! túnel (1947), Sobre héroes y tumbas (1962), traducidas a 19 idiomas, y Abbadón el exterminador, recientemente publicada. Pero, fundamentalmente, la SADE demostró saber premiar a un hombre de letras que compaginó con su obra un particular friso de la vida nacional. A continuación se trascriben las partes más significativas de esa charla:
—¿Qué estaba haciendo cuando se enteró de que la SADE lo había premiado?
—Lo que estoy haciendo siempre: es decir, nada —sonríe—. En realidad, estaba estudiando él funcionamiento de una máquina fotográfica porque pienso hacer un libro gráfico de Buenos Aires.
—¿La fotografía es un nuevo hobby?
—No, me gusta desde chico. Y con ella voy a plasmar una vieja idea: hacer un libro de Buenos Aires con textos tomados de mis novelas que hablen de la noche porteña, del día, del inmigrante que recorre las calles, de la soledad de: hombre de esta ciudad y fotos.
—¿Se considera buen fotógrafo?
—No. Yo no soy un buen fotógrafo, soy más bien un chassirette de domingo. Cualquier muchacho que se dedique profesionallmente a la fotografía haría esto mejor que yo. Pero quiero simplemente darme un gusto personal y, con las fotos, voy a dar mi visión plástica de Buenos Aires. De manera que estoy entusiasmado con la empresa: he vuelto a estudiar las aberturas, profundidades de focos y las velocidades de mi vieja cámara.
—Además de un gusto, ¿a qué obedece esa intención de hacer un libro casi gráfico?
—A que la fotografía da posibilidades que no otorga la palabra. Las artes visuales aportan cosas que la literatura no tiene.
—En su caso, ¿podría reemplazar a la literatura?
—No, claro que no. Las imágenes no van a reemplazar a a literatura. Hay cosas, es cierto, que el cine o la fotografía pueden expresar mejor que las palabras. Pero hay escritos (sobre todo los conceptuales) que son irreemplazables. Y esto es a la recíproca. Le voy a dar un ejemplo: para expresar la soledad de un parque, a veces uno debe luchar con diez páginas de texto; en cambio, con una fotografía en primer plano, que tenga unas hojas en el suelo y una banda musical adecuada, usted da esa sensación de soledad en 10 segundos. El cine, por otra parte, no podrá hacer cosas que hace la literatura, ciertos análisis interiores. Ulises ofrece un buen ejemplo al respecto. La película es buena, pero nunca va a significar lo que la novela de James Joyce. Algo parecido ocurrirá cuando Lucchino Visconti filme a Marcel Proust. Visconti (a quien admiro profundamente) podrá extraer lo plástico, aquello que se resuelve con imágenes, pero nunca podrá expresar los análisis interiores del escritor. Con Abbadón el extenminador, por ejemplo, yo quise mezclar literatura e imágenes.
—¿Cómo es eso?
—Quise hacer una obra híbrida, o mixta: iba a ser, en parte, literaria, y en parte cinematográfica o teatral, según correspondiera. El espectador iba a tener que comprar el libro o el lector asistir al espectáculo teatral y cinematográfico, indistintamente. La obra integral iba a estar dada por la superposición del espectáculo y de la obra escrita. En principio, mantengo eso idea (no la concreté por razones técnicas), y es posible que algún día la lleve a cabo con partes de la vida de Vincent van Gogh.
—Hablemos de su obra anterior, la que mereció el premio de la SADE y le valió ser considerado un escritor único en su género.
—No, único no fui nunca. Había cosas hechas, no en la línea de lo que a mí me interesa (lo onírico, lo surrealista), pero en ese ahondamiento sobre lo subjetivo yo reconozco antecedentes en Roberto Arlt.
—¿Cómo ve a la literatura latinoamericana?
—En este momento creo que, tomada como un bloque, unitario, es la más importante que existe en el mundo. Tiene un conjunto de escritores muy notables. Y, entre ellos, surgen jóvenes. Por eso, a mi juicio, el porvenir de nuestra literatura es, en el orden mundial, brillante. En otros países, en cambio, no hay grandes nombres fuera de los ya conocidos. En Francia, muerto Albert Camus y dedicado a la política Jean-Paul Sartre, ¿quién queda?
—¿A Cortázar lo ubica dentro del bloque de escritores latinoamericanos?
—Claro, el hecho que se haya nacionalizado francés no significa nada. Es un escritor de habla castellana, es latinoamericano.
—¿A qué causas atribuye el auge de la literatura latinoamericana?
