El secreto de Boca

 

 

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pie de fotos
-Rattin y Rogel festejando: El espíritu y el trabajo
-Di Stefano
-Armando ahora vive tranquilo
-Roma: él también

 

 

Boyé, Corcuera, Sarlanga, Varela y Sánchez. Esa de los años 40 fue la última delantera que tuvo Boca Juniors. Luego, como sucedió con el resto de los equipos, se transformó de arrollador en temeroso; dio paso a las estructuras defensivas, abrió las puertas a los directores técnicos. Ocasionalmente surgió entre sus filas un goleador: José Borello y Paulo Valentim fueron los últimos, después también murieron los centroforwards.
Sin darse cuenta de que es único, Boca Juniors, iniciador en esta década de una vorágine denominada fútbol espectáculo, se dejó atrapar por la red que tienden los mediocres. Cayó en el fútbol defensivo, se olvidó de lo que vale para la hinchada más numerosa de la Argentina el grito de gol. A fin del año pasado, Alberto Armando, un líder más que un presidente de club, acusaba al técnico José D'Amico de haber exagerado el juego especulativo; asumió Alfredo Di Stéfano y se agudizó la importancia de la retaguardia.
Boca, pese a marcar rumbos, no se puede desprender de un medio que hace del fútbol una cosa opaca, tímida. Pero, a pesar de su propia incertidumbre, tiene una carta de triunfo: monta la mejor defensa de toda la historia del fútbol, mejora los sistemas imperantes; ése es su secreto. Lo que no se entiende es por qué sus protagonistas quieren negar la evidencia; y lo niega Di Stéfano, que es quien dirige ese andamiaje, porque su pasado de delantero brillante le repiquetea en la conciencia: el fútbol es ataque, es gol.
Las defensas clásicas de la época en que se jugaba al fútbol para ganar tenían dos zagueros y tres medios; en la década del 50 se pasó a tres zagueros y dos medios o volantes; luego a cuatro zagueros y dos volantes; en la década actual se atrincheran cuatro zagueros y tres volantes. ¿Qué hizo Boca? Redistribuyó a esos hombres; aun cuando su línea de fondo está integrada por Suñé, Meléndez, Rogel y Marzolini (Ovide), echó de la cueva a Rogel; Di Stéfano descubrió que el cuevero era el hombre más cómodo de todo el equipo, la prueba está en que prontamente se transforma en figura brillante; lo atestiguan Rafael Albrecht, Alfio Basile, Raúl Madero. Entonces, Boca adelanta a su segundo back central y Rogel sale a trabajar, a romper el juego.
Así se monta un filtro defensivo que nace en la tenacidad de Cabrera, un perseguidor de hombres en toda la media cancha, pasa por Rogel y muere, ya sin fuerzas, en el peruano Meléndez, una especie de batidor que da la última puntada; resultado: a Roma no llega nadie. A Boca le costó tres
años (1966, 67 y 68) pulir este descubrimiento.
Ese tercer puesto que consiguió al concluir el campeonato de fútbol de 1966, no podía considerarse un retumbante fracaso: Racing —el campeón— y River, su escolta, habían alcanzado altísimos topes de eficacia. Pero esta serena deducción fue lo que una canción de cuna tratando de adormecer a un hipopótamo, puesta en la tarea de convencer a la hinchada boquense. Y no se podían establecer distinciones, ya que en ella estaban incluidos desde el presidente del club hasta el canillita de la avenida Patricios, quien ordenó a un letrista pintar en su kiosco: ¡Sí, somos fanáticos!
En 1964 y 1965, Boca sumó las últimas dos estrellas a su bandera; fueron el noveno y el décimo campeonatos desde que el profesionalismo se oficializó en la Argentina. A partir de allí, los xeneizes comenzaron a notar la desaparición de tres jugadores veteranos; ya no estaban los pases matemáticos, la lucidez cerebral, el arte futbolístico de Norberto Menéndez; se habían diluido los goles de Paulo Valentim; el temperamento contagioso de Ernesto Grillo fue a pacificarse en su mansión de Villa Dominico. En esas tres columnas se basaba, hasta entonces, airosamente sustentada, la capacidad ofensiva de Boca.
