Golpe de Estado
1966

 

Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

OTRAS CRÓNICAS NACIONALES

Ernesto Sábato: mis apuntes de viaje (Alemania  1967)
Atucha: cuna de la bomba atómica argentina
Alfredo Palacios: requiem para un político apasionado
CGT: Los dos sindicalismos
Izquierda, Políticos

El "pardo" Meneses ("Meneses Jefe de la Policía, el pueblo lo pide")
Los violentos años 70
Arturo Illia: su último día como presidente

 

 

 

 

 

PERÓN: TRES HORAS CON PRIMERA PLANA
En la noche del domingo 26, Perón recibió en la Puerta de Hierro un cable que decía textualmente: "Llegaré a Madrid entre el veintiocho y el veintinueve, pero probablemente anticiparé viaje veinticuatro horas". Era la comunicación oficial de que el alzamiento contra Illia iba a estallar.
Al anochecer del martes 28, asediado por la prensa española, a la que finalmente no recibió, Perón se encerró tres horas con el enviado especial de Primera Plana, Tomás Eloy Martínez. Parecía animoso, fumando un cigarrillo detrás de otro, bebiendo té y jugo de naranjas, con un pantalón blanco, cuya pulcritud cuidaba al sentarse, y una camisa de mangas cortas.
Antes de la conversación, Jorge Antonio le informó que Onganía asumiría el poder a las 22, hora española. Al terminar, su secretario Giménez le anunció la suspensión de las relaciones de Estados Unidos con la Argentina: "Es la gran ocasión que tienen estos muchachos para ganarse ahora el afecto popular. ¿Sabe qué haría yo en estos momentos? —le dijo al cronista—. Lanzaría un llamamiento nacional explicando al país que Estados Unidos nos aisló y que somos lo bastante fuertes como para salir adelante solos. Ya vería usted cómo inmediatamente el pueblo no vacila en engrosar las filas detrás de Onganía". El entusiasmo de Perón por la revolución lo había hecho levantar la voz, guiñar picarescamente el ojo izquierdo, encenderse y abrir los brazos con vehemencia, como en los buenos tiempos.
"Para mí, éste es un movimiento simpático —dijo— porque se acortó una situación que ya no podía continuar. Cada argentino sentía eso. Onganía puso término a una etapa de verdadera corrupción. Illia había detenido el país queriendo imponerle estructuras del año mil ochocientos, cuando nace el demoliberalismo burgués, atomizando a los partidos políticos. Si el nuevo gobierno procede bien, triunfará. Es la última oportunidad de la Argentina para evitar que la guerra civil se transforme en la única salida."
"Cuando los jefes militares me visitaron por interpósita persona, descubrimos algunas coincidencias. Pero hace poco escribí con seudónimo (firmo Descartes porque el filósofo francés usaba el seudónimo Astrónomo Perón, y yo le devuelvo así la gentileza) que el peronismo no pacta con nadie. Si el nuevo Gobierno apoya los intereses populares, nosotros apoyaremos al Gobierno. La proscripción del peronismo no nos interesa porque es imposible proscribirnos por decreto. No nos interesa nuestra existencia legal, sino nuestra existencia real. Tampoco nos interesa el acceso al poder porque no luchamos por nosotros sino por el país. Hemos aprendido a tener paciencia; será dentro de un año, dentro de diez. Creemos, como Confucio, que una hormiga no puede matar a un elefante, pero que puede comérselo. Tenemos buenos nervios."
Perón habló largamente sobre el arte de la conducción y juzgó a Onganía en ese sentido. Especificó: "Un conductor político es una cosa y un conductor militar, otra. Este manda, vale decir, obliga. El conductor político persuade. Para mandar se necesita voluntad y carácter; para gobernar, sensibilidad e imaginación. Si el general Onganía tiene sensibilidad e imaginación, entonces el país saldrá adelante. No conozco suficientemente a Onganía. Es un hombre que habla poco y, por lo tanto, difícil de definir. Tengo la impresión de que es un buen soldado; sé que es un hombre patriota, bienintencionado y honesto, y ésas son condiciones esenciales para un hombre político. Reconozco calidad a Onganía como hombre de mando en el Ejército. Si Onganía se comportase en el terreno político como en el terreno militar, el país podrá andar bien".
