Revista Periscopio
21.07.1970 |
"El pueblo hace su agosto con la pesca del dorado, esos días del
torneo", dice Lucía Mayol, 78, una vieja almacenera de Paso Patria,
frente a la Isla del Cerrito. "Cuando vine aquí —continúa— todavía
se recordaba el paso de los patriotas, durante la Guerra del
Paraguay: hoy es distinto, ya no se habla de patria. En agosto,
justamente, llegan gentes extrañas, que hablan y visten distinto, y
vienen a divertirse, no más."
Los días corrientes, doña Lucía tiene su clientela autóctona: buena
parte la forman los empleados del Cerrito. Antes de cruzar el río
toman algo en su mostrador, se "aprovisionan", luego parten.
"Ahora dicen que van a cerrar el leprosario; hasta eso vamos a
perder, además de la fiesta del dorado que siempre se hizo aquí."
En este momento llega Esteban Serra, 27, el "canoero"; viene en
busca del periodista para cruzar el río. "Vamos, patrón", dice.
El Paraná es "profundo como grito de hombre". Hendiéndolo con los
resoplidos de su motor, confía: "Es una injusticia esto que quieren
hacer con los enfermos. No se los puede echar así no más. después
que se han aclimatado aquí".
Ya estamos en el Cerrito y, después de pasar por la Prefectura,
subimos por una angosta callejuela asfaltada que conduce a la
cumbre, donde se levantan los pabellones del Sanatorio Aberastury.
La isla de 14.000 hectáreas pertenece geográficamente al Chaco; en
1926 fue declarada reserva nacional; un decreto posterior la
adjudicó al Ministerio de Salud Pública de la Nación, que hace seis
meses volvía a transferirlo al Chaco.
Un millar de personas pueblan la isla; 160 son leprosos. Hasta hace
poco, el servicio médico-asistencial era el mejor en la historia de
la isla: 10 médicos, 7 enfermeras, 100 empleados. Hoy muchos
facultativos se han marchado, y otros, más tenaces, se resisten —con
sus enfermos—, al "operativo desalojo".
Todo comenzó el 22 de junio, cuando el diario correntino El Litoral
reprodujo un dramático panfleto lanzado por los enfermos de lepra,
que desde la noche anterior llenaban las calles de ambas ciudades
vecinas, Resistencia y Corrientes.
El llamado —dirigido a gobernantes, médicos, estudiantes,
sacerdotes, militares y a todo el pueblo— expresaba: "Nosotros los
enfermos de lepra, internados en la isla del Cerrito, lanzamos un
SOS, implorando se constituyan en nuestros defensores. Hace 30 años,
por un decreto ley, fuimos obligados por la fuerza pública a
internarnos y vivir un régimen cerrado y hermético, por no decir
inhumano, pues no podíamos comunicarnos con el resto de los hombres.
Porque éramos y somos rechazados y despreciados por la sociedad.
Vivimos agobiados por un profundo apego al lugar, donde, resignados,
construimos nuestro segundo hogar, que fue depositario de nuestros
restos, testigo de nuestras penas y dolores, de nuestra profunda
angustia de vivir marginados de los hombres. Ahora, como un baldón
más, quieren despojarnos y desterrarnos de lo que por ley. nosotros
consideramos algo muy nuestro, la isla del Cerrito".
Este llamado —desgarrador— a la solidaridad humana sólo tuvo eco en
la orilla correntina. El Chaco no sólo permaneció silencioso frente
al problema de los leprosos; su prensa acusó al pueblo correntino de
iniciar una "insólita campaña de desprestigio de la Fiesta del
Dorado, motivada por un aberrante localismo e instrumentada tanto a
nivel zonal como nacional" (El Territorio, 4-7-70). El diario Norte
fue más lejos: tituló una de sus diatribas a toda página y en
primera plana. "La guerra de los Dorados".
Un conocido leprólogo de la región y miembro fundador de la Sociedad
Argentina de Leprología, el doctor Juan Félix Scappini, 49, quien
trabajó varios años en la isla del Cerrito. declaró a Periscopio:
"Como médico, tengo la obligación de estar de acuerdo con los
enfermos: que no se los puede desarraigar nuevamente, para llevarlos
. . . ¿adonde?"
"Nunca fui partidario del aislamiento; pienso, como Ravelio, que
esto conduce a la «explosión de la familia», la desvinculación de
padres e hijos. Pero los enfermos del Cerrito, a los cuales se les
obligó por la fuerza al más terrible aislamiento —para llegar allí
hay que cruzar dos ríos y decenas de kilómetros—, no se puede
obligarlos —por un simple plumazo— a alejarse nuevamente, cuando han
formado sus nuevos hogares en ese lugar."