Antes de iniciarse el torneo de 1966, los boquenses acudieron a uno de sus habituales proveedores: Atlanta. Escarbaron en los estantes y, por último, se decidieron por Hugo Zarich, José Luna, Norberto Madurga y Abel Pérez; sus pases costaron treinta millones de pesos. Para encontrar un reemplazante al maduro arquero Antonio Roma, se obtuvo la transferencia de Carlos Minoián, por quien se pagaron a Gimnasia y Esgrima ocho millones y la cesión del puntero Juan Marinelli.
El escaso acierto que caracteriza a las compras de Boca tuvo una nueva certificación. Minoián inició el certamen, pero en la quinta jornada fue desplazado por Roma; Zarich debutó eh la quinta fecha, aunque nunca logró ganar la condición de titular; Madurga apareció en el equipo de primera luego de catorce partidos, Pérez en la 24ª fecha, y Luna en la 33ª. Todos fueron piezas de un quita y pon constante que, al finalizar el campeonato, descubrió este record: Boca había utilizado cuatro arqueros, 15 defensores y 16 delanteros.
Por entonces, el fútbol argentino ya sabía que unos personajes, los directores técnicos, podían manejarse para descargar en ellos todas las dificultades. Néstor Rossi dirigió a los boquenses hasta la sexta jornada; en la séptima, Adolfo Pedernera aceptó convertirse en paragolpes visible.
Fue una partida sin éxito. Desde 1966, Boca Juniors lucha por algo, alentado y angustiado por su presidente, Alberto Armando. Mucho más que los trece puntos que separaron al campeón Racing de los auriazules, o de los ocho que distanciaron a su tradicional adversario, River, les lastimó no poder participar en la copa Libertadores de América.
Tal vez por esa obsesión, un temblor de insatisfacción hizo revolver, a los cuadros dirigentes boquenses, cuando Adolfo Pedernera advirtió, al acercarse la iniciación del Campeonato Metropolitano de 1987: "No necesito comprar a ningún jugador; es decir, los que yo querría —Pelé, Beckenbauer o algún otro de su categoría— son imposibles; entonces, nos quedamos con lo que hay en el club".
Armando lo apoyó públicamente. También se preocupó de cuchichear a sus íntimos que eso era una barbaridad, seguro de que sus palabras volarían por el ambiente en forma de rumor; pero los medios periodísticos lo encontraron recostado sobre la decisión del técnico. Aquel Metropolitano fue un período de cordura futbolística poco común, en medio del conocido exitismo que rige los destinos futbolísticos boquenses. La estabilidad fue un signo solamente desplazado, en el asombro, por la promoción de jóvenes jugadores que actuaban en las divisiones inferiores. Satler, Nicolau, Alas, Suñé, Novello, Romero, Abel Pérez y Madurga encontraron su oportunidad, con una auspiciosa ventaja por sobre sus antecesores: se les incluyó en el equipo sin el apremio de la impiadosa sentencia: ganar o desaparecer. La campaña fue regular: Boca terminó cuarto, en su sección, superado por Racing, Estudiantes y Vélez Sársfield.

Otro fracaso
Cuando, en la 9ª fecha del Nacional, San Lorenzo lo destrozó con 4 tantos de Héctor Bambino Veira, la vergüenza boquense fué inconmensurable. Un triunfo frente a Vélez —3 a 1— marcó la aparición de Alcides Silveira como técnico, condición que sumó a la de futbolista. Armando desplegó un forzado optimismo; olvidó su respeto por Pedernera, el esquive que Bernardo Gandulla realizó, para desembarazarse de la conducción del primer equipo, y enfrentó a Silveira: "Dos machos como vos y yo vamos a sacar campeón a Boca". El atildado uruguayo lo creyó, compuso todavía más su atildamiento, obtuvo un descomunal contrato hasta fines de 1968, como técnico y jugador, adquirió un Mercedes Benz 220 y aseguró: "Yo conozco todos los defectos de los jugadores de Boca y se los voy a sacar. Lo mío va a ser una revolución en el fútbol".
