El verdadero golpe de Alsogaray

El viernes pasado, el teniente general en retiro Julio Rodolfo Alsogaray acusaba a Juan Carlos Onganía de quebrar, en forma unilateral, el pacto que los uniera en las tempestuosas jornadas de 1962: una camaradería nacida en la conspiración, un compromiso de logia, una suerte de hermandad forjada por el cuartelazo.
Con todo, Alsogaray no descubría nada; sus declaraciones a la prensa y al país entero sólo documentaron el antiguo interés de Onganía por establecer una distancia prudencial entre él y quienes se sienten sus socios (y acaso herederos) en el poder.
Al fin de cuentas, el ex Comandante es nada menos que el décimo general a quien Onganía, con órdenes o artes políticas, pone fuera de combate; los otros: Carlos Jorge Rosas en 1965; Augusto César Caro, Nicolás Hure y Pascual A. Pistarini en 1966; Cándido López en 1967; Eladio Aguirre, Osiris Villegas, Juan Esteban Nicolás Lavícoli y Enrique Guglielmelli en 1968. ( En cuanto a Manuel Laprida —el cerebro del grupo "azul"—, se apartó voluntariamente de Onganía en 1966: intentaba salvar al Gobierno Illia por la vía electoral.)
"Las Fuerzas Armadas mantenían [con el Presidente] una ligazón, rota por los relevos dispuestos", sintetizó Alsogaray, el viernes 30, la teoría del cogobierno militar. Según él, la Junta de Comandantes desplazada el 23* de agosto era "el último reducto del poder", y la actual "está notoriamente disminuida en su capacidad".
Acaso porque dos de sus miembros (Pedro Gnavi y Jorge Martínez Zuviría) no figuran en "el reducido grupo de hombres" dentro del cuál Alsogaray tenía especiales derechos "por haber sido el autor material de la destitución del anterior Presidente constitucional", recordó.
Para Alsogaray, el reemplazo de la primera Junta, dispuesto por Onganía, auspicia un porvenir funesto: el Presidente "será el único depositario del poder" y nada bueno puede esperarse de ello si se considera que en los últimos tiempos la Casa Rosada "revela una inclinación hacia formas y, muy especialmente, hacia personas no precisamente vinculadas al espíritu democrático de la Revolución". El orador se refería, sin dudas, a Guillermo Borda y al equipo "nacionalista" del Gobierno; en general, profetizó el acceso del totalitarismo fascista y, en especial, abominó de la "concepción absoluta y personal que el señor Presidente tiene de la autoridad".
El resto de su charla lo aplicó a delinear el programa de la facción en la que militará en adelante, junto a su hermano Alvaro: el "neoliberalismo", una forma opositora que busca el retorno a la normalidad a través de las urnas. "El Presidente —sermoneó Julio Alsogaray— debiera reorganizar su Gobierno colocando funcionarios penetrados del espíritu de la Revolución Argentina"; también aconsejó a Onganía que fije un "término" a su gestión, y asegure la ruta "hacia la democracia representativa, conforme a las mejores tradiciones internacionales de la República". Poco más o menos, remedó el plan político de Américo Ghioldi.
