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En la segunda mitad del siglo XX, la vida se contabiliza en imágenes

 

 

"¡Increíble! Hace cuarenta años que trabajo en el ramo, y estas mocosas me vienen a enseñar cómo se hace." Los amigos respondieron con risas a la indignación del dueño de casa, gerente de un comercio de artículos fotográficos, que los había reunido para mostrarles unas diapositivas tomadas durante sus vacaciones en Mendoza, Chile y Bariloche. Las hijas de uno de los invitados (de 18 y 15 años) aprovecharon para traer las de ellas, obtenidas con una Leica durante un viaje de estudios por Europa. El resultado era previsible: las aficionadas lapidaron con más de quinientas diapositivas el prestigio del experto.
El inusitado adelanto técnico alcanzado por la industria de la fotografía ha provocado, en los últimos diez años, una explosión en el mercado mundial. "Nadie cree actualmente que sea una ciencia oculta vedada a los profanos —apunta Ubaldo A. Cosentino (30 años, 3 hijos), con la experiencia adquirida al frente de su comercio de Diagonal Norte al 700, de Buenos Aires—. Las modernas maquinas automáticas permiten obtener muy buenas fotos sin más requisito que mirar por el visor y apretar un botón."
Esa imagen de facilidad parece haber prendido en muchas retinas, luego de la ofensiva publicitaria desatada por Kodak con el fin de crear la necesidad de sacar fotos. Afiches, almanaques y displays empapelaron el país con motivos que revelan una astuta intención psicológica: niños en la playa, niños jugando con gatos y perros, niños con flores. Es bien sabido que los matrimonios jóvenes con hijos pequeños constituyen la mejor clientela para máquinas y materiales fotográficos.
"Todos sucumben a la tentación de registrar para siempre los primeros pasos, gateos o monerías de sus retoños. Y en cuanto a filmadoras, el promedio de padres compradores se eleva a más del 80 por ciento", informa Alfredo F. Mazzei (30 años, casado), gerente de la Casa del Fotógrafo, que no tiene hijos pero se dedica a fotografiar obsesivamente a sus tres perras ovejeras alemanas. No le cuesta mucho deducir que quienes venden en realidad las máquinas son los niños: "Nosotros hacemos el papel de simples intermediarios."

El juego de las estatuas
Toda esa colección de caras, lugares y objetos del pasado se conserva ahora en prácticos archivos de slides. Antes, en cambio, las postales se afirmaban en cuatro esquineros pegados en las hojas de un álbum de cuero, o se ampliaban y coloreaban para ser exhibidas en marcos de yeso moldeado y pintado. Era la época en que sacar una fotografía demandaba una preparación lenta, difícil y riesgosa. Muy pocos comprendían realmente de qué se trataba cuando observaban en las vidrieras de las primeras casas de óptica esos aparatos complicados. Sin embargo, en 1898, la librería Enrique Lepage y Cía. publicaba y vendía la primera edición del "Tratado completo de la fotografía moderna", de Francisco Pociello, en su comercio de Bolívar y Belgrano. Cinco años después, el interés despertado por los nuevos modelos obligó a los editores a traducir la "Pequeña guía para los aficionados a la fotografía", de L. Edward
El primer revuelo rioplatense se produjo en Montevideo, en 1847, cuando Florencio Varela trajo de Europa la máquina que acababa de inventar su amigo Luis Jacobo Mandé Daguerre. Tras pacientes conversaciones, Varela convenció a su familia para que se dejara retratar e invitó a sus parientes a tomar el té en su casa de campo. La exposición fotográfica demandaba tres minutos de inmovilidad. Mientras Varela conservaba el obturador abierto, todos mantenían estáticas poses. En ese instante llegaron dos amigos, saludaron, y uno de ellos exclamó atónito: "Parece que esta familia ha enloquecido. ¡Juegan a las estatuas y no nos contestan!" En 1849, un año después que Varela fuera asesinado en el Uruguay, un fotógrafo inglés consiguió adquirir esa cámara e instalarse en la recova de Buenos Aires para retratar a las familias porteñas.