Quedó poco tiempo para ver. Bajo su mando, Boca concluyó el torneo con triunfos sobre Vélez y River; empates con Racing y Estudiantes y derrotas ante Independiente y Rosario Central. Un octavo puesto en el campeonato conformaba otra desilusión; tampoco se podía hablar ya de impenetrabilidad defensiva: en quince partidos, Boca había almacenado 20 goles.
La fidelidad de Armando, tropezando, se sostuvo. El receso abrió una nueva carta de crédito a Silveira, aunque hubo que soportarle al presidente un coqueteo de verano: el 16 de diciembre de 1967, los diarios de Buenos Aires publicaron la noticia de que Oswaldo Brandao había recibido una oferta para dirigir a Boca. Crónica se atrevió a detallarla: tres millones de pesos como prima anual; un sueldo de 250.000; 100.000 de premio por cada partido ganado como visitante; 50.000, como local; 25.000 por cada empate; 1.500.000 por ganar el Metropolitano; 2.000.000 por el Nacional; 3.000.000 pon la copa Libertadores y 3.000.000 por la Europea-Sudamericana. Tiempo después, el afable brasileño confesó a Primera Plana, en San Pablo, que la propuesta existía. La rechazó.
Tres arqueros, trece defensores y trece delanteros le alcanzaron a Boca para fracasar en 1967. La política economista de Pedernera, obviamente, fue sepultada al liberarse el libro de pases. Silveira y Armando se tomaron del brazo y salieron de compras. Al regresar, traían varios paquetes y se los veía felices. La recorrida incrementó el pasivo del club en 81 millones, desgranados así: Antonio Cabrera y Jorge Fernández, de Atlanta, 20 millones; Mario Pardo y Antonio Rogel, de Gimnasia y Esgrima, 23 millones; Raúl Cardozo, de Colón, 10 millones; Milton Viera, de Nacional (Uruguay), 17,5 millones; Edoardo Texeira Lima, de Corinthians (Brasil), 3,5 millones por el préstamo durante un año, y Julio Meléndez, de Defensor Arica (Perú), 7 millones, por un año.
Luego de lograr que se le pagara como jugador y técnico, Silveira se eliminó en su primera condición, preocupándose solamente por la restante: nadie podía quitarle el derecho de considerarse inferior a otro futbolista; además, le resultaba más cómodo. Los scores adversos y una tensión creciente lo forzaron a reconsiderar su actitud; en la cuarta fecha del Metropolitano de 1968, se incluyó en el equipó, pero el milagro no se produjo.
Al finalizar la décima fecha, Boca sumaba sólo diez puntos. Nadie supo si la virilidad de Silveira sufrió un bajón en el concepto del presidente, o si su valoración inicial fue desmesurada; el 29 de marzo se anunció la contratación de José D'Amico, como nuevo director técnico. Silveira, discretamente, no pavoneó más. Luego se conocerían los costos de su silencio: hasta finalizar el año, obligó al club a oblarle las estipulaciones del doble contrato firmado.
D'Amico no fue nunca un revolucionario y, esa vez, tampoco lo quiso ser. Recordó que su mayor satisfacción la había conseguido, en Boca, cuando conformó un team cerradamente defensivo, que se clasificó campeón en 1962; no innovó y el equipo sé atrincheró en una actitud medrosa, con este balance: en 22 fechas, 15 goles a favor, 17 en contra y ocho matches en los que el resultado final no tuvo goles.
El quinto puesto final, en la sección A del Metropolitano, pareció reiterar su mediocridad; los mismos tumbos siguieron marcando el paso en el Nacional.
