El golpe contra Castillo

Hace ahora 25 años, la Argentina vivió uno de los hechos capitales de su historia contemporánea: más que un golpe de Estado —sólo el segundo del siglo, y ya van cinco—, fue el comienzo de un turbulento proceso político, económico y social todavía irresoluto. Primera Plana entrevistó a una docena de actores de aquella asonada, para obtener el relato minucioso que sigue faltando en medio de una bibliografía ensayística cada vez mayor. En contados casos resultó posible obtener el acuerdo de los testigos para identificarlos en la narración; no obstante, el texto que se publica a continuación vale como un documento irreprochable.
—¿Cómo te va, Arturo?
—¿Qué haces, Palito?
—Vengo a pedirte, en nombre del Presidente, que desistas del golpe.
—¡Déjate de embromar, Palito! Vení, vamos a tomar un whisky...
A las dos de la madrugada, el viernes 4 de junio de 1943, la neblina se desplomaba sobre los jardines de la Escuela de Caballería, en Campo de Mayo. El cielo estaba encapotado, y un frío de 7 grados arrinconaba a la espesa guardia de soldados, insomnes, tensos y seguramente con miedo bajo el peso de los fusiles y los pertrechos de campaña.
El Cadillac negro del ya relevado Ministro de Guerra del Presidente Castillo, el general de división Pedro Pablo Ramírez, era otra sombra; un teniente primero, Manuel José Reimundes, había conducido a Palito hasta el general de brigada Arturo Rawson, quien ese viernes cumplía 59 años de edad (murió a los 68).
La sublevación, ya decidida, no podía detenerse; el diálogo entre ambos oficiales no pasaba de ser una formalidad. Detrás de las palabras, todo quedaba sobreentendido: por segunda vez en trece años, el poder civil sería, desbarrancado por las armas.
La jefatura revolucionaria de Rawson había quedado sellada unas doce horas antes, durante un almuerzo en el restaurante El Tropezón, de Callao al 200, en la Capital; los comensales: Rawson, su sobrino Manuel Rawson Paz, y el coronel Enrique P. González, secretario ayudante de Ramírez en el Ministerio, e íntimo amigo de otro coronel, Juan Domingo Perón; ellos dos eran las cabezas pensantes del Grupo de Oficiales Unidos (GOU), una logia castrense con una veintena de juramentados que iba a dirigir el país hasta las elecciones de 1946. Gonzalito, miembro del Estado Mayor del Ejército argentino y del alemán, partidario del nazismo, se limitó aquel mediodía a instruir a Rawson —comandante del cuerpo de Caballería— para que movilizara las tropas, el 4; lo puso al frente del movimiento que, sin duda, se gestaba en silencio desde 1942, cuando nació el GOU, y le extendió la proclama: el texto había sido redactado por los generales Edelmiro Farrell (quien se excusó de participar en el motín porque tramitaba su divorcio); Elbio Anaya, jefe de Campo de Mayo; Perón, y el capitán Filippi, yerno de Ramírez.
Los rumores cundieron una semana antes. Sucede que el Ministro de Guerra no pudo ocultar a Ramón Castillo sus entrevistas con políticos y militares, quienes, sotto voce, le ofrecían una candidatura presidencial o la responsabilidad de conducir el alzamiento. Castillo, un profesor enérgico y soberbio, le pide una aclaración por escrito y la obtiene: era demasiado vaga como para convencerlo; decide, entonces, defenestrar a su Ministro. Pero alguien se entera: Oscar Lomuto, un periodista de La Razón, informa a González que la destitución de Ramírez es un hecho. Los coroneles del GOU se encrespan y adelantan el estallido, que debía producirse el 8 de junio.
A las cinco de la mañana del viernes, Castillo, de 70 años (falleció en 1944), congrega a su Gabinete en la
Casa Rosada; al Presidente habían llegado, la noche anterior, las noticias de los preparativos; por eso estaba sin dormir. Media hora después se recibe el ultimátum de Rawson: anuncia que tiene 8.000 hombres acampados en las afueras de la ciudad, para tomar el poder; son, más exactamente, 8.700 efectivos de Campo de Mayo, una guarnición que reunía a las escuelas de Caballería, Infantería, Artillería, Suboficiales y Comunicaciones.
A las siete, el Jefe del Estado Mayor de la Marina, capitán de navío Alberto Teissaire, es comisionado por el Presidente para que cite a Ramírez, a quien cree el titular de la revolución (nunca podrá saberse si, cuando se entrevistó con Rawson a las dos, llevaba un encargo de Castillo para desalentar a Campo de Mayo, o trataba por las buenas de recuperar el cetro del alzamiento, que le pertenecía). El ex Ministro aparece, un rato más tarde, acompañado por su yerno, y el Presidente ordena —en vano— que se lo arreste.