De la tortura al deleite
A principios de siglo comenzaron a proliferar las galerías artísticas. Se utilizaban las azoteas, recubiertas por un gran ventanal inclinado a 45 grados, dentro de las horas de mayor luminosidad. A veces, el sol derretía a los clientes que debían posar tiesos durante largos minutos para que las placas (de 30 por 40) fueran impresas. Para evitar que los modelos se movieran, algunos utilizaban el "apoya cabeza", un cepo atornillado al respaldo de una silla, que atrapaba el cuello al retratado.
La llegada de cámaras europeas, que imprimían en placas de vidrio, creó el hooby en muchos hogares de la alta burguesía. Los mal avanzados adquirían un equipo estereoscópico, primitivo sistema de fotografía tridimensional. Pero la expansión más importante Se produjo. en 1910, cuando George Eastman lanzó sus cámaras Kodak de cajón con rollos de papel al bromuro y de cien exposiciones. La Asociación Fotográfica Argentina, fundada y presidida por Hernán Cullen Ayerza, aumentó entonces su caudal de socios. Diez años después nació el primer Foto Club, anexado a la Asociación Estímulo de Bellas Artes, que organizó un salón internacional.
Los aficionados recibieron, sin embargo, algunos reveses desalentadores. En 1911, un anuncio de media página aparecido en La Prensa invitaba a adquirir con un giro de cien pesos el "equipo completo para fotografiar a través de las paredes". El dibujo mostraba una cámara enfocando un muro; del otro lado, un hombre castigaba a su esposa, y la mucama se sentaba en las rodillas del abuelo. Nadie recibió jamás ese equipo, pero uno de los damnificados, Alejo Grellaud, de 17 años, decidió recuperar el dinero con una cámara prestada: al poco tiempo se inauguró el primer restaurante al aire libre en el balneario municipal de Buenos Aires y se le encomendó retratar una mesa de cincuenta comensales. La noche serena, sin brisas, le permitía usar magnesio sin riesgos. Montó una mesa sobre otra y desde allí enfocó con el gran angular.
Cuando encontró el encuadre perfecto gritó a su ayudante: "¡Ahora!" Este, que según las indicaciones había cargado 25 gramos de magnesio en una improvisada lámpara de dos metros de alto, encendió la mecha que colgaba y la levantó. Treinta segundos después volaba todo, hasta el palo que sostenía la antorcha, y al dispersarse la blanca humareda, Grellaud descubrió que no quedaba nadie en el lugar, salvo su aterrorizado ayudante. "Pero la foto salió preciosa", dijo ahora a PRIMERA PLANA.
Grellaud ganaría después cincuenta copas y un centenar de medallas en concursos fotográficos. De su primera Ves Poket, llegó a la Rollei Flex tras 54 años de paciente dedicación. "Hace 30 años me hice socio del Foto Club Argentino, y hace 20 del Foto Club de Buenos Aires. Pero hace 15 gané el premio más lindo: esta copa." Después de estudiar un rayo de luz que se filtraba por una claraboya de la catedral de Buenos Aires, Grellaud lo esperó agazapado junto a la tumba de San Martín hasta que iluminó la espalda de la Libertad, esculpida a un costado, y apretó el disparador. El jurado le otorgó la copa presidencial del año del Libertador.

Hacia el delirio
Cuando Kodak instaló su sucursal en la Argentina, en 1915, lanzó un equipo provisto de una cámara, un farolito rojo a vela, un tubo de revelador y otro de fijador, un sobre con papel sensible y una prensa copiadora. Las cajas fueron devueltas por los revendedores con una desalentadora respuesta: "¿Qué le digo al cliente cuando me pregunte por qué no salió su foto?" Esto obligó a montar un laboratorio y modificar la promoción. En 1935, lanzó un equipo más pequeño: diez rollos y una cámara por doce pesos, es decir, únicamente el valor de las películas. La cámara se regalaba, pero sólo se podía cargar con rollos Kodak. "Nunca vendí tantos rollos como esa vez. Era realmente una manía jamás vista", recordó Darío Carlos Rol, jefe de ventas de Óptica Panizza desde hace 42 años. Juan Pedro Erreca (65 años), vendedor de las casas América, Di Si y Kodak, señaló una diferencia: "Ahora el aficionado hace todo, desde obturar hasta revelar y ampliar. Antes era distinto. Un viejo fotógrafo, Julio Ellinger, preparaba los trabajos a muchos socios de la Asociación Fotográfica, y luego ellos se lucían..."
Una rápida compulsa entre las principales casas del ramo demostró a PRIMERA PLANA que el actual comprador tipo es del sexo masculino, pertenece a una clase media bien remunerada y es ávido de revistas especializadas. Generalmente, invierte dinero en la compra de cámaras cumpliendo un deseo que acarició durante años, pero luego de haber satisfecho necesidades más apremiantes como la heladera, el lavarropas o el televisor. Puede ser fácilmente ubicable, además, en una de las dos bien definidas categorías de aficionados: los que buscan en la fotografía un documento, una fábrica de recuerdos, o los que ya han encontrado en ella el más apasionante hobby. Esto obliga al vendedor a someter a su ocasional cliente a una especie de test, para saber el uso que le dará a la máquina y deducir entonces cuál es la más conveniente.
"Es un error creer que el negocio está en vender las máquinas más valiosas", afirma Ubaldo Cosentino, quien sostiene que lo más importante para el lego son los resultados: "Le vendo una máquina adecuada, agrego algunos consejos, y la posibilidad de errar se reduce al mínimo." El flamante propietario toma sus fotos, preferentemente en color, sin más trámite que colocar el rollo (que le puede costar menos de 700 pesos para 36 exposiciones) y disparar el obturador. Luego de la revelación, cuyo costo está incluido en el valor del rollo, todo se halla preparado para proyectar las diapositivas. Un proyector japonés, sin ventilador, puede llegar a costar entre 5.000 y 8.000 pesos; con ventilador, algo menos del doble. De allí en más, la hegemonía pasa a manos de los alemanes, que desde 20.000 pesos hasta cualquier cantidad están en condiciones de proveer proyectores automáticos o semiautomáticos, con o sin control remoto.
Cuando el entusiasta proyecta sus fotos en una pantalla y piensa que la
imagen de su hija saltando sobre la cresta de una ola blanca, con su malla roja y el cabello rubio al viento, es todo obra de él, está perdido. "Nunca más lo abandonará la magia de la fotografía." Y la cadena sigue: sus compañeros de oficina se interesan por las fotos, por la máquina, preguntan, envidian, y se convierten en compradores.