"Simpatizo con el movimiento militar porque el nuevo gobierno puso coto a una situación catastrófica. Como argentino hubiera apoyado a todo hombre que pusiera fin a la corrupción del Gobierno Illia. La corrupción como el pescado, empezó por la cabeza. Illia usó fraude, trampas, proscripciones; interpretó que la política era juego con ventaja; y en política, como en la vida, todo jugador fullero va a parar a Villa Devoto. El hombre que acabó con eso, por supuesto, tiene que serme simpático, pero no sé si también lo será en el futuro. El defecto del actual Gobierno es no saber exactamente lo que quiere, pero la cosa va a ser cuando desate el paquete, porque ellos tampoco saben lo que hay allí."
"Argentina —prosiguió—, cuando trabaja, equilibra en seis meses lo estructural y en dos años resuelve todos los problemas económicos. En economía no hay milagros. En economía, la misión fundamental del Gobierno es dar posibilidad a la gente para que se realice. El Gobierno anterior fracasó porque intentó gobernar sin concurso popular. Pero para eso hace falta grandeza, olvido de las pasiones. Yo ya estoy más allá del Bien y del Mal. Fui todo lo que se puede ser en mi país, por eso puedo hablar descarnadamente. No tengo interés en volver a la Argentina para ocupar cargos públicos. Quiero, claro, volver a la patria, pero sin violencias."
"Llegó el momento en que los argentinos deben ponerse de acuerdo. Si no, habrá llegado el momento de tomar las armas y pelear. El camino de la unidad es cada vez más difícil; el camino de las armas, cada vez más fácil. Los argentinos debemos ponernos de acuerdo, porque la disyuntiva es la guerra civil. Si permanecí impasible durante diez años ante el retroceso nacional, es porque no creo en la violencia ni en la destrucción de las obras realizadas, porque lo que ya está hecho puede prosperar. Tuve importantísimos ofrecimientos de armas ; y tropas, pero me negué por no entregar el alma al diablo ni provocar derramamientos de sangre. El nuevo Gobierno tiene una buena intención. El problema político sólo se soluciona haciendo los padrones de nuevo (han borrado de los padrones a nuestra gente). Deben, también, organizarse fuerzas políticas. Es tarea para un año y medio o dos. Hay que romper con los estatutos de la trampa y convocar luego a elecciones con la Ley Sáenz Peña o cualquier otra Ley justa. Y quien sea que gane, nos comprometemos a ponerle el hombro todos".
"Si Onganía, luego de las elecciones, entrega el Gobierno al ganador legítimo, pasará como prócer a la historia; si se quiere perpetuar, fracasará irremisiblemente. Pero el que haga bien al país contará con nuestro apoyo. El movimiento peronista no podrá ser destruido con proscripciones ni decretos. Los gorilas intentaron la destrucción por la violencia, Frondizi por la integración, Illia por la disociación; los tres fracasaron. La organización del peronismo tiene como base de adoctrinamiento la búsqueda del bienestar nacional".
Luego, Perón adelantó el mensaje enviado a través del periódico Retorno, que se publicará la semana próxima. Allí recuerda: "Uno de los hombres más sagaces de la historia política argentina, el general Roca, decía que para que los radicales se hundieran bastaba con dejarlos gobernar".
Alzándose de la pequeña silla. Perón apagó el cigarrillo y vaticinó: "Esta es nuestra última oportunidad, y por eso necesitamos que el nuevo Gobierno tenga grandeza. En caso contrario, podemos desembocar en la guerra civil y en esa guerra tendremos que entrar todos. Dios quiera iluminar a Onganía y sus muchachos, y que estos muchachos acierten a tomar la mano que la fortuna les está tendiendo". Afuera, la noche de pesado calor había caído robre Madrid, y Perón, acompañado por Jorge Antonio, hizo atisbar la entrada de la casa del Paseo de la Castellana, y sorteando la vigilancia del periodista se escabulló en un automóvil verde.
A pocos metros, en la Embajada Argentina, Gauna acababa de anunciar que si el Gobierno Illia había cesado en su misión, la del representante argentino también llegaba a su fin. 
30 de junio de 1966
PRIMERA PLANA