—A que en estos últimos 20 años alcanzó una profundidad y una dimensión notables. No hay que creer que actualmente se lee a los escritores latinoamericanos porque son pintorescos o folklóricos, como sucedió en el siglo pasado y a principios de este siglo, cuando los lectores buscaban en ellos el color local. Ahora se los busca porque son buenos. Sin exagerar, pienso qué la literatura latinoamericana, en esta segunda posguerra, ha significado lo mismo que la literatura norteamericana de la primera posguerra: la aparición de los Faulkner, los Hemingway . . . autores que ya no existen en los Estados Unidos.
—También cambiaron los lectores en Latinoamérica, ¿no le parece?
—Sí, claro, sin duda. Hoy se leen cantidades industriales de libros en esta parte del mundo. Cantidades que, en la época de Leopoldo Lugones, por ejemplo, hubieran sido juzgadas inverosímiles. Yo a veces me he preguntado por qué se lee tanto en nuestro país en Europa no pueden creer los tirajes argentinos; creo que tal vez esto se deba a una ansiedad muy grande, una ansiedad por la situación del país mismo, por las angustias personales que esto acarrea, por una especie de gran descontento que va de lo político a !o espiritual y, probablemente, ios lectores (sobre todo los jóvenes) buscan en los libros y en los escritores las claves para superar esa desazón. Creo que ésta es una razón por la que se lee y se leen cosas importantes, cuantitativa y cualitativamente. En Argentina se lee con avidez, la lectura es, casi, una enfermedad o manía.
—Hablando de manías. . ., algunos familiares y amigos lo definen como un hombre neurótico. ¿Es cierto?
—Sí, es cierto, mi neurosis no es un secreto para nadie. Y no tiene nada de malo, porque en este mundo en que vivimos es muy difícil no ser neurótico.
—¿Se vincula su neurosis con su obra literaria?
—Mire, toda aficción (no solamente la mía) nace precisamente de la neurosis. La neurosis, en un sentido muy general, es un desajuste entre el hombre y el mundo que lo rodea. El artista trata de resolver ese desajuste mediante la creación de un mundo ficticio. El escritor se acomoda a otro mundo que crea para sus fines y allí encuentra una especie de solución personal. Lo paradójico, lo dialéctico, es que al encontrar una solución para su propio ser, el escritor encuentra una salida también para las neurosis de mucha gente que son sus lectores. Ellos encuentran una descarga en forma delegada y esto es lo que Aristóteles, ya en la época de los griegos, llamaba catarsis.
—¿Usted se maneja con hábitos?
—Vea, no solamente tengo hábitos sino que, también muchas manías. Cuando estoy en otros países, por ejemplo, me cuesta acostumbrarme a una cama diferente. Soy un animal de repeticiones, y algunos me han dicho que mi literatura es muy reiterativa. Es cierto, vuelvo siempre sobre lo mismo: tengo ideas muy fijas y soy obsesivo con ellas. La luz, por ejemplo, me excita: apenas sale el sol abandono la cama.
—¿Qué hace cuando abandona la cama?
—Aprovecho toda la mañana para responder correspondencia. Escribo a mis editores, a los traductores y a los lectores que me cartean. Estos últimos son gente con problemas, muchachos y chicas con confictos personales. No sé por qué le escriben a un viejo escritor, pero yo les respondo a todos dentro de la medida de mis fuerzas. Se habla del compromiso del escritor y ése es, precisamente, el compromiso con la comunidad. Si ellos me escriben es por algún motivo y yo no les puedo fallar. No sé con qué eficacia lo hago, pero les respondo.
—¿Es cierto que sus lectores lo llaman continuamente por teléfono y han convertido su casa en una suerte de santuario?
—Sí, va gente y sacan fotografías allí, pero le pido que suprima lo de santuario porque es una exageración. Pero eso es lógico, ya le dije que son muchachos y chicas que tienen problemas y, como no deben tener a nadie más cerca, vienen a verme a mí. Tal vez porque ya no son católicos y no les interesa el confesor o porque no pueden pagarse un psicoanalista.
—¿A qué edad se sintió escritor?
—Las primeras cosas que escribí fueron cartas, que son la forma más modesta pero más natural de empezar con la literatura. Yo tenía 12 años y te escribía a mi hermano Juan, que estudiaba en Alemania. Y, por esa época, también escribía poemas. Las cartas, creo, eran menos abominables que los poemas.
—¿Cuánto tiempo dedica por día a escribir?
—No tengo ningún método. Pero Abbadón me llevó diez años. 
—¿Le gratifica recibir premios?
—Más allá de los premios (que son accidentes en la vida del hombre), siempre me he sentido comunicado con mis lectores. He escrito para ellos resolviendo mis obsesiones más hondas. Pero nunca escribí para recibir lauros. Ahora vinieron, es cierto, y mejor. Pero no gratifican mis obsesiones. 
Carlos Cúneo 
Foto: Carlos Pesce