Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

¿HAY FILÓSOFOS EN LA ARGENTINA?

Revista Confirmado
23 de junio de 1966

un aporte de Héctor Álvarez

Tiene una sonrisa ancha, violenta, de jugador de rugby. A veces, de buen humor, rodeado de amigos, suele recitar de memoria un viejo poema de Raúl González Tuñón: "Me he despertado anoche reclamando a mi madre / y sólo el viento me respondió, / con su eterno arrastrar de papeles inútiles / que arrojan los filósofos al alba".
Esa minúscula coquetería no exime a León Rozitchner de ser, a los 42 años, uno de los más jóvenes profesionales de la filosofía en la Argentina. Marxista, autor de un libro sobre la revolución castrista, Rozitchner ha sido profesor adjunto en la Universidad del Litoral. Casi de su misma edad, Andrés Raggio ha aceptado el cargo de profesor full-time en la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires. En los antípodas filosóficos de Rozitchner, Raggio es neo-kantiano, con formación en ciencias naturales.
Los dos, sin embargo, parecen ser los retoños más nuevos de una profesión cuyas incidencias en la realidad productiva, en el accionar humano concreto de la Argentina, aparecen difuminadas por un largo, agobiante relegamiento a los claustros universitarios, pero que ya en 1824 le hacía decir a Juan Bautista Alberdi, desde las páginas de su diario La Moda: "Ahora que nos hemos independizado políticamente de los españoles, debemos abocarnos sin demora a la edificación de una filosofía nuestra, que nos diferencie de los modelos europeos. Sólo así seremos realmente independientes".
Hoy aparece claro que la elaboración de una estrategia nacional, que el acceso de toda la Nación a las formas más elevadas de la técnica y del nivel de vida modernos, sólo son concebibles a través de una filosofía que, tomando lo esencial de las grandes líneas de la filosofía universal, lo aplique a la contradictoria, a veces dramática, realidad nacional. En cambio, no puede esperarse que los filósofos argentinos construyan una filosofía enteramente original, exclusivamente argentina, ajena al desarrollo de la única ciencia que, sin eufemismos, es un bien común de la humanidad.
Todos los aportes que la ciencia filosófica ha recibido en el último siglo, algunos de ellos verdaderamente decisivos, no han logrado evitar que los filósofos de hoy, en todo el mundo, se hallen divididos en dos grandes campos enfrentados, irreconciliables: uno de ellos parte de la enorme, aparentemente inagotable obra de George Wilhelm Friedrich Hegel, el último monumento de la filosofía clásica alemana: un silencioso y hermético profesor de la Universidad de Berlín, en cuya Ciencia de la Lógica, publicada por primera
vez en 1817, los físicos modernos han podido descubrir una prefiguración alucinante de la teoría de la relatividad desarrollada después por Einstein. En el otro campo domina, a veces subrepticiamente, la figura de otro alemán genial: Manuel Kant, con cuya 'Critica de lo razón pura' se ensañara Hegel.
En sus grandes líneas, la lucha entre la concepción dinámica, dialéctica y atea de Hegel, y la crítica implacable, deísta, casi estática y contemplativa de Kant, encuentra en la Argentina un campo propicio: los partidarios de una y otra tendencia saben ya que la reflexión filosófica no es sólo un oficio académico, dirigido a la enunciación de simples especulaciones abstractas, sin significación para la vida práctica. Por el contrario, las disputas y los enfrentamientos filosóficos en la Argentina no son sino una parte del gran debate en que se encuentra empreñada históricamente la Nación.
Hace poco, un estudiante de filosofía sorprendió al ex presidente Arturo Frondizi con una reflexión: "Su mayor desgracia política consiste en ser hegeliano, es decir, partícipe de una visión histórica dinámica, mientras la mayoría de los argentinos seguimos siendo kantianos, acérrimamente críticos y contemplativos..., igual que los radicales del Pueblo".
