Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Octubre 13, 1933 
Llega García Lorca

"Subimos al barco que lo trae y lo hallamos verdaderamente turbado por el maremágnum de la llegada. Casi ni habla. Apenas atina a saludar. En su aspecto, juvenil y fuerte, tiene salud de labriego y potencia de hombre de mar. Casi no pronuncia palabra, hasta que baja la planchada. Pero aquí se produce el encuentro imprevisto. Un matrimonio algo entrado en años, ella con los ojos llorosos, él gesticulando de emoción, le alarga los brazos. Son el tío Francisco y la tía María, los tíos de América, que lo han criado allá en su pueblo, en la región granadina. Abrazos, efusiones, lágrimas. Lágrimas de los tíos, porque el poeta aún no sabe bien dónde está."
Así describía el matutino La Nación del 14 de octubre de 1933 la llegada a Buenos Aires de Federico García Lorca. Aquella misma tarde, La Razón recogía sus primeras declaraciones: "Lo único que me interesa es divertirme, salir, pasear, vivir. Mi última preocupación es la literatura. Nunca me propongo' hacerla, pero en determinados momentos siento irresistibles deseos de escribir y entonces, cuando produzco, lo hago con placer, sin tregua, sin descanso, para luego retornar a mi existencia anterior". Ninguno de los retratos póstumos sobre Federico tiene el esplendor dionisiaco de esa confesión hecha con desgano y teñida por un aura retórica.
García Lorca entró en Buenos Aires como un simún, el 13 de octubre, y convirtió a la ciudad en una fiesta inolvidable. Lo había invitado Lola Membrives para el estreno de Bodas de sangre, Federico iba a quedarse tres meses: se fue, por fin, en marzo. No lo dejaban partir: media ciudad disputaba sus sobremesas fulgurantes en El Tropezón, sorbía con sed inagotable sus conferencias y sus improvisaciones en los cafés; él se daba tiempo para todo. Dirigió una obra de teatro y anudó algunas amistades que todavía perduran, treinta años después.
Cuando su barco, el Conte Grande, atracó en el primer puerto de Sudamérica —Río de Janeiro—, García Lorca halló un telegrama de bienvenida. Aunque el texto había sido imaginado en nombre de los intelectuales argentinos, asomaba una sola firma: la de Sara Tornú, 'la Rubia' Rojas Paz. "Es que no nos alcanzó la plata para poner todos los nombres", recuerda ella, entre velos melancólicos.: Pero aquel telegrama fue un disparador eficaz: en su primera noche de Buenos Aires, luego de dejar sus valijas en el hotel Castelar, de la Avenida de Mayo, Federico "vino a casa: estábamos todos esperándolo". Todos eran: siete: la Rubia y Pablo Rojas Paz, su marido; Conrado Nalé Roxlo, González Carbalho, Oliverio Girondo, Norah Lange y el chileno Pablo Neruda.
"Nos encandiló desde el principio. En realidad, era como si lo hubiésemos conocido de toda la vida." Las reuniones en el departamento de la calle Charcas al 900 se hicieron cotidianas: "Después de medianoche comíamos un puchero, y a eso de las dos recién empezábamos a divertirnos". Entonces, Federico se disfrazaba, inventaba monólogos, contaba cuentos larguísimos. A veces, prefería recitar poemas, especialmente los de Neruda. Después de leerlos, si nosotros le pedíamos alguno de él, se negaba; decía que Neruda era un poeta demasiado perfecto y no se atrevía a competir".
El 13 de noviembre, en pleno apogeo de su visita, García Lorca desgranó un mensaje para España emitido por Radio Prieto y Transradio Internacional para los países de habla hispana. Esa tarde, se ofreció —en el Avenida— una función especial de Bodas de sangre para la gente de teatro. Con los ojos brillantes y un poco nervioso, saludó: '"Desde la orilla inmensa de esta hermosa y hospitalaria República Argentina, tengo la alegría de dirigir un emocionante saludo a todos los radioescuchas españoles, a las gentes de mi pueblecito natal, Fuente Vaqueros, a todos mis amigos, a mis compañeros del teatro universitario La Barraca y un abrazo efusivo a mi familia. ¡Viva España! ¡Viva la República Argentina!". Cuando se retiraron del teatro, García Lorca estaba melancólico. "En esos casos —cuenta la Rubia— quería volver a España, extrañaba a su madre, tenía miedo de que se enfermase y él no la volviera a ver. Yo lo acompañaba a la oficina de correos, donde Federico, trémulo, despachaba un telegrama. Si le contestaban que todo iba bien, se tranquilizaba por unos días. El rito se repetía cada semana." Sin embargo, la vuelta a España lo aterrorizaba: "No le gustaba el barco, tenía miedo de ahogarse, de una catástrofe que lo hundiera". En cambio, los viajes por tierra firme lo seducían. "El momento más feliz de mi vida —solía recordar— fue cuando recorrí mi país con La Barraca, haciendo teatro." Cuando se despidió de María Rosa Oliver, le dijo: "No temas, volveré el año próximo y saldremos con una carreta para dar funciones teatrales en vuestras provincias".
"Lo vi varias veces —cuenta María Rosa—. En esa época yo vivía en Merlo; él me llamaba por teléfono y nos encontrábamos. Conversábamos mucho, siempre era fascinante." Se citaban en un restaurante que regenteaba el director cinematográfico Luis Saslavsky, frente a la plaza San Martín. "Una vez llegó con una corbata roja muy llamativa. Me explicó que era el luto por Alcalá Zamora y por la República." García Lorca reemplazaba su desinterés por la política con el fervor revolucionario, "porque un poeta siempre es revolucionario". Sara Rojas Paz se ríe cuando recuerda que "vino indignado de una comida porque una señora —explicaba Federico con grandes ademanes— le había preguntado: ¿y cómo está el pobrecito Rey?" 
En una época en que los argentinos no abandonaban —por ninguna causa— el saco y la corbata, García Lorca los sorprendía con sus atuendos. Salvo las noches que debía concurrir al Avenida —la Membrives exigía smoking— se paseaba con tricota de cuello alto. "Fue la primera vez que vi a un hombre con ese modelo", comenta la Rubia, y, sobre todo, con mameluco. Decía que era la prenda más cómoda y no se lo quitaba casi nunca."
Su momento de gloria era cuando dirigía a los actores. En los ensayos de 'La dama boba', de Lope de Vega, que presentó en el Avenida, "se metamorfoseaba, era capaz de representar todos los papeles a la vez y jugar con el piano". A sus amigos los deleitaba "describiendo la psicología de la gente con el piano. Era un verdadero maestro". Los happenings culminaban en sus diálogos con Neruda y Girondo. Como el que ofrecieron en honor de Rubén Darío, durante un célebre almuerzo en el Pen Club.
De esos festivales del lenguaje, el que más regocijaba a María Rosa Oliver era el del cura y el confesor. "No había palabras, sólo susurros dichos en diferentes tonos. Los temas se adivinaban claramente." La semana anterior a la partida "hubo hasta tres despedidas diarias. Después fuimos todos al barco", se exalta la Rubia. "Es inútil contar lo que lloramos." No tanto cómo dos años después, cuando llegó, confusa, inverosímil, la noticia de su bárbaro fusilamiento.
15 de octubre de 1968
PRIMERA PLANA

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