"Después de veinte años, el enfermo no puede volver a casa porque ya
no tiene", sostiene Scappini. "Lleva el estigma de haber estado en
la Isla del Cerrito, con la marca de la enfermedad en la cara. No
creo que la sociedad del Nordeste esté tan desprejuiciada como para
aceptar nuevamente en su seno a esa gente."
4.000 PESOS, UN COLCHON Y AFUERA
El martes último, a través de otro médico que presta servicio en la
isla, trascendía que las autoridades del Sanatorio estaban dando de
alta a numerosos enfermos, particularmente a los autores del llamado
a la solidaridad del pueblo chaqueño y correntino.
Atrás quedaron el Registro Civil, la Seccional de Policía, la
Escuela N° 132. que bordean el camino al cerro. Ahora el cronista y
el fotógrafo se detienen frente a una muralla de madera. que están
levantando varios hombres. ¿Dónde se puede hablar con los directivos
del establecimiento? "Los llevaré al encargado de mantenimiento; es
el funcionario que ahora está a cargo de esto", dice un empleado muy
joven.
Reinaldo Guitard, 51 años, es un hombre alto, fornido, de cabellos
canosos, ademanes resueltos, voz autoritaria. Hace tres años que
llegó al Cerrito. Está contento aquí, y sólo va a Resistencia cada
15 días, donde tiene su hogar. El resto del mes lo pasa cuidando el
establecimiento, velando por las cosas y los hombres del sanatorio.
"Esto ocupa sólo una pequeña parte de la isla —dice señalando los
diferentes edificios (40 en total) que se observan desde lo alto del
cerro—. El resto pertenece a los «pobladores civiles», todas
personas sanas, familiares de los empleados o de los enfermos que
vinieron a vivir aquí. Desde la punta de la isla hasta el Riacho
Ancho, hacia Antequeras, hay 42 largos kilómetros."
Pero no puede permitir una entrevista con los enfermos: escapa a sus
atribuciones. "Hay que conseguir orden expresa del director",
indica.
Se ofrece, en cambio, a enseñar el resto del sanatorio. Imposible
zafarse de él un solo segundo. La sala de consultorios externos; los
pabellones para alojamiento de enfermos, varones, mujeres e
imposibilitados; y para alojamiento del personal que vive allí de
lunes a viernes; la Administración, la Dirección, la usina, la
cocina, la panadería, el comedor. De pronto se topa uno con un
antiguo "decauville": parece de juguete.
"Este trencito prestó un gran servicio cuando se iniciaron las obras
de construcción en el Cerrito; traía los materiales desde el puerto,
cubriendo los 2.100 metros que hay", aclara el guía forzoso. En la
usina, cuatro poderosos generadores de 85 kilovatios cada uno, para
380 voltios, iluminan toda la isla.
Los enfermos se cruzan con los intrusos. Guitard los aleja. Algunos
hombres trabajan en una construcción: "Son las instalaciones
sanitarias para los turistas que intervendrán en el torneo de pesca
del dorado", acota.
Nos encontramos en la verdadera zona de pesca; el río Paraguay
confluye aquí con el Paraná: sus aguas son distintas, una es rojiza
y la otra de color azulada.
"En este lugar se levantarán los campamentos y los bungalows para
los deportistas —señala Guitard, eufórico—. Este camino, recién
construido, llega hasta el puerto de Antequeras; se cruza con unas
barcazas del Ejército y se cubren 32 kilómetros. Pronto inaugurarán
un puente Bayley, para los turistas. Esa hermosa casa era del
administrador del Cerrito; ahora es la Casa del Pescador."
"¿Es verdad que todo esto, incluso los edificios del sanatorio,
serán para alojamiento de turistas y para un esperado casino?"
"No, de ninguna manera —responde, sin mucha convicción—; el
sanatorio continuará prestando su servicio a los leprosos."
"¿Por qué los están dando de alta a muchos en estos días?"
"Y... porque están sanos, lógicamente."
"¿No le parece una coincidencia sospechosa que se curen tantos de
pronto, justamente cuando va a comenzar el torneo de pesca?"
Guitard no responde; pero su silencio y su negativa a diálogo alguno
con los leprosos, lo dicen todo.
A punto de iniciar el regreso, en el sector de los "habitantes
civiles" —como dijo significativamente Guitard—, preguntamos a un
viejo isleño por el destino de los enfermos que han sido dados de
alta en estos últimos días:
"Bueno, señor, mire usted: nosotros 'nicó' sabemos que le dan 4 mil
pesos, un colchón y afuera."
