Hudson
En busca del hombre perdido

En 1924, en una de sus reiteradas estadas argentinas, Robert Cunninghame Graham musitó fervores por un hombre de estas tierras que escribía en inglés, y en Inglaterra. Entonces el ensayista Carlos Alberto Leumann confesó ignorarlo. De inmediato, se dio a la improbable búsqueda de libros de Guillermo Enrique Hudson en Buenos Aires. Era un desconocido. Por eso, cuando el 18 de agosto de 1922, hace ahora 50 años, Hudson moría, el eco resonó casi exclusivamente en los países de habla inglesa. Para muchos no podía ser argentino quien suscitaba de John Galsworthy esta dulce lápida: "Con la muerte de Hudson, el idioma inglés, quizás el mundo entero, ha perdido su más grande personalidad".
Desde entonces, los restos del naturalista-escritor reposan en el cementerio de Woething, junto a los de su esposa, bajo un epitafio que pareciera escapado de su pluma: "Amó los pájaros, los lugares verdes, el viento en los matorrales, y vio el brillo de la aureola de Dios". Después, en los jardines de Hyde Park, se materializó el homenaje de un monumento y un santuario de pájaros, presidio, desde Una alegoría del escultor Jacob Epstein, por la figura de Rima, heroína de 'Mansiones verdes', criatura dulce, agreste y huidiza, acaso símbolo de una América meridional ansiosa y feraz.
Más acá se inscribe el rescate argentino de una gloria esquiva. El operativo no partió de esferas oficiales o de la intelligentzia. Lo inició, con fervor, un médico de Quilmes, Fernando Pozzo, adelantado traductor de 'Allá lejos y hace tiempo', vago indicio catastral para las excursiones que en 1929 le permitieron encontrar, en el partido bonaerense de Florencio Varela, una porción de la vieja estanzuela ''Los 25 Ombúes"; justamente la que, a orillas del arroyuelo Las Conchitas, preservaba el rancho donde Hudson nació el 4 de agosto de 1841. Persistían allí huellas del ausente: su cama de hierro, unos pájaros embalsamados. El doctor Pozzo consiguió que el ocasional propietario donara ese predio al gobierno de la provincia de Buenos Aires. Hoy, es una meta de curiosidad que no deja de incitar a la paz del espíritu. Pero no bastó.
La difusión de los libros se tornó lenta. El ombú se hizo popular en los años treinta, pero tan sólo la resonancia que suscitó, en 1941, el centenario del nacimiento de Hudson, decidió el interés editorial por 'Allá lejos y hace Tiempo', 'La tierra purpúrea' y 'Mansiones verdes', sus libros de pájaros y otra vasta porción, ya que no la totalidad, de su obra en prosa. Sus poesías no corrieron la misma suerte, reservadas a suplementos literarios o revistas intelectuales.