Asombra comprobar, sin embargo, que el general Alsogaray descubra las bondades de la Constitución, 22 meses después de haber derrocado a un mandatario legal; puesto que él conspiró en 1951 y en 1966 contra Juan Perón y Arturo Illia —que en cierto modo representaban a las mayorías populares—, es preciso atribuirle el deseo de implantar una democracia restringida, esto es, la oligarquía.
En cuanto a sus críticas a la discrecionalidad de Onganía, no traslucen en las declaraciones del Comandante cuando ejercía el cargo. Si pretendía, desde la Junta, controlar los actos del Presidente, ¿por qué no se rebeló frente a la reprobable "tendencia general del Gobierno"? Por otra parte, su defensa de la soberanía original de los Comandantes suena a tardía: al menos, Alsogaray no la citó en diciembre de 1966, cuando Onganía forzó el relevo de Pistarini y le entregó a él la dirección del Ejército.
"La ropa sucia se lava en casa", reza un adagio napoleónico que los militares aprenden en los cursos de cadetes; por eso, los pocos simpatizantes que Alsogaray cosechó a su paso por el solar de plaza Colón se extrañaron ante la confesión pública del viernes 30. Ellos esperaban que el general volviera, mudo, a su casa, como Cincinato, para aprovechar allí los inevitables errores del Gobierno y tal vez capitalizar una posible reacción de los cuadros.
El lunes siguiente a su defenestración, Alsogaray entrevistó a Onganía en la Casa de Gobierno y le pidió el relevo inmediato, sin aguardar a octubre 4, el plazo dispuesto para la entrega de los Comandos: "No he podido continuar un minuto más en el cargo, porque la forma en que se produjo el cambio constituye una desconsideración al Ejército", explicaría noventa y seis horas después.
Algo similar pensó, quizás, el brigadier Adolfo T. Alvarez, quien rogó a Onganía, el martes 27, lo excusara de permanecer más tiempo en Juncal 1114; entonces, por razones de protocolo, ya habían solicitado el retiro los generales Lavícoli, Villegas y Guglielmelli, y los brigadieres Alberto Numa Caracciolo Villegas y Ángel Rossi. El martes por la tarde, Alsogaray se despidió del alto mando: allí hizo brillar su cuarta estrella, el antiperonismo, un galón que jamás ostentó el Presidente. "Le debo todo a la institución —dijo el jubilado—, pero también yo le he dado la yapa al Ejército y al país a través de mis cuatro años de permanencia en la cárcel."
El miércoles 28, por fin, celebró su primera reunión la Junta de Calificaciones del Ejército, con la virtual dirección de Alejandro Agustín Lanusse, el nuevo Comandante: esta asamblea, fija en el calendario, aceleró la decisión presidencial de sustituir a Alsogaray, para impedirle arreglar los pases, ascensos y designaciones de acuerdo con sus planes personales. "El que monta el caballo debe ser el que lo ensille", es una frase que se atribuye a Onganía; el jinete que él eligió, Lanusse, consultará el nuevo escalafón en la Casa Rosada.