Los condenados del Cerrito, a la larga, hacen de la isla su nuevo
hogar: hay varones y mujeres, la unión es natural. Pero el
internamiento ha sido una decisión tremenda: al Cerrito se va en
última instancia, pues se trata de una reclusión de por vida.
Hace tiempo, los enfermos se internaban cuando ya no podían ocultar
su enfermedad; entonces resolvían hacerlo por sí mismos. Otros, en
cambio, llegaron obligados por la Ley de Aislamiento, aún no
derogada. La ciudadela es confortable, pero muchos, obstinados, le
cuerpean al destino, marginándose en las afueras, donde tienen sus
animales y siembran.
LA ISLA DEL DIABLO
El líder de los leprosos isleños es J. Morand: "No nos dejan acercar
a los periodistas", confirma a Periscopio. "Debemos hacerlo en forma
clandestina." Hace tres meses que los enfermos no reciben el peculio
—7.500 pesos—, modesto premio a sus quehaceres (cortar leña, barrer,
etc.). Tampoco tienen ya guardia médica ni atención nocturna: "Si
nos pasa algo, de noche, no hay más remedio que morirse", infiere
Morand.
Todos están abrumados:
"A mí me trajeron al Cerrito hace once años, entre tres policías.
Hoy necesitarán el doble para sacarme" (Lulo Gómez, 27).
"Iba a tratarme al hospital de Mercedes y en la estación me
detuvieron para traerme a la isla. Ahora, después de un cuarto de
siglo, tengo mi casa, mi huerta, mis amigos. No pienso irme. A los
56 años, y con mi enfermedad, ¿dónde empiezo de nuevo?" (Mboreví
García, 56).
"Nosotros no damos la mano, porque comprendemos nuestro estado" (C.
González, 35).
"Antes de que nos saquen del Cerrito, preferimos que nos maten y nos
entierren aquí nomás" (J. Morand, 39).
"Nosotros hicimos el progreso de todo esto. Lo que producimos no
puede ser vendido o colocado en otra parte, así que tampoco por esto
podemos irnos" (M. C. 44).
Transitar por la isla es una experiencia dura. Mujeres que acaso
fueron bellas, agachan la cabeza estragada por las eczemas, ocultan
sus rostros "leoninos" entre unas manos carcomidas por el mal. Otros
se desplazan lentamente: cada paso parece costarles un dolor
inmenso. Esta gente es la que será suplantada por pescadores
retozones y gozosos.
La prensa chaqueña no parece impresionada. El Territorio, matutino
de Resistencia habitualmente mesurado, señalaba el 11 de julio en un
increíble editorial: "Estamos en condiciones de destruir todo ese
reguero de malintencionadas afirmaciones. Bastará que los eventos
por los que lucha el pueblo chaqueño sean una expresión cabal de
noble sentido deportivo, de hidalguía y cultura, y para ello
necesitamos convertir a la Isla del Cerrito en un verdadero y
generoso paraíso".
Sin embargo, debe de haber chaqueños que se pregunten por el destino
de estos parias del siglo XX. La lepra, horror medieval, provoca en
la sociedad resistencias no muy distintas a las de entonces. ¿Algún
empleador aceptará leprosos en su nómina? ¿Habrá hoteleros que los
hospeden? ¿Podrán sentarse a la mesa de un restaurante?
Diariamente, el pueblo de Resistencia asiste a la campaña
promocional difundida por Radio LT5 y Canal 9: se informa cuán
curable y poco contagiosa es la lepra. El doctor Hernán Pérez,
delegado regional, no participa de su optimismo: "Por supuesto que
es contagiosa", sostuvo en una entrevista periodística. "No está
claro, todavía, el mecanismo difusor; pero aun considerándola de
difícil contagio, la respuesta a su pregunta es necesariamente
afirmativa."
Aún no se concretó formalmente el desalojo de los enfermos, pero las
intenciones de echarlos son evidentes. No sólo se les suprimió el
sueldito; les han restringido la comida al máximo. "Esto parece un
campo de concentración", se lamenta Morand. Para Mboreví García, el
líder Morand es un arandú, un verdadero doctor, o el brujo de esta
tribu de leprosos.
"Es como si esto no perteneciera a la Argentina; como si afuera
hubiese una
ley y aquí otra, allá un derecho y aquí otro. Quiero decir que, si
nos matan a todos, nadie se enteraría", confía Morand, examinando
lentamente los alrededores, midiendo críticamente el pobre rancho
que habita.