D'Amico soportó los malos humores, los gestos agrios, las críticas y los pronósticos. Es un veterano bonachón que acepta su destino, si es bien remunerado. No obstante, a principios de 1969, cuando el plantel boquense habitaba un hotel de Mar del Plata, aguardando la iniciación de un torneo internacional, don José recordó que la ética es elástica, flexible, pero tiene sus límites; también tuvo presente que es el director de la Escuela de Técnicos que auspicia la AFA, y se negó a asimilar una sugerencia, con varios filos, que le lanzó Armando: se le proponía hacerse a un lado, tomar las funciones de preparador físico y dejar su lugar a Alfredo Di Stéfano, un personaje de lujo, a quien el amo boquense había mantenido al acecho.
Luego de quince años en Europa, Di Stéfano regresó a la Argentina, tentado por una extraña proposición de Armando: "Quiero que vea a Boca; que observe a los otros cuadros y después me diga qué le falta a nuestro equipo y qué jugadores debemos comprar". No era una tarea demasiado dura para cobrar una cifra que "no alcanza el millón de pesos por mes", según evadió el presidente. Parece ser que Di Stéfano es hombre de gustos relampagueantes; Boca triunfaba en el certamen de Mar del Plata, pero el club ya tenía su informe concreto. Así cayeron Orlando Medina ("Lo vi jugar tres veces"), de Peñarol, por 15 millones; Raúl Savoy ("Yo no creo que sea miedoso; todo lo contrario"), de Independiente, por 16 millones; Aldo Villagra ("Ese, cuando los contrarios tienen la pelota, corre a todo el mundo"), de Los Andes, por 15 millones; Jorge Coch, de Argentinos Juniors, por 9 millones y la cesión de los pases de Pía, Etcheto y Larrosa; José Palacio, de Alvarado (Mar del Plata), por 1,5 millones, a préstamo durante un año. Además, se tomó la opción del pase de Meléndez, agregando 35.000 dólares en la cuenta de Defensor Arica.
Así se formaliza este Boca Juniors que, hasta la semana pasada, mostraba características definidas, una envidiable serie positiva,y un proceso medianamente oculto por el dulce sabor que empalagaba a sus adictos: iba invicto y ocupaba la punta —compartiéndola con Vélez— de la sección A. En nueve partidos jugados había convertido 15 goles (promedio: 1,66) y su arquero, Roma, había sido vencido únicamente por Recio, de River.
En cuanto a las características que identifican a los movimientos del equipo boquense, el gráfico (Pág. 82) que da cuenta de las zonas de influencias que abarca cada jugador, es concluyente: Boca se define a sí mismo como una fuerza francamente defensiva, punto de apoyo para la casi invulnerable aureola que envuelve a su guardavalla. El lunes 14, Di Stéfano se resistía a aceptarlo y, en su afán por destruir esa idea, no hizo sino aportar más argumentos para fortalecerla: "Yo no creo que Boca sea un equipo con mentalidad defensiva. Bueno, hay ocho hombres atrás, pero ¿ninguno de esos ocho va al ataque nunca? Claro, Savoy no metió ni un gol, porque se erró como seis; sí, Cabrera no pone un pase de veinte metros, en profundidad, pero estamos tratando de que lo haga, porque él puede; Rattin tampoco, pero corre más que muchos otros y es un tipo que se nota en la cancha".
Las angustias futbolísticas que ocasiona a su equipo Rattin encontraron últimamente una nueva muleta; la que le proporciona el jugador de tránsito más inteligente por la cancha: Rogel y la cobertura que realiza, acercándose a sus compañeros de medio campo, para compensar la lentitud de Cabrera, el divismo de Rattin y la indiferencia en la marca que siempre manifestó Savoy.
Atrás quedan la técnica y velocidad de Meléndez; la impecable marca de Marzolini o su sustituto: la vitalidad y entusiasmo de Ovide; la prestancia y la firmeza de Suñé. Finalmente, Roma, con su desahogado quehacer.
El enorme andamiaje defensivo auriazul quedó en evidencia ante Colón. Otra afirmación del técnico termina con las suposiciones: "Los contrarios tienen terror por nuestro contraataque". Sólo contraatacan quienes se apretujan en su campo.