POR LA NACIÓN
Por Mariano Grondona *
En las jornadas de setiembre de 1962 surgió algo más que un programa, una situación militar o una intención política: surgió un caudillo. Fenómeno es éste, de tanta importancia, que no se repite en la misma generación. A partir de entonces, el problema del país fue uno solo: cómo homologar el mando profundo, la autoridad secreta y sutil del nuevo protagonista. Se intentó primero la vía electoral. Pero cuando quedó bloqueada, el proceso político siguió una vida ficticia y sin sentido: exactamente como la legalidad que se edificó sobre su derrumbe. Al jurar la presidencia en octubre de 1963, Arturo Illia no comprendió el hondo fenómeno que acompañaba a su encumbramiento: que las Fuerzas Armadas, dándole el Gobierno, retenían el poder. El poder seguía allí, en torno de un hombre solitario y silencioso. Ese era un hecho que estaba más allá de las formas institucionales y de las ideas de los doctrinarios: un hecho mudo e irracional, inexplicable y milagroso. Siempre ha ocurrido así: con el poder de Urquiza o de Roca, de Justo o de Perón. Alguien, por alguna razón que escapa a los observadores, queda a cargo del destino nacional. Y hasta que el sistema político no se reconcilia con esa primacía, no encuentra sosiego. La Nación y el caudillo se buscan entre mil crisis, hasta que, para bien o para mal, celebran su misterioso matrimonio. En el camino quedan los que no comprendieron: los Derqui y los Juárez Celman, los Castillo y los Illia.
No queremos comparar aquí a Juan Carlos Onganía con nuestros caudillos de ayer: sea cual fuere el juicio que ellos nos merezcan, su destino está cristalizado, es inmutable. Onganía, en cambio, es pura esperanza, arco inconcluso y abierto a la gloria o a la derrota. Queremos, en cambio, comparar su situación con la de sus antecesores. Y esa situación es idéntica y definida: el advenimiento del caudillo es la apertura de una nueva etapa, la apuesta vital de una nación en dirección de su horizonte.
El gran error radical fue, entonces, producto de su óptica partidaria. Illia no comprendió que su misión era, en definitiva, viabilizar el encuentro del caudillo con la Nación. Lo pudo hacer si hubiera puesto el ideal de la Nación por encima del ideal del partido. Pero el radicalismo identificó su propia suerte con la del país. Illia, dueño del Gobierno, se creyó poseedor, también, del poder. Y de este equívoco fundamental surgió todo lo demás. Comenzó la anécdota. La polarización y las pequeñas ofensivas ante militares. El retiro del Comandante en Jefe. Y, con él, la pérdida de la "pax" militar de setiembre y, paradójicamente, la puesta en evidencia de la necesidad de autoridad. El absurdo de un Gobierno sin poder quedó, por así decirlo, manifiesto y demostrado. Y, con la revolución, todo volvió a su quicio. Es que hoy muere un caudillo y nace su sucesor.
Estas son las cosas profundas, que están más allá de las formas legales o retóricas. La Argentina se encuentra consigo misma a través del principio de autoridad. El Gobierno y el poder se reconcilian, y la Nación, recobra su destino.
Quiere decir, entonces, que los tres poderes de Alberdi -el civil, el militar y el bonaerense- están de nuevo reunidos en una sola mano. A partir de aquí, se puede errar o acertar. Pero lo que importa señalar en esta hora, en que la revolución es pura conjetura y posibilidad, es que hay una mano, una plena autoridad. Sin ella, con el poder global quebrado y sin dueño, no había ninguna posibilidad de progreso; porque la comunidad sin mando es la algarabía de millones de voluntades divergentes. Con ella, en cambio, hay otra vez Nación. Para ganar el futuro o para perderlo. Pero, al menos, para dar la batalla.
Las naciones se miden por su impaciencia. Francia, así, demostró su magnitud cuando no resistió la navegación a la deriva de la Cuarta República. España, cuando rechazó el desquicio de las postrimerías de su propia República. Inglaterra, cuando no soportó la idea de una Europa alemana. La Argentina, en estos años cruciales, tenía que poner a prueba su vocación de grandeza. El mantenimiento de la situación establecida tenía sus ventajas: la vida apacible, las garantías institucionales, un cierto bienestar. Era la agonía a muy largo plazo: la vida para nosotros, la muerte para nuestros hijos. La Argentina tenía una tremenda capacidad para optar por la mediocridad: alimentos, buen nivel de vida en comparación con otros pueblos, facilidad de los recursos naturales. Todo la llevaba, aparentemente, a la holganza y a la lenta declinación. Era la tentación de una Argentina victoriana, que, usufructuaria de la grandeza del fin de siglo, se preparaba para bien morir, huérfana del desafío, del reto histórico que a otras naciones lanzan la guerra o la geografía. La Argentina tenía, en su lentísima desaparición, un solo elemento de reacción: su propio orgullo.
La etapa que se cierra era segura y sin riesgos: la vida tranquila y declinante de una Nación en retiro. La etapa que comienza está abierta al peligro y a la esperanza: es la vida de una gran Nación cuya vacación termina. 
* Copyright by PRIMERA PLANA
30 de junio de 1966