Imparte otras dos medidas: al general Rodolfo Márquez, la represión de los sublevados, y al Jefe de Policía, su amigo el general Domingo Martínez, la resistencia. Márquez contesta que no dispone de fuerzas suficientes, y Martínez se lava las manos por razones que sólo después se vieron claras: Rawson lo puso a la cabeza de la Cancillería.
La reacción del Presidente es enérgica, pero tardía. Las columnas de Rawson avanzan ya por la avenida San Martín, y por la General Paz rumbo al Tiro Federal. El jefe de las tropas, envuelto en su capa, marcha junto al general Anaya y a otro coronel del GOU, Emilio Ramírez (sin parentesco con el ex Ministro). De la cabeza de la columna parten volantes con la proclama, que también son lanzados sobre la Plaza de Mayo por un Junker del Ejército. El texto: "Lucharemos por mantener una real e integral soberanía de la Nación, para cumplir firmemente el imperativo de la tradición histórica, para hacer efectiva una absoluta, verdadera y real unión y colaboración americanas, y por el cumplimiento de los compromisos internacionales".
En el camino hacia el Tiro Federal, el motín pagaría su cuota de sangre; al cruzar las baterías del Regimiento 6 de Artillería ante la Escuela de Mecánica de la Armada, y mientras los soldados saludan alegremente, se ciernen sobre ellos las ametralladoras emplazadas en lo alto de los ventanales y en las casas vecinas. El comandante del R 6. general Eduardo Avalos (hermano de Ignacio, Secretario de Guerra en el Gobierno Illia, y autor del putsch contra Perón en octubre de 1945), pistola en mano, increpa al director de la Escuela, capitán de navío Fidel L. Anadón, quien cierra las puertas y ordena tirar a sus hombres.
La refriega deja una treintena de muertos y un centenar de heridos. "Yo cumplía órdenes del Ministro de Marina, contraalmirante Mario Fincati", dice Anadón, hoy de 71 años. Esa ciega fidelidad fue, quizá, la que premió Perón cuando lo ascendió a almirante y le confió la cartera de Marina en su primer Gabinete. Entre la metralla se nota una ausencia: la de José María Epifanio Sosa Molina, el general que luego mandó la Escuela de Tropas Aerotransportadas en épocas de Perón. Avalos le pregunta dónde ha estado; la respuesta de Sosa Molina: "Fui hasta mi casa a darle tranquilidad a mi señora". A las nueve, el tozudo Castillo sigue dispuesto a no entregarse; con sus siete Ministros —Fincati sustituía a Ramírez— se embarca en el rastreador Drummond, de la Armada, en procura del Uruguay. "Pedirá asilo político", auguran los revolucionarios. "Constituyo mi Gobierno en el barco y el pueblo me encontrará siempre dispuesto a la defensa", advierte El Viejo. "Es la muchachada de a bordo", bromean los porteños.
Cierta solemnidad impera, sin embargo, cuando Castillo y sus colaboradores suben al Drummond, que ostenta, irónicamente, la insignia de Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas. El navío ancla frente a Colonia, donde un sobrino de Castillo, médico, le compra unas pócimas para conjurar la distonía cardíaca del Presidente. Castillo no desciende, por temor a perder su rango al tocar suelo extraño.
En Buenos Aires, a las dos y media, Rawson entra en la Casa Rosada, después de haber recorrido en triunfo la avenida Alvear y de detenerse en el Círculo Militar, donde una vez más leyó la proclama. No obstante, el primero en alcanzar la Casa Rosada fue Pedro Pablo Ramírez.
Caía la tarde del viernes y algunos manifestantes quemaban una docena de colectivos de la Corporación de Transportes, ante el Cabildo; uno de ellos, subido a un cajón, discurseaba: "No es éste un movimiento como el del 6 de setiembre de 1930. Es el pueblo hermanado con el Ejército. Demostraremos a nuestros hermanos de América que no somos cobardes ni fascistas". El Intendente, Carlos A. Pueyrredón, hizo cerrar las puertas del palacio municipal; lo imitó el presidente de la Corte Suprema, Roberto Repetto.
Las peripecias de Castillo, y su entereza, terminarían con el desembarco en La Plata y su renuncia, por escrito, en el Regimiento 7 de Artillería. "Por fin voy a descansar, después de trece años en los que no tuve tiempo para nada", confesó apenado, antes de recluirse en Las Toscas, su propiedad bonaerense de Martínez (el mismo fin del periplo de otro Presidente depuesto, Arturo Illía, 23 años después).