El último de los azules
El jueves, en los cuarteles de Palermo, Lanusse recibió su título de manos del inconsulto Emilio 'Mito' van Peborgh, Ministro de Defensa; a la sazón ya era notorio que el ex Comandante en Jefe de la Armada, almirante Benigno Ignacio Varela, sería el único en cumplir el preaviso concedido por el Presidente: entregará su bastón a Gnavi el 4 de octubre.
Cuesta creer que la "buena letra" de Varela se deba al mero ofrecimiento de una Embajada (se lo destinaría a España, para suceder a César Urien, quien ya cumplió dos años en el exterior); es preciso atribuirla a su conformidad con el relevo de sus dos colegas: de hecho, él fue el único control que el Presidente tuvo sobre Alsogaray en el corazón de la Junta de Comandantes, y acaso sugirió las formas del cambio.
Ese tránsito tan brusco logró sobresaltar a los dirigentes políticos diez días atrás; al menos, los núcleos liberales ofrecieron a Alsogaray, por diversas vías, su apoyo en el caso de que pensara resistir: "Si usted se aguanta yo lo apoyo", le habría prometido Pedro Eugenio Aramburu.
"Esta fue una crisis previsible —dictaminó Ricardo Balbín, el sábado 24, en Bahía Blanca—. Desde hace bastante tiempo el país estuvo advertido de las discrepancias que existían entre el Comandante y el Poder Ejecutivo." "Lo vaticiné —aplaudió Cándido López, ese día, en Corrientes—. Pero este relevo no tendría importancia si no se la prestara el escaso apoyo popular que muestra el Gobierno. En consecuencia, un hecho meramente militar adquiere contornos políticos" .
"La Revolución Argentina —juzgó con acierto La Nación el domingo 25— arriesga hoy el apoyo de ciertos sectores democráticos que confiaban en una salida de este signo." Verdaderamente, el putsch de Onganía terminó de alienarle la aquiescencia liberal; conservadores, socialdemócratas, católicos de derecha, grupos que se resistían a ingresar a la oposición y que ahora ven en Julio Alsogaray un jefe.
Contrariamente, los elementos del nacionalismo que se negaban a escuchar los cantos de Guillermo Borda, porque temían que su adhesión al Gobierno los precipitara en una trampa liberal, ahora corren hacia él. Por lo pronto, los políticos del peronismo, agrupados en torno de Raúl Matera, prometen escoltar a Onganía, si éste accede a recibirlos. A su vez, el Embajador en Colombia, Juan Francisco Guevara, que suele rociar con críticas al Gabinete cuando tiene oportunidad de entrevistar a Onganía, anunció la semana pasada a sus íntimos que retornará a Buenos Aires en diciembre próximo: quiere participar en el oficialismo más activamente, tras la hégira de Alsogaray.
Pero Guevara es militar retirado y considera que su prédica debe enderezarse, ante todo, a los oficiales, la base más firme del Gobierno. Algo similar figura en los planes de Lanusse: le toca a él estructurar una pirámide coherente dentro del Ejército. La semana pasada, poco antes de recibir el grado máximo de teniente general, coronó Jefe del Estado Mayor al general de división Guillermo Sánchez Almeyra, un apolítico.
Es casi seguro que confirmará en los Cuerpos 1 y 2 a los generales Gustavo Martínez Zuviría y Roberto Gorrión Fonseca; pero tendrá problemas para cubrir los Cuerpos 3 (que él abandona) y 5. Los problemas: ¿seguirá el general Mario Fonseca a cargo de la Policía Federal o se reintegrará al arma? En este caso, le corresponde mandar un Cuerpo; en cuanto al general Jaime Toscano, ¿conviene mantenerlo en el Estado Mayor Conjunto o confiarle la división restante? Y en esta última posibilidad, ¿a quién designar en el EMC? En cuanto a las seis Sub jefaturas, se estima que Lanusse confirmará a los jefes de la primera (Personal: Manuel Ceretti), la cuarta (Logística: Mario Chescotta) y la sexta (Política: Miguel Viviani Rossi).
El infante José María Díaz (subjefe de Inteligencia) y el general de caballería Eduardo Bocha. Uriburu (subjefe de Planeamiento) también son candidatos a ocupar los dos Cuerpos vacantes; no se prevén aún sucesores para esas oficinas. El subjefe de Operaciones, Jorge von Stecher, será relevado, casi seguramente, y tal vez sustituido por Alcides 'El Pibe' López Aufranc.
Si es cierto que la caída de Alsogaray significa poner coto a cualquier intento de cogobierno por parte de las Fuerzas Armadas o de la Junta de Comandantes; y si es conocida también la decidida vocación política del general Lanusse —el último fundador del azulismo que sigue en actividad—, es preciso concluir que el Presidente lo ubicó en la cima del Ejército para vigilarlo. Ahora, cualquier giro político de Lanusse podría significarle un final parecido al de Alsogaray; salvo, claro está, que ese primer gesto le sirva para descabezar a Onganía.