¿QUE HACER?
Por Carlos García Martínez*
La coyuntura política que se ha producido enfrenta nuevamente al país y a las nuevas autoridades al tremendo desafío de comprender con claridad las metas fundamentales que deben obtenerse como única forma de sacar a la República del pantano en que se debate desde hace largo tiempo.
En el orden económico-social, la meta suprema por alcanzar como programa inmediato de gobierno se sintetiza en pocas palabras: terminar con la inflación.
Después de más de dos décadas de soportar esta terrible enfermedad, los argentinos podemos atestiguar sus efectos corrosivos desde todo punto de vista. En ella tenemos que encontrar el origen aparentemente indetectable de nuestra endémica incapacidad para desarrollarnos en forma sostenida, de nuestra lamentable descapitalización en todo aquello que hace a la infraestructura básica de una Nación, de nuestros conflictos sociales agudos, ásperos y permanentes, de nuestro fabuloso endeudamiento exterior sin resultados positivos, de nuestra interminable carrera entre precios y salarios, de la proletarización de vastos sectores de la clase media tales como maestros y personal de la justicia, de las continuas crisis de la balanza de pagos que estrangulan periódicamente el nivel de la actividad económica, y de todos aquellos fenómenos importantes que han producido el hecho incomprensible para el mundo entero de que quizás seamos el país más frustrado del universo siendo uno de los más ricos.
Por eso, cuando el momento llega de hacer frente a la dura realidad de los hechos, por amarga y dolorosa que sea, debe tomarse por las astas este problema y atacarlo a fondo con todas las fuerzas del Estado para desterrarlo definitivamente del panorama nacional. Siendo la inflación, como lo es, una falsificación sistemática de la realidad económica, no se podrá ejecutar jamás una política auténtica y verdadera de transformación y modernización de las estructuras productivas del país sin antes eliminarla de raíz.
Es obvio, por lo tanto, que la labor esencial del Estado en el plano económico-social debiera ser la formulación de un programa completo y coherente de saneamiento del ordenamiento jurídico-económico nacional que tuviera por objetivos estos cuatro fundamentales:
a) la eliminación del proceso inflacionario;
b) la racionalización de las estructuras jurídico-económicas en cuyo marco se desenvuelven las actividades productivas;
c) el mejoramiento sustancial de la eficiencia general de la economía;
d) la creación de las condiciones indispensables para el lanzamiento de planes de desarrollo.
Este programa de saneamiento debe de ser completo y coherente, porque únicamente el cumplimiento de estas dos condiciones hará posible el logro de una meta tan trascendental para todo el futuro argentino, ya que todos los intentos anteriores que se hicieron adolecieron precisamente de estas dos fallas esenciales que los condenaron al fracaso uno tras otro. Que sea completo garantiza su coherencia y por eso un genuino programa de saneamiento económico debe estar integrado, por lo menos, con las siguientes políticas básicas:
a) una política de remuneraciones; 
b) una política de empresas del Estado; 
c) una política de reforma tributaria, previsional y bancaria; 
d) una política cambiaría y de mercado; 
e) una política del sector externo; 
f) una política de inversiones; 
g) una política de productividad.
Una política de esta naturaleza, encaminada al logro de los objetivos fundamentales señalados, aplicada con la intensidad y la extensión requeridas, forzosamente por su naturaleza conducirá a terminar de una vez por todas con la inflación endémica, ya que, simultáneamente, atacará a fondo las tres fuentes que lo alimentan, que son: del lado del exceso de la demanda, del empuje de los costos, y de la rigidez de la oferta. Corregida la demanda artificial, estabilizado el nivel de los costos de producción, y empezado a superar el estrangulamiento en la potencia de oferta de bienes y servicios, cesarán de actuar aquellos factores que contribuyen al alza sistemática de los precios.
Lo realmente decisivo en este asunto, aparte de comprender con claridad la meta por obtener, no es la mayor o menor perfección en los planes técnicos sino la existencia de una firme voluntad política de cumplir el programa. Sin esto, nada vale; con esto, no hay obstáculos insuperables.
* Copyright by PRIMERA PLANA
30 de junio de 1966