Ejercer la filosofía como un oficio, en la Argentina de hoy, significa enfrentar un nivel de vida que apenas alcanza al de un obrero especializado. Andrés Raggio, profesor full-time, redondea una entrada neta de 80.000 pesos mensuales: una cifra igualada por lo que gana Risieri Frondizi, presidente de la Sociedad Filosófica Argentina y ex rector de la Universidad de Buenos Aires, autor de libros considerados clásicos en toda América, como 'Punto de partida del filosofar'.
Con sueldos menores aún viven los profesores de filosofía de todo el país, de todas las universidades nacionales: no es extraño que Mario Bunge, un neo-kantiano formado en las ciencias exactas y luego volcado a la filosofía, resolviera en 1962 emigrar a Estados Unidos, abandonando el liderazgo de esa tendencia en la Universidad de Buenos Aires. Hasta poco antes, había anatematizado a los técnicos que emigraban del país, lo que le valió largas y duras críticas. Una conmovedora carta-renuncia explicaba su drama: los elementos de investigación científica están en la Argentina muy por encima del alcance adquisitivo de un profesor de filosofía, y nadie puede ser un maestro sin entregar a sus discípulos lo mejor de sí mismo, lo más avanzado del propio pensamiento, lo mejor que en ese sentido se produce en otras partes del mundo. En lugar de emigrar, Andrés Raggio, luego de haberse graduado en Friburgo, Suiza, decidió volcarse hacia una vertiente de la filosofía: la lógica. "Con un libro de lógica tengo trabajo para varios meses; en cambio, para estar al día en historia de la filosofía —que es mi especialidad, lo que más me gusta hacer— se necesita una serie de textos inhallables en la Argentina."
La imagen del filósofo separado de las luchas del mundo, del meditador sin contacto con las realidades concretas de la vida de los hombres, no puede ser más ajena a la de un filósofo argentino.
Un bajo nivel de vida, el acceso trabado a las fuentes de información, infinidad de dificultades materiales, no han impedido que la filosofía argentina exhiba hoy el más rico y complejo conjunto filosófico de toda América latina. Un panorama en el que coexisten —no sin grandes luchas— las tendencias más modernas del pensamiento mundial. Si alguien quisiera caracterizar en un cuadro esquemático las distintas líneas en que se mueven los filósofos argentinos en 1966, encontraría una reedición inteligente, a menudo creadora, de las grandes contradicciones de toda la filosofía contemporánea.
Los dialécticos, herederos de Hegel, incluyen en sus filas una gama riquísima de variantes: desde el católico Conrado Eggers Lan hasta el marxista León Rozitchner; desde los "marxistas a la italiana" de la revista cordobesa Pasado y Presente, hasta él vigoroso y americanista Carlos Astrada. Las filas del existencialismo (una tendencia que acepta de Hegel sólo algunas premisas) aparecen menguadas; agrupan, sin embargo, a la mayor parte de los filósofos del interior del país, encabezados por Juan Adolfo Vázquez, de la Universidad de Cuyo; Hernán Zucchi, de Tucumán; Emilio Estiú, de La Plata, y Alfredo Caturelli, de Córdoba.
Más vigorosa se perfila desde hace pocos años la tendencia de los analíticos, ligados en su mayor parte a las ciencias empíricas, exactas y naturales: sus máximos exponentes —Gregorio Klimovsky, Andrés Raggio y Tomás Moro Simpson— fueron sometidos recientemente a un ataque violento, muchos de cuyos pasajes casi rozan la injuria, en Dialéctica y positivismo lógico, un furibundo libro de Carlos Astrada. Allí, su autor identifica a la filosofía analítica con la política concreta que observan los países donde esa corriente filosófica parece dominar: Gran Bretaña y Estados Unidos. Y de esa identificación extrae una acusación aparentemente lejana de la filosofía: sus cultores argentinos no serían otra cosa que agentes intelectuales del Departamento Norteamericano de Estado.