Arte y recreación
Pero la fotografía también es arte, y puede ser una manera de canalizar inquietudes espirituales. Así lo entienden, al menos, los integrantes de 88 clubes diseminados en todo el país (13 en Buenos Aires). Estos "hobbistas" difieren nítidamente de los buscadores de recuerdos; adquieren máquinas de precisión, pero desdeñan el automatismo que les impide variar a voluntad las condiciones del sujeto fotografiado. En una abrumadora mayoría se autoprocesan el material, y se dejarían cortar una mano antes de confiar sus películas a un extraño.
La tendencia moderna hace del laboratorio propio un detalle fundamental en el logro de la genuina calidad artística. Daniel Córdoba (35 años) hace una década que trabaja por su cuenta, "pero mis comienzos son como los de los demás. La primera víctima es siempre el cuarto de baño". Allí se puede instalar un improvisado laboratorio, aprovechando el suministro de agua y su iluminación usualmente reducida. "Equiparlo es interminable; siempre hay chiches nuevos." Sin embargo, las exigencias mínimas pueden concretarse con una ampliadora (20.000 pesos las nacionales y 50.000 las importadas), tres cubetas, un interruptor, un fijador, un tanque revelador, pinzas, lámparas rojas y elementos químicos son imprescindibles. El papel cuesta entre 12 pesos (18 por 24 centímetros) y 85 (50 por 60).
Héctor Y. Faíta (56 años, 6 hijos) es, además de director de la revista Foto-cámara, un inagotable propulsor de la fotografía, y cree que la actividad de los fotoclubistas es saboteada por la política oficial de considerar los materiales fotográficos como artículos de lujo y aplicar gravámenes que llegan al 227 por ciento. "¡Y quieren terminar con el contrabando!", dice. Sin embargo, la mayoría de los comerciantes visitados admiten que las máquinas sufren un recargo del 40 por ciento y deducen que es más económico importar una cámara de 100 dólares en su país de origen que traerla de contrabando. El dólar oficial a 150 pesos, más el 40 por ciento, es siempre inferior al precio del dólar en el mercado paralelo.
El aficionado de ingresos modestos puede decidirse entre una Pentona o una Regulette (ambas alemanas), que oscilan en los 6.000 pesos y poseen los tradicionales controles de velocidad, diafragma y distancia. Un escalón más arriba están las semiautomáticas, como la Minolta y la Woigtländer, que merodean los 12.000 pesos. Antes de llegar a los 15.000, el futuro comprador puede tropezar con las automáticas como la Konica y la Ricoh. El que busca ultrapulimento invertirá su dinero en una Kowa (25,000); una Bessamatic
(30.000) o una Contaflex Super B (40.000). El nivel ascendente no parece tener límites, porque en la región de las nubes todavía es fácil adquirir una Leica, una Canon, una Rollei o una Practisix, que cuestan más de cien mil pesos. Tampoco hay que desdeñar otros elementos no poco valiosos de la panoplia del captador de imágenes: los objetivos intercambiables y los filtros.
"En los últimos 15 años, la técnica hizo milagros —señaló el doctor Jorge P. Bendomir en el Foto Club de Buenos Aires, la noche que se exhibían los trabajos realizados durante una sesión de los "rompecoches", en Ferrocarril Oeste—. Los objetivos son más luminosos, las velocidades más rápidas y las películas más sensibles. El flash ya no es imprescindible para sacar en la oscuridad, aunque haya movimiento." La mecánica alemana conserva aun la primacía y ha llegado a perfeccionar una velocidad de un dos mil avo de segundo, pero la óptica japonesa ha pasado a la vanguardia con cosas increíbles para el aficionado: el objetivo 0,95, más luminoso que el ojo humano. El sistema zoom permite ahora cambiar de foco normal a teleobjetivo o a gran angular con un simple movimiento de palanca; los motores a batería o cuerda facilitan el traslado de la película y las tomas en secuencias rápidas; los equipos son más reducidos y manuables que antes; las cámaras automáticas, donde el fotómetro trabaja sólo al recibir luz y acomoda el diafragma, le enseñan al profano: si no hay suficiente claridad, el obturador no funciona.
Lo que empieza como un hobby termina, en muchos casos, como una profesión. Alrededor de 25.000 personas se dedican en la Argentina a la fotografía como profesión agregada a otra actividad, facilitada por el hecho de que las fotos sociales, comerciales, publicitarias o gráficas pueden ser atendidas en horas libres. Esta comercialización promovió la creación de una industria subsidiaría que ocupa a cien mil personas.

