ABRIL 18, 1919
Fundación de la Liga Patriótica


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-Líderes Carlés y Domecq García: para salvar a la Patria
-La semana trágica, 700 muertos
-Sucesores Kern y Capdevila: "Nunca propiciamos la violencia"

 

 

"Contra los indiferentes, los anormales, los envidiosos y haraganes; contra los inmorales, los agitadores sin oficio y los energúmenos sin ideas. Contra toda esa runfla sin Dios, Patria, ni Ley, la Liga Patriótica Argentina levanta su lábaro de Patria y Orden... No pertenecen a la Liga los cobardes y los tristes."
Es 1919 y Manuel Carlés se atreve a dividir al mundo de un solo tajo, que separa a sus acólitos y a los fermentados por la "peste exótica" que estalla a principios del siglo: las luchas obreras y el avance de las ideologías "nuevas". No es un cazador solitario: la Argentina ya está "infectada" y la agitación crece; como respuesta, surgen organizaciones civiles represoras —de xenofobia no disimulada— ante cuyos solos nombres tiemblan los ghettos judíos de la sección 7ª y se enardecen los peones del puerto. La Asociación del Trabajo y la Liga Patriótica Argentina son, entonces, los máximos baluartes de esta guerra santa.
La Liga se fundó, provisionalmente en los salones del Centro Naval, en Florida al 800, bajo la presidencia del Almirante Manuel Domecq García. Pero sólo en la noche del sábado 5 de abril de 1919, cuando todavía flota el olor a sangre y pólvora de la Semana Trágica, se constituye la comisión definitiva: Manuel Carlés, su Presidente. Había nacido en Rosario, en mayo de 1870, y se doctoró en Jurisprudencia en Buenos Aires, en cuyo Colegio Nacional enseñó Literatura y Filosofía; después, en 1898, fue convencional para la reforma de la Constitución y, en el mismo año, Diputado Nacional por Santa Fe.
Sólo tenía treinta años, pero ya posaba para la grandilocuencia de la época: la Galería de Hombres de Actualidad —un álbum apologético y oficialista embadurnado por Antonio A, Díaz en 1899— lo describe así: "De palabra elegante y florida, de argumentación fogosa y convincente, sosteniendo siempre el principio de la razón y la justicia, es uno de los parlamentarios más jóvenes y bien preparados que hacen honor a la Legislación Argentina. Amigos y adversarios, si es que los tiene, le escuchan con respeto y suelen huir su polémica indestructible y abrumadora".
Más allá de la catarata verbal, no es fácil poner en duda las dotes de Carlés; las demostró, al menos, veinte años más tarde, el 18 de abril de 1919, cuando se lanzó a organizar formalmente la Liga: a sólo quince días de su designación como Presidente —hace cincuenta años—, el líder ya contaba con una tropa de 9.800 miembros: 4.500 reclutados por los delegados vecinales —parroquias de San Juan Evangelista, Santa Lucía, Villa Devoto, San Carlos Sur y Villa Urquiza— y 5.300 adheridos directamente en la Secretaría General. Enseguida partieron emisarios a las provincias de Santa Fe, Mendoza, Entre Ríos y Córdoba. El 23 por la noche, Carlés abrió la sesión, complacido por "la forma entusiasta con que el vecindario respetable comienza a cumplir los propósitos de la asociación en la hora presente". Un pequeño ejército se pone en marcha.
Es evidente, sin embargo, que en aquel abogado provinciano, iniciado en el periodismo junto a Sarmiento, en El Censor, se había producido una mutación. No es inexplicable: la razón y la justicia fueron retórica del liberalismo mientras ninguna voz se alzó para exigirlas; sólo entonces desnudó su entraña. En 1920, Carlés desciende del reino de la elocuencia para instalarse en el nuevo campo de batalla, "haciendo la guardia de la sociedad con el arma al brazo". Conserva, a pesar de todo, una débil filiación radical —que iba a cortar más tarde, al promover el golpe de Uriburu—, y su soltería pertinaz.