La mayor parte de los filósofos analíticos argentinos ignoró el ataque: sólo Tomás Moro Simpson —un sutil humorista, colaborador de revistas literarias en sus escasos ratos libres— acusó el impacto: "Siento decir que el libro de Astrada es de una puerilidad regocijante. Su autor, que es marxista, se halla a contramano de gran parte del pensamiento marxista contemporáneo, que tiende ahora a una mayor flexibilidad, sobre todo a través de los estudiosos rusos", se defendió. Tal vez no sabía que el contraataque significaba un halago para Astrada, ideológicamente muy distanciado del marxismo según lo entienden los soviéticos, y partidario de las posiciones chinas.
Pese a este ataque y a los muchos que recibe a cada paso desde el sector más radicalizado del campo dialéctico, la filosofía analítica se ha desarrollado vigorosamente desde 1953, cuando el sociólogo Gino Germani, el físico Oscar Varsavsky y el matemático Manuel Sadosky se unieron —en la clandestinidad académica a que los relegaba su oposición al peronismo— para fundar una efímera Sociedad Argentina de Filosofía de las Ciencias. Fue en esa sociedad donde se cimentó, en gran parte, lo esencial de una corriente filosófica que niega a todos los sistemas absolutos de entender el mundo, y los reemplaza por análisis fragmentarios de los diversos fenómenos.
Gino Germani afirmaba: "A las verdades absolutas, preferimos las verdades estadísticas". Constituían una reacción abierta contra las doctrinas de Santo Tomás de Aquino y las de los seguidores de Jean-Paul Sartre, por entonces dominantes en las facultades argentinas. Su crítica de toda la filosofía, su ligazón a la técnica, dejaban ver claramente, detrás de sus más modernas formulaciones, la figura de Manuel Kant. Ellos fueron, sin duda, quienes mayor impulso otorgaron a la discusión filosófica en la Universidad a partir de 1955: los juveniles y fervientes filósofos analistas mantuvieron con alumnos y profesores de otras tendencias memorables conflictos, algunos de ellos no sólo filosóficos: terminaron, a menudo, a puñetazos.
La acusación que reciben hoy los filósofos analistas, en la Argentina, se parece extrañamente a las que recibía a comienzos del siglo pasado Manuel Kant: practicar una filosofía que tiene en cuenta los datos técnicos, pero olvida la realidad social y humana que circunda al filósofo. Dialécticos y existencialistas exigen, cada uno de ellos por razones distintas, un compromiso activo de la filosofía con la realidad histórica. Andrés Raggio llega a golpear violentamente la mesa de café donde recibe la acusación: "No todo lo que se llama filosofía comprometida es filosofía. El verdadero compromiso reside en la búsqueda del conocimiento y en la destrucción de mitos irracionales. Por su parte el filósofo, como hombre, tiene fines y compromisos propios, y aunque no quiero generalizar, puede suceder que los que exigen compromisos a la filosofía terminen por caer en una nueva forma de la inquisición oscurantista: quien no está de acuerdo con tal o cual partido está totalmente equivocado, inclusive en su ciencia".
Conrado Eggers Lan tiene un aspecto casi místico, un decidido apego a la contemplación silenciosa: fervoroso católico, es uno de los más agudos conocedores de las doctrinas de Hegel, y muchos ven en él al único marxista católico de la Argentina. Especializado en la filosofía griega, consumado humanista, se opone a la filosofía analítica con meditada firmeza: "El simple ejercicio de conocer no satisface al hombre: hace falta una filosofía que dé un sentido a lo que se sabe", explica.