EL PANTEÍSTA. Hudson alcanzó a vivir 81 años, los 48 últimos en Inglaterra. Según algunos, vivió en plenitud los primeros 33 y durante el resto sólo escribió con privilegiada memoria. Existe el vago indicio de que su exilio se debió a un desengaño amoroso aunque en la larga autobiografía que integran sus escritos no hay referencias. Podría deducirse que una disimulada tragedia nimbó sus años adultos y ancianos: casado desde 1875 con una buena compañera (la ex cantante Emily Wingrave) a la que no amó, luchando a destajo con la miseria que por orgullo lo aislaba de los amigos, viviendo en la ciudad y buscando en sus parques o suburbios la ilusión de la naturaleza. "De bruces contra el césped de los parques de Londres, llamando la atención de los burgueses transeúntes, es un espectáculo de una tristeza inenarrable", imaginó uno de sus traductores. Pero, gran escritor que no se propuso serlo, portentosas reservas de humanidad vitalizaron su nostalgia del "mar sin olas" de la pampa y le hicieron recobrar el paisaje y el tiempo perdidos. "Y en este concepto —escribió Martínez Estrada— no puede evitarse el nombre de Proust, ese otro maestro de la exploración endoscópica, especie de Testut de la anatomía del alma, a quien nuestro autor supera en relación de la selva al invernáculo".
En pocos escritores como en Hudson pesan el ancestro y la niñez. Aquél descubre, en puritanos norteamericanos, una rígida tabulación moral y religiosa que gravitó monolíticamente en Guillermo, acaso más, a causa de su sensibilidad, que en sus 3 hermanos varones y sus 2 hermanas. La infancia fue definitivo crisol, entre el apego a la madre más cultivada que el padre, el casi desértico universo desnudo del campo y el cuasi aislamiento que la extranjería de la familia determinó respecto de la vecindad campesina, primero en el solar natal, algo menos en Chascomús cuando allí instaló el padre una pulpería. El temor de la muerte, originado en tempranos achaques, lo replegó sobre sí; el paisaje y la familiaridad con los animales lo fundieron en la naturaleza; también lo impregnaron de una filosofía panteísta y decidieron su vocación científica, aunque sus estudios —que lo prestigiarían mundialmente— son fruto de la experiencia, de un paciente empirismo que lo diferencia de los sabios tradicionales. Igualmente, no fue un escritor profesional ya que, como observó Joseph Conrad, escribía "como crece la hierba", en estado de salvajismo e inocencia.
Cuando fue soldado de caballería, en cumplimiento de la guardia nacional, se lo llamó "el gaucho Uson". Muchacho bien formado en su delgadez, la estatura de 1 metro 86 y las anchas espaldas encorvadas, no desmintió el origen sajón. Tras el largo deambular por la campiña bonaerense, viajó a Uruguay, Chaco argentino, Brasil y la Patagonia, de 1868 a 1872. Apenas instalado en Buenos Aires, lo dejó, en 1874. La impresión que rescató de su país dibujaba las convulsiones de la época, entre la caída de Rosas (cuya autoridad admiró) y la organización nacional bajo Mitre (a quien recordaría con cariño). La política no fue su fuerte, lo que no le impidió una toma de conciencia. El protagonista de 'La tierra purpúrea', que bien puede ser Hudson, penetra en la Banda Oriental lamentándose de que el Imperio Británico no la conquistara y sale convencido de lo contrario, vislumbrando en la guerra civil la forja de un destino autónomo.