Sube la marea
Dentro de las casas tradicionales, Lutz Ferrando y Cía. fue considerada siempre como sinónimo de óptica y fotografía. Carlos Poggioli (55 años;
2 hijos), jefe de esta última sección en Florida al 200, recuerda que hace 30 años la fotografía sólo tenía una alternativa: el que sabía se manejaba con una Leica, y el que no, apelaba al popular cajoncito Kodak. "En ese entonces nuestros clientes eran señores de apellido, no tenían problemas en adquirir una buena cámara." Cada implemento nuevo era enviado directamente a sus domicilios y anotado escrupulosamente en la cuenta corriente. Al cabo de un tiempo, cuando alguno de estos clientes resolvía cambiar de equipo, llamaba a los técnicos de Lutz, Ferrando, "Más de una vez encontré los paquetitos prolijamente envueltos, sin haber sido tocados."
La difusión del rollo de películas en colores, que permite obtener espectaculares diapositivas (cuyo revelado cuesta menos que el de la foto cromática común), el mejoramiento técnico apuntado, y la invasión del mercado nacional por la industria japonesa (barata y óptima) constituyen los trípodes sobre los cuales se asienta esta revolución de la fotografía como parte, ya inalienable, de la vida cotidiana. Este explosivo incremento, comenzado hacia 1961, nació con los propios aficionados que tímidamente experimentaron con el color. Luego se desencadenó la marea de recién casados y padres jóvenes.
Julio Giavino, que instaló en Buenos Aires, en 1948, un laboratorio para revelar rollos en colores, nunca imaginó que "esa aventura" le reportaría, con los años, jugosos dividendos. De seis rollos semanales, Giavino ascendió a 300 rollos diarios. "Sacan a los chicos de todas formas; no los fotografían durante el parto porque está prohibido", dice, mientras controla un slide a través de una lámpara.
Sus clientes suelen sufrir percances tradicionales en esta clase de iniciaciones. "Se olvidan de quitar la tapa del objetivo; la correa del estuche se cruza delante del tema, y se olvidan de la posición del sol. Pero lo más común es cargar mal la máquina; al revelar descubren que el rollo no ha sido expuesto y se ensañan con el fotómetro, el telémetro o la velocidad. Los más graciosos son los que calculan mal el tiempo del obturador automático y aparecen en la foto corriendo hacia su esposa."
Además de los hijos, las fotos familiares registran también a otros personajes que luego se quejan agriamente: "Pero querido, me sacaste de tan lejos que no se me ve la cara. ¿Para eso estuve arreglándome?" La respuesta suele ser un justificativo contundente: "Yo quería que entrara todo: la playa, el mar y vos." Estos son los que jamás sacan paisajes sin gente.
Los aficionados fotoclubistas, en cambio, arremeten contra otros motivos: animales, parques, lluvias. Sólo excepcionalmente aparecen personas en sus fotos.
A pesar de tan visibles manifestaciones, el proceso está en sus comienzos en la Argentina. Tal vez se afirme cuando logre ganar definitivamente la batalla hogareña, y sea cancelada la repetida escena del entusiasta foto-maníaco que llega a su casa, desenvuelve trémulo el paquete con el proyector de diapositivas, y su mujer le espeta: "Siempre gastando en chucherías." Hasta el momento en que se ve ella misma en la pantalla y, si la toma no le disgusta, empieza a pensar que, después de todo, no está mal; que ese repetido clic del disparador puede señalar el camino hacia una módica cuota de inmortalidad. Claro que sus amigos no pensarán lo mismo cuando deban soportar estoicamente dos horas de ininterrumpidas sesiones de slides en colores, para ver "las últimas del nene" y "el rollo de Mar del Plata".
revista Primera Plana
9 de marzo de 1965