No hay dudas de que la diversidad de tendencias dentro de la Universidad Nacional de Buenos Aires ha creado, en sus alumnos, un furioso apego a las confrontaciones ideológicas: en ninguna facultad, como en la de Filosofía y Letras, puede notarse la actividad política de los estudiantes. No es raro que de allí hayan surgido tendencias tan extremas como la de los guerrilleros de Salta, ni los grupos juveniles ubicados más a la derecha del nacionalismo. Una variedad, una actividad que no obsta para que León Rozitchner reniegue prolijamente de la Universidad: "Al nivel universitario, la reflexión filosófica se convirtió en una hueca reflexión metodológica; de los grandes problemas que ponen en juego el sentido de la vida del hombre y del mundo se retiene sólo el análisis de la forma de pensar, y no de su contenido. Entre nosotros, el profesor de filosofía se mueve dentro de los límites que le señala estrictamente la represión del poder político y de la clase social que le concedió el privilegio de ser profesor".
La explosiva proximidad de dialécticos y analíticos se ve compensada, en la Argentina, por el trabajo de algunos filósofos que se mantienen al margen de estas disputas: herederos del notable Vicente Fatone —un experto en filosofías orientales, partidario de Gandhi en política, infatigable estudioso—, Víctor Massuh y Juan Adolfo Vázquez indagan en la filosofía de las religiones. Una tarea que comparten con la solitaria María Eugenia Valentié, tal vez la única mujer profesional de la filosofía en la Argentina. Lo mismo que los neo-kantianos Ángel Vasallo y Eugenio Pucciarelli, profesores de la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires, y el tomista monseñor Eugenio Derisi, rector de la Universidad Católica, y Carlos Cossío, un maestro internacional de la filosofía del derecho.
La diversidad de las tendencias, la lucha implacable entre ellas, no impiden que los filósofos que trabajan en la Argentina exhiban dos identidades insalvables: la necesidad de depender de las universidades como medio de vida, la adhesión al postulado de Alberdi: "Buscar una filosofía que nos identifique y nos diferencie netamente de los otros pueblos".
Es probable que sea Carlos Astrada quien ha caminado más lejos en ese sentido: no en vano afirma una tradición del pensamiento argentino, que él hace arrancar desde el joven y pálido Mariano Moreno inclinándose, con su dificultoso francés, sobre los textos de los enciclopedistas. Una tradición que también arranca en el mito del gaucho, en la ideología de los firmantes del acta de la Independencia y que se nutre con el romanticismo de Esteban Echeverría, la violencia de los caudillos del interior. No es raro que Astrada niegue toda importancia al europeizado José Ingenieros, y respete al reflexivo y solitario Alejandro Korn.
Lejos de las luchas ideológicas, depender de las universidades argentinas tiene poco de tentador: sin embargo, la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires aumentó, en el último año, casi en un treinta por ciento su caudal de alumnos: muchos de ellos elegirán finalmente las letras, el periodismo, la enseñanza universitaria de historia, lógica, literatura. Algunos pocos, cuatro o cinco por año, accederán a la profesión más ambigua y trascendente de la historia del hombre.
"La única manera de asegurar la riqueza del pensamiento filosófico argentino, de desarrollarlo al mismo ritmo que se desarrolla el país, es ligar las grandes reflexiones abstractas a la realidad concreta, a los problemas concretos qué vive el país", aseguran los representantes de la tendencia analítica. Pero las aplicaciones prácticas de la filosofía en nuestro medio apenas suelen rozar la política, y casi nunca la investigación de problemas concretos de la industria, la economía: es un defecto que los partidarios de esa tendencia se proponen subsanar, desarrollando, sobre todo, la aplicación de una rama de la filosofía, la sociología, y lanzándola a estudiar los problemas de mercado, de consumo y de producción.
Tal vez constituya, en definitiva, un paliativo, una salida temporaria, para una profesión signada por el sacrificio y el olvido generoso de un viejo y cruel adagio: Primun vivere, deinde philosophare.