Del lado de los enfermos, se halla Pirí Palma, el abogado a quien 70
de ellos apoderaron para que litigue contra el desalojo. En
realidad, algunos pierden bastante: "Usted pensará que aquí la gente
tiene unas cuantas gallinitas, pero varios superan las cien cabezas
de ganado", cuenta Morand. Tiene un solo ojo, de brillo inteligente.
"¿Qué me parece? Sencillamente, una nueva demostración de la
naturaleza de la sociedad capitalista, que antepone el dinero al
hombre. Es la misma mentalidad que justifica los crímenes de Vietnam
y Camboya, mientras declama los derechos humanos." Raúl Marturet,
45, sacerdote correntino, es otro de los alineados con los leprosos.
Para justificar tanta tristeza, los promotores de la Isla del
Cerrito, Futuro Paraíso Pesquero, publicitan la creación de una
escuelita, como resultado de sus esfuerzos. Se trata de un reducido
local, con una maestra y un grupo de alumnos, que habrá de
habilitarse en el cruce de Riacho Ancho. Olvidan, claro, que a
cambio de esta escuela serán cerrados tres amplios y modernos
establecimientos educativos que funcionaban en el leprosario, a los
que asistían no sólo los leprosos, sino los hijos del personal del
Sanatorio Aberastury y demás pobladores de la isla.
"Yo sé que, antes, la gente como nosotros andaba tapada y sacudiendo
una campana. Me pasearía así por Resistencia, a ver qué dice el
Gobernador", finaliza un interno.
Actualmente circulan por el mundo unos 15 millones de leprosos; de
ellos, 40.000 en la Argentina. En realidad, con las sulfonas, el
aislamiento —desde 1943— físico no parece ser necesario. Pero la
gente no quiere saber nada: un año atrás, la fuga de internos del
leprosario brasileño de Formigan (Minas Gerais) vació a la ciudad.
En enero de 1968, la Policía Federal se encargó de impedir la
concentración de 40 leprosos en Plaza de Mayo, que manifestaban
solicitando mayor presupuesto para el Instituto Sommer, de General
Rodríguez.
Dentro de 30 días, se realizará en Buenos Aires la primera reunión
de especialistas en lepra del Cono Sur; por lo que se sabe, acudirán
los mejores especialistas del mundo. El episodio de la Isla del
Cerrito, sin lugar a dudas, no podrá exhibirse como un avance
argentino en la lucha contra la enfermedad.
Se presume que las instalaciones de la isla valen unos 3.000
millones de pesos. Cabe preguntarse: ¿qué ofrece el Chaco, provincia
beneficiaria, particularmente a los 160 enfermos del leprosario? Si
desde un punto de vista epidemiológico el sanatorio Aberastury ya no
hace falta, y su mantenimiento fuerza las arcas de la Nación —¿las
fuerza?—, esto no puede eliminar la búsqueda de soluciones
humanitarias.
Bajo la fría llovizna de julio vuelve la frágil canoa. Todo esto, el
periodista Rodolfo Walsh lo había pronosticado hace un tiempo,
visitando la isla: "Aparentemente, los leprosos han invertido un
cuarto de siglo, y 320 muertos, en despejar la selva y convertirla
en un prado, en un pueblo, en una comunidad, para que luego un grupo
de millonarios haga sonar alegremente las fichas de la ruleta".
Un comunicado del Patronato de Leprosos correntino expresa, entre
otras cosas: "En último caso, el desmantelamiento de este servicio
no debe ser inmediato, sino paulatino y progresivo, contemplando la
respetable situación de cada enfermo, a quienes se les ofrecerá
soluciones individuales y decorosas. Que su traslado sea para
mejorar, y no para empeorar".
Ayer, en los colectivos, en los bares, en las oficinas, en la calle,
los chaqueños comentaban: "Pero si tenía razón Sarmiento, donde
comienzan los guaraníes termina la civilización ... Ahora se oponen
a que hagamos un hotel y un casino en el Cerrito. ¡Qué bárbaros!"
Puede ser. El turismo es civilización; pero no hay civilización sin
humanidad. En la otra orilla, los correntinos protestan: "Estos
gringos no tienen corazón: quieren echar a los leprosos del Cerrito,
'dndayé' ".
Paraná de por medio, unos piensan en el dorado —o en el oro— y los
otros, simplemente, en el hombre.
DARWY BERTI
21/VII/70 • PERISCOPIO Nº 44 • 81
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