Es posible que los resultados todo lo rijan, en el fútbol, y se haya desplazado al sentimiento de saberse grande, que alguna vez transmitió a sus jugadores esa camiseta azul y oro. También puede ocurrir que la alegría de ver a Boca en la cumbre disimule la frialdad de estas precisiones: seis de los goles conquistados, hasta la semana pasada, lo fueron por hombres de la defensa; en dos de estos casos, se necesitó de un penal y un tiro libre.
Armando se estimula: "Antes, cuando iba a La Candela —los sábados salía con una gran preocupación; ahora, en cambio, salgo como un triunfador". Rattin lo mima y se cubre: 'Mire, Armando, yo he visto muchos directores técnicos, pero como Di Stéfano, ninguno: sabe una barbaridad". Di Stéfano divulgó un lema que nadie intenta discutirle: "Mientras el equipo gane, no hay que hacer cambios". Pianetti, Ángel Rojas y Villagra saben que un solo gol les basta para cumplir y dejar felices a millones de fanáticos. Por ahora, con la ayuda de sus impenetrables compañeros de atrás, lo van logrando. En el país de los que no atacan, el que mejor defiende parece destinado a coronarse rey.

DI STÉFANO Y LA HELADERA
La mañana no le decía absolutamente nada. Un bostezo ritual incorporó un ligero estremecimiento a su rostro sin emociones. Pocos minutos después desplegaría una cabalística liturgia de la superstición: levantarse con el pie derecho. Ya en la calle, trataría de no pasar por debajo de una escalera —"Por Dios, no lo haría jamás en mi vida"— y se lanzaría detrás de su apasionante hobby, el único, para inundarse de su cotidiana cuota de un inofensivo e insustituible narcótico: el fútbol.
Alfredo Di Stéfano, 42, iba camino de La Candela, un remanso al borde de la ciudad nacido con un extraño destino: el de convertirse en una usina de ídolos. Allí, tratando de imponerse con palabras dosificadas, casi sólo con una mirada, desempeña el oficio más resbaladizo del mundo, como gestado de la extraña unión de un chorro de aceite con una barra de jabón: el de director técnico de fútbol y, por añadidura, de Boca Juniors.
"Diga, diga; sólo tengo media hora de tiempo." Sus ojos pardos claros auscultaban con la inalterable fijeza de un par de ojos de pez. Su voz era una rara combinación de porteño y madrileño, orillera y castiza, como brotando de un puesto del Abasto o de la Puerta del Sol. "She, she; dígame; no, pare, m'hijo." Ahora, con un pasado ya legendario como futbolista, comienza a soportar sobre sus macizas espaldas una carga que tendría que estibar con la precisión de un astronauta para evitar ser aplastado como una cáscara de maní.
Lacónico, tajante, telegráfico, transmite: "A mí de Elche no me echó nadie. Era un equipo chiquito, sin pretensiones; el lugar era lindo; tropical. Lo dirigí hasta febrero de 1968; anduvo mal en el último partido; nos ganó Zaragoza 1 a 0. Perdimos tres puntos en casa y terminamos en la mitad de la tabla. Era gente joven y buena, pero dentro del club la política era terrible. En todas partes del mundo el fútbol es igual".
Elche, un pueblo de 85.000 habitantes a 25 kilómetros de Alicante, padecía también de exitismo. Entre sus virtudes no figura la de la tolerancia, por lo menos en una cancha de fútbol. Di Stéfano no lo menciona; prefiere, desde luego, olvidarlo y hasta quizá se animaría a desmentirlo; sería como rectificarse a sí mismo, porque en 1968, sepultado por la hecatombe de una multitud enferma de delirios y de caídas, confesó: "Este ha sido mi mayor fracaso. En mi larga vida dedicada al fútbol, jamás me habían escupido a la cara ni me habían arrojado almohadillas culpándome de una derrota".