LA IRACUNDIA NEO-TOMISTA -
"...el patriotismo no es sino una enfermiza y oscura afición a una suerte de ídolo impersonal y ególatra, congénere de los más celosos y antropófagos de la mitología pagana." Para Jorge Luis García Venturini, un profesional de la filosofía que tiene ahora 38 años, la negación de la noción de patriotismo es una de las constantes de toda su labor filosófica. Más importante parece su adhesión al tomismo según lo entiende Jacques Maritain, y su concepción acerca de la "aceleración de la historia", tesis que defendió en uno de los pocos best-sellers filosóficos que se hayan producido en la Argentina.
Ante el fin de la historia, sin embargo, le ha valido algunos reproches católicos, y no pocas polémicas con otros filósofos de extracción cristiana, afirma. Desde hace diez años escribe las críticas bibliográficas, referidas a la filosofía, en el matutino La Prensa: su principal fuente de entradas, sin embargo, son las clases que dicta en la Universidad Católica Argentina, en el Liceo Nº 7 de Señoritas, en el colegio privado Cardenal Newman.
Casado, con cuatro hijos, vive en el plácido, casi elegante suburbio, de Caballito: una casa de netas reminiscencias coloniales alberga sus actuales meditaciones acerca de ¡La política en el fin de la historia¡, su trabajo de traductor de un diccionario de antropología. Graduado en Filosofía en la Universidad de Buenos Aires —de la que fue profesor hasta hace dos años—, García Venturini reconoce con calma que su pensamiento está marcado por el neo-tomismo de Maritain tanto como por la fenomenología de Heuser y el existencialismo de Heidegger. "Yo creo en el diálogo entre filósofos marxistas y filósofos de extracción cristiana; en lo que no creo es en la posibilidad de diálogo fecundo entre los políticos comunistas y los social-cristianos auténticos", afirma. Una de las causas que, seguramente, lo llevaron a enfrentar abiertamente a la actual dirección del partido Demócrata Cristiano, del que es uno de los fundadores.