Los políticos se apresuraron a negar su intervención en el golpe; el titular de la Cámara de Diputados, José Cantilo, eximió a radicales y conservadores. Gabriel Oddone, presidente del Comité Nacional de la UCR, dijo algo parecido, caracterizando el episodio como "estrictamente militar". Américo Ghioldi sentenció que Castillo "no podía seguir haciendo disparates". Otro socialista, Julio V. González, lograba conversar con Rawson para preguntarle si los golpistas reservarían algún lugar a los partidos, pero sólo obtuvo un asentimiento demasiado débil.
El sábado 5, los revolucionarios honraron a los caídos frente a la Escuela de Mecánica. El domingo 6, la hinchada boquense celebró la victoria sobre Independiente, 3 a 1. Al alba del lunes 7 los noctámbulos tuvieron motivo para alargarse en conjeturas: a las 3.25 estallaba la dimisión de Rawson —anunciada por Radio El Mundo—, quien abandonaba el Gobierno en manos de Palito. Las razones, las oficiales, estaban en este párrafo del comunicado: "'...ante la imposibilidad de llegar a un acuerdo en la constitución del Gabinete". Ni Rawson ni el Vicepresidente Sabá H. Sueyro (un contraalmirante) consiguieron jurar; tampoco sus Ministros.
Desalojado del Gobierno, Rawson participó igual en los actos oficiales, junto a su amigo Palito, en lugares destacados; por eso se dio en apodarlo La Reina Madre; luego fue Embajador en Brasil, y cayó en desgracia cuando aseguró que la ruptura de la Argentina con los países del Eje (enero 26, 1944) había sido el verdadero objetivo de la revolución.
Ese fue, tal vez, el verdadero objetivo de Rawson, un aliadófilo; la proclama del 4, al menos, llenó de alborozo al Embajador de los Estados Unidos, Norman Armour. No obstante, el mensaje de Ramírez al asumir se encarga de desmentirlo: "La República Argentina afirma su tradicional política de amistad y leal cooperación con las Naciones de América, conforme a los pactos existentes. Con respecto al resto del mundo, su política es, en el presente, de neutralidad". La misma de Castillo, en resumen.
En la distancia que va de uno a otro documento se han ubicado las interpretaciones del golpe. Para unos, se trató de modificar el neutralismo de Castillo por una toma de posición en favor de los Aliados; para otros, los militares, que eran nazis, voltearon al Gobierno con el fin de impedir que el Presidente, cada vez más acosado, rompiera con el Eje; el interinato de Rawson habría sido una aventura. Una tercera corriente supone que el golpe tuvo que ver con la situación interna y sólo con ella.
A los 82 años, Miguel Culaciati defiende a Castillo. "En el aspecto internacional —señaló a Primera Plana en su casa de Martínez—, el Gobierno no pudo acceder, por imposición del Ejército, manejado por la logia nazi-fascista y nacionalista del GOU, a los justos reclamos norteamericanos para que se suprimieran las comunicaciones cifradas en todas las Embajadas, buscando eliminar las comunicaciones por clave con submarinos alemanes y japoneses que, en poco tiempo, hundieron más de 20 barcos de bandera aliada, con carga argentina."
No coincide con él González, hoy de 72 años (suegro del coronel retirado Oscar Dietrich, interventor en ENTEL). "Hay muchas leyendas sobre el GOU, que no preparaba la revolución para el 4 de junio ni para otra fecha —explicó a Primera Plana—. Lo que preparaba, sí, era la reacción para el caso eventual de que Castillo persistiera en su idea de apoyar a Robustiano Patrón Costas para Presidente. Insisto en que el movimiento no fue provocado por la forma en que Castillo conducía la política externa o por el temor de que Patrón Costas pudiera romper con el Eje. La reacción se produjo debido al conflicto que iba a crearse en la política interna." En una palabra, los jóvenes oficiales liberados de la tutela de Agustín P. Justo (murió el 11 de enero del 43) pretendían que el Ejército no siguiese amparando el fraude.
Porque el 4 de junio, el Partido Demócrata Nacional debía celebrar una convención —en el Príncipe Jorge— para ungir a Patrón Costas como candidato en las elecciones de setiembre. Desaparecido Justo, que acaso deseaba solicitar un segundo mandato; asegurada la victoria de Patrón Costas, a pesar de la Unión Democrática Argentina que ya entonces postulaba a José Tamborini, el GOU comenzó a acariciar la perspectiva de un Presidente salido de sus filas. Se necesitaba, para ello, un hombre flexible en la Casa Rosada, un Ramírez o un Farrell, nunca un Rawson; y un coronel que venciera a sus pares a fuerza de habilidad. Lo hubo. 
PRIMERA PLANA
4 de junio de 1968

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Golpe contra Catillo
En la Avenida de Mayo, la tade de 4 de Junio

 

 

 

 

 

 

 


Culaciati, culpa al ejército


González, contra el fraude

 

 

 

 

 

 

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