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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE ACÁ


Versión de la caída del gobierno
de María Estela Martinez de Perón
Revista Somos
septiembre 1983

 

Historia secreta de la caída de Isabel Perón
Fue recién a principios de 1976 —y no antes— cuando el golpe militar se hizo irreversible. ¿Cuándo y cómo se montó el plan que fijó el Día D, Hora H? Los detalles de un hecho que cambió la historia del país. Las reuniones clave.
Cerca de las siete de la tarde del lunes 22 de marzo de 1976 se pusieron en marcha, desde distintos puntos de la capital, las pequeñas caravanas de los autos oficiales. La presidente Isabel Perón había citado, imprevistamente, a una reunión cumbre del peronismo:
—Los he citado para tratar esto: todos los diarios hablan de golpe. La presidente habló con tono pausado, sin mostrar síntomas externos de tensión. Sobre la larga mesa de acuerdos del despacho presidencial se abatió un denso silencio. Unos minutos antes Deolindo Felipe Bittel, el vicepresidente primero del Partido Peronista, había relatado brevemente sus conversaciones con Balbín en procura de conseguir estirar las pocas horas de vida que le quedaban al gobierno. No había esperanzas.
—Deben venir los comandantes para que se definan. Esta amenaza permanente de golpe le ha hecho perder al Estado sus últimos vestigios de autoridad—, propuso el ministro de Defensa, José Deheza. 
—No —replicó inmediatamente Ítalo Luder, vicepresidente del Senado—. Esa definición tiene que pedirla usted, como ministro de Defensa. Hay que preservarla investidura presidencial. Y además hay que moverse de modo de tener otra instancia.
El ministro citó a los comandantes en jefe para que se presentaran en su despacho a las diez de la mañana del martes 23 de marzo. En realidad fue un acto inútil: la suerte hacía tiempo que estaba echada.





 

El inestable esquema de poder que había intentado fundar José López Rega se derrumbó al atardecer del sábado 19 de julio de 1975. Fue el primero de los intentos frustrados que crecieron en procura de aprovechar el enorme vacío de poder dejado por la muerte de Perón. Y no iban a pasar treinta días antes de que naufragara el segundo, urdido en los cuarteles por algunos sectores nacionalistas del Ejército.
El 14 de agosto fue un día negro para el gobierno de Isabel Perón. El diario La Prensa encendió en esa jornada la larga mecha del famoso cheque de la Cruzada de Solidaridad (el cheque, librado por la Presidente, apareció luego depositado en el juicio sucesorio de Juan Perón). Aunque esta denuncia se convertiría con el tiempo en una de las más agudas estocadas que recibió el gobierno peronista, algo más sutil y definitivo había ocurrido ese mismo día en el quinto piso del edificio Libertador. Allí se enfrentaron las dos tesis castrenses: profesionalismo integrado versus profesionalismo prescindente. La corriente nacionalista (para no pocos observadores políticos se trataba en realidad de una corriente nacionalista-populista) que lideraba el comandante Alberto Numa Laplane, había conseguido conquistar ya una cabecera de puente en el gobierno: el coronel en actividad Vicente Damasco estaba al frente del Ministerio del Interior. Pero este paso al frente no había sido consultado ni era compartido por los otros sectores del arma. En esa crucial reunión del 14 de agosto el comandante Numa Laplane compulsó fuerzas y vio que estaba en minoría. Sólo dos de los nueve generales presentes se volcaron por la tesis del profesionalismo integrado, una especie de avenida de doble mano en la cual el arma se integraba al gobierno con voz y voto y como contrapartida la administración de Isabel Perón recibía una dosis de poder.
De los siete generales restantes uno se mantuvo en una posición de tibio apoyo al comandante, pero los otros seis se inclinaron decididamente por el profesionalismo prescindente. A este sector —mayoritario— no le atraía en lo más mínimo la idea de tener algún tipo de corresponsabilidad con el gobierno. El desenlace de la crisis no podía tardar. Para colmo, en esos días apareció en un zanjón el cadáver del mayor Argentino del Valle Larrabure, secuestrado un año atrás por el nutrido comando terrorista que había copado la fábrica militar de Villa María. Los trescientos setenta y dos días de cautiverio y torturas a que fue sometido Larrabure elevó a grados extremos la tensión emocional en el Ejército.
El 26 de agosto los comandantes de los Cuerpos II (Viola), III (Delía Larrocca) y V (Suárez Masón) enviaron los radiogramas que muchos ya se veían venir la exigencia del pase a retiro de Numa Laplane y de Damasco. Isabel Perón ratificó su confianza en el comandante y de hecho quedó así involucrada su autoridad por el conflicto castrense, mientras las fuerzas políticas y sindicales expresaban que el problema era de orden "estrictamente militar".
En la mañana del 27 de agosto asumió la comandancia Jorge Rafael Videla. La promoción 74, inocultablemente antiperonista, era a partir de ese momento mayoría en la cúpula del Ejército.

