Revista Siete Días Ilustrados
29.12.1974 |
La popular actriz, una de las más bellas de la cinematografía
argentina, cuenta cómo dejó de ser una muchachita flacuchenta y
tímida. Juzga a Leonardo Favio y a Raúl de la Torre. Explica por qué
desdeñó el mundo de la clase alta porteña y detalla sus fobias y
preferencias.
Si para definir su trabajo artístico hubiera que recurrir a algún
refrán de los que pululan dentro de la jerga popular, difícilmente
pudiera encontrarse otro más ajustado que el itálico y transitado,
"piano, piano... se va lontano". Proverbio aparte, lo cierto es que
Graciela Borges, próxima a cumplir dos décadas en el métier
cinematográfico, ha demostrado en sus sucesivos films —entre otros,
Una cita con la vida, Fin de fiesta, La terraza, El jefe, Crónica de
una señora, Heroína, Triángulo para cuatro— que para llegar a ser
una excelente actriz, más que trabajar mucho hay que trabajar a
fondo.
"Lo importante es crecer —suele repetir obstinadamente a quien
quiera escucharla—, mantener alta la puntería. Hoy los jóvenes
actores se encandilan con los diez primeros minutos de éxito y
aceptan cuanto trabajo les ofrecen, sin detenerse a analizar su
calidad. De este modo, se queman". Peligro que ella supo sortear con
bastante sabiduría ("me ofrecieron de todo, desde convertirme en
vedette hasta trabajar en un café-concert") después de trajinar, más
por fines terapéuticos que por vocación, por distintas escuelas de
arte dramático.
Era flaca, tímida y conflictuada —admitió la semana pasada frente a
una redactora de Siete Días—. Para que me soltara un poco, a los 7
años de edad mamá me inscribió en unas clases de recitación."
Tiempo después y siempre en procura de una reafirmación personal, se
suma —primero —a las huestes que transitan por el teatro infantil
Labardén, y luego a las del Conservatorio Municipal de Arte
Escénico.
"No pensaba convertirme en actriz —aseguró—; lo único que me
importaba era mejorar mi relación con los seres humanos." Sin
embargo, aunque no se lo propusiera, su futuro artístico ya estaba
encarrilado en forma definitiva. En 1957, apenas cumplidos los 15
años, Hugo del Carril la elige para trabajar junto a él
en "Una cita con la vida". Un año después, Torre Nilsson le brinda
la oportunidad de trabajar en 'Fin de fiesta', película que sirvió
para mostrar —urbi et orbi— su particular belleza y sus incipientes
dotes de actriz.
De allí en más, su carrera cinematográfica —que hoy contabiliza
alrededor de 24 películas— fue progresando en forma lenta pero
ininterrumpida. "A medida que dejaba la adolescencia —rememoró— fui
comprendiendo que hay que esforzarse por crecer interiormente. Por
eso, para no caer en la fácil superficialidad, rechacé numerosas
ofertas de trabajo que no me permitían evolucionar como actriz."
Para disfrutar de semejante libertad de elección es necesario contar
con un privilegiado respaldo económico. La Borges lo tuvo, casi
permanentemente. Su niñez —aunque conmovida por la situación de ser
hija de padres separados— estuvo colmada de prerrogativas
especiales: los mejores colegios, las mejores
ropas, los mejores veraneos. Años después —cuando ya transitaba los
rieles de la cinematografía— se une sentimentalmente al conocido y
acaudalado corredor automovilístico Juan Manuel Bordeu. El
posterior, publicitado enlace le abre a GB las puertas de la clase
alta argentina; sin embargo, opta por no trasponer ese umbral. "Pude
haber vivido —confiesa— como una mujer muy, pero muy rica, pero no
lo hice porque ésa no era mi verdad". Para conocer, precisamente,
"esa verdad" Siete Días llegó, la semana pasada, hasta el panorámico
departamento que la actriz ocupa, junto con su hijo Juan Cruz, en
Figueroa Alcorta al 3000, una de las arterias más elegantes de
Palermo Chico.
Luciendo un escotado pero sencillo vestido verde, que destacaba más
aún la palidez de su piel, GB recibió afectuosa, pero lánguidamente,
a la redactora de Siete Días. "Hoy no me siento nada bien —se
lamentó—; ocurre que soy de presión baja y la humedad me agobia".
Repantigada en uno de los sillones de su espacioso y sobriamente
decorado living, sonriendo —más con los ojos que con la boca— y
reconfortándose con humeantes tazas de té, la actriz no retaceó sus
comentarios para referirse a los temas más variados: el egocentrismo
de los actores, su timidez, la vejez, la muerte, la personalidad de
los directores cinematográficos. Lo que sigue es una síntesis de un
diálogo que duró casi dos horas.