La tragedia de don Hipólito
Desde 1916 hubo huelgas de obreros portuarios, municipales, agrarios, frigoríficos, ferroviarios. En 1918 estallaron 196 conflictos que comprometieron a 133 mil hombres; en 1919 las cifras se elevaron a 367 y 308 mil. Era el vértigo. Durante sus dos primeros años de Gobierno, Hipólito Yrigoyen se ingenió para arbitrar los diferendos laborales (el primero, a un mes de asumir el mando, entre armadores y obreros portuarios); fue, hasta entonces, fiel a la multitud que lo llevó en triunfo desde el Palacio Legislativo hasta la Casa Rosada, el 12 de octubre de 1916. Ese día, poco antes de que asuma el mando, le anuncian la muerte de Gabino Ezeiza, el cantor del viejo radicalismo. "¡Pobre Gabino! —se lamenta—. Él sirvió ...", y se queda en silencio. Parece un presagio. 
La vorágine comienza con los obreros metalúrgicos de los talleres Vasena; es nada más que la chispa: entre el 6 y el 13 de enero, policías, obreros, provocadores y rompehuelgas se tirotean en las calles de Buenos Aires. El saldo, según Mario Boratto, delegado de los talleres: 700 muertos, 4.000 heridos y millares de presos.
La oligarquía liberal del 80 decretó la inexistencia de las clases; sólo reconocía una sociedad de individuos iguales ante la ley, más allá de las disparidades efectivas. El radicalismo pretende armonizarlas en un movimiento nacional que las trascienda. Ambos fracasaron. Yrigoyen depone su papel de arbitro ecuánime, cuando la agitación arrecia; ya no es posible la equidistancia: el terror blanco tiene abierto el camino.
Aunque se forma definitivamente en abril de 1919, la Liga Patriótica Argentina ya había atravesado la lactancia: el Diputado socialista Nicolás Repetto la denuncia en el Congreso, el 10 de junio de 1916, como una organización paramilitar estrechamente conectada con el Ejército. "Durante la Semana Trágica —dice Marysa Navarro Gerassi en 'Los nacionalistas'— los miembros de la Liga Patriótica llevaron a cabo los primeros pogroms en la Argentina. Los autotitulados patriotas, buscando proteger a la Nación frente a una conspiración rusa, e identificando a judíos con rusos, invadieron el barrio judío, matando y maltratando a la población aterrorizada."
Carlés estampa su propia versión santificada de la crónica: "Cuando los huéspedes de la Nación amenazaron alterar la Constitución del Estado y difamar la fisonomía social de nuestro pueblo y perturbar el orden público, los argentinos formamos a la vez nuestra asociación para defender los intereses nacionales y la pureza de la moral argentina". Para justificar su fobia, asegura disponer de una estadística policial en la que consta que "de 59 mil sectarios identificados en la Capital, 5.317 son argentinos y 43.683 extranjeros". Y concluye: "El país soporta en estos momentos los efectos de la inmigración intermedia del 80 al 1900. Esa vino para conquistar y el conquistador funda en sí el pasado; no admite la tradición local".
La filosofía de Carlés omite dos hechos cruciales; en realidad, no era mucho lo que los emigrantes habían conquistado: "Aun en épocas de prosperidad —observa Aldo Ferrer—, cuando las exportaciones estaban a altos niveles, como en 1913, los desocupados representaban una proporción importante de la fuerza de trabajo, superior al 5 por ciento. En situaciones de emergencia, el desempleo podía elevarse a un 20 por ciento de la fuerza de trabajo". La otra omisión, quizá más importante: los patricios que ahora vociferaban contra el extranjero habían sido, desde 1880, los campeones de la inmigración, recurso que permitió a los terratenientes, a los grandes comerciantes y a la incipiente burguesía industrial mantener un margen de desocupados suficiente como para no alterar el nivel de los salarios.
José Ramón Romariz, miembro de la Policía Federal entre 1910 y 1941, fue destacado a la Boca durante los sucesos de enero. "La Liga Patriótica Argentina del doctor Carlés —narra— pareció responder en su origen a honrados y exclusivos propósitos de combatir a los extremistas... Y de tal creencia pareció participar el mismo Gobierno radical, que no sólo autorizó al personal policial a integrar como afiliados esa Liga, sino que también permitió que sus secciones (con radio y número igual a las policiales), se reunieran en las respectivas comisarías." Poco después, según Romariz, se prohibió la concurrencia de los miembros de la Liga a las oficinas de la Policía y el personal fue obligado a cancelar su afiliación.