A las siete y media de la mañana del jueves 18 de diciembre de 1975 el brigadier José María Klix atendió el teléfono:
—Venga urgente al Cóndor. Al comandante lo acaban de embolsar en Aeroparque y lo tienen detenido. Parece que la sublevación la encabeza Capellini.
Klix era el brigadier más antiguo y debía tomar el mando. Lo que le habían anticipado por teléfono era exacto. El comandante Héctor Luis Fautario estaba detenido por los sublevados. La rebelión que había empezado en la base de Morón se había extendido al Aeroparque. A media mañana pilotos que respondían al brigadier Jesús Orlando Capellini sobrevolaron rasantes la Casa de Gobierno. Otros aviones pasaron sobre las bases rebeldes en misión disuasiva. "El Poder Ejecutivo, que por cierto no le resta importancia a este episodio, resolvió el conflicto designando por decreto N° 3971 comandante general de la Fuerza Aérea al brigadier Orlando Ramón Agosti, quien asumió su cargo esta misma noche. Queda con esto superado el conflicto planteado", dijo el ministro Ángel Robledo en el mensaje que ese mismo jueves 18 dirigió al país.
"Que el comandante general del Ejército asuma en nombre de las Fuerzas Armadas la conducción del gobierno nacional como un deber ineludible con la Patria", incitó Capellini en una proclama. El general Videla cursó entonces un radiograma a las unidades del Ejército. El punto segundo decía: "La crisis planteada en el seno de la Fuerza Aérea se proyecta al plano institucional y nacional. En cuanto al primero, el Ejército es prescindente por cuanto entiende que debe resolverse dentro de aquella institución. En lo que respecta al plano nacional, el suscripto no comparte la solución propuesta. No obstante se reclamará a las instituciones responsables, en nombre de los intereses supremos de la República, que actúen rápidamente en función de las soluciones profundas y patrióticas que la situación exige". Capellini recién depuso su actitud en la madrugada del día 23. En Morón, los vecinos habían pintado carteles. Decían: ¡Viva la Base! Hoy se sabe que ésos fueron los días clave. "Puede decirse que a partir de entonces el gobierno empezó a jugar tiempo de descuento", confió a SOMOS días pasados un alto jefe militar. Pero algo faltaba para elevar la tensión militar estalló el ataque que por lo menos dos centenares de terroristas llevaron frontalmente contra el Batallón de Arsenales 601 de Monte Chingolo al atardecer del 23 de diciembre, cuando aún no se habían ahogado los ecos de levantamiento de Capellini. En medio del fárrago casi pasaron inadvertidos dos hechos políticos trascendentes. El gobierno había adelantado las elecciones generales partir del próximo 17 de octubre ("Una fecha agresiva", dijo al día siguiente Ricardo Balbín en un reportaje) y el MID se había separado del Frente Justicialista de Liberación. El 24,Videla habló desde Tucumán, donde el Ejército enfrentaba a la guerrilla rural: "La inmoralidad y la corrupción deben ser adecuadamente sancionadas. La especulación política, económica e ideológica deben dejar de ser medios utilizados por grupos de aventureros para lograr sus fines. El orden y la seguridad de los argentinos deben vencer al desorden y la inseguridad. Así —sólo así—, la República toda recobrará su fe y el espíritu nacional que hasta no hace mucho la había caracterizado". Las versiones de esos días indicaron que había un emplazamiento de 90 días al gobierno. Las tres fuerzas habían superado ya un punto de fricción: Héctor Luis Fautario no aseguraba a los comandantes de las otras dos armas la cohesión monolítica que Videla y Massera habían acordado ya como condición sine qua non para encarar el movimiento militar. Muy reservadamente y sin más explicaciones que las estrictamente necesarias, la orden de empezar a trabajar en planes de gobierno partió el 2 de enero desde los comandos. Y las planas mayores empezaron inmediatamente su tarea. Los secretarios generales de cada arma (eran los asesores políticos de los comandantes) se constituyeron en los coordinadores del operativo y se designaron comisiones y equipos cada uno con una misión determinada: relaciones internacionales, economía, política interior, sindicatos, medios de prensa. A su vez, se formaron equipos muy específicos cuya misión sería la de ejecutar en los hechos el cambio de gobierno. Estos equipos salieron de la órbita de los secretarios generales para quedar directamente en jurisdicción de cada jefatura operativa. Uno de ellos tuvo a su cargo la planificación más delicada: el operativo que debía concluir incruentemente con la detención de Isabel Perón.