—¿Creés en el destino?
—Sí, creo en el destino, en Dios o en la casualidad, como quiera que
se llame. Fijate que mi carrera profesional fue, de algún modo,
producto de ciertas circunstancias fortuitas.
—¿Por qué?
—Mirá qué curioso. A los siete años yo era una nena flaca y tímida
que, en contraposición con mi físico, tenía una poderosa voz ronca.
Para que me aflojara y fuera más sociable, mi madre, aconsejada por
una amiga, me inscribió en los cursos de declamación que dictaba el
colegio La Santa Unión de los Sagrados Corazones, al cual yo
concurría. Por eso te decía que empecé a recitar más por necesidad
que por gusto.
—¿Por qué eras tan tímida?
—Por algo de lo cual prefiero no hablar; tengo miedo de que se
interpreten mal mis palabras y termine por dañar a personas que
quiero. Mis padres ¿sabés?, se separaron cuando apenas tenía un año
de edad.
—¿Qué es lo que se puede interpretar mal?
—Cada vez que se publica algo de esa historia familiar parece que
culpara a uno o a otro. Y no es así. Ellos jugaron el partido como
pudieron. ¡Y lo perdieron! Si para algo me ha servido madurar es
para comprender más a la gente. Claro que esta comprensión no se le
podía pedir a una chica de siete años que vivía acomplejada y que
creció con timidez.
—¿Por la separación?
—Claro, en aquel entonces las cosas eran muy distintas. Actualmente
ser hijo de padres separados es, lamentablemente, casi una
normalidad. Aunque en el fondo también sea embromado, los chicos se
acomodan, se amoldan mejor a la separación.
—¿Influye la situación económica en esa adaptación?
—No sé hasta qué punto. Fijate que mamá tenía un muy buen pasar v
eso no evitó mis problemas. Antes de ingresar a la escuela primaria
viajábamos constantemente por el extranjero y por el interior del
país. Después nos tomábamos los tres meses de vacaciones. Siempre lo
pasamos muy holgadamente. Sin embargo ese bienestar, ya te digo, no
mitigaba en nada mis temores e inseguridades.
—Y las clases de recitación, ¿lograron ayudarte en ese aspecto?
—Mucho. Claro que el primer verso que tuve que enfrentar
("Doctorcito ... doctorcito", comenzaba diciendo) resultó una
atrocidad. Cuando me di cuenta que tenía que recitar sola frente a
un grupo de gente, creí morirme. Pero ocurrió algo extraño. Comencé
a advertir que el hecho de decir palabras de otros tenía cierta
magia, un extraño don. Me hacía perder la timidez.
—¿Algo así como un disfraz detrás del cual te escondías?
—Exactamente. Como yo no me gustaba demasiado a mí misma, buscaba
máscaras que me cambiaran o me adornaran. Por supuesto,
inconscientemente. Creo que esto debe pasarles a todos los actores
Un cierto descontento de sí mismos. No porque sean malas personas,
sino porque a través de ciertos personajes y adquiriendo distintas
formas de ser, alcanzan otros vuelos, otras dimensiones.
—¿Cómo y cuándo se despertó, entonces, tu vocación artística?
—Aunque te parezca mentira, después de haber pasado por el teatro
infantil Labardén, ingresé al Conservatorio no porque pensara
convertirme en actriz sino porque me gustaban las materias, y el
hecho de alternar con chicas y muchachos me atraía mucho. Era la
única posibilidad de tener compañeros varones, ya que soy hija única
y sólo tenía un primo al que veía muy de tanto en tanto.
—¿Cómo llegaste a filmar tu primera película?
—Porque Hugo del Carril me eligió para formar parte del elenco que
trabajaba en 'Una cita con la vida'. Lo sentí como tirarse de cabeza
en el agua. Tenía quince años pero no me daba cuenta que ya hacía
ocho que me estaba preparando.
—¿Qué recuerdos tenés de tus maestros del Conservatorio?
—Tuve muchos buenos, pero al que nunca olvidaré fue a Cunill
Cabanellas. Frente a mis inseguridades él solía decirme: "Nunca te
quedes con las cosas chiquitas. Ni con el cine, ni con el teatro, ni
con la televisión pequeña. Tenés que crecer porque naciste para ser
alguien importante ..."
—¿Seguiste el consejo?
—Claro que sí. No sé si soy o seré alguien importante, pero no voy a
dejar de esforzarme por crecer cada vez más.
—A lo largo de tu carrera artística, ¿cuál es el resultado de ese
esfuerzo?
—En general, estoy conforme. Creo estar llevando a cabo mi carrera
con dignidad. En 17 años de trabajo hice alrededor de 24 películas,
que son muchas si se tiene en cuenta todas las que rechacé.
