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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE ACÁ


Setenta años al estilo Plaza

Revista Mercado
agosto 1979

un aporte de Riqui de Ituzaingó

 

 

 

"Recién después de medio siglo, una casa de huéspedes comienza a alojar historias de vidas. Antes, sólo puede alojar huéspedes... ", decía el Marqués de Savoré, en sus Apuntes de Viajes, a principios de 1912. El Plaza Hotel de Buenos Aires, inaugurado en el invierno de 1909, ha superado con holgura aquel lapso de añejamiento que sugería, con alguna arbitrariedad, Savoré. Enclavado frente a la Plaza San Martín, comparte junto a otros edificios relevantes (el Ministerio de Relaciones Exteriores, el Círculo Militar) un sector de la ciudad cuya definición urbanística adquiere connotaciones típicamente europeas. Precisamente, para exaltar esa raigambre, el arquitecto Alfredo Zucker lo proyectó siguiendo líneas clásicas, sin desechar en su interior algunas de las más refinadas comodidades de la época: chimeneas en cada una de las salas, ascensores, sistemas de acondicionamiento ambiental y, por supuesto, una amplitud de espacio que sugiriera la impresión de que allí no había encierro. Setenta años en la vida de este hotel, considerado no sólo precursor sino símbolo de la mejor tradición hotelera internacional, implican un raconto.
"Eran otras épocas, claro, otro ritmo menos alucinado; todavía la ciudad arrastraba vestigios de la Gran Aldea y recién comenzaba el incesante arribo de personajes, inversores, colonos, que habrían de poblar y dimensionar al país", anota una breve reseña, publicada con motivo de las nuevas instalaciones del Plaza. Es que la decisión de don Ernesto Tornquist, de contar en el Río de la Plata con un pórtico de entrada de relevancia, para recibir a esa prestigiosa corriente de viajeros que permanentemente recalaban en el puerto, había causado conmoción. Fue el propio Presidente de la Nación, José Figueroa Alcorta, el que presidió la inauguración del hotel y el tout Buenos Aires asistió sorprendido a ese comienzo de una época que, de ahí en más, se caracterizó por convertir a Buenos Aires en un gran hotel de viajeros de todas partes. Se recuerda que cuando la esposa de Ernesto Tornquist se enteró de que justo frente a su casa iban a construir el hotel, se quejó a su esposo porque iría a perder la luz de su cuarto de costura. Por este motivo, las primeras fotografías del edificio muestran un corte forzado en la ochava que actualmente ocupa la joyería Ricciardi. Mediante ese ardid arquitectónico, Tornquist logró ganar a dos puntas: primero concluir la obra; segundo, no perjudicar la manualidad de su esposa. Otras costumbres, otra ciudad, claro.
Para Pablo Vázquez, maitre, las cuatro décadas al servicio del Plaza no pasaron en vano: "Nuestro trato con el cliente fue siempre de persona a persona. Aquí el huésped percibe un trato particular, que incluso se manifiesta en sus menores exigencias y aun caprichos. Nosotros sabemos en qué momento aquella señora necesita recibir sus camelias, cuál es la ventana preferida por el huésped; cuál el lapso en que no quiere que lo molesten; sabemos por experiencia que a unos les gusta la penumbra, a otro las sábanas con aroma de sándalo, a aquellos despertarse con flores... " Indudablemente exigencias y caprichos no debieron ser pocos durante setenta años de tránsito incesante de viajeros y aun de huéspedes estables. "Aquí vivían familias enteras, tenían una suite al lado de la otra —cuentan los servidores más veteranos—; cada vez que venían de sus campos residían en el Plaza, en la misma habitación, con el mismo valet, con idéntico decorado. Por eso, los cambios ulteriores, al principio sacudieron a muchos clientes tradicionales que seguían prefiriendo la clásica alfombra persa a la novísima moquet con dibujos en degradée".
Para los lacónicos y austeros servidores del Plaza, la historia secreta de los huéspedes reales y de los políticos más célebres puede caber en un cuarto, a la hora del desayuno, en el mínimo pedido doméstico. No sería extraño pensar que El Rey Olav V, de Noruega, se preocupó por que alguien le cosiera un botón de su camisa de seda; que la Princesa Margarita, de Dinamarca, cambió tres veces de lugar su cama; que la larga comitiva del Sha de Irán y Fara Diva convirtieron a uno de los pisos en exótico imperio persa; que Indira Ghandi dormía con los cortinados abiertos para despertarse con el sol; que Nelson Rockefeller exigía sábanas de colores; que Louis Armstrong cerraba las ventanas para no perturbar con su trompeta el sueño de otros huéspedes; que la voz de Enrico Caruso hizo trizas el espejo del botiquín ensayando un allegro vivace; que Román Polanski se portó bien y que María Callas, para no desmentir su carácter, todos los días inventaba un capricho.