Era tarde. Y aunque Félix Luna intenta una disculpa ("El Gobierno de Yrigoyen jamás tomó espontáneamente medidas contra los movimientos obreros"), don Hipólito se lleva una porción del pecado: él mismo autoriza al general Dellepiane, Jefe de Policía, a proveer de revólveres Colt, "con su correspondiente dotación de proyectiles", a los particulares dispuestos a colaborar con la fuerza pública. El trámite es sumario, se hace sin control de ningún tipo; los postulantes llegan —según Romariz— "de los comités oficialistas" y de "las grandes mansiones del barrio Norte".
El 10 de enero se desata la orgía. "La ciudad vivió un clima de zozobra —relata Luna—: las bandas organizadas de la Liga Patriótica incursionan en los barrios ricos en población judía, efectuando pogroms y desmanes sin cuento, mientras los crumiros y esquiroles de la Asociación del Trabajo del doctor Joaquín de Anchorena tomaban represalias contra los locales sindicales y sus dirigentes."
Cuando la hemorragia se detiene, el 13 de enero, cientos de deudos ambulaban por Buenos Aires buscando a sus muertos. Ninguno consigue verlos: los cadáveres han sido incinerados. Romariz intenta una síntesis de la tragedia: "Todas las ligas, asociaciones y organizaciones surgidas para colaborar con las autoridades y la fuerza pública, o enfrentarse con sectores de población de actividades o ideología determinadas, resultaron un fracaso y un semillero de arbitrariedades, infamias y abusos". La Policía, por supuesto, tampoco había sido ajena a la injusticia.
El temple de la espada
Hasta la Presidencia de Alvear —un interregno entre las dos de Yrigoyen—, el nacionalismo iza las banderas liberales. En julio de 1923, la Liga propicia en el teatro Coliseo, junto al Círculo Tradición Argentina, las cuatro conferencias donde Leopoldo Lugones arroja las nueve bases: "Italia
acaba de enseñarnos, bajo la heroica reacción fascista encabezada por el admirable Mussolini, cuál debe ser el camino a seguir..."
Un año después, en diciembre de 1924, el mismo Lugones desde Lima, en conmemoración del centenario de la batalla de Ayacucho, proclama: "Yo quiero arriesgar algo que cuesta mucho decir en estos tiempos de paradoja libertaria y de fracasada, bien que audaz, ideología: ha sonado otra vez, para bien del mundo, la hora de la espada".
El discurso arranca una tempestad de censuras; no le hacen mella: el fascismo europeo ya cosecha sus primeras glorias. Además —quizá lo intuya— está brindando al golpe de Uriburu su primera consigna.
Ahora, cuando celebra el medio siglo de vida, la Liga Patriótica Argentina es, según su presidente Jorge Kern (60), "una institución desvinculada de toda bandería política". Mantiene, sin embargo, una inalterada devoción por el fundador, Manuel Carlés, "un inolvidable patriota".
Un solo miembro quedó —de los 560 que nuclea la institución—, de los precursores. "Me asocié por amistad personal y porque compartía las ideas de los fundadores", declara Ignacio Capdevila (73; 50 de vida activa en la Liga). Niega púdicamente que la Liga haya protagonizado actos de violencia: "La actividad se restringía a conferenciar y aconsejar desde los atrios de las iglesias. La meta era inspirar a la reacción social, no bélica, contra los elementos disolventes".
Frente a los testimonios de la Semana Trágica sólo atina a responder: "No sé. Yo estaba en el campo, era época de vacaciones. La verdad es que recuerdo muy poco".
Quizá ya no importe. Frustrados una y otra vez por una sociedad más compleja de lo que sospecharon, avasallados por un país que, en definitiva, también construyeron los inmigrantes, es probable que los viejos grupos nacionalistas sólo sean —como dice Marysa Navarro Gerassi— "el lastre de una generación que vivió demasiado tiempo".
Primera Plana
29 de abril de 1969