La media hora prometida se estira; ya no desconfía ni mira con sus ojos inexpresivamente inmóviles. Mueve sin pasión sus manos gruesas; su dedo anular izquierdo no está aprisionado por ninguna alianza y en su inmutable rostro de piedra su mentón está esmaltado por un toque burlón: un hoyuelo perfecto, como si un dedo hubiese hincado prolijamente un puñado de arcilla. Se enorgullece de tener un inflexible sentido práctico y de no engañar —"Cuando tengo que decir un no jamás digo un sí"—, oculta sus ganancias —"Para salir del paso, lo único que le puedo decir es que vivo bien"—, sufre hasta la tortura cuando sale a la cancha como DT, fuma doce cigarrillos en un partido. Afirma que Armando no interfiere su función —"Es demasiado inteligente como para meterse"— y sabe concreta y definitivamente lo que repta y se eriza bajo la piel de una multitud: "Las opiniones sobre el DT siempre están divididas por dos: una mitad se acuerda muy mal de su padre y la otra mitad muy mal de su madre".
"¿Que en España no me querían? Bueno, es la primera noticia que tengo. A lo mejor será que mi cara no le satisface a la gente. Yo nunca me mareé y tampoco, en mi condición de jugador, dirigí a un equipo. ¿O es que, acaso, Pelé maneja al suyo? Cuando un tipo se la pilla, yo lo agarro y le digo: vení, salí de la heladera que vamos a tomar un poco de sol juntos. ¿Que Rojitas dijo que a él no lo sacaba nadie porque la tribuna lo quería a él? No puede ser; es un empleado del club y está a las órdenes del DT y yo hago y deshago lo que quiero. Además, que Rojitas venga a decírmelo a mí. ¿Que la hinchada de Boca dice que yo no me animo a sacarlo a Rattin? Yo no quiero coreografía en la cancha; si anda mal yo soy el primero en sacarlo. Rattin le da prestancia y fuerza al conjunto. A mí Boca me paga para que gane y no para que pierda. Un DT tiene que tener la cabeza fresquita; mire, yo era hincha de River, pero ahora soy de Boca y el día más feliz de mi vida será el día que le ganemos a River. Hay que vivir la realidad; no se puede vivir de recuerdos y, al fin de cuentas, yo soy un profesional."
Esquemáticamente, despojado ya de su reticencia inicial —"A mí no me gusta hablar de fútbol con gente que no sabe, porque avivar a un giles matar a dos vivos"—. Di Stéfano historia: "¿Cómo llegué a Boca? Recibí un telegrama de Armando; yo estaba en Barcelona y me lo leyó mi mujer telefónicamente desde Madrid. Yo creía que iban a contratarme como entrenador; firmé por un año y medio y mi contrato vence en diciembre. Se produjo la renuncia de D'Amico y entonces me hice cargo del equipo en Mar del Plata, el 10 de enero".
Todas las barreras han quedado derribadas; van ya dos horas de charla y de pronto estalla un descubrimiento insólito: Di Stéfano también sabe sonreír. Su rostro ya no es un molde pétreo. Desde su continua frente estriada siguen descendiendo pensamientos e ideas, siempre fraccionados, pero con el imprevisto desbordamiento de una cascada: "¿Qué opino de Boca? Es un equipo de fuerza; tiene algo de técnica y algo de juego. Prefiero que tenga juego a base de conjunto; a los jugadores ya grandes es difícil inculcarles técnica cuando no la tienen. Hay fe, moral y ganas de trabajar. Yo no me ajusto a esquemas de juego; el fútbol tiene que ser alegre y no pendenciero; no hay que pelear en la cancha por una simple razón de buena educación. A nuestro contraataque le tienen un miedo tremendo, espectacular. El miedo hay que saber disimularlo. Yo no creo en héroes; mire, cuando en un equipo hay héroes se comienza a perder. Aquí viene bien eso de la heladera; da grandes resultados".
Di Stéfano sabe, aun cuando no lo confiese, que está sentado en el cono de un volcán. Elche se le grabó punzantemente. Ya no lo olvidará. También sabe que la medida más corta entre un éxito y un fracaso es la renuncia o el despido. "Sí —remata—, el DT tiene que tener siempre una valija con ruedas detrás de la puerta." 

PRIMERA PLANA
22 de abril de 1969