EL VIEJO MAESTRO
En el año 1945 se lo acusaba de fascista: hoy no faltan quienes lo acusen de comunista. Sin embargo, es él quien frente a las majestuosas ruinas de la antigua ciudad indígena de Machu Picchu sostuvo este diálogo revelador con el barbudo, existencialista y católico filósofo francés Gabriel Marcel: "Mi querido Astrada, esto es el Acrópolis de América", Con su cadencioso tono cordobés, nervioso, violento, Carlos Astrada contestó: "Está equivocado, señor Marcel. El Acrópolis es el Machu Picchu de Europa".
Vive —jubilado por la Universidad de Buenos Aires— en el último piso de una casa de departamentos del barrio Norte. A los 72 años, reniega de su condición de último sobreviviente de la generación de viejos maestros de la época heroica de la filosofía argentina y su enseñanza. De lo que no reniega, de lo que se enorgullece, es de haber dejado atrás a decenas de discípulos que no pudieron soportar los bruscos virajes de su pensamiento, su apasionada búsqueda de una verdad universal que lo retrotrajo al pensamiento hegeliano, luego de haber agotado en sus años juveniles la pasión por su maestro, Martín Heidegger. Delgadísimo, de estatura pequeña, sonríe al recordar unos versos de César Vallejo: "Tanta vida y jamás me falla la tonada".
Su acento cordobés, su pasión, la violencia de sus cambios de frente han podido alguna vez crearle una fama turbulenta, que jamás rozó su vida privada. Ahora —en el departamento atestado de libros y papeles— cuida de que ninguna ventana se abra bruscamente: su esposa padece de reumatismo, y el menor cambio climático la afecta, Los que recuerdan su voz tronando en las aulas de la Facultad, su inagotable iracundia, apenas pueden sospechar la dulzura que Astrada pone en el simple gesto de vigilar constantemente la temperatura ambiente.
Cerca de su escritorio, una fotografía que ya comienza a amarillear lo muestra compartiendo una frugal mesa con Mao Tse-tung, "mi amigo personal, un gran poeta y un excelente filósofo", como él lo define. Un juicio que puede resultar sorprendente en este minucioso investigador de las culturas precolombinas, en este defensor consecuente —a menudo violento— del latinoamericanismo y las esencias filosóficas autóctonas.
No es la primera vez que su labor filosófica lo lleva a tomar actitudes drásticas en la vida política: le place recordar sus luchas en el Primer Congreso Nacional de Filosofía realizado en Mendoza en 1949. El buen humor fluye de su relato de las peleas entre tomistas y existencialistas, que entonces se disputaban la hegemonía de la filosofía argentina. El entonces presidente Juan Domingo Perón debía cerrar el congreso con un discurso. A fin de no quedar desubicado, Perón —recuerda ahora Astrada— hizo trascender entre los partidarios de Santo Tomás de Aquino que había ordenado al padre Hernán Benítez la confección de un discurso en esa línea. Pero entre los existencialistas, hizo creer que había encargado un discurso de tónica existencialista. Eso último fue lo que ocurrió en la realidad: el discurso, cuenta Astrada, fué escrito por "un muchacho muy inquieto, muy inteligente: Ramón Prieto, se llama. Lástima, nunca he vuelto a saber de él...".
Seguramente, Astrada ignora la participación de Prieto en la campaña electoral del dominicano Joaquín Balaguer.
Inquieto, conversador brillante, nunca aprendió a ocultar sus emociones: los ojos inquietos, sonrientes, se le opacan cuando un ramalazo de recuerdos parece descender sobre sus hombros delgados, sobre su cabeza blanca: "Me acuerdo mucho de mi amiga, la filósofa Edith Stein, que fue cantando y con la cabeza alta a los hornos de Auschwitz".
Está separado de las cátedras desde 1956 (aunque fue contratado por la Universidad del Sur por dos cuatrimestres), y, a falta de alumnos, la exuberancia de su pensamiento, de sus emociones e intereses asalta a todos sus interlocutores: el realismo de la nueva literatura argentina, la impresión que le causó la quebrada de Humahuaca, su desprecio por "ese tendero", como llama a Sartre. Es, el último representante de un grupo de filósofos argentinos que, por primera vez en la historia, colocó a la Argentina en el centro de sus discusiones, de su apasionado interés. Francisco Romero y Vicente Fatone murieron en 1962. El ciclópeo y erudito Rodolfo Mondolfo yace inmóvil, presa de una misteriosa enfermedad virósica para la que no se conoce terapia. "Fue la generación que le arregló las cuentas definitivamente al infantil positivismo de José Ingenieros: fue el reencuentro con un modo de pensar argentino, latinoamericano."
Siempre ha estado rodeado de alumnos, de discípulos: seguramente porque jamás ha temido quedarse solo. Al pequeño departamento del barrio Norte siguen llegando, incensantemente, desorientados estudiantes, políticos, gremialistas: saben que la generosidad de el viejo sacrificará horas, días, en encontrar el razonamiento justo, la cita exacta, la perspectiva optimista que iban a buscar. "Astrada es el único filósofo argentino capaz de dialogar —y con ventajas para él— con los mayores especialistas en Hegel de todo el mundo", afirman sus admiradores, generalmente cuando él no puede oírlos.
Una maquina portátil de escribir yace bajo una capa de papeles, libros y folletos: Astrada le dirige miradas inquietas. El diálogo ha interrumpido un trabajo suyo, ya casi a punto de ser entregado a la imprenta: es una tesis de casi trescientas páginas, en las que Mao Tse-tung y Marx aparecen como los teóricos del Tercer Mundo. "¿Usted cree en la guerra atómica?", pregunta. Entonces busca un libro, verifica una cita y expone: "Si la hay, los perjudicados van a ser los países grandes, tal vez los europeos. Pero ningún implemento atómico, mágico, sobrenatural o lo que sea, es capaz de detener el progreso del hombre. Si ellos se destruyen, destruirán una parte de la historia, pero no toda la historia. El porvenir es del Tercer Mundo".
Entonces aprieta vigorosamente las manos de su interlocutor, y corre para cerrar la ventana que insiste en abrirse. Después vuelve a quedarse solo en ese pequeño estudio. Apenas abre la puerta en la despedida. Luego, desde la calle, se ve cómo el viento de invierno azota implacablemente el departamento del último piso.

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Carlos Astrada
Carlos Astrada

 


 

 

 

 

 

 



Risieri Frondizi
Risieri Frondizi

Gregorio Klimovsky
Gregorio Klimovsky

Andrés Raggio
Andrés Raggio

Conrado Eggers Lan
Conrado Eggers Lan

García Venturini
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