—¿Quiere decir que nunca tuviste que aceptar un trabajo por
necesidad económica?
—Sólo un par de veces, que significaron otras tantas equivocaciones.
Esto me enseñó que lo fundamental es saber decir no cuando lo que se
ofrece no aporta nada a la evolución de una como intérprete. Sé que
no es fácil, comprendo a muchos compañeros míos que deben correr de
un lado a otro para ganarse un peso y poder vivir, entiendo que es
doloroso, pero ese camino te aleja de la verdad...
—¿En qué consiste, para vos, esa verdad?
—Es difícil explicarlo con palabras. Además, yo no soy una
intelectual sino una mujer totalmente intuitiva. De todos modos,
cuando hablo de verdad en el trabajo quiero significar que es eso
que se alcanza cuando uno hace algo con total convencimiento.
Poniendo en ello la piel y todo lo que está debajo de la piel.
—¿Cuáles fueron los directores que más te ayudaron a crecer como
actriz?
—Sin lugar a dudas Leonardo Favio y Raúl de la Torre, porque ambos
realizadores trabajan mucho la parte actoral.
—¿Y Torre Nilsson?
—Nilsson dejó en mí una huella importante. Cuando filmé Fin de
fiesta, mi primera película dirigida por él, en total hice seis, era
muy joven: recién había cumplido los 16 años y, por supuesto, estaba
lejos de intuir lo que era tener dimensión de la palabra.
—¿Y qué es eso?
—Algo que sólo se alcanza con los años y con talento. Es la
diferencia que existe entre recitar un texto y decirlo con una
profunda compenetración de su contenido. En mi primera etapa de cine
llegaba al set con la letra bien aprendida y me largaba a filmar.
Cuando veía el resultado me daba cuenta de que eso no funcionaba. Me
llevó muchos años alcanzar profundidad en la comprensión de un
texto.
—¿Te animás a establecer un paralelo entre la forma de trabajar de
Favio y De la Torre?
—Claro, y si me permitís te voy a decir algo de Nilsson y también de
Fernando Ayala, con el que acabo de filmar Triángulo para cuatro. La
cosa es así. Favio te cuenta cómo él ve lo que el personaje dice. Te
da su visión como actor, pero te deja libertad para tu propia
elaboración. Es un lírico, sabe componer muy bien los climas. Con De
la Torre, en cambio, sucede algo extraño. En un comienzo pone muy
mal trabajar con él, porque pide cosas que a uno nunca le pidieron.
Por ejemplo, estudiar todo el libro de memoria.
—Eso no parece muy extraño. ..
—Claro, pero una vez que el actor aprendió el texto a la perfección
exige que recree los conceptos con palabras absolutamente de uno,
propias. De la Torre, por otra parte, jamás se ajusta a un
determinado molde. Cada película recibe un tratamiento distinto.
Nilsson y Ayala son más tradicionales. El primero da magistralmente
momentos emocionales. Explica la historia que se va a filmar y
señala, paso a paso, cómo piensa él que es el personaje. El actor
avanza sobre la visión que él da. Ayala es muy plástico. Le pide a
su gente que trabaje la escena al modo como él la soñó. Es una
persona extremadamente educada y respetuosa, trabajar con él es un
placer.
—¿Cuáles fueron, a tu juicio, tus mejores trabajos?
—Recuerdo a Peny, de 'Heroína', con mucho cariño, aunque este
personaje me exigió tanto física y anímicamente que me dejó demolida
por mucho tiempo. Fue un tremendo trabajo interior. Otro trabajo que
hice con mucho amor fue el de la señorita Plasil, de 'El
dependiente'. Guiada por Favio, que sabe crear sin mediocridad hasta
los personajes más despreciables, recuerdo que durante el tiempo que
duró la filmación, vivía como la señorita Plasil. Miraba como ella,
era fea y pequeña como ella. Porque cada uno rescata lo mejor y lo
peor de sí para cada uno de sus personajes. Creo que el de la
señorita Plasil ha sido el trabajo más bravo y más difícil de mi
carrera.
LA GENTE MAS LINDA DEL MUNDO
—¿A qué atribuís el tan a menudo criticado egocentrismo de los
actores?
—Mirá, yo tuve la suerte de viajar mucho y llegué, de este modo, a
conocer gente de distinta condición social. Te puedo asegurar que,
en cualquier parte del mundo, los artistas, sean pintores,
escultores, escritores o actores, siempre es la gente más linda. La
más inteligente, la más rápida, la más divertida, la más
emocionante, la más loca, la más delirante y, por supuesto, también,
la más egocéntrica. Porque, claro, entra dentro de la regla de un
actor el ser abnegado, resignado, envidioso y ambicioso. Todas estas
particularidades se dan en él y no está mal que así sea, porque son
vivencias, cosas que le suceden.