SIEMPRE LA POESÍA. Hudson estaba aquí cuando en Londres se publicó 'Pájaros de Río Negro de la Patagonia' (1872), inicial avanzada libresca de las investigaciones ornitológicas que ya llevaban su nombre a los Estados Unidos y Gran Bretaña. En el tiempo, esa faz de su quehacer se enriqueció con no pocas obras de jerarquía: El naturalista del Plata, Pájaros de la aldea, Pájaros británicos, Pájaros de Londres, La naturaleza en Dowland, Los pájaros y el hombre, Aventuras entre pájaros, Pájaros de la ciudad y la aldea, El libro de un naturalista, Pájaros del Plata. Su obra póstuma, Una cierva en el parque de Richmond, culmina esa incansable investigación y no sólo deduce teorías biológicas, sino que se vuelca en reflexiones estéticas —las asociaciones entre tos trinos de los pájaros y la música abstracta del hombre— y transfiere la cuestión científica al plano filosófico. Suerte de Thoreau, ajeno a la superstición de una ciencia inmovilizada o de los métodos rutinarios de la investigación, valoriza la observación en profundidad y enuncia una metafísica de las circunstancias. Mayúsculamente, esa exposición científica (que no quiso llamar así) es también literatura.
Lullaby (1875), la primera poesía que publicó, está escrita a la manera de una vieja canción de cuna. Ocho años después se conoció El gorrión de Londres, hermosísimo poema extenso "en versos libres, canto de un solitario en el cual se querrá indagar un símbolo de su destierro. Hudson se apega ahí —después lo hará en Gwendotine y otras pocas composiciones— a la "poesía cotidiana", no ajena a la inmaterialidad y el misterio, inclusive fuera de la realidad lineal cara a los poetas de su tiempo. "Sólo el verso sabe ser fiel a nuestra emoción", proclamó. Sin embargo, en su prosa no es así.
Antecedido por La confesión de Pelino Vieira (que La Nación publicó en 1884 y donde ya emerge la obsesión pampeana), el gran arranque de la prosa narrativa de Guillermo Enrique Hudson es La tierra purpúrea (1885), novela en la cual Borges quiso adivinar "la vana y fatigosa complejidad de ciertas aventuras" pero, asimismo, uno "de los pocos libros felices que nos han deparado los siglos". Miguel de Unamuno se explicó en ella la lozanía de las mujeres sudamericanas y el trasfondo político uruguayo de las luchas entre blancos y colorados. Similar prestigio le disputa El ombú (1902), que además del titular incluye otros relatos: El niño diablo, Cuento de un overo y Marta Riquelme. Este volumen no sólo entronca con la reivindicación martinfierrista del gaucho, sino que ingresa en los dominios de la tragedia, sin magnificar las faenas habituales del campo pero auscultando con espontaneidad los ámbitos de la soledad y la superstición.
Ese cabalgar por la llanura lo llevará por fin a la total diafanidad de Allá lejos y hace tiempo (1918), que coordina armoniosamente todas las vivencias de su obra y evoca su vida argentina sin la petulancia de las memorias de los hombres famosos, en una simbiosis casi mágica de anécdota, paisaje y psicología que fluye entre el antiguo niño y el anciano en plenitud creadora. Días de ocio en la Patagonia (1893), La vida de un pastor (1910), Un vendedor de bagatelas (1921), son otros libros imponderables, pero el gran aparte se llama Mansiones verdes (1904), una aurora de la novela latinoamericana tal como se la entenderá desde Rómulo Gallegos hasta Vargas Llosa. La trama inicial presenta a Abel partícipe de una revolución fracasada en Venezuela, fugitivo que se interna en la selva donde se enfrenta a otro protagonista, de carácter místico, una muchacha llamada Rima, diosa-madre o madre-naturaleza, alternativamente cercana o distante de los humanos, como la propia realidad que los sudamericanos abrazan o esquivan.

HUDSON, HOY. En cierto modo, Guillermo Enrique Hudson es todavía un escritor virgen del conocimiento de los argentinos. No transigió en vida con la gloria literaria ni ha sido best-seller en la posteridad, aunque ésta le acrecienta los lectores. Si la vida le impuso: la necesidad de escribir en inglés, el idioma de sus mayores, más de la mitad de su obra está inspirada en su tierra natal, dedicada a desentrañar en hondura su incierta y casi enigmática realidad, la inmensidad de sus tierras sobre las que la técnica sólo avanzó parcialmente desde sus ya lejanos tiempos, la variedad de su flora y de su fauna, las alegrías y los pesares de sus gentes.
Si el idioma inglés fue una valla para la difusión masiva de sus libros, tampoco la mayoría de las tardías traducciones los dejan gozar cabalmente. Ni esa obra ciclópea está estudiada en sus alcances, salvo, acaso, en la excepción de las páginas que entrañablemente le dedicó Ezequiel Martínez Estrada. "El mundo no es impenetrable, solamente que a muy contados les está permitido penetrarlo", solía decir este gran solitario que hizo lo suyo para adentrarse en la cambiante condición humana.
Desde luego, tampoco Guillermo Enrique Hudson es impenetrable y de ahí el encanto que fluye de su lectura, suscitando al unísono tantas cavilaciones despojadas de retórica. "Para Hudson —dijo también Martínez Estrada— el hombre es, ante todo y sobre todo, un animal superior, susceptible de envilecerse en cuanto degrádala su condición zoológica, o de desnaturalizarse en cuanto se eleva a su condición angélica." Hudson ayuda a buscar ese tipo armonioso capaz de integrarse al Universo.
Jorge Couselo
PANORAMA, AGOSTO 17, 1972

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Guillermo Hudson
Guillermo Hudson

 


 

 

 

 

 

 


Monumento en Hyde Park (Londres)


Los 25 Ombúes


El gaucho "Uson", viejo


El joven Hudson

 

 

 

 

 

 

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