Siempre se habló de un supuesto Operativo Aries, sobre el que finalmente se habría montado el golpe militar del 24 de marzo de 1976. Según los comentarios, este plan no hacía referencia a golpe alguno o toma de poder. Consideraba, eso sí, los cursos de acción ante una grave emergencia nacional. En los últimos días, al reflotar SOMOS algunos de los detalles sobre cómo se ejecutó el movimiento militar, la pregunta fue llevada ante altos jefes militares que participaron en él. Ninguno lo recordó específicamente. Pero Aries bien pudo ser la clave de una fecha tope: este signo del zodíaco empieza el 21 de marzo.

Según el relato de uno de los ministros del último gabinete de Isabel Perón, el 18 de febrero el jefe de la SIDE, general Otto Paladino, le informó a la Presidente que si no presentaba la renuncia el golpe era inevitable. Entonces Isabel Perón consultó a su ministro de Defensa.
—Vea doctor, no voy a renunciar aunque me fusilen porque mi renuncia significa la división, la dispersión del movimiento peronista. No voy a hacerlo porque eso sería claudicar y traicionar el legado que me dejó Perón.
—Señora, es lo que compartimos sus ministros, respondió Deheza.
Al poco rato se sumó a la reunión el ministro Roberto Ares.
—La renuncia no significa nada y es la división del peronismo. Luder va a durar poco tiempo. No. No se puede renunciar.
Se resolvió reunir el Consejo Nacional de Seguridad, integrado además de los ministros por los comandantes y los titulares de las dos cámaras del Congreso. "He convocado a este Consejo de Seguridad Interna para tratar temas importantes sobre la lucha contra la subversión, pero antes debo decir, ante versiones políticamente interesadas que continuaré en el ejercicio del mandato que me ha conferido el pueblo de la Nación hasta la finalización del término fijado por la ley y lo haré porque así lo impone una responsabilidad histórica ineludible: el deber de evitar la dispersión de las fuerzas populares que, de no ser así, buscarían la defensa de sus conquistas y esperanzas en la izquierda marxista", declaró Isabel Perón. Después se trataron los temas antisubversivos.
Mientras tanto, a esa misma altura de los hechos, en la cúpula militar se pensaba que la muerte de Perón marcaba ineludiblemente el fin de un ciclo político. A juicio de las máximas jerarquías se abría a partir de ese hecho un dramático interrogante sobre el rumbo que podría tomar el país de ahí en adelante. Ese interrogante, ante la presencia de la creciente actividad terrorista, prendía interminables luces rojas en los análisis de los comandos. "Era visible que el gobierno no tenía apoyo en las Fuerzas Armadas. Lo acepto. Pero también eran visibles sus notorios disensos internos", consideró días atrás ante SOMOS un ex alto jefe militar. Y otro alto oficial que participó en el golpe de marzo de 1976 confió: "Casi le diría que algunos de los que más venían a apurar, eran gente del propio partido gobernante".

El miércoles 3 de marzo el senador Luder se sentó a la derecha de Isabel Perón en la mesa del despacho presidencial. Del otro lado sé ubicaron los ministros Deheza y Ares.
—Lo he convocado, doctor Luder, para saber qué determinación va a tomar respecto del pedido de citar a Asamblea Legislativa.
El vicepresidente primero del Senado empezó entonces a abordar el problema desde la óptica constitucional. La Presidente lo interrumpió:
—Lo que quiero saber, simplemente, es si va a o no a hacer lugar al pedido.
—Yo subí con Perón y voy a caer con él —respondió Luder—. Hoy mismo voy a anunciar el rechazo.
El golpe ya estaba en plena marcha. Y la alternativa Luder que en algún momento habían propiciado algunos sectores de dentro y fuera del gobierno, era caso cerrado a esa altura de los hechos. 

El golpe debía darse el Día D, a la Hora H. Inicialmente ese día D se fijó dentro de la segunda quincena de febrero. Pero luego fue postergado sucesivamente.
Las razones sólo las conocen los comandantes Videla, Massera y Agosti. Pero una de ellas bien pudo haber sido la incorporación de los nuevos conscriptos. Por entonces los riesgos de huelgas de desobediencia civil ante el golpe estaban prácticamente descartados. En el Estado Mayor se había hablado con algunos gremialistas y además la poderosa UOM tenía conflictos aislados en varias fábricas. Alguna vez se comentó que el propio ministro de Defensa había dicho en una de las tantas reuniones que mantuvo con los jefes militares:
—Ya sabemos. Algunos hombres, entre ellos algunos sindicalistas que no voy a nombrar están yendo al Estado Mayor. Pero algunos primero pasan por ahí y después vienen por acá y nos cuentan cómo son las cosas. Las comisiones militares empezaron activamente sus contactos con los civiles a partir de los primeros días de febrero. Por eso, cuando Isabel Perón reestructuró el gabinete hacía rato que la moneda estaba en el aire. "Puedo asegurarle —dijo a SOMOS un alto oficial retirado —que ya era todo demasiado tarde. Había mucha gente civil comprometida y no se podía dar marcha atrás. Por otro lado las causas que habían decidido la determinación seguían vigentes. Porque yo me acuerdo que más de un coronel me preguntó si seguíamos adelante o había que esperar un poco más. Y la respuesta era siempre la misma: los motivos subsisten. No hay cambios". Algo que había irritado a algunos mandos militares había sido el decepcionante eco que habían tenido los pedidos de asistencia crediticia que el país había presentado ante la banca internacional.
A principios de enero en las playas de Punta del Este se rumoreaba un nombre: José Alfredo Martínez de Hoz. Ya había sido detectado su encuentro con los altos mandos. Pero no había nada definido ya, según la confidencia que hizo días atrás a SOMOS uno de sus más íntimos colaboradores. Y lo cierto es que Martínez de Hoz en enero estuvo cazando en Sudáfrica.
El 12 de marzo Martínez de Hoz lo llamó a Juan Alemann y le confió que el general Videla le había hecho el ofrecimiento. El 17 de marzo, el plantel que luego manejaría durante cinco años las riendas de Economía, estaba ya casi integrado. Sólo faltaba llenar el cargo de presidente del Banco Central. Juan Alemann sugirió el nombre de Adolfo Diz, que fue una de las llaves principales con las que Martínez de Hoz consiguió abrir las puertas de la banca internacional. Diz, entre otras funciones, había estado en los máximos escalones del Fondo Monetario Internacional y tenía tal vez la mejor y más nutrida cartera de contactos con la banca internacional. Del 17 al 24 de marzo, el equipo Martínez de Hoz trabajó a full en las oficinas de Corrientes 545. Las dos medidas principales que aplicaría luego en su gestión no estuvieron taxativamente incluidas en el plan que Martínez de Hoz presentó a los comandantes: la reforma financiera y la apertura arancelaria.

El 20 de marzo los médicos del Hospital Militar Central recibieron una orden: "Chequear a los internados y dar el alta a todos aquellos que estén en condiciones de abandonar el establecimiento. En las próximas 48 horas debe haber la mayor cantidad de camas disponibles. Atención de terapia intensiva y primeros auxilios. Alertas para una emergencia"'. El 23, el director del hospital Jorge Curuchet Ragusin, convocó a los médicos para las últimas horas del día: 
—Es muy probable que esta noche pase algo serio. Todos, sin excepción, deben entrar de guardia a las siete de la tarde. Y la guardia no se levanta hasta nuevo aviso.
El 22 de marzo ya la suerte estaba echada irreversiblemente. Pero el gobierno no lo sabía. En el comando, ante los altos mandos, Videla había comunicado la fecha del Día D: 
—Señores, la fecha es el 24. La Hora H coincidiría con el momento en que Isabel Perón fuera detenida. Deheza, tras la reunión del gabinete había citado a su despacho a los comandantes para las 10 de la mañana del 23. Hubo una primera reunión que duró hasta exactamente la una y un minuto del mediodía. Los jefes militares se retiraron diciendo que lo tratado hasta ese momento iba a ser puesto en conocimiento de las respectivas fuerzas. A esa hora Isabel Perón almorzaba con los sindicalistas Lorenzo Miguel, Rogelio Papagno, Amadeo Genta —el único directivo de la CGT que estuvo presente— y el ministro de Trabajo, Miguel Unamuno.
Después del almuerzo los sindicalistas salieron de la Casa Rosada y se encaminaron hacia el Ministerio de Trabajo. Unamuno había convocado a los secretarios generales de todos los gremios para evaluar la situación. A las siete de la tarde los tres comandantes volvieron al despacho del ministro Deheza. Los trascendidos de la época aseguraron que allí el gobierno jugó lo que pensó que era probablemente su última carta: una serie de concesiones. Habría ofrecido cuatro ministerios (Interior, Bienestar Social, Justicia y Defensa) y la injerencia directa de los jefes de las tres armas en una junta asesora de gobierno con poder de veto sobre las decisiones presidenciales. Se dice que hasta se habló de la disolución del Congreso. Hoy se sabe que esas concesiones, ciertas o no, eran inútiles.
Según el testimonio del ministro Deheza, al finalizar la reunión Videla dijo: 
—Son tan serios los argumentos que usted ha hecho acá que yo le pido que concurra mañana al Edificio Libertador a mediodía para que los repita ante la reunión de generales que voy a convocar. A las diez y veinte Deheza fue a ver a la Presidente y le relató todo lo tratado. Le dijo, además, que le parecía ver en Videla cierta receptividad. Entonces la Presidente le dijo: 
—Llámelo.
—Si no viene quiere decir que el golpe está dado —reflexionó en voz alta el ministro.
—Doctor, creo que esta noche nos dan el golpe.
Isabel Perón le pidió que explicara brevemente lo que había conversado con los comandantes a la reunión ampliada de gabinete que había convocado. Sentados a la mesa del despacho presidencial estaban, además de los ministros, Deolindo Felipe Bittel, vicepresidente del Partido Peronista, Lázaro Roca, secretario general, el gobernador de Santiago del Estero, Carlos Juárez,y los titulares de las dos cámaras del Congreso, Ítalo Argentino Luder y Nicasio Sánchez Toranzo. Deheza se limitó a enunciar que la gravedad del momento simplemente estaba marcada porque el gobierno había estado hablando de golpe con los propios comandantes. Lo positivo era la reunión que había prometido Videla.
—¿Usted cree que mañana seguirán las tratativas? —preguntó Augusto Saffores, ministro de Justicia.
—No tengo una división de tanques bajo mi mando para asegurárselo —respondió Deheza, sugiriendo así claramente que todo dependía del comandante. En ese momento se sumó a la reunión el ministro del Interior. Ares venía de cenar con el general Albano Harguindeguy, jefe de la Policía Federal, quien —así lo dijo a sus colegas el ministro Ares— le había confiado que las conversaciones seguirían al día siguiente. Alguien alzó la voz para denostar la imposición militar y desató una serie de comentarios desordenados, que la Presidente cortó de cuajo: 
—Aquí y ahora no caben los reproches. Hacia las once de la noche la Presidente dio por terminada la reunión diciendo que continuaría al día siguiente. Los sindicalistas que habían estado al mediodía también habían participado en la reunión de la noche. Nuevamente se dirigieron al Ministerio de Trabajo, donde los secretarios generales de los sindicatos seguían en sesión permanente. Isabel Perón se quedó un momento con Deheza y Julio González. Alguien le aconsejó: "Por qué no se queda en la Casa Rosada". Ella lo desechó: "No. No. Me voy a ir a Olivos". Y se encaminó hacia el helicóptero.
Los gremialistas estaban informando a sus pares cuando apareció sorpresivamente Carlos Campolongo, asesor de Osvaldo Papaleo, secretario de Prensa, para comentar que fuerzas militares le habían
impedido entrar a la Casa de Gobierno.
Casi simultáneamente un periodista amigo del ministro habló por teléfono:
—Déme con el ministro.
—No puedo. Está reunido y no lo puede atender.
—Dígale a Miguel —dijo cortante como para que el interlocutor se diera cuenta que le hablaba alguien de confianza— que me atienda rápido porque tengo algo urgente. . . Han detenido a la Presidente
en pleno vuelo y parece que la llevan al interior del país.
—¿Qué más tenés? —salió por el auricular la voz ansiosa de Unamuno.
—Eso es todo lo que tengo.
Alguien propuso una huelga general. Era tarde, si ya habían detenido a la Presidente, lo más probable era que las tropas estuvieran en camino hacia el Ministerio.

A la medianoche del 23 en los cuarteles se verificaban los dibujos geométricos en clave que llevarían los vehículos militares y también los que sin otra identificación estarían involucrados en los operativos que seguirían inmediatamente al momento de la detención de Isabel Perón. Como símbolos no significaban nada especial. Eran simplemente contraseñas. La Presidente subió al helicóptero rojo y blanco exactamente a las 0.49 del miércoles 24 de marzo. Junto a ella iban Julio González, el secretario técnico de la Presidencia y Rafael Luisi, jefe de la custodia. Cuando Isabel Perón partía en helicóptero, también salía toda la caravana de autos oficiales. Era una medida de precaución. A alguien le llamó la atención inmediatamente la descordinación que se notaba esa noche entre el helicóptero y el auto.
Cerca del Aeropuerto el piloto advirtió: —Asegúrense los cinturones. Tenemos un pequeño desperfecto. Voy a bajar en el Aeroparque.
El equipo que los comandos habían designado para planificar y ejecutar la detención de Isabel Perón estaba integrado por el general José Rogelio Villareal, el contraalmirante Pedro Santamaría y el brigadier Basilio Arturo Lami Dozo. La mejor alternativa era la del Aeroparque. Si la Presidente se hubiera quedado en la Casa de Gobierno o hubiera ido en auto a Olivos, los tres jefes militares se habrían presentado para comunicarle su destitución, esperando que Isabel Perón no ofreciera resistencia apelando a los Granaderos. Pero la detención iba a efectuarse de todos modos. Para eso ya estaban alertadas las tropas de Palermo (destino, Casa Rosada) y de Campo de Mayo (destino, Olivos). Isabel Perón bajó del helicóptero y siguió a los hombres uniformados que la conducían hacia el despacho del jefe de la base aérea. Un oficial le abrió la puerta de entrada al despacho. En el preciso momento en que puso un pie adentro de la oficina, Julio González y Rafael Luisi fueron reducidos. La Presidente, que algo sintió, cruzó todo el cuarto y se sentó en un silloncito que daba espaldas a la pared opuesta a la puerta. Esa pared separaba el despacho de un pequeño dormitorio donde Villarreal, Santamaría y Lami Dozo esperaban el momento de entrar en acción. Por un pasillo lateral se les acercó el jefe de la base y anunció: 
—Permiso. Está todo listo. 
Muy tensa, la Presidente estaba sentada casi al borde del asiento.
—Le comunico que las Fuerzas Armadas han asumido el poder político de la Nación. Usted queda destituida —dijo el general Villarreal.
—Estoy preparada para afrontar lo que hayan resuelto hacer conmigo. 
—Tranquilícese. Nuestra presencia garantiza su seguridad. Irá al interior. 
—¿Adonde? 
—Al Messidor.
Según esta versión de los hechos recogida por SOMOS, se le preguntó a Isabel Perón a quién debía pedirse en Olivos sus cosas. Mientras Lami Dozo se ponía en contacto con la junta de comandantes, Santamaría hablaba con Olivos. Era la Hora H. A las dos y cuarto de la mañana Isabel Perón se embarcó en el T-02 rumbo a Bariloche sin que hubieran llegado aún sus cosas desde Olivos.
Roberto Fernández Taboada y Pedro Olgo Ochoa

 

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