—¿No te parece un poco exagerada esa apreciación? Vivencias,
finalmente, tiene todo el mundo.
—No como un actor. No como un artista. Pero, ojo, que no me refiero
a todos los que se etiquetan como tales sino a los realmente
importantes. A los que sobresalen por su talento, no por su cartel.
A los verdaderos artistas, en general, los rodea una cantidad de
gente trepadora, ansiosa o carente de vocación. Esa es la gente
pequeña, la que habitualmente ensucia al gremio. Es la más cruel, la
que no te perdona, la que actúa por resentimiento. Claro que tampoco
esto es privativo de los artistas, ocurre en cualquier medio.
—¿Qué significa la vejez para un actor?
—Algo bastante terrible. Sin embargo hay gente que envejece
estupendamente. ¡Y bueno, caramba, es preciso fijarse en ellos!
Tratar de hacer lo mismo. Yo, por ejemplo, miro a Ingrid Bergman y
me maravillo de ver con que sabiduría envejece.
—De todos modos, la vejez, para vos, todavía no es un problema.
—No lo creas. Tengo 32 años. No son muchos, es cierto, pero ya no
soy una jovencita. ¿Podés decirme cuántas actrices hay en nuestro
país de más de 40 años que cumplan el rol de mujer-mujer como lo
hacen en Europa Jeanne Moreau, Claudia Cardinale, Brigitte Bardot,
Anouk Aimée y tantas otras que, incluso, bordean los 50 años? En la
Argentina los roles importantes los cumplen las muy jóvenes o las
veteranas. Pero, Tita Merello hay una sola...
—¿Y cómo te preparás para enfrentar esta etapa tan incierta que vos
pintás?
—Mirá, esto es lo único que sé hacer. No tengo otra alternativa, le
voy a meter duro no más para trabajar cada vez con mayores méritos.
Veremos lo que ocurrirá después. Por otra parte, no me miro todos
los días al espejo para descubrir si tengo una o dos arrugas nuevas.
Incluso pienso como el poeta, "qué lindo es ver sobre mi rostro el
paso de la vida ...". Claro que si en un momento descubro muchos
surcos, me muero del susto.
—¿La muerte te asusta?
—Depende de quien tenga al lado, porque soy muy influenciable. Si
alguien empieza a hablar de la muerte, entro rápido en el juego y me
pregunto: ¿Cómo será la otra vida? ¿Existirá Dios? ¿Y el diablo?
—¿Qué harías si por un revés del destino perdieras, de pronto, tu
privilegiado nivel económico?
—La gente se formó una imagen falsa de mí y lo que voy a decirte
quizá te resulte poco creíble. Estoy completamente segura que me
adaptaría con facilidad a vivir en forma mucho más modesta. Cuando
estuve casada con Juan Manuel pude haber hecho la vida de una mujer
muy, pero muy rica. Pero eso no me interesaba. No era mi verdad. Soy
de vida austera. No voy a decirte que odio las pieles y las joyas
porque estaría loca, pero creo poseer un justo equilibrio en cuanto
a mis necesidades.
—¿Podrías prescindir absolutamente de todo?
—Me costaría mucho prescindir de los perfumes; tengo una variedad
muy grande de ellos, los uso constantemente y mi preferido es Calor,
de Paco Rabanne.
—Y con la ropa, ¿cómo te manejás?
—Con la sensación de que las pilchas no deben taparlo a uno sino
seguirlo detrás, como el perfume.
—¿Te sentís segura como mujer?
—Ahora, sí, pero durante las primeras épocas de mi vida en pareja,
era un desastre. Iba a una fiesta con Juan Manuel o llegábamos a un
lugar donde había mujeres bonitas e inmediatamente me prevenía
contra ellas. Me ponía muy mal. Que mis piernas eran un poco
chuecas. Que mi voz era demasiado ronca. Que mi cara... Con el
tiempo cambié mucho. Hoy adoro tener amigas monas. Pucha, me digo,
si no soy fea. ¡Si soy una linda mina!
—¿Qué es lo que más te gusta de vos, físicamente?
—Será una petulancia, pero me gusta mi mirada. Alejandro Casona dice
en una de sus obras: "Tenía la mirada más linda que los ojos". Eso
siento cuando me veo en cine.
—¿Y qué te gustaría cambiar?
—No me agrada cómo camino, parezco un pato. Si pudiera, me cambiaría
las piernas; elegiría tener unas largas, muy largas, como las de
Verouska y jamás me pondría pantalones.
Amalia Iadarola
Fotos: Mario Paganetti
Ir Arriba
|
|
Graciela Borges |
|
|