Para los coleccionistas de fechas y fundaciones, los memoriosos del Plaza anotan que a principios de siglo tuvo su sede allí el célebre Beeftec Club, luego convertido en Club Americano. Y también para el anecdotario, que sólo una vez se festejó allí un casamiento judío con todo su ritual religioso y que prácticamente duró tres días. "Vino gente de todas partes, se cursaban las invitaciones al exterior adjuntando los pasajes y la reserva del hotel. Se reencontraron, aquí, parientes de otras latitudes y durante casi una semana hubo almuerzos, lunchs, cócteles y cenas, y los novios no podían irse nunca... ", bromea una de las mucamas. Cuatro pianos de cola afinados constantemente son otros de los privilegios con que cuenta el Plaza para tantos eximios que pasan por sus habitaciones. A Nikita Magaloff le agrada llegar y tener el piano instalado en su suite junto a un ramo de magnolias; a Claudio Arrau le entusiasma probar él cada uno de los pianos y elegir uno distinto cada vez.
Otro de los orgullos del hotel es su cocina y, por supuesto, su cheff: Pedro Muñoz. Para los gourmets de Buenos Aires —que no son pocos— Muñoz es, quizá, el heredero aventajado de la alta cocina francesa. Para su inventiva y sus manos, tanto cabe la preparación de un plato intimista solicitado especialmente desde un cuarto, hasta la gran culminación de una cena en el salón dorado para la élite de hombres de negocios. Entre tantas anécdotas se recuerda que la Princesa Alejandra de Kent, prima de la Reina Isabel, cuando probó el jamón a la york elaborado por Muñoz dejó la mesa unos instantes para ir a felicitarlo personalmente. "Nunca he comido este plato hecho con tal maestría", le dijo, y le recordó que el jamón a la york es para los ingleses como el punto de cocción del arroz para los chinos.
Precisamente, el restaurante del Plaza es actualmente la filial autorizada del famoso Maxim's de París. Cada semana, el cheff del Maxim's le envía al cheff del Plaza varias recetas especiales que son recreadas aquí para los huéspedes. No es extraño, entonces, ver sobre la mesa de postres el característico Croque en Bouche, que tantas veces los turistas admiraron en la bandeja de plata del Maxim's junto a una botella descorchada de Pommery.
Para los viejos servidores, aun con los cambios de escenografía a que fue sometido el interior del edificio, la esencia del Plaza es su trato. "Ninguno de nosotros —se enorgullece— a la segunda vez que ve a un cliente desconoce su nombre ni olvida dirigirse a él pronunciándolo correctamente. Ninguno de nosotros — insisten — omitirá saber si el cliente prefiere que se le recomiende algún plato o será él su propio elector". Tampoco los encargados de los talleres de carpintería y tapicería permanecen ajenos a ese mundo casi teatral: ellos también suelen rectificar un respaldar demasiado alto para un huésped; alargar el elástico de una cama para un longilíneo; o, simplemente, conseguir con urgencia una lámpara de determinada forma que dé luz en tal dirección y que pueda ser adosada a la cama sin fastidiar el sueño.
"Cada huésped es para nosotros una persona diferente, con sus gustos y sus hábitos. Tratamos de que el hotel sea la proyección de su casa y, si es posible, mejorarlo", enfatizan. Un concepto hotelero que permanece inmutable a través de setenta años de historias de vidas. Mantelería, vajilla de plata, cristalería tallada, densos y pesados cortinados de pana sobre finísimo tul se alternan con diseños modernos y cuartos donde el amoblamiento sugiere una modernidad paulatina. "Ahora, los clientes pueden optar: por lo clásico o lo nuevo, recientemente habilitado. Aunque para los viejos clientes cambiar de cuarto es casi un exabrupto —sugieren los servidores— ellos siguen prefiriendo pisar sobre la clásica alfombra floreada, sentarse al mismo secretaire, descorrer el antiguo cortinado, descansar entre los mismos colores de antaño".
Las célebres suites diplomáticas se adjudican con preferencia a los invitados del Ministerio de Relaciones Exteriores, aunque periódicamente son habitadas por presidentes de empresas internacionales de paso por el país y aun por familias argentinas, que circunstancialmente pueden estar remodelando su propia residencia. Una de esas suites consta de una habitación principal de más de siete por siete metros; baño igualmente de dimensiones y refinamientos desusados; toilette; comedor con amoblamiento para doce comensales; living, escritorio y kichinette. "La pequeña cocina —explican las gobernantas— se usa para aquellas personalidades que no bajan a comer al salón. Un maitre sube especialmente con todos los elementos y personal para atenderlos en su propio comedor".
Doce salones —atendidos desde hace más de dos décadas por el maitre José Martínez— suelen cobijar almuerzos y sobremesas de presidentes y comitivas. Extraña privacidad la del Plaza y también paradójica: quinientos empleados tratan de hacer que su trabajo se haga notorio pero invisible. Setenta años para un hotel, en nuestro país, es un cumpleaños histórico. Durante ese tiempo el mundo transitó desde el carruaje al jumbo, desde la solemnidad a otra forma de respetuosa naturalidad. Probablemente, el Plaza Hotel, a la manera de sus similares de Europa, fue cambiando poco a poco su aspecto, su semblante, como sus huéspedes fueron cambiando el jacquet y el sombrero de copa por un traje de calle y una camisa deportiva. No obstante, como esa galantería o esa prosapia que se hereda de generación en generación, se propone continuar con ese estilo definido. "Un estilo —dicen sus propios servidores— que no memoriza el número de habitación sino que sabe dónde está la habitación del cliente, que sabe quiénes son sus visitantes, sus horarios, sus fastidios..."