El esquema circula, con éxito, en los cenáculos liberales, que ven a Alsogaray en desgracia y se precipitan a la vera de Lanusse, otro veterano de 1951. Se sabe positivamente que el Comandante no pactará con ellos: a la inversa de su antecesor, a Cano le sobran fuerzas en el corazón del Ejército como para apoyarse.
Es improbable, entonces, que reedite los ataques de Alsogaray contra funcionarios del equipo civil (Borda, Federico Frischknecht, Mario Díaz Colodrero): "El general Lanusse no pelea con subalternos —divagó el jueves uno de sus canónigos—; si tiene que objetar algo se lo dirá a Onganía, sin ambages". No obstante, el oficialismo debió negar, la semana pasada, una posible renuncia en masa del Gabinete que, en los pasillos, se atribuyó a presiones de Lanusse.
Pero la experiencia de Alsogaray está demasiado viva como para que Lanusse cometa sus mismos errores. El ex Jefe del Ejército, desde su instalación, tramó una vasta red de contactos civiles por medio de los asesores de su hermano Alvaro; es un hecho que se comunicaba con Aramburu, Balbín, Jerónimo Remorino, los conservadores, la socialdemocracia, el vandorismo y los demoprogresistas, y los encantaba con la posibilidad de elecciones al cabo de un interinato a cargo de Pistarini o el mismo Aramburu.
Lo curioso: Onganía le dio batalla en ese campo, el político. A principios de 1967 rechazó las sugestiones de Alsogaray, quien pedía la expulsión de Borda, Frischknecht, Eduardo Señorans y varios Gobernadores; tal firmeza del Jefe del Estado convenció a los oficiales del Ejército de que los "planteos" del Comandante no surtían efecto.
En julio de 1967 Onganía mantuvo junto a sí a Frischknecht a pesar de la ofensiva que le llevó Alsogaray; en agosto el Presidente sermoneó al Embajador en USA, por declaraciones impropias. Fue allí cuando los promotores civiles del golpe se dividieron: unos seguían a Cándido López y a los "coroneles nacionalistas", mientras otros auguraban reacciones del Alto Mando dirigidas por Alsogaray.
La escisión no era casual. El Comandante se refugiaba en la Junta, falto de apoyos subalternos, que no cayeron en las alforjas de López, sino en las de Onganía. La renuncia de Antonio Lanusse al Ministerio de Defensa, a mediados de marzo último, animó a Alsogaray a proponer a sus pares el nombre de Mario Alvarez Trongé.
La maniobra que siguió es digna de narrarse: ese nombre se filtró en la edición de marzo 20 de La Razón, por obra del Gobierno, el que, de todas maneras, negó contactos con el candidato. Así, sin afrontar a Alsogaray, el Presidente descartó al abogado Alvarez Trongé.
Es más: nombró a van Peborgh sin consulta previa y el Comandante se irritó por ello; el 5 de mayo, ésta y otras divergencias fueron planteadas por Alsogaray a Onganía. La principal querella: los azotes de Borda al liberalismo, religión cívica del Comandante. Para entonces, se anunciaba que él se pronunciaría en el aniversario del Ejército, pero el 17 de mayo, Día de la Armada, Varela lanzaba un memorial de agravios contra USA.
Los arranques antiliberales de Borda y el sermón nacionalista de Varela sirvieron de trapo rojo; el primero, para que Alsogaray se lanzara al parloteo político; el segundó conmovió a la opinión lo suficiente como para frenar cualquier homilía del titular del Ejército. Es que, en el Alto Mando, Onganía —el instigador de Borda— forjó un acuerdo defensivo con Várela al precio de re-equipar la escuadra.
Los hechos inmediatos son conocidos: puesto a conseguir el apoyo de sus colegas para arrancar al Presidente un comicio o deponerlo en caso contrario, Alsogaray fracasó, y con él Balbín, Remorino y todos quienes frenaron el acuerdo opositor a la espera del cuartelazo imposible.
Ha trascendido que el viernes 23 de agosto Alsogaray sometió a los Jueces de la Corte Suprema de la Nación, Marco A. Risolía y Luis Cabral, esta pregunta: ¿puede Onganía relevar a los Comandantes que le dieron el poder? Los magistrados respondieron que sí, porque: 1) La Junta Revolucionaria se disolvió tras la jura presidencial de 1966; 2) Si bien los tres Comandantes mantienen el derecho de nombrar un sucesor de Onganía en caso de muerte o incapacidad, en ningún texto reza que deban ser precisamente aquellos jefes quienes tomen la medida, y 3) Nadie puede negar a la Casa Rosada el derecho a remover militares.
Carente de tropas adictas, jaqueado por Varela en la Junta, desahuciado por los Jueces, Alsogaray se confió a los políticos; por eso dio su verdadero golpe el viernes pasado: un torrente de palabras que, si hoy rezuman despecho, tal vez mañana, en alguna coyuntura difícil para el Gobierno, lo conviertan en un caudillo opositor.
3 de setiembre de 1968
PRIMERA PLANA

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Lanusse - Alsogaray - Varela
Sanchez Almeyra
Jueces Risolia y Cabral

